Aurora
Nelson Pérez Espinosa
Eran solo cuatro en aquel cayo, y
vivían de lo único posible cuando se es de la ciénaga y pobre: el carbón. En
decir de los señores ingenieros y las personas con estudios, el carbón era la
cosa más importante del mundo, y cada máquina inventada por la cabeza del
hombre funcionaba con el vapor de su quema. No era vida regalada, y a pesar de
todo principiar allí, en las manos nudosas de los cienagueros y sus fiebres y
desvelos, no eran dueños ni del viento que respiraban.
Ese año la plaga de corací llegó antes
de tiempo a Cayos de Bagua, y la masa prieta de los enjambres casi se podía
cortar con un cuchillo. Pero los cuatro eran gente aguerreá, hechos y derechos,
casi algo tallado a machetazos del palo más duro del monte, por la necesidad de
vivir, o de malvivir, según se mire la cosa, que habían echado primero la
estatura y después las canas entre el mangle, el agua sucia de los canalizos y
el jején. Carboneros, pobres de los de verdad, y sin llantos, infelices
necesitados de meter cada grano de fuerza en su quehacer, obligados a ahorrarse
hasta las quejas.
Esa noche, el pequeño motorcito de
vapor que daba vida a la nevera de los víveres y a un par de lámparas
amarillas, ronroneaba en un rincón del rancho, el Pinto deambulaba afuera,
velando tres hornos de doscientas sacas quemándose rumorosos bajo su capa de
tierra y espartillo, y los demás estaban dentro del rancho en las hamacas, bajo
los mosquiteros; el Chino Carmenate discutiendo con Almanza su querella
habitual sobre cuales eran mejores, si las máquinas de vapor o las nuevas de
petróleo, y Contreras, el jefe, tratando de fumar su tabaco sin ahogarse de
tanto humo y riéndose a ratos de las malas palabras y el ruido de manotazos del
Pinto, peleándose bravo con el corací a pesar del humo espeso de mangle negro
de las fogatas.
Y entonces dijo aquello:
―Atiéndanme acá, hay algo que
palabrear.
Los otros dos callaron, cual si fuera
voz de cura pidiendo el silencio, porque entre hombres enteros la cosa es así,
y el jefe es quien sale sin votaciones ni papel de por medio ni dinero para
comprar el puesto, sino al natural: quien más le sabe al monte y más troncos
burrea, y tiene siempre la palabra justa y la mano allí donde hace falta sin
procurarla nadie. Y Contreras era eso. Un hombre con más de treinta años de
hacer carbón, lengua medida y sesera justa.
―Desde hace una vida trabajamos para el
corte de don Marcelino, y hemos sido nosotros cuatro en este cayo, no ha hecho
falta más.
El carbonero tiró alrededor el filo de
cuchillo de su mirada, y soltó el resto:
―Pues la cosa va a cambiar.
―¿Cómo es eso―preguntó Almanza―, se va
alguien?
―Nadie se va, pero alguien llega.
―Explícate, Contreras―dijo el Chino―.
Tú lo has dicho, aquí siempre nos hemos sobrado los cuatro.
―Y seguimos sobrándonos.
―¿Entonces?
―El otro lo impone el dueño.
―¿Un pariente?
―Así mismo.
Los tres callaron. Los unos asimilando
la noticia y el otro esperando las protestas. Almanza no era hombre de mucho
decir, pero el Chino por protestar protestaba hasta el favor de dios.
―¿El Pinto lo sabe?―preguntó el Chino.
―Él fue quien trajo lo dicho, al virar
esta tarde de Playa Jutía, donde los Fajardo.
―¿Y cuando llega el nuevo?
―Mañana, con los víveres.
Nada más se habló esa noche. Se
apagaron las luces y al momento cayeron rendidos, con ese dormir pesado y
tranquilo, lleno de cansancio y sin hueco ni para los sueños, y solo quedó
rumoreando en el pozo negro de la noche el monótono zumbido del motor y las
maldiciones y manotazos del Pinto.
A la mañana fue el propio Contreras
quien agarró el chalancito y enfiló por el canalizo buscando el mar. El Pinto
estaba durmiendo, cosa justa después de una noche en vela; al Chino ni pensar
en dejarle la encomienda, el asunto no le gustaba ni un poquito, eso estaba
claro, y cuando algo no le gustaba y abría esa boca suya hasta dios se tapaba
las orejas, y Almanza no remaba bien por una mano con un tajo que casi le lleva
un dedo. Otro implante más de seguro,
otra deuda con el patrón, pensó Contreras preocupado, arrugando el ceño,
mientras el viejo bote avanzaba sin esfuerzo por el surco de aguas, abierto con
sus propias manos más de treinta años atrás.
Miró las sucias tablas del fondo y
recordó el chalán con motorcito de vapor visto una vez en el embarcadero de los
Fajardo, y las muchas deudas con el dueño del cayo por implantes: la rodilla
mecánica de Almanza, perdida por culpa de un palo enterrado cuando por andar
vaineando se hundió hasta la cintura en el estero, y el ojo del Chino, ciego a
causa de las cataratas y reemplazado por uno de esos dorados y bonitos, con una
chispa roja dentro como si una brasa le brillara en el fondo.
La idea era invertir los ahorros de
todos y comprar un barquito así para los cuatro, por facilitarse la vida. Ya no
eran criaturas para hacer alarde de aguante y cada cual tenía claro su final:
rendir el último aliento burreando leña entre los mangles. Miró su pierna
derecha, asentada en las cuadernas del bote, sin lustre ya, mellada en algunas
partes y rechinando cual bisagra vieja cuando el esfuerzo era mucho, y pensó en
su necesidad de una nueva. Pero también el Pinto esperaba por renovar su
implante de piel, de media cara y parte de la espalda, perdida tratando de
salvar un horno volado por una boca abierta, y era cosa firme el acuerdo de
dejar urgencias personales para otro año y meter las ganancias en el asunto del
bote nuevo.
Un par de horas de remo tuvo Contreras
hasta salir al mar, y se arrimó a Playa Jutía buscando el embarcadero y la tiendecita
de los Fajardo. La encontró igual que siempre, sembrada en el costurón de media
legua de costa de arena prieta y fangosa, limpia de mangle, y en el embarcadero
vio amarrado uno de esos barcos de turistas, flotando colgado de un globo largo
en vez de ir por mar, dirigibles les
llamaban, preparándose seguro para alguna pesquería.
Lo miró y casi con simpatía, pensando
en la cara de sus compadres si pudieran surcar el cielo en un barco así, en las
risas del Pinto, en el Chino diciendo sus disparates y llamándole corúa y
gaviota a todos, y la mirada de Almanza, mirando el mundo siempre como si fuera
la primera vez y sin asomarle nunca en la pupila el cansancio y la tristeza que
pone la miseria en las caras; y los imaginó tomando cerveza a pico de botella y
él al timón, sueño acariciado desde siempre, llevando por los cuatro vientos el
pájaro mecánico, blanco y azul, tan limpiecito que daba gusto nada más mirarlo.
Pero la sonrisa no llegó a serlo, como
no llegan a ser nunca los sueños de un carbonero. Por la borda asomó un hombre,
cerveza en mano y camisa llena de colorines, y Contreras, desviando la mirada,
se sacó los sueños del cuerpo largando con rabia un escupitajo al mar.
Al amarrar salieron a recibirlo el
viejo, su esposa y un par de vejigos correteando descalzos por las tablas del
muelle, casi animalitos de monte y no personas humanas. Se saludó, y se habló
un rato de las cosas de siempre: la plaga temprana, el tiempo, las fiebres y
los planes de comprar el botecito nuevo cuando salieran de las deudas,
saboreando un café fuerte primero y después un aguardiente sacado por Fajardo a
escondidas de su mujer, sentados al borde de la playa, a la sombra del dirigible.
Principiando ya la tarde se apareció el
Nautilus, apodado en chanza por los carboneros: la desgracia, un vaporcito viejo y cansado, con ruedas de paletas
que sonaban a matraca de feria. Propiedad de don Marcelino era, y casi el único
barco en arrimarse por allí, llevando suministros a los carboneros de la zona
desde el Batey Corralillo.
Contreras, de pie en la playa, aguzó la
mirada tratando de adivinar al nuevo, pero solo pudo ver al piloto del barco,
Santiago el Canario, y a su ayudante,
un isleñito flaco y reidor, huérfano, recogido por este. Cuando atracaron, se
acercó a saludar:
―¡Si la muerte viene a buscarme,
ofrécele venir contigo en la desgracia,
Canario, a ver si libro!
El piloto se descolgó de un salto por
un costado y extendió la mano, sonriente.
―No se queje tanto compadre, hasta la pelona llega cuando llega, ni antes
ni después.
―¿Trajiste el encargo?
―Lo encargado y lo mandado.
Y volviéndose hacia el vapor gritó:
―¡Oiga, usted, ya llegamos, baje!
No imaginaba Contreras quien pudiera
bajar del Nautilus, pero nunca esperó aquello. Primero fue un zapato breve de
muñeca con su taconcito, buscando con paso inseguro el peldaño de la escalera,
y después la pierna esbelta y blanca hasta dar con la saya colorada en la
rodilla. Luego fue la mujercita completa, con su piel como de leche cruda y
pelo de media noche sin luna. Los ojos de Contreras saltaron nerviosos desde el
borde de la saya hasta la cara y aguantó allí la mirada hasta pararse la
muchacha frente a él.
―¿Qué significa esto, Santiago?
―La encomienda, Contreras. Ella es el
familiar de don Marcelino.
―Si es jarana no le veo la gracia por
ningún lado.
―¿Usted me ha visto jaranear a un
hombre alguna vez?
El carbonero sacó los ojos de la cara
del piloto, donde no encontró el más mínimo atisbo de broma, y los clavó de
nuevo en la muchacha. Menuda, pequeña, descolorida… ¡y mujer, contra, mujer!
―Esto no puede ser. Don Marcelino
mandaba a alguien para fajarse con el monte. ¿Qué me hago yo con esta criatura
en el cayo, Santiago?
―Mira Contreras, lo mío era traerla y
cumplido está el encargo. Lo demás es asunto tuyo con el dueño. ¿Me ayudas a
descargar, o me vas a obligar a pedírselo a los señoritingos del globo?
Fuerza era callar el remolino de
disgusto en el pecho del carbonero. Pero con los años se aprende a no dejar al
genio decidir lo que es cosa de la cabeza. Contreras cerró la boca y se aplicó
a lo que mejor se le daba, las cosas de las manos.
Cuando toda la carga del Nautilus
estuvo en las bodegas de Fajardo, y la parte correspondiente en la balsa de
arrastrar las provisiones hasta el cayo, se almorzó lo preparado por doña Estela,
y se vio partir el dirigible buscando
mar adentro, a echar sus cordeles por allá por el veril y admirar lo lindo del
mundo, disponible siempre para quien pueda pagarse verlo.
Contreras no abrió la boca casi ni para
masticar, pero ya idos los turistas, la mujercita lo buscó en la playa, y lo
encontró con su pata metálica y la otra, tan dura y callosa como la artificial,
metidas en el agua.
―¿Usted no me va a pedir razones?
El carbonero se volvió al escuchar
aquella voz de colegiala, con un dejo infantil todavía.
―La razón que yo quiero saber es por
qué contra está usted aquí.
―Mis razones son iguales a las suyas.
―¡Qué dice usted, vejiga!
―Aquí todo el mundo viene por lo mismo,
eso digo. ¿O usted está de vacaciones, como los ricos?
Y sintió una honda vergüenza el
carbonero al verle los ojos a la muchacha y descubrir en ellos el temor de un
cervato asustado, y aun así parada en firme delante del odio de Dios, entera y
de una pieza, y no supo qué más decir. Y ella, viendo su incapacidad, tampoco
dijo más, y le alargó un pedazo de papel doblado.
―Tenga, de don Marcelino.
Leyó Contreras el papel con el ceño
apretado cuál nube de borrasca. Cuando terminó, se guardó la carta en un
bolsillo, y sintió las palabras atragantándoseles en el pescuezo, y solo dijo:
―Recoja y suba, ya vamos tarde.
Lo demás fue cosa de un momento,
despedirse de los Fajardo, del isleñito y decirle por lo bajo a Santiago:
―¿Puedo pedirle un favor, Canario?
―Si dos manos alcanzan, sírvase.
―Quédese hasta mañana lo menos.
―Imposible compadre, se me atrasan las
entregas.
―Hágalo por ella, por si un acaso…
Y entendió Santiago sin necesidad de
más. Cuando las cosas son del alma no hace falta palabras para ponerlas por
claras, y el alma la llevaba entera en la mirada y toda la tristeza del mundo
el viejo carbonero al hacer el reclamo.
Hicieron en silencio el viaje de
regreso, hasta arrimar el chalán a las tres tablas del embarcadero del
canalizo. Dio una voz Contreras, y el Chino Carmenate le respondió. El ceño se
le apretó de nuevo al imaginar el espectáculo, pero la voz de ella interrumpió
su pensamiento:
―¿Cuántos son?
―Cuatro.
―¿Buena gente?
―Todo el mundo lo es hasta un mal día.
Y se sintió mal después de decir eso.
Los cuatro llevaban juntos no menos de quince años, sufriendo las mismas
penurias, compartiendo pan escaso y desvelo tras desvelo, y así y todo se daba
cuenta de la justeza de sus palabras, sabiendo cuantos hermanos, de sangre y
lucha, se han destrozado con las propias manos por una locura cualquiera.
Además, un temor empezaba a rondarle la cabeza, oscuro, como la nube de jején
que ya empezaba a levantarse en firme del fango, poniendo un velo prieto contra
la manigua.
Cuando llegaron al rancho, los demás
estaban sentados alrededor de la cocina, casi a punto de comer. La tarde ya era
casi noche y el rojo resplandor lograba sacar un poco las caras de la
oscuridad. Pero no había oscuridad en el mundo capaz de disimular el gesto del
Chino cuando se levantó, al verla acercarse detrás del viejo.
―Contreras, ¿qué hace una mujer aquí?
―La manda don Marcelino. Es la
pariente.
Todos callaron, asombrados. De pronto
estalló una risa insultante y el Chino empezó a manotearle en la cara a la
muchacha.
―¡Ahora sí estamos, carijo! ¡Una mujer
aquí! ¿Acaso a don Marcelino se le ocurrió montar una posada en el cayo?
Contreras fue incapaz de atajar el
pronto de la muchacha. Avanzó rápida un paso, su mano blanca brilló en la
oscuridad y restalló al caer sobre la cara del Chino.
Y la mano del Chino Carmenate se
levantó a su vez, una mano capaz de torcer una herradura, pero antes de
descargarla se topó con los ojos de Contreras, fríos, plantado entre él y la
mujer.
―Si bajas esa mano, Chino, no va a
haber implante que valga por el brazo que vas a perder.
Y allí se metieron los otros a evitar
el daño, incapaces de verlos a punto de saltarse al cuello como bestias
salvajes. Además, la cosa era bien sabida: Contreras jamás había amenazado a
nadie sin cumplir después.
―¡Quítate del medio, Contreras!―gritó
el Chino.
―Ni muerto y condenado al infierno te
dejo yo pegarle.
―¡Me puso la mano encima, carijo!
―Un nacido de mujer no le pone la mano
encima a otra. Aprende a aguantar la lengua para que los demás se aguanten la
mano.
Algo así solo es posible contestarlo
con violencia. Cuando a un hombre le faltan razones siempre saca el perro
jibaro que lleva dentro, y aun así, no basta con ser muy jibaro ni andar muy
sobrado de sí mismo para irle arriba a quien se ha ganado el respeto con el
ejemplo de sus fatigas y domina con la sola fuerza de la mirada. Además,
Almanza, el más joven y callado, pero también el más fuerte de los cuatro,
agarraba al Chino por detrás, y el Pinto, metido entre los dos, le dijo:
―Arranca y métete en el rancho, no
abras más la boca para decir sandeces de las que te arrepientas después.
El Chino se soltó brusco y entró
rezongando su sinrazón, y se le brindó una silla a la muchacha, temblorosa como
hoja de mangle al viento.
―Bueno, ¿se come o no en este cayo? ―preguntó
Contreras.
Se sirvieron los platos en silencio,
tratando de darle el más limpio a la mujer, algo casi imposible en el sitio de
un carbonero, donde todo está lleno de tizne y ciscos flotando en el aire, a
veces más espeso que la propia plaga.
―Deja de hacer el indio y sal a buscar
tu plato, Chino, aquí nadie tiene criado y tú lo sabes―dijo Contreras.
Salió el Chino y agarró su plato de
aluminio, pero por primera vez en quince años no comió junto a los otros, y se
volvió a meter en el rancho sin dirigirle la palabra a nadie. El Pinto, por
prevenir, recostó su taburete al marco de la puerta. Se comió, se fregó con el
agua salobre del canalizo y cuando se sentaron alrededor de la cocina una vez
más, fue el propio Pinto quien preguntó:
―¿Cuántos años tú tienes, criatura?
―Quince… bueno, casi.
La voz le salió nerviosa, temblando,
como piar de pichón mojado en nido vacío. Los tres se miraron boquiabiertos.
Almanza asintió con la cabeza.
―No hagas caso del Chino. Nosotros
somos medio brutos, pero aquí nadie va a hacerte nada.
―Gracias.
―¿Cómo te llamas?
―Aurora.
Y, a pesar del disgusto con el Chino,
de la comida requemada con sabor a tizne, de la plaga y de cada miseria
arrastrada en sus vidas de perros, el nombre de la chiquilla logró el pequeño
milagro de evocar de pronto en ellos el lila oscuro, el naranja y rosa y luego
el golpe de color llenando el cielo cuando la tierra despierta de su sueño. Y
cada uno disfrutó aquel nombre breve, evocando quizás por primera vez la
belleza de algo habitual e inadvertido desde el gusto profundo de su pensar
sencillo. Pero la noche avanzaba y quedaban cosas serias por tratar. El Pinto,
sacando el porrón de aguardiente del rancho, lo pasó después de darle un trago
largo, y dijo:
―Sin ofender, niña, pero el cayo no es
lo tuyo. Esto no es vida para hombres hechos y derechos, ¡imagínate para una
muchachita!
―¡Eso es lo que digo yo!―gritó el Chino
desde adentro.
―¿Y yo qué puedo
hacer?―murmuró ella.
Aquello les
arrugó algo por dentro, como si les hubieran rociado el alma con jugo de
marañón. Así y todo, era necesario tener más razones sobre la mesa, y fue
Almanza quien las pidió:
―Contreras, a lo mejor el viejo
Marcelino se volvió loco, pero tú no estás loco. ¿Por qué la trajiste?
Contreras rebuscó en el bolsillo del
pantalón y le tiró la carta recibida de la muchacha en el muelle. Almanza leyó
a la luz del resplandor como pudo, como quien no pasó del tercer grado, como
cualquiera de los otros hubiera hecho:
Paisano, por la deuda de los implantes,
sírvase aceptarme a la parienta junto a los suyos. Encuéntrele un uso, pero no
la mande de regreso. Me es imposible tenerla por acá y carece de cercanos a
quienes pueda yo encomendarla. Considere la deuda pagada, y a mí obligado de
por vida.
Don Marcelino
Esto leyó Almanza con su voz llena de
tropezones. Aclaraba apenas lo evidente: la criatura estaba sola en el mundo, y
su único familiar, a pesar de ser rico, se desentendía de ella. Ni siquiera
mencionaba el mal paso causante de su desventura. Pero no era cosa de darle la
espalda a la muchachita. Allí en el cayo la vida era más dura que carne de gallo
viejo, pero era vida decente, y una mujer tan joven, sola en el mundo, contando
solo con el propio cuerpo por único bien…
Esto pensaba Contreras, y seguro también
los demás, hasta el bruto del Chino, quien con todo y sus animaladas no le
faltaba sesera para saber dónde estaba lo correcto y lo que no se puede
permitir.
―La muchacha se queda―dijo Contreras―,
y lleva parte en la ganancia.
Y ni siquiera el Chino, rezongando
desde su mosquitero, se atrevió a contradecirlo.
Estaba principiando Mayo, mes de aguas,
y el trabajo era cada vez más ingrato: la madera verde recién cortada arde, la
mojada, ¡ni hablar! A pesar de todo un carbonero aprende sus mañas a fuerza de
echar la vida en eso, y solo puede obligarlo a dejar el monte la plaga dura,
mediado el verano, cuando se junta sobre la ciénaga cada bicho volador y chupa
sangre, y parecen una mancha de pirañas del aire, y para quien no ha nacido
bestia es imposible aguantar eso.
Pero era necesidad apretar en firme. El
cayo era grande, y daba madera para un año de corte si se abonaba y replantaba
al mismo tiempo, si no al otro año las matas apenas llegaban a media pierna, y
entonces a chuparse el dedo o buscarse otro cayo, ¡y a saber si quedaba alguno
vacío! Por suerte los abonos nuevos comprados por don Marcelino en el
extranjero, con sus químicos científicos y sus nanoaceleradores, les daban la posibilidad de huirle el cuerpo al
contratiempo. Tumbaban media legua de monte, y antes de seguir, echaban abono
en la tierra con las semillas sintéticas, y al otro año encontraban siempre el
cayo con sus siete leguas de largo llenitas de júcaros y llanas.
A la muchachita obligado fue enseñarle
cada marrullería necesaria para sobrevivir allí, negada a muerte a dedicarse a
la cocina, y empecinada en poner el hombro como cualquiera si llevaba parte en
las ganancias. Tanto carácter gustaba y lograba sonsacarles la sonrisa a los
carboneros, acostumbrados a mujeres mantenidas, dedicadas a la casa y los hijos
y no más.
Pero era astilla de otro palo la niña
Aurora, y jamás la escucharon quejarse: ni cuando tuvo su primera fiebre, ni en
la segunda; ni cuando sus piecitos de artista de cine o princesa de libro, por
andar descalza, se le fueron llenando de ampollas y llagas hasta brotarle los
cayos en firme; ni por perder su lustre de azabache en el pelo; ni por la piel,
tostada con cada sol y llena de marcas allí donde un picazo infectado, a fuerza
de darse uña, se transformaba en ulcera. Y aprendió a remar y dar palanca en el
canalizo, a burrear leña con la almohadilla enterrada en la frente y los pies
en el fango podrido, a cortar, a parar y hasta a ponerle la cruz a un horno y
meterle su candela.
Quien no dejaba de lamentarse nunca era
la esposa de Fajardo, cuando Aurora se llegaba por el embarcadero acompañando
en alguna diligencia.
―¡Dios mío de mi vida!―suspiraba la
vieja―. ¡San Juan bendito! Si no fuéramos tantos en esta casa… Lástima de
muchacha enterrada en el monte, con lo linda y buena que ha salido.
―No me la engatuse doña
Estela―replicaba siempre Contreras, alumbrada la cara de tanta sonrisa―. De
casualidad me la convence y me le quita la luz al cayo.
Y de don Marcelino, ni una palabra para
procurar por la suerte de la muchachita.
Con el tiempo, ganada ya su confianza,
supieron del percance, motivo de su malaventura. Cosa difícil de oír y contar,
pero por desgracia tan habitual que era más la lástima que el asombro.
Era el orgullo de don Marcelino un hijo
llegado en sus años de ocaso. Sin hermanos creció el muchacho, criado a cuerpo
de rey, y echaba el tiempo viajando por la capital y el extranjero, sin
interesarse nunca por los negocios. Hasta un día, cuando de improvisto se
apareció en la finca, según las malas lenguas por un asunto de deudas de juego.
Y allí estaba Aurora, no pariente del patrón como pensaron al principio, sino
huérfana recogida por una de las sirvientas de la finca. Y sucedió lo natural.
Siendo linda la muchachita, el canalla la engatusó con sus refinamientos y
palabras de mucho sonar y poco llevar, y se largó a la semana, dejándola
encargada para nueve meses.
Don Marcelino al enterarse agarró el
asunto en propias manos. Su hijo iba a ser dueño de todos sus negocios y
dineros cuando él faltara, y era Ingeniero de Vuelo Aerostático, cosa
importante, y soñaba para él una hija de ricos y no una huérfana muerta de
hambre. Plantó a la infeliz en la puerta de una comadrona, y de allí directo a
Corralillo, al Nautilus, y a enterrar todo el asunto en los cayos de Bagua.
Esa era la historia. Muchas fueron las
malas palabras y los reniegos contra el viejo y su hijo, y hasta se habló de
dejar su corte. Pero al final todo quedó en agua de borrasca. Aurora bien era
capaz de salir mañana del cayo y rehacer su vida por otros andurriales,
juventud le sobraba y carácter, y de los demás el menor era Almanza y calzaba
ya sus buenos treinta y piá sin haber hecho en su vida otra cosa que carbón, y
un hombre hecho ya en el camino de la vida no tiene forma de sacarle el cuerpo,
y cada célula de sí mismo está como enraizada, volviéndose un imposible
extraerla sin dañar la planta.
Además, se acostumbraba rápido al cayo
y sus sinsabores la muchachita. A veces les partía el alma ver metida hasta las
rodillas en fango apestoso toda la plenitud de su hermosura, y hasta le daban la razón a la vieja
Estela… Y después se imaginaban las noches sin su risa, y volver a la comida
requemada cuando no estuviera, y ya la bondad no alcanzaba para desearle con
sinceridad un golpe de suerte que la separara de ellos.
Y a pesar de no dirigirle el Chino la
palabra ni una sola vez, fueron felices como familia con hijo nuevo, sencilla e
intensamente, disfrutando sus bondades, sabedores de cuan poco dura lo bueno en
casa del pobre.
Y lo disfrutaron.
Hasta que pasó aquello.
No por mucho rezar se tiene al diablo
por lejano. Y no hay cosa más certera para sacar el diablo del cuerpo que una
mujer entre hombres solos.
Desde el primer momento Contreras
receló discordia entre su gente a causa de la muchachita, y poco faltó la
primera noche. Por suerte la sangre no llegó al río, las aguas cogieron su
nivel y cada cual la fue aprendiendo a querer o a soportar a su manera y
medida. Pero no del todo se le fueron los temores del pecho, y siempre miraba
con el disimulo de quien no quiere la cosa, tratando de adivinar por donde
andaba el corazón de cada uno, con su velar casi de padre, brotándole la
ternura en limpio cuando escuchaba su risa o le explicaba algo o pasaba delante
de él a trote de venado, entretenida, ocupada en lo suyo.
Y por eso, y porque un hombre no puede
disimular ni amor cuando lo hay ni borrachera cuando la agarra, le vio el
enamoramiento en los ojos a Almanza, y descubrió también en Aurora una sonrisa
con otros matices cuando era para el muchacho. Y se alegró, con el contento de
quien quiere bien y no se guarda nada para sí ni espera. Pero por el mismo
camino le llegó el aguijonazo de la mala espina. Allí nadie era ciego, y el
amor no pasa por oculto ni metiéndolo en el fondo de un pozo, y no siempre se
comparte con el mismo gusto la felicidad ajena, aunque los ajenos sean propios.
A veces es un bofetón silencioso.
Y un peligro grande tienen ese tipo de
golpes: casi siempre se quieren responder igual, en silencio.
Esa mañana Almanza y él daban rastrillo
a un horno de júcaro de mil sacas, Aurora andaba por el estero recogiendo
almejas de las raíces del mangle, por variar el almuerzo, el Chino marcaba
yanas para un horno futuro y el Pinto, monte adentro con su diarrea, donde el
viento no les trajera el tufo. Riéndose los dos, pararon un rato el rastrillo y
con el sudor haciéndoles surcos blancos en el pecho, de tanto tizne llevado
encima, decidieron agarrar un diez.
―Llégate al rancho y trae el porrón de
aguardiente―dijo Contreras.
Almanza fue, y regresó con la cara descompuesta.
―¿Y esa cara, qué pasa?
―Pasa que no está.
―¿Qué es lo que no está? Explícate.
―El aguardiente, no está en el rancho.
Contreras no dijo más, pero toda la
negrura de un mal presentimiento se le metió en el pecho de golpe y enfiló por
el trillo, siguiéndole los pasos al Chino. Por
aquí se llega al estero, pensó nervioso y apretó el paso. Sin volver la
cabeza sintió las pisadas de Almanza a su espalda.
A medio camino encontró dos cosas.
Primero, una montañita hedionda, y más allá el porrón de aguardiente, vacío. Aquí estuvo el Pinto, entonces el Chino… Su
paso rápido se volvió correr de alma que lleva el diablo, y antes de llegar
escuchó el ruido inconfundible de un forcejeo y los gemidos de Aurora.
Al estero entró un bólido de cuaresma y
no una persona humana. Pero se paró en seco, incapaz de creerle a sus ojos.
Aurora, medio desnuda y con la ropa hecha harapos sangraba de la cabeza y un
brazo; el Chino Carmenate, echado sobre ella trataba de levantarla, y un poco
más allá el cuerpo del Pinto, inconsciente o muerto.
Entre Carmenate y el Pinto estaba
tirado un machete. Quiso cogerlo, pero no tuvo tiempo. Almanza le pisaba la
sombra y llegó antes, agarró el plan y tiró un tajo a la espalda del Chino
capaz de cortar un patabán de a cuajo. El Chino los escuchó llegar, y se volvió
a tiempo para esquivar el tremendo golpe. Otra vez se alzó el machete, y vio
clarito el Chino toda la vida y la muerte en la mirada enloquecida de su
compadre.
―¡¡¡No fui yo, carijo, no fui yo!!!
El grito le salió de las entrañas, de
la más profunda necesidad de vivir, o de no morir. Algún milagro divino detuvo
la mano un segundo antes de desplomarse, y le bastó ese segundo a Contreras
para llegar de un salto y arrebatarle el machete a Almanza.
―Vigílalos, a
los dos―dijo.
Almanza obedeció, sudando frío.
Contreras se agachó al lado de la muchacha.
―¿Quién fue, mija, dígame quien fue el
mal nacido?
De los labios rotos de Aurora salió un
susurro y Contreras acercó la oreja. Luego se enderezó en firme y el puño le
blanqueó sobre el cabo del machete del apretón salvaje como mordida de perro.
La voz de Almanza sonó a un costado:
―¿Dijo? ¿Quién fue?
Y las palabras le brotaron de las
entretelas del alma al decir bajito:
―El Pinto. Trató de forzarla, no se
dejó y… y…
―Y por poco la mata, carijo.
―¿Y ahora qué se hace?
―Pues lo que hay que hacer.
Con las sogas de amarrarse los
pantalones trincaron bien al Pinto, y con agua del estero lavaron la sangre de
Aurora. Pero la del brazo no paraba, haciendo surcos de coral en su piel morena
color almendras, antes de leche cruda. Un tajo del hombro al codo dejaba ver el
hueso, astillado en tres pedazos. No hallaron con qué cubrirle la desnudez,
pero eso no importaba, ninguno la miraba en ese momento con ojos de hombre,
sino con la angustia de un único pensar: un cuerpo sin sangre no vive. La niña
Aurora, lo único bueno de sus vidas, se les iba si no andaban ligeros.
Contreras dio las órdenes sin adorno:
―Almanza, tú corres más rápido, vuela
con ella hasta el rancho, usa el maletincito de primeros auxilios y párale la
hemorragia. Yo me ocupo de sacarla a la costa. Chino, tú aquí conmigo.
Partió Almanza como quien lleva la
muerte en los talones, y se quedaron los dos solos con el hombre inconsciente.
Agua en la cara y algunos bofetones lo espabilaron, y fue el primer gesto el de
quien sale de un sueño profundo y no entiende donde está, vuelto luego en
horror al verle la mirada a Contreras y la mano blanca de apretar el puño del
machete, sangrando por los nudillos rotos de tanta fuerza.
―Yo no quería, tú me conoces, tienes
que creerme, fue la bebida y… aquí uno está más solo que el carajo…―sollozó
tirándose de rodillas―. Yo no quería, te lo juro…
Contreras levantó la cabeza, y eran
ahora sus ojos dos pedazos de mar en calma. Un pancho vino volando y se posó sin miedo sobre ellos con mucho ruido
de aleteo, y algunas plumas cayeron sobre él.
―Ella es como mi hija, ¿entiendes? Como
mi hija, coño…
El Pinto empezó a temblar y un sudor
frío dio brillo a su cara cerosa.
―Carajo Contreras, yo no quería, te lo
juro por mi madrecita, tú me conoces desde hace… ¡Yo no quería! ¡Créeme coño!
―Yo le creo a mis ojos… ¡¡¡y ella es
como mi hija!!!
El machete bajó seguro, firme, con el
acierto de quien toda la vida se ha ganado el sustento tumbando monte. Luego
hubo un sonido apagado, seguido de un silbido y el golpe de algo pesado contra
el suelo. El Chino volteó la cara y el pancho,
asustado, levantó el vuelo con mucho aspaviento desgajando una pila de hojas,
caídas sobre el charco espeso que ya empezaba a formarse en el suelo y la arena
negra se tragaba con esfuerzo, y hasta diríase con asco.
Después, suerte hubo toda la posible si
no se piden milagros. Una hora de furioso remar hasta Playa Jutía, donde los
Fajardo, a quienes se les habló claro, y luego esperar y rezarles a todos los
santos que los cuidados sencillos de doña Estela sirvieran hasta la llegada del
Nautilus.
Este se apareció principiando la tarde,
y enseguida partió de vuelta al Batey Corralillo llevando a Aurora, rogando por
que la rural no asomara el hocico. De todas formas, la guardia del batey no
hizo muchas preguntas. Los accidentes eran cosa normal por allí, y más si se es
mujer joven y no se sabe bien del asunto de andar por los cayos en cosas de
carbonero.
¿Y del Pinto? Menos explicaciones se
dio: había salido a pescar una tarde de turbonada fea mar afuera, y solo el
chalán regresó.
Contreras, el Chino y Almanza
terminaron solos la temporada sin demasiado problema, siendo gente con arte en
eso de multiplicarse por tres cuando el zapato aprieta. Hablaron poco todo ese
tiempo, casi sin poder soportar las palabras, faltándoles la risa contagiosa de
la muchachita y su decir alegre. También se pusieron flacos a más no poder:
mala cosa era ahora tragar el sancocho preparado por ellos mismos durante toda
una vida, acordándose de los sabores y olores que lograba sacar Aurora de cada
vianda pasada por la cazuela.
Al llegar la plaga dura dejaron los
tres el cayo y fueron a dar a Corralillo, donde alguno tenía familia y otros
querida, y cuando cayó el frío y los bichos dieron respiro, volvieron de nuevo
a verse las caras en el embarcadero de Fajardo. Almanza llegó en el remolcador
de los prácticos, guiando un vapor grande de turismo, con las ruedas de paletas
llenas de luces cual dos inmensas estrellas de feria en carnaval. Contreras y
el Chino llegaron juntos en un chalancito de vapor, nuevo y brillante,
ronroneando que daba gusto. El viejo Fajardo sacó su aguardiente, sin protestas
de doña Estela por esta vez, y se sentaron todos en el muelle a esperar el
Nautilus.
Aun antes de doblar el cabo asomó por
entre el mangle su columnita de humo, y luego les llegó cada vez más claro el
familiar traqueteo. Al atracar se descolgó Santiago según su costumbre,
saltando por un costado, y el isleñito echó la escalera.
Y esta vez no fue un zapato de muñeca
pisando inseguro cada peldaño, ni un muslo de leche cruda envuelto en una saya,
sino una pierna morena color almendras y un pie de carbonero, descalzo, pequeñito,
pero de pisar seguro. Y luego fue la mujercita completa, con su pelo sin lustre
y los ojos llenos de tanta sonrisa que no bastaba una boca para lucirla, con la
camisa arremangada por encima del codo, mostrando su brazo metálico, nuevecito
y brillante como el chalán, llenito de pistones y válvulas.
NUEVAS ENTRADAS DE
OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS
El II Concurso Internacional de Cuento
Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la
Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el
cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados
es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos
editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.
Las obras publicadas en el blog no han
sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido hasta la fecha más de 50 obras ya publicadas en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.
Coñó, que bueno! Llegué hasta aquí cómo por casualidad pero fué un gusto. Sin dudas el autor (o autora, no lo sé aún, después veré) ha bebido de lo mejor de Onelio Jorge. En hora buena
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