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Por el ojo de la cámara

 

J. Borges

 

Yo estoy aquí de pie ante vosotros

en nombre de una idiota ley proclamadora

de la conservación de las especies

Vicente Huidobro

 

I

 

─Vamos a ver compañero que no tengo toda la noche. ¿Conocía a la víctima sí o no?

─Bueno oficial…

─González. Capitán González─ repitió, ajustándose la gorra en la cabeza tras mirarle fijo a los ojos.

─Sí y no.

El policía frunció el ceño. Era un hombre alto y grueso. Sus notables extremidades contrastaban con el dulce tono de su voz. 

─¿Explíquese mejor?

El individuo se cruzó de brazos y levantó la cabeza, lanzándole una mirada al anciano de piel pálida, semblante inexpresivo y nariz aguileña que en un rincón de la sala se balanceaba en un sillón.

─Lo que sucede es que yo soy fotógrafo, sabe.

─¿Y eso qué?

─Mire oficial─ recogió los codos en el borde de la mesa─, lo que sucede es que el vino, bueno, ella, vino a verme para que le hiciese unas fotos─ inclinó con sutileza el torso y concluyó encogiéndose de hombros─, eróticas.

─¡Eróticas!

─Sí, eróticas.

El capitán González reparó en su reloj de pulsera. Marcaba las doce menos cuarto de la noche. Le ardían sus ojos pequeños y vivaces. Su rodilla se impactó contra la del fotógrafo una vez intentaba ponerse de pie. Le respondió con una mirada autoritaria mientras se daba la vuelta y rascaba sus ojos. El oficial que estaba junto a la puerta se le acercó, diciéndole algo al oído. El capitán asintió mientras fingía repasar con cautela los objetos que decoraban la sala. Apenas una mesa de madera convencional, donde reposaban un par de portarretratos con el marco de bronce en medio de un sofá y dos butacas con la pajilla carcomida. A su izquierda en el singular sillón, el anciano con la vista hundida en el vacío, por un instante el capitán tuvo la sensación que se trataba de otra figura decorativa. Sobre la pared trasera se erigía preso en un marco pintado de blanco la litografía en blanco y negro de un mártir de la revolución. El capitán contempló aquella barba negra y el sombrero de alas amplias, sombreando la sonrisa triunfante como si despertara las facciones ordenadas sobre su simetría ovalada sin reconocer a primera vista de quien se trataba. Dio unos pasos al frente, los dedos de su mano derecha reposaban en su grasiento mentón, quedando imbuido durante unos segundos. 

─Él es un gran admirador suyo, sabe.

El capitán ladeó la cabeza de inmediato. Sus ojos se prendían absortos en el fotógrafo. Le hubiese ordenado retornar a su asiento de tratarse de un interrogatorio oficial.  Pero no lo era o en todo caso estaría por serlo. El joven oficial que se le acercaba antes le había informado al oído que la víctima se debatía entre la vida la vida y la muerte. El capitán miró al otro lado. El anciano se mecía adormilado en el sillón. De súbito volvía a levantar la vista a la fotografía. Liberó una álgida respiración un segundo después, limitándose a comentar:

─Tiene buena calidad la fotografía. 

El fotógrafo sonrió.

─¿Le interesa la fotografía, oficial?

─Capitán González─ pronunció solemne.

El fotógrafo se llevó una de sus manos al pecho. Con el brazo izquierdo formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. El dedo  pulgar le temblaba ligeramente. Una extraña sensación sobrevino en la mente del capitán, envuelta en dos imágenes. La primera se trataba de la apariencia amortajada de la víctima cuando se la llevaron en la ambulancia media hora antes para el hospital. La segunda, la de aquella fotografía encarnada en la mirada inerte del anciano, cuyo sutil vaivén del sillón parecían las punzantes agujetas de un viejo reloj. 

─¿Se siente bien, capitán?

Le miró como si no lo reconociese. Su frente yacía empapada en sudor.

─Es el calor que hace en la Habana. Ya no hay quien lo soporte─ asombró los ojos y evocando una sonrisa amable, le preguntó:

─¿Quiere que le traiga el ventilador?

El capitán secaba su rostro con el pañuelo.

─Se sentirá mucho mejor─ aseguró el fotógrafo. El capitán contempló de soslayo la velocidad con que la figura del fotógrafo irrumpía en el pasillo interior que conducía a una terraza central, típica en las edificaciones eclécticas de los edificios tradicionales habaneros construidos durante la primera mitad del siglo veinte, ataviados por una evidente influencia art decó,  y se devolvía de uno de los cuartos con un ventilador órbita entre sus manos. Corrió los portarretratos con evidente brusquedad. El capitán tuvo la sensación que el anciano reaccionaba ante el filo de los marcos sobre la superficie de cristal. Se llevó la mano izquierda atrás, sin atreverse a devolver el pañuelo al bolsillo. Sus ojos permanecían congelados hasta comprobar que el anciano continuaba sumido en su letargo.

─¿Mucho mejor, ahora capitán?

─González.

─Eso quise decir, capitán González─ el fingido relajamiento de sus facciones, denotaba una inherencia negativa en la perfecta simetría de su rostro. El aire del ventilador se impactaba en el pecho de la uniformada camisa del capitán, distribuyéndose en pequeñas porciones desde la cintura hasta las rodillas. Llevó el pañuelo al frente y lo detuvo justo a la altura de la barbilla. Tardaría un par de minutos en reaccionar, llevándose de súbito las manos atrás.

─Volvamos al punto de partida─ inquirió el capitán y le pasó de lado al fotógrafo en dirección a la mesa del comedor.  

─Capitán─ le llamó el fotógrafo. El capitán corría la silla de la cabecera cuando el fotógrafo se le acercó entregándole el pañuelo.

─Debió caérsele al suelo.

─Gracias─ lo tomó y escurrió con ínfulas escrupulosas el hilillo de sudor que descendía de su frente, dividiéndola en dos mitades uniformes.

─Como le decía. Afirma usted conocer a la víctima.

─Bueno, oficial, conocer tanto como conocer. Yo no lo diría de esa manera. Sabe él… ella me propuso que le hiciese unas fotos de calendario. Se trataba de un festival para celebrar el día internacional contra la homofobia. Como usted puede ver yo tengo un modesto estudio montado en el cuarto del fondo. Se lo alquilo a los viejos para ayudarlo. Así les entra un dinerito para que coman, sabe.

─Un dinerito─ reiteró el capitán.

─Sí, un dinerito─ balbuceaba el fotógrafo.

En ese preciso instante el oficial detenido junto a la puerta se le acercó al capitán y le dijo algo al oído. En esta ocasión durante un tiempo más prolongado.

─Pero según tengo entendido. En su carnet aparece esta dirección.

Las mejillas del fotógrafo se ensombrecieron de súbito. Sus oscuras cejas empinadas, formando una tenue capa sobre sus pómulos anchos a merced de sus alargadas pestañas de ojos vivaces en forma de nuez, nariz respingada en perfecta ondulación con sus labios finos y rosados, separados por milímetros a un mentón angosto y cortado que resultaban tan agradables a la vista ajena, habían perdido todo su esplendor. 

─Es que hace algunos unos años no vivo con mis padres. Vengo a darles vuelta y a atender el negocio.

─¿Dónde reside usted?

─En una casita pequeña en el Cerro. Ya sabe, no es recomendable que me fuese muy lejos de los viejos. Soy único hijo.

─Y por eso supongo que estaba usted a estas horas de la noche, cuidándolos y de paso atendiendo su negocio.

─Oiga, oficial, no lo diga de esa manera. Me parece que usted se está equivocando─ espetó el fotógrafo con la voz entrecortada.

─Un momento─ alzó su mano izquierda─, tenga una cosa clara, la autoridad nunca se equivoca y resulta que aquí yo la represento─ hizo una pausa─. Mire, si quiere podemos hacer esto mucho más difícil. Yo me lo llevo ahora mismo para la Unidad y allí, tranquilito prestará su declaración.

El fotógrafo percibió al oficial junto a la puerta que avanzaba hacia él a paso lento.  

─Un momento, un momento, miren, ustedes saben que yo no puedo dejar solo a este viejo a esta hora de la noche.

─¡Pero si usted no reside con sus padres! Solo oficialmente y usted parece que los procedimientos legales se los pasa por el ojo de…

En ese instante el anciano ejecutaba unos sonidos grotescos que nacían de las articulaciones forzadas de su boca mientras sus rígidas piernas y brazos comenzaron a experimentar fuertes espasmos, sin que tardase en caer al suelo.

─¡Ay dios mío, ahora se me despierta la vieja!─ exclamó el fotógrafo.

─¿¡Qué vieja!?─preguntó el capitán y le hizo una indicación a su subalterno para que acudiese a ayudarle.

─Mi madre que está durmiendo en el segundo cuarto. La pobre no puede dormir si no es a base de amitriptilina─ le respondía, mientras destrababa la lengua enredada de la boca del anciano. Una nata de espuma se anidaba en su comisura labial. El capitán percibía aquella situación con evidente recato.

─¿Es epiléptico?

El fotógrafo le sembró una mirada de asombro mientras conseguía con la ayuda del oficial subalterno devolver al sillón.

─¡Voy a tener que amarrarlo!─ dijo en voz baja.

La apariencia del anciano permanecía inefable y su tez pálida era imposible que perdiese color. El capitán se acercó entregándole su pañuelo. El fotógrafo dudó un momento. Cuando lo tomó de inmediato el capitán se dio la vuelta, preso de un fulminante escalofrío con solo imaginar al fotógrafo mezclar el sudor de su pañuelo con la saliva espumosa del anciano. Quedó de lado a la litografía de la pared. Le arreciaba el ardor en sus ojos. Reparó en su reloj de pulsera. Faltaban cinco minutos para las doce y media de la madrugada. En ese preciso instante se escuchó un grito pavoroso que provenía del interior del pasillo.

─Lo sabía, lo sabía. ¡Ya voy mamita, ya voy!─exclamó el fotógrafo.

─Es su madre─ dijo el capitán González quitándose la gorra.

─Lo sé─ respondió el fotógrafo como si no fuese evidente. El anciano movía el dedo índice con insistencia. Quedó al cuidado del oficial subalterno una vez que el fotógrafo abordaba veloz el pasillo que conectaba con la terraza interior. El capitán le siguió ejecutando un giro a la derecha, encontrándose con una hilera de puertas de dos hojas. Se detuvo en la segunda puerta. Desde dentro se escuchaban los lamentos de una mujer seguidos de la advertencia irascible del fotógrafo:

─Andrés, déjame, no te me acerques Andrés, mira que soy capaz de lo peor.

─Mamá, tranquila, soy yo, tu hijo… tu hijito Gerónimo.

El capitán González se ajustó la gorra en la cabeza. Y como si la puerta no estuviese entreabierta, de una patada irrumpió en la habitación. La señora vestía una bata de satén azul claro y un moño recogía sus cabellos oscuros y espesos idénticos a los de su hijo. Aquella escena le parecía desdeñable e innecesaria al capitán. El hijo sobre la cama, encima de su madre, apretándole los ojos.

─¿¡Pero qué está haciendo!?

─Hay que apretarle los párpados, es la única manera que se le quita el sonambulismo.

Flexionó un par de veces más. Luego retiró los dedos. La señora sacudió su torso emitiendo una respiración intensa y quedó tranquila durante el instante en que recogía su mejilla derredor al antebrazo de Gerónimo.

─Lo ve─ volteaba a ver al capitán.

─Según tengo entendido esto se le hace a los epilépticos y yo no vi que se lo hiciese a su padre.

─Es que él no es epiléptico, oficial.

─¿¡Ah, no!?

─Padece de Párkinson. Bueno y de otros males mayores─ Gerónimo miró de soslayo la imagen sobre el retablo de la cama. El capitán percibió que se trataba de una réplica menor de la litografía que estaba en la sala. Comenzó a sudar. Se llevó las manos atrás y se acordó que ya no llevaba el pañuelo. Gerónimo retiraba con suma sutileza el antebrazo que reposaba en la mejilla de su madre. Se puso de pie y mientras abría el ventanal que daba hacia la terraza interior, dijo en voz baja:

─Es este calor que ya nadie lo aguanta.

Se dio la vuelta, rebuscó en los bolsillos de su pantalón y no tardó en hacer contacto con una materia viscosa.

─Tome.

El pañuelo al frente representaba algo más que la distancia con el capitán. El brazo derecho permaneció extendido durante unos segundos hasta que la aldaba en la puerta sacudía el apartamento y desde el piso superior alguien se acercó a la terraza y gritó:

─¡Oye pero qué escandalo es ese, que aquí hay personas mayores! 

De buen grado Gerónimo hubiese alegado que también aquí los había. Pero más importante sería silenciar el llamado de la puerta.

─Esta cabrona me va volver a despertar a la vieja. 

El capitán miraba con tranquilidad su pañuelo arrojado al suelo. Se acercó a la ventana pero no corría ni un ápice de brisa. Secó el sudor de su rostro con la mano y salió en dirección a la sala. Mientras corría las hojas de la puerta no pudo evitar fijarse en la reproducción de la litografía, intencionado por una admiración que le inquietaba por no ser capaz de recordar a cuál héroe se refería. No obstante pensó que a sus recién cumplidos cuarenta años y a diferencia de los que peinan canas no tendría por qué precisar un conocimiento holgado de la historia. Tomó el pasillo a paso redoblado y cuando llegó a la sala su sorpresa no pudo ser mayor. Una joven de tez trigueña, facciones redondas, de caderas y vientre abultado, pero de piernas flacas, vestía de short, blusa de tirantes y chancletas playeras,  corría la saya negra de la chica rubia para acariciar sus rosados muslos. Por otra parte el fotógrafo con la ayuda de su subalterno amarraban al anciano de los brazos del  sillón.  

─La soga no alcanza para las piernas. Pero algo es algo─ dijo el fotógrafo mientras le pasaba de lado al capitán que le veía escurrirse hacia el fondo del pasillo con toda naturalidad. La misma condición le ofrecía el subalterno tras el capitán abrirle los brazos en justo reclamo antes de ladear la vista a las chicas que se besaban de pico tributándose calurosas miradas, exonerando todo vestigio de realidad circundante. El capitán se ajustó la gorra, y siguió de largo por el pasillo hasta la puerta del fondo donde había visto entrar a Gerónimo. Encontró la puerta clausurada con candado. Resabió en voz baja, al menos eso le pareció, aunque no lo suficiente, de lo contrario se hubiese evitado el reclamo de un vecino que desde los bajos decía:

─Oigan señores, aquí hay gente trabajadora que se levantan temprano. ¡Coño qué jodedera esta!

─No se preocupe comandante, en esta país la gente se la pasan quejándose de todo.

Escuchó le decía Gerónimo asomándose a la puerta de contigua.

─Capitán, le dije que soy el capitán González. 

Reclamó, tocando la visera de la gorra con los dedos de su mano izquierda. 

─Este refrigerador que nos vendieron los chinos no me convence la verdad.

─¿Por qué lo dice?

Le preguntó el capitán. Gerónimo no contestó hasta que concluyó de sacar las escarchas de hielo restantes para depositarlas sobre un recipiente plástico.

─No está bien que lo diga, pero como yo no tengo pelos en la lengua, y aquello de la revolución energética ya nadie se acuerda, se lo diré.

─Hágalo─ insistió el capitán tras tomar asiento en un taburete recostado a la pared.  

─¿Qué cree usted?

─¿Cómo?

─De estos cacharros. ¿Ya los terminó de pagar?

─Eso no es de su incumbencia.

─Pues mire que se equivoca. Todo lo que pasa en mi país es de mi incumbencia. Debemos ayudarnos y protegernos entre todos. ¿Eso no fue lo que nos enseñaron? ¿A usted no, oficial?

─Capitán ya le dije que capitán─ se puso de pie─. Y aunque usted debe ser por lo menos diez años menor que yo debería ser más agradecido. Usted no tiene idea el sacrificio que costaron llevar a cada casa estos refrigeradores.

─¡Ah, que no la tengo! Fíjese que por culpa del precio de este aparato es que yo tuve que dejar la Universidad y ponerme a trabajar en lo que apareciera para darle de comer a los viejos. La pensión del viejo se iba entre el pago de la corriente y el descuento del refrigerador. ¡No, si es que estos trastes valen como si fuesen un carro del año, no digo yo!

─¿Y qué carrera estudiaba usted?

─Filología.

─Qué pena, una carrera muy bonita.

─¡Bonita! Ni tanto. Nos hubiéramos muerto de hambre. En este país a nadie le interesan las letras. Aquí nadie lee. “Ser cultos para ser libres.” Primero hay que llenarse la panza.

─Y para llenarse la panza usted decidió trabajar en lo que apareciera, ¿no es así?─ espetó el capitán. Gerónimo agarró el trapo sobre el que había rociado el hielo sobre la meseta y lo apiñó entre sus dedos. Se dio la vuelta y dijo con la voz entrecortada:

─No piense mal señor policía, yo soy un fotógrafo honesto, tengo mis papeles en regla.

─Yo no estoy aquí por sus papales sino por la muerte de un travesti. 

─¡Ah, porque ya se murió!

El capitán alzó el dedo índice con la intención de aclarar el mal entendido pero Gerónimo no dejó que pronunciase palabra alguna.

─Esto va a ser muy fuerte para Susanita.  ¿Y ahora cómo se lo digo?

─¿Quién es Susanita?

─Mi hermana. Bueno mi hermanastra, pero desde chiquiticos nos criamos juntos. ¡Y ahora cómo se lo digo! ¡Uh, pero qué jodienda esta, venirse a morir el travesti en la casa de los viejos!

El capitán esperó a que se le pasase la sensación de náuseas y un súbito escalofrío que le corría por el cuerpo. Se palpó la frente. Salvo el sudor no parecía tener fiebre. Liberó un estornudo, cuidando que el sonido no irrumpiese en el sueño de ningún vecino. Tenía la sensación que las paredes del viejo edificio se comunicaban unas con otras de manera que la colectividad formaba parte de un hábito cultural, puesto que los reclamos anteriores de los vecinos carecían de la asperidad requerida para generar un estado de irritación lo suficientemente negativo, más bien parecían reclamos infundados en las absurdas circunstancias de una vecindad de la que todos eran agresores y víctimas a su vez.

El subalterno apoyaba el trapo arrugado de hielo en el chichón que le decoraba la frente al anciano. El capitán no le inquirió en absoluto. La chica de ojos verdes, cabellos rubios a media espalda, nariz respingada de hoyos anchos, salpicada en pecas incapaces de sumirse al exceso de maquillaje que en cambio se  entregaba a los besos provocativos de la gordita de tez trigueña, que debía tener unos dieciséis años a los sumo, fue identificada como la hermanastra de Gerónimo. El capitán reparó en la hora. Su reloj marcaba la una y cuarto de la madrugada. Respiró profundo y avanzó hasta la chica.  Su pareja se apartó una vez que el capitán se aproximaba al sofá. Desde la silla cabecera del comedor Gerónimo observaba con detenimiento el modo en que el subalterno le colocaba el trapo de hielo, anonado ante la respuesta apacible del anciano.

─Es que tienen empatía─ le dijo a la pareja de su hermanastra que tomaba asiento a su lado.

─Yo pensé que te daba igual.

─Ah, el viejo tiene sus cosas, pero ha sido muy bueno con mi madre.

─Supongo.

─Todos tenemos nuestros prejuicios, aunque no se nos vean a simple vista─ le dijo Gerónimo mirando hacia el capitán.

─¿Cuándo se va ese tipo?

─No lo sé─ hizo una pausa─. Supongo que cuando se canse de interrogarnos.

─¿Que querrá con Susanita?

─No lo mismo que tú─ hizo una pausa y fue hacia el balcón. Apoyó los codos en el irregular filamento del muro, cerró los ojos y por los agujeros de su nariz se filtraba envenenando sus pulmones el enervante hedor procedente de los albañales de la calle.

─Yo pensé que se iba a quedar esta noche contigo─ le comentó una vez sentía que le acercaba.

─Con lo del travesti quién puede dormir. Además se le quedó la llave. Si te ibas temprano mañana no tendría cómo entrar.

─¡Coño Isaray, la vieja que le abra!

─Es que mañana temprano tiene clases y no por ofender, pero tu madre con esa carga de pastillas que toma no es confiable.

Gerónimo abrió los ojos y sesgó la cabeza al lado, envuelto en una evidente parsimonia.

─Ni que fuera nuevo, Isaray, tú sabes muy bien que aquí nadie es confiable.

─¿Yo tampoco?

─No lo sé. Dímelo tú. Qué piensas decirle a la policía cuando sepa que fuiste tú quien insistió con la cesión de fotos.  

─La verdad Gerónimo, la verdad.

─¿Y cuál es esa verdad?

─Que tú eres un fotógrafo tremendo y que el travesti tenía un mogollón de dinero.

─Oye─se le acercó con rudeza, podía esculcarle el aliento─, vete a ver como tú se lo dices al policía. No vaya a ser que me metas en un lío de mil pares de cojones.

El capitán González se percató en la agresividad con que le había hablado a Isaray, restándole atención al modo con que atravesaba la sala como un bólido camino a la terraza interior. 

─Susanita, es su nombre, ¿no es cierto?

Le lanzó una mirada atiborrada. Sus ojos parecían más redondos y vivaces. Separó los labios a una distancia prudencial que permitía contemplar su dentadura uniforme como perla a pesar del creyón rojo que saturaba la forma pequeña y pulposa de sus labios.

─Depende.

El capitán se ajustó la gorra y se reacomodó en el sofá. Susana aguantó la risa al verle la visera de medio lado. El subalterno le hacía una señal para advertirle, pero el capitán yacía inhibido con la belleza de Su…

─Susanita.

─Susana─ espetó ella─ Y dígame lo que quiere saber. Estoy cansada y quiero irme a la cama.

El capitán González se puso serio y marcó cierta distancia en el sofá. Miró su reloj sin comprobar la hora y le dijo en el tono más amable que pudo:

─Señorita aquí todos queremos irnos a dormir. Pero usted entenderá que yo debo hacer mi trabajo.

Las facciones de Susanita se achinaron mientras se cubría la boca con la mano, hasta que no pudo más y estalló en una risa gradualmente sonora.

─¿Puedo saber cuál es el motivo de su gracia?

─No es mía, sino suya─ consiguió contestar la chica─. Es que la verdad se ve usted muy cómico oficial.  

El capitán González comprendió que se trataba de la manera con que la miraba. De ser otra persona se hubiese defendido objetándole el grado de capitán seguido del apellido. Pero estaba claro que no se trataba de Gerónimo u otro miembro de la familia. Se rascó los ojos con sutileza y entrelazó los dedos de las manos sobre la rodilla levantada a sus cruzadas piernas. 

─¿Me imagino que está al corriente de lo que ocurrió aquí?

El silencio inmediato de Susana parecía estar relacionado con lo evidente que resultaba la pregunta. Miró hacia el balcón. Ni una pizca de brisa se filtraba. Sentada en una de las sillas del comedor estaba Isaray mirándole con fijeza.

─Claro oficial. Todo el barrio vio la ambulancia en que se llevaban al pobrecito de Pupy.

─¿Pupy?─ el capitán fruncía el ceño. Susana en cambio los asombraba como dos pepitas de esmeralda.

─Pupy, el travesti. ¿No lo sabía, oficial?

─¿Qué cosa?

Susana miró de soslayo a Isaray. Se acercó con cuidado al capitán y le musitó:

─Niño despierta que te veo mal.

El subalterno renunciaba a ponerle el trapo de hielo en la frente del anciano y se le acercaba al capitán a paso furtivo. Al verlo el capitán se puso de pie. El subalterno le dijo algo al oído. El capitán asintió y volvió a sentarse en el sofá, lo más separado posible de Su…sanita.

─¡Más buena gente que era Pupy! Bueno yo no lo conozco tanto como hubiese querido. Tan amiguito de Isaray como es. Bueno, ¿era?

Dicho esto los enrojecidos ojos del capitán se afilaron como puñales en dirección a Isaray.

─Con permiso señorita─ dijo.

Susana se llevó otra vez la mano a la boca para contener la risa.

─Podemos hablar un momento. Necesito hacerle unas preguntas─ se dispuso a decirle el capitán con actitud solemne. Isaray se limitó a asentir. Fueron hasta el balcón. El capitán se puso de frente a la calle, pero al instante se colocó de espaldas para evitar la pestilencia que subía de la calle. En ese justo instante el subalterno se le acercó, dio dos pasos adelante para conectar el oído con aquella boca que apenas si articulaba una oración completa.

─Benito Juárez Anglada, más conocido como Pupy. Cantante y modelo…─ dijo el capitán. 

─Solo para público guey─ añadió Isaray sin mirarle a la cara─. Aquí todavía hay muchísimo prejuicio con las personas como nosotros.

─¿Cómo ustedes?

─Sí capitán, como nosotros. Pupy es una estrella de cabaret, una gran vedette. Pero no todo el mundo se atreve a contratar un travesti. Aquí le han cerrado todas las puertas. Yo vivo en el piso de abajo y mis vecinos también se quejan si hago ruido por las noches, pero los míos no tienen que levantarse temprano. El pobre de Pupy tocó muchas puertas. Todas se le cerraron. Él tuvo dos desgracias en su vida. Nacer maricón y la otra ser un hijo sin padre. ¡Cero tolerancia contra la homofobia! Ese es un eslogan de mierda. Los límites lo deciden tipos como ese ─indicó hacia el anciano del sillón, desde el balcón se escuchaban sus lamentos.   

─Hijastro─ aclaraba Gerónimo─. Mire oficial aquí están los papeles del negocio. Revise para que vea que todo está en regla─ ladeó la vista y agregó─: ay mi madre usted verá que la vieja se me va a despertar de nuevo, ¡mira cómo tiene ese chichón! Susanita, ponle hielo a tu padre, anda.

─¡Oye chico que se despierte!, tienes un lío con que duerma. Si ella lo que tiene es que acabar de despertarse.

Susanita recogió el paño de hielo de encima de la mesa centro y se lo llevó un segundo a la frente.

─Está caliente─ dijo.

─Entonces ve a la cocina por más hielo. ¡Coopérame en algo coño!   

Se volteó estipulando un rostro afable.

─Estos adolescentes de ahora siempre tienen los pies en otro lado.

Susanita retornaba de la cocina a una velocidad inusitada y con las manos vacías.

─El chino no tiene ni escarchas─ alegó mientras volvía a sentarse en el sofá.

─El chino─ asintió Gerónimo enfurecido─, yo se los metiera por el ojo de…

─¿El chino?─preguntó el capitán deteniendo la revisión de los documentos. 

─Los refrigeradores, oficial, ¿no son de China? – dijo Gerónimo encogiéndose de hombros. El capitán supuso que se marchaba a la cocina. Le dejó caer a Isaray los papeles en la mano y fue tras él. Un impulso involuntario lo detuvo ante la puerta de la habitación de la madre de Gerónimo. Miró con un ojo entre la abertura de la puerta, y casi infarta al ser sorprendido por el fotógrafo, que le indicaba de buen grado entrase sin hacer ruido. La mujer de unos cincuenta y tanto años apenas imperceptible dormía boca arriba, una almohada calzaba su pierna derecha y el seno del otro lado descubría su aureola visiblemente ante la impostura del tirante.

─Duerme como un ángel. Lástima que tenga que tomar amitriptilina. No le puede faltar. Cuando no hay en la farmacia yo siempre me las arreglo para conseguírselas─ percibió el semblante funesto del capitán─. No piense mal oficial. Legal, se las consigo legal─ indicando al pomo sobre la mesa de noche.

II

Salieron de la habitación y tomaron por el pasillo interno que conducía directo a la cocina sin tener que salir a la terraza. Sostenía la mano izquierda en los bordes de la puerta del refrigerador y añadió:

─¡La pobre!, es cuando único consigue tener un poco de paz, ¡No digo yo!, con la desgracia con la que le tocó cargar. Aunque la verdad es que nunca tuvo suerte con ninguno de sus dos maridos.

─Ah sí.

─El primero fue mi padre, un alcohólico y sinvergüenza como él solo. Cuando crecí rompí contacto con él. Se fue a vivir con unos familiares en el interior del país. Este no fue malo, pero mire cómo ha terminado, desde que sucedió aquello…

─Siga por favor.

Abrió el refrigerador, hundiendo el brazo derecho en el congelador.

─Es un tema delicado, oficial.

El capitán se quitó la gorra, percatándose que traía la visera descolocada desde hacía algún rato. La estrujó en su mano izquierda, pestañeaba aceleradamente y con los dientes apretados, dijo:

─Le recuerdo que cualquier detalle puede ser válido para la investigación.

Gerónimo dudó unos segundos antes de hablar.

─¡Qué cosa con estos cacharros! –retiraba la mano del congelador. El capitán liberó una contenida respiración. Abrió el refrigerador mientras Gerónimo examinaba la toma.

─No congela. Puede ser un problema de voltaje─ alegó el capitán─ A ver déjeme a mí.

─¿Y usted sabe de esto?

─A veces.

Estuvo un rato en cuclillas.

─¿Tiene por ahí un destornillador?

Gerónimo rebuscó debajo de la meseta. Destapó una caja con la forma similar a la de un juego de dominó pero con el doble de tamaño. Le entregó el destornillador. El capitán no tardó en devolvérselo envuelto en una triunfante sonrisa.

─Había un desajuste en la toma corriente – dijo, incorporándose. La frente le sudaba a borbotones. No obstante se colocó la gorra en la cabeza.

─Imagínese, en esta casa todo es tan viejo como el edificio. A los turistas les encanta esta parte de la Habana.

─Por eso aprovechó y montó aquí su negocio.

─No oficial.

La caja de herramientas estaba sobre la meseta. Gerónimo se le acercó al capitán con el destornillador en alto.

─Se equivoca capitán─ le ofreció una mirada desdeñable y con cierta templanza dejó caer el destornillador en la caja─. Lo hice porque el apartamento es amplio. No tengo espacio donde vivo en el Cerro. Es un cuartico con baño. Eso sí, tiene una buena ducha eléctrica. El alquiler es alto, pero lo vale. Por la ducha, quiero decir. ¿A usted no le gusta una buena ducha de agua atemperada en lugar de tener que subir el agua con una turbina que hay que enrollar cada tres meses? Los vecinos de este edificio recogen entre todos el dinero. De eso se encarga Isaray. Los turistas se paran maravillados allá afuera a contemplar el diseño arquitectónico de este y muchos otros edificios y luego se van a tomar el sol en la plaza de la Catedral. Pero ese sol no es igual allá afuera que aquí dentro.

─La Habana siempre será la Habana─ expresó el capitán con orgullo y una dosis de nostalgia.

─Es verdad. Por estos edificios ha pasado mucha historia y todavía tendrá que seguir pasando. Pero una cosa sí le digo; dentro de muy poco a nadie le va importar lo que fue sino lo que será.

─¿Usted cree?

─No lo sé, dígamelo usted; el representante de la ley aquí no soy yo.

─Yo solo cumplo con mi deber─ se tocó la visera de la gorra, descolocándola.  

─Como ese viejo que está allá afuera. Ahí donde lo ve lleva en su cuerpo más de diez zafras. Antes y después de aquello de los setenta. Cuando la zafra de los diez millones. Yo ni pensaba nacer, creo que usted tampoco. Al viejo no le importó el fracaso, como tantos otros siguieron adelante y allí está postrado en ese sillón, lo sabe todo, lo ve todo, no crea en las apariencias. Es como este edificio, ha soportado cuántas inundaciones de los ciclones que se asoman a la Habana, ha soportado el peso de la historia y hasta los turistas que pasan por la calle y la ausencia de quienes ya se fueron y regresaron de otra manera, como si fueran otras personas. Lo ha soportado todo menos que lo olviden. Antes por lo menos venía un miembro de la Asociación de Combatientes a visitarlo. Ya ni eso. Se quedó sin fuerzas. Pero todavía resiste.

─Lo siento.

─No. No lo sienta tanto. El viejo también tiene sus cosas. Cuando crecí y comencé a ir a la iglesia católica me botó de la casa. Nunca he conocido a nadie que odie tanto a los que creemos en dios y a los homosexuales.

─¿Su hermana…?

─Salió del clóset hace muy poco. Yo creo que lo hace para joder al padre. Es fácil. Como ya no tiene fuerzas para botarla a ella también de la casa. No siempre se cumple aquello que hijo de gato caza ratón. Aunque Susanita tampoco es lo que parece.

─¿Cómo qué no?

─Mi hermanastra es una rebelde sin causa.

Abrió el refrigerador y metió la mano en el congelador.

─Desde que estaba en la primaria tenía alborotados a los chiquillos del barrio. Es una coqueta. En el fondo no le gusta nadie. Lo que de verdad disfruta es gustar. Isaray está perdiendo el tiempo con ella. Pero en esas cosas es mejor no meterse. Ella misma terminará dándose cuenta. 

Sacó de súbito la mano del congelador y lo cerró de un portazo.

─Estos chinos que no me convencen─ espetó. El capitán creyó que se trataba de algún desperfecto de voltaje y en el momento en que se dispuso a revisar la toma quedaron a oscuras y se escuchó desde la terraza exterior el grito de un vecino:

─¡Me cago en la mierda, ahora se fue la corriente!– entrecruzado con el lamento de una voz más grave y menos enérgica─: ¡Caballero y yo que tenía que levantarme a las seis de la mañana! 

El capitán se percató en ese momento de la hora. Fue a comprobarla en su reloj de pulsera. La intención no podía ser menos absurda. Entonces se rebuscó el bolsillo del pantalón y con la luz del celular consiguió iluminar la esfera del reloj.

─Faltan cinco minutos para las dos y media─ musitó.

─No se mueva de aquí oficial, vengo enseguida─dijo Gerónimo.

─¡Eh, un momento, usted no va a ninguna parte! Le recuerdo que aquí se está investigando un crimen.

Gerónimo quedó estupefacto. Ni siquiera notó el falsete que se le había escapado al capitán. Tosió dos veces para recomponer la voz y dijo: 

─A ver Gerónimo cuénteme esa historia de su padrastro.

─Oficial, hay algo que yo no acabo de entender, ¿por fin qué es lo que le interesa: el travesti o las historias familiares?

La linterna del celular constituía la única luz que se filtraba en la cocina. Gerónimo notó el baño de sudor que asaltaba la cara del capitán.

─¿Quiere un poco de agua?

El capitán asintió.

─Caliente, pero le ayudará a soportar este calor. Cuando quitan la corriente parece que es de día─ se volteó a verle desde la meseta─. Lo digo por el sol que hace rato no hay quien lo aguante.

El capitán se aproximó a la meseta. Tomó el vaso de agua y lo bebió de golpe. Gerónimo le sirvió otro poco del fondo de la jarra.  

─Antes por lo menos avisaban. Ahora te la quitan a cualquier hora y cuando llaman a la empresa eléctrica dicen que se trata de una avería y que no precisan el horario para su restablecimiento. Siempre tienen la misma excusa. Yo era un niño cuando aquellos apagones de doce horas durante los noventa. Todavía hay quien compara aquella época con esta. Si me preguntan a mí diría que se trata del mismo perro con diferente collar. En este país la gente para sobrevivir siempre ha tenido que vivir fuera de la ley─ hizo una pausa percatándose de su exceso de sinceridad─. Aunque yo estoy dentro de ella, no vaya a pensar mal oficial, mi negocio es legal─levantó ligeramente la vista al frente─. ¿Pudo revisar los papales?

El capitán tardó uno segundos en contestar.

─No se preocupe que todo está en regla─ hizo otra pausa más larga para concluir de beber el siguiente vaso de agua─. Aunque no quiere decir que en esas secciones fotográficas no se estén cometiendo determinadas irregularidades. ¡Mire si no lo que le ha sucedido a ese tal Pupy!

─Cristina oficial, su nombre artístico es Cristina la Faraona─ corrigió en voz baja Gerónimo.

─Capitán, le recuerdo que soy el capitán González. Llegué a pensar que se lo había aprendido. Se ajustó la gorra, devolviendo la visera al frente. 

─Y yo que usted me había descartado como posible homicida. ¿Qué razones tendría para hacerle daño? Era una de mis mejores clientes.

─¿Entonces ha venido otras veces a fotografiarse con usted?

─Por supuesto. Desde que consiguió trabajo en el Mejunje de Santa Clara. Viene de vez en cuando para ver a su abuela paterna que vive en Centro Habana y aprovecha para hacerse algún poster promocional de su show. Tiene un espacio fijo por allá. ¡De verdad que nadie es profeta en su tierra! Ya hasta ha hecho algunas giras internacionales. Bueno, perdón, el pobre, quiero decir, lo hacía. ¡Que dios lo tenga en su santa gloria!

Gerónimo concluía de persignarse cuando el capitán le preguntó:

─Oiga, ¿por fin es hombre o mujer¿

Gerónimo permaneció un rato dubitativo.

─Bueno, capitán, supongo que recobran su condición natural una vez que… Ah, no lo sé, yo tampoco conozco mucho de eso. Me imagino que dios nos acepta en su reino tal cual somos.

─¿Y cómo será eso de tal cuál?

─No lo sé. Dígamelo usted que lo vio subir a la ambulancia.

─Pero fue a usted a quien se le desmayó.

─¿A mí? ¡Qué va! Si yo le tengo pavor a la gente desmayada y soltando espuma por la boca. Fue en el baño, delante de Isaray, después que terminamos la cesión de fotos. Ella le estaba ayudando a cambiarse de ropa. Hay que reconocer que parece una mujer de verdad. Venga que le enseño las fotos.

Salieron de la cocina guiados por la linterna del celular del capitán. Gerónimo llevaba en el bolsillo un mazo de llaves. La más pequeña y plateada sería la encargada de abrirlo. Ante la exigua iluminación lo único que el capitán vislumbró fueron unas altas paredes cascajosas, con los techos recubiertos por cenefas de bronce similar al resto del apartamento. Al descender en la dirección de la linterna, desde el fondo se proyectaba algo similar a un mueble cubierto por una sábana. Se trataba de un escritorio estilo renacimiento español con una de las patas calzadas por unos ladrillos.    

─Es vieja como esta casa─ dijo con una sonrisa nerviosa mientras quitaba el polvo con las manos. El capitán apuntó hacia una parte de la sábana arrugada en el piso─. Estos muebles españoles han sobrevivido siglos─añadió, destapando al unísono una laptop.

─Es una suerte que todavía le quede batería. La compré a plazos cuando comencé el negocio al igual que la cámara─ señaló al lente de la cámara que reposaba al lado─. Estuve más de dos años pagando estos equipos. Cuestan como un carro del año. Ni que fueran chinos.

El monitor mostraba de inmediato en el escritorio varias carpetas fechadas. Erró en la primera selección. La carpeta mostraba unas pocas fotos de personas corrientes. Al capitán le pareció ver a un sujeto barbudo, luciendo una sonrisa triunfante y con el sombrero de alas largas similar al de la litografía de la sala. Pero deberían ser figuraciones suyas. La madrugada estaba muy pesada, las circunstancias más hostiles no podían ser y la visibilidad ni mencionarla. De inmediato Gerónimo le dio clic a una carpeta debajo que decía “erótica” seguida de una fecha que la linterna del celular no podría vislumbrar a la primera.

─Mire qué belleza de fotos─ comentó Gerónimo. Abriendo en primera plana al travesti luciendo un traje de lentejuelas con una pierna inclinada sobre una silla. El capitán acercó los ojos a la pantalla tanto como pudo. Por más que miraba la figura de aquella rubia de cabellos lacios, fino mentón, ojos verdes y vivaces, pestañas largas, nariz de punta trompuda, la única desnudez de su cuerpo que percibía era la pierna recogida sobre la silla.

─A ver esa otra─ indicó al azar de entre el abundante número de fotografías. Después pidió otra hasta completar una docena. En cada una de ellas Cristina la Faraona aparecía con distintos trajes de gala, de la cintura para arriba o de cuerpo completo, emitiendo una expresión pícara que podría hasta catalogarse de seductora, adoptando diferentes posturas, pero en ninguna de ellas mostrando ninguna parte íntima de su cuerpo.

─¿¡Pero usted no decía que eran fotos eróticas?!

─Y lo son, capitán─ hizo una pausa. Colgó la mirada al frente y sonrió en silencio.

─¿Qué pensaba ver usted? ¡Pornografía! Mire capitán ya le he dicho que mi negocio es honrado. Lo erótico radica en la representación estética, en la dosis de sensualidad que sugiere con su sola naturaleza Pupy… ─tendió la mirada en la última foto abierta en la pantalla que le mostraba con los brazos entrecruzados y luciendo un encantador vestido malva con los hombros cubiertos por una bufanda con piel de tigre, sobre el fondo cascajoso de la pared donde recostaba la espalda─… bueno qué carajo, Cristina La Faraona.

─De todas maneras esas no son fotos para ninguna campaña por el día de la homofobia─ replicó el capitán.

─Discúlpeme capitán, eso es un asunto del cliente. Lo mío es tirar las fotos. Además, mírela bien, usted cree que una rubia como esa no es inspiradora. Perdóneme por lo que le voy a decir, pero es usted para ser una persona joven bastante prejuiciosa. Ah, ¡quien lo vio antes y lo ve ahora!

─¿A qué se refiere exactamente? –preguntó el capitán, quitándose la gorra y a punto de asfixiarse del calor. Gerónimo cerró la laptop de un tirón y recobró la postura dando unos pasos hacia la puerta.

─¡Qué clase de calor está haciendo, caballero y ahora este apagón que no te deja ni encender un ventilador!

Alegaba con la intención de abordar la terraza central, llevando la cámara fotográfica en la mano derecha. Desde abajo y arriba se escuchaba el murmullo de los vecinos cercano a las barandillas.

─Es una lástima que se haya muerto de una manera tan absurda. Bueno, el absurdo ya es una costumbre en este país─ le comentó al capitán una vez le percibió acercarse─ ¿Porque está muerta, oficial, no?

III

El capitán González había perdido por completo la voluntad del cuerpo y la mesura síquica para aseverar en redundantes objeciones el dato preciso de sus grados militares. Sentía las piernas quebradas y no le llegaba el suficiente aire a los pulmones como para articular ni una sola palabra. Era como si el descenso de la batería de su celular marcase el inicio de su apagón cerebral.

─Espéreme aquí, voy por una vela, o por mi celular que me lo debe haber cogido Susanita. Se la pasa subiendo no sé qué a Facebook.

El capitán le asentía con la cabeza. Y sumido a la lentitud del anciano apoyó las manos en los espirales de la barandilla, suspendiendo la cabeza en el vacío, fue testigo del lánguido descenso de su gorra por el hoyo ardiente que dibujaban sus pupilas. Debieron pasar unos dos o tres minutos para que escuchase el cercano quejido que sobrevolaba sus hombros y ante la probable ausencia de la brisa retirase la cabeza y separase con mucho esfuerzo, sus manos de la barandilla.

Pegó el ojo izquierdo a la ranura de la puerta. Las sábanas yacían arrugadas por el peso del sudor, permitiendo el cabalgar de su cuerpo como un jinete a campo traviesa. El capitán irrumpió en la habitación hipnotizado por aquellos quejidos incesantes. Se acercó lentamente. No era posible que viese más allá de su propia imaginación. Pretendía discernir cuánto decía. Por un instante creyó que se trataba de una ensarta de lamentos. Se guiaba con las manos hasta palpar una materia grasienta. Sus rodillas tropezaron con el balaustre de la cama. Las botas se enroscaron sutilmente. Casi cae al suelo. Respiró profundo cuando la sábana desanudó sus botas por un extremo, escurriéndose entre los talones. Dio unos pasos hacia adelante, buscando equilibrar su cuerpo con la oportuna oscilación de los brazos. Comprendía que estaba detenido en el lado derecho de la cama. Unos dedos sudorosos y suaves se cruzaron a los suyos. Un súbito escalofrío le sacudía el cuerpo. De ser otras las circunstancias hubiese reflexionado al respecto. Pero ahora no tenía el menor sentido discernir sobre los argumentos lógicos que le condujeron a entrar en aquella habitación. Ni siquiera un año después, recordando aquel extraño suceso, cuando dejó la policía para dedicarse a montar un negocio de fotografía, le halló una respuesta sensata. Supongo que hay cosas que están destinadas a manifestarse para que nuestra mente se aclare y tengamos el suficiente valor de renunciar a otras. Le comentó al travesti durante un receso de la cesión fotográfica. Le recordaba a Cristina, pero morena. Entonces tomó una banqueta entre sus manos, la puso delante, y le sugirió que colocase su pierna derecha en ella. Mientras contemplaba la larga y formada pierna del travesti, le vino a la mente cómo terminaron las cosas aquella madrugada de apagón en aquel apartamento donde todos parecían tan locos y tan cuerdos. Largó una sonrisa una vez que se llevó la cámara a los ojos y regulaba el encuadre para captar el plano que sugiriese una estética artística, con la intención de consolidar un bien cuidado erotismo. El ojo del lente recogía en el centro los labios carnosos de Susana. Todas las personas tenemos algún vestigio del resto. Por muy ínfimo que parezca, la solución siempre está en los detalles y muchas veces la imaginación es más poderosa que la realidad. Aquella madrugada el silencio fue un cómplice repentino. Los quejidos de la mujer reposaban en un distante paraje de su consciencia. Su cerebro construía la lengua de Susana lamiéndole primero la punta del glande, luego lo  rodeó por completo hasta introducirse su sexo en la boca mientras creía escuchar con esa candidez impropia de quien pretende auxiliarse del tiempo para animar recuerdos inverosímiles: Andrés, mi amor, Andrés eres tú. Hasta que la oscuridad penetraba el profano abismo de sus mal sanos afanes, trastocando el rostro de Susana por el perfil acaso más afinado de Cristina la Faraona, que se junta al coro carnal de la mujer de Andrés y su hija y por un instante se vio a sí mismo con una barba oscura tupiendo su mejilla, llevando aquel sombrero de alas largas sobre la cabeza, y la sonrisa triunfante estremecida en una expresión que acalorados jadeos destilaba y afirmaba con la voz entreverada: Andrés, sí mi amor, soy yo Andrés. 

Quedó mirando un instante con el ojo izquierdo. El travesti sonreía con la pierna colgada en la silla. El fondo gozaba de una luz muy intensa; tanto que comprometía la calidad de la foto. El travesti bajó la pierna y le dijo:

─¿Pasa algo?

─Demasiada luz─ dijo el fotógrafo y se dispuso a cerrar las cortinas. La iluminación del estudio quedaría resumida al reflejo color mostaza de la bombilla que enervaba de la lámpara de diseño tifany,  situada en el extremo inverso.

─¿Mejor? –preguntó el travesti. El fotógrafo asintió, devolviéndose a su posición inicial. Se disponía a buscar una buena perspectiva cuando le preguntó:

─¿No me vas a contar como terminó?

Bajó la cámara y dejó reposar sus hombros como si los liberase de una pesada carga.

─Nada, qué iba a pasar. Vino la luz y entonces todo se jodió.

─No. Se iluminó─ añadió el travesti.

─Y allí estaba en el espaldar de la cama la foto del viejo y entonces por fin mi mente se aclaró.

─Ves lo que digo. Todo se iluminó.

─Sí, pero es un poco impresionante tener aquello en condiciones… tú sabes, con la cara de aquella señora delante, bueno… la boca. “Andrés, Andrés volviste” repetía. La pobre, no salía de su sonambulismo. Salí de la habitación disparado y cuando llegué a la sala no había nadie, ni siquiera mi subalterno. Bueno, solo el viejo ahí como una momia, amarrado al sillón. Juraría que me miró de mala manera.

─No le haga caso oficial, él siempre ha sido así. Un amargado.

Me dijo Gerónimo con apariencia de fantasma aunque parecía venir de algún punto de la terraza.

─Pupy es su hijo, ¿no es cierto?─le dije indicando hacia el viejo. Cuando vino la corriente lo tuve clarito. En las fotos de la primera carpeta estaba el tipo de barba y sombrero junto a Pupy cuando era adolescente. Gerónimo me confesó que el viejo Andrés quedó en ese estado pocos meses después que Pupy le confesase que era homosexual. Pupy era el segundo de los cuatro hijos que había tenido el viejo con cada una de las mujeres que había conocido durante sus funciones de dirigente por el interior del país. Gerónimo solo le achaca a Pupy el modo en que se lo confesó. Nunca tuvo valor para hacerlo de frente, así que le presentó a un novio brasileño que conoció según él, en una de sus primeras giras de trabajo. El viejo tenía poco más de sesena y cinco años cuando le dio el primer subidón de presión y su sistema nervioso comenzó a quebrarse hasta que debutó en un párkinson severo.

─¿Y qué pasó con el teniente?

─Se fue cuando llamaron del hospital diciendo que Cristina estaba fuera de peligro. Creyó que yo me había marchado a la Unidad. Pupy, digo, Cristina llevaba años que no entraba en la casa, cuando vio al anciano en ese estado no lo soportó y exageró en pastillas de amitriptilina del pomo que tenía la madrastra en la mesa de noche. ¡Imagínate!, le hizo reacción. Pupy padece de epilepsia.

─¿Se intentó suicidar?

─No creo que llegase hasta ese punto. Ya venía padeciendo de depresión por conflictos amorosos. Gerónimo me dijo que se había reencontrado en la Habana con su novio el brasileño. El tipo andaba con una mulata del Cotorro. Había descubierto que era bisexual.

─¿Como Susanita?

El fotógrafo tendió una picaresca sonrisa.

─Esa madrugada bajó a dormir con Isaray.

Respondió sumido a la visión de sus ojos colgados al vacío de la pared. El travesti supo que no miraba lo mismo que él.

─¡Con razón ese héroe no me resultaba familiar! – señalando a la litografía.

─¿¡Usted cree!? En la tarjeta de memoria de la cámara todavía conservo la foto original. Fíjese bien oficial y después me dice.

El capitán González pegó el ojo izquierdo al lente de la cámara. Pensó que en verdad se trataba de tener buen ojo. Gerónimo y él se fundieron en una cómplice mirada que luego tributaron al anciano.

─Hay que tener una resistencia tremenda para estar así y seguir adelante. Aquí resistir sí es cosa de héroes.

Pronunció Gerónimo antes que tocasen a la puerta. El capitán reparó en su reloj de pulsera. Pero recordó que hacía un año había renunciado a llevarlo encima.

─Ya vengo.

Le dijo al travesti y luciendo una sonrisa triunfante se dirigió a abrir la puerta.

─Niño despierta que te veo mal. Llevo rato tocando. ¿Tú no me oías? 

Expresó con aires fraternales la hermosísima rubia que tocaba a la puerta.

Le dio un beso de pico en los labios y el fotógrafo que lucía la cámara colgada al cuello se la llevó al ojo izquierdo. El dedo índice de su mano derecha permaneció suspendido en el aire.

 

 


NUEVAS ENTRADAS DE OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 




 

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