Estrellas blancas
Ayax
—¡Viejoo! ¡Ten
cuidado no botes basura! ¡Que después tenemos que aguantar aquí tremenda peste!
—exclamó Ramón, un cocinero de tez mulata, al ver como un anciano comenzaba a
sacar objetos de un contenedor de color azul y tras revisarlos minuciosamente, echaba
los que resultaban de su interés en un pequeño carretón de madera.
Es lunes y siento
que esta escena la he visto antes ¡Si
claro! exclamo para mi interior, Exactamente
la vi…ayer domingo, pero… ¿Solo el
domingo? me desgarra por unos instantes la duda, antes de que una imagen se
refleje en mi mente ¡Si también el
viernes y el jueves!, comento para mis adentros mientras observo como el
cocinero, deja de prestar atención al anciano y entra nuevamente a la
cafetería.
Nunca he oído la voz
del anciano, nunca responde ante los reclamos de aquellos que se preocupan por
los desechos que puedan caer en plena calle. Desechos que ensucian la calle, se
impregnan al asfalto y se niegan a dejar de ser el reino y señorío de moscas
despreocupadas, que agradecen al anciano su gesto humanitario.
Lo miro y me
pregunto ¿En qué misión internacionalista
habrá participado? ¿Cuántas heridas de combate llevará en su cuerpo? ¡No creo
que sean 25 como Maceo, o quizás sí! ¡Una granada de fragmentación puede dejar
vivo a un hombre, pero a su vez convertirlo en un colador humano, con múltiples
restos de metal, dispersos por toda su anatomía! , me digo a mi mismo, y
sigo analizando la figura de aquel anciano, mezcla de Don Quijote y Caballero
de París
¿Cuántas medallas guardará en su casa? ¿Tendrá casa?, no son descabelladas
mis interrogantes, toda vez que el anciano lleva un pantalón de color
carmelita, una gorra del mismo color y dos estrellas en la frente. Las
estrellas son blancas, pero se aprecian de color naranja por el desgaste y la
suciedad acumulada. ¡Son estrellas
naranjas… de Teniente Coronel!, expreso para mi interior, mientras trato de entender como esas
estrellas llegaron a la frente del anciano, cuando en mi país las estrellas no
las puede llevar cualquier persona, ¡Debe
ser porque sus estrellas son naranjas y no blancas! ¡Debe ser por eso! me
contesto nuevamente, mientras bajo mi nasobuco y tomo un poco de agua, de la
que guardo en mi mochila de color verde, para sobrevivir al intenso sol cubano
de un mediodía en pleno verano.
El anciano sigue
inmerso en su faena, ya sacó una lámpara
rota y la tiró en su carretón, atrapa luego par de botellas de ron vacias y las
deposita en su vehiculo; al parecer es su día de suerte, pues tras descubrir
una olla reina al interior del contenedor azul, sus ojos brillan con una
intensidad no vista por mí los días anteriores. Con sumo cuidado, el anciano
con grados de teniente coronel, deposita el artefacto en su carretón y emprende
viaje en dirección al próximo contenedor, de color azul como el anterior; azul
como el color del mar, como el color de los industriales; azul como el color de
la sangre de la nobleza, nobleza que se viste, o más bien se disfraza de rojo, pero que por dentro, no deja de ser
azul.
Lo veo marcharse y
por primera vez para mis adentros, no pronuncio palabra alguna, soy preso de un
silencio que congela el alma; un silencio aterrador que en realidad dice muchas
cosas, sin yo ser capaz de entenderlas.
—¡Niño! ¿Puedes
regalarme un peso ahí? —me pregunta una mujer con el pelo completamente blanco,
rescatándome del estado de trance en que me encontraba segundos atrás.
Reviso el bolsillo
derecho de mi pantalón azul y no encuentro ni una moneda, reviso entonces el
izquierdo y descubro un agujero que nunca antes había advertido y debía ser la
causa de la desaparición del último billete de 100 pesos que me quedaba del
cobro salarial. Busco entonces afanosamente en el bolsillo trasero y atrapo un
mustio billete rojo con el rostro del Che, sin demorar más, lo entrego a la
señora.
—¡Muchas gracias
niño! ¡Que dios te lo pague! —me dice aquella anciana con rostro de
agradecimiento sincero, en tanto vuela sobre el asfalto en dirección a la
cafetería de la esquina, en busca quizás de tabaco y café, o solo una de las
dos cosas, pues en realidad tres pesos, no dan para mucho mas hoy día.
En ese momento,
recuerdo el agujero en mi bolsillo y mi mano siniestra se lanza en picada, para
comprobar que la llave de la casa no se ha escurrido por este; al palparla con
mis dedos respiro aliviado, sin perder tiempo la deposito en el bolsillo
trasero del pantalón, y me agacho en pos de acordonar uno de mis zapatos, que no
soporta cinco cuadras de caminata sin
zafarse. Pasan dos mujeres a mi lado que conversan animadamente, mientras me
lanzan una mirada entre burlona y salamera.
—¿Tú ves a esa vieja
que acaba de entrar a la cafetería? ¡Ahí donde tú la ves tan sucia y
desaliñada, es universitaria! ¡Sabe varios idiomas! ¡Domina el árabe a la
perfección! ¡Pero…la pobre! ¡Cumpliendo no sé qué contrato de trabajo en Irak,
le agarró la guerra por alla y se volvió loca! —exclama una de las mujeres, en
tanto la otra esboza un expresión de lastima en su rostro, y solo atina a decir
tímidamente
—¡Que mala suerte
tuvo!—antes de desviar el tema de conversación hacia la difícil situación
alimentaria que atravesaba el país en esos momentos.
Recuerdo que aun
debo comprar algunas viandas y dejo mi inmovilismo, imponiendo a mis pasos, un
apuro que hace años no se me quita. He tomado muchas pastillas…blancas, cuando
las encuentro, y el apuro permanece aferrado a mi vida, no se quita. Una joven
preciosa pasa frente a mi, se ve también afectada por el virus del apuro… ¡Virus Maldito!, grito para mis adentros
y quedo unos instantes anonadado por el hermoso busto que se dibuja en la
joven…el busto es colosal, cual montañas empinadas, me fijo mejor y descubro
también un trasero fuera de lo común ¡También
parecen montañas!, me digo, mientras reparo en un detalle no advertido por mí,
la joven lleva puesto un pulóver de color azul, con decenas de estrellas
incrustadas en la tela, llamativamente blancas.
Sigo mi camino
empujado por el apuro, pero en mi mente sigo pensando en montañas, montañas
empinadas, montañas cercanas…montañas lejanas. Camino a tanta velocidad que
pasó nuevamente junto al anciano con grados de teniente coronel; en esta
ocasión veo que el anciano ha logrado atrapar un par de zapatos de color azul-
el mismo color de los leones en el beisbol nacional- que de coserse durarían un
tiempo considerable. Miro nuevamente su gorra, pero esta vez el reflejo del sol
no me deja ver esas estrellas, que seguramente siguen luciendo naranjas, estrellas
sucias, estrellas manchadas, pero que una mujer me comento que una medianoche
en que no había luna, las vio brillo brillar tanto que hasta los raros ruidos
que salen de los árboles de un parque cercano, quedaron en silencio por completo ¿Brillando de noche una gorra? ¡Qué
tontería! ¡Que paquete inmenso! , expreso hacia mis adentros, en tanto sigo
caminando, en busca de las viandas que aliviarán mi aullante estómago, ante la
falta prolongada de arroz. Esa tarde me cocino unas malangas y con un pequeño
pan, me engaño a mí mismo pensando que he comido ¿O quizás si lo hice?, solo que por dentro siento un vacío inmenso,
un hoyo insondable, pese a la sensación trivial de llenura que proviene del
estómago. Recuerdo entonces que una mujer que tiraba cartas le dijo a mi madre
cuando yo era niño, que durante mi existencia terrenal sufriría mucho y tendría
que luchar día a día para poder llegar vivo a la noche…nunca he creído en nada
de eso, pero el paso de los años le ha ido dando la razón a esa mujer…esa
mujer…esa mujer que también me dijo que había venido al mundo con un muy
importante y noble propósito…ya tengo 33 años y no veo ningún propósito
concreto para mi agónica existencia.
Pasan las horas y
aun me quedan cosas por hacer pese a que ya la noche reina en la ciudad. Tomo
un ómnibus rígido, de esos que nunca se sabe cuándo pasan, por donde pasan y
cuándo es que les toca detenerse en la parada, y me dirijo a un reparto donde
aspiro a encontrar un poco de leche para mi abuela, el hombre me la vende en
250 pesos, pese a que no es de la amarilla, sino de la blanca. Salgo del
apartamento del vendedor y me encuentro con un amigo que estudió en la misma
secundaria que yo, anda vestido de blanco y lleva collares donde se
entremezclan el verde y el amarillo; me habla de un viaje sin regreso hacia
otra dimensión. No comprendo bien cómo es que se arriesga en un trayecto tan
peligroso a lo desconocido, pero él dice que su mano fue hecha fuerte por el
todopoderoso, y al final le hará triunfar. Lo miro y aun no entiendo de qué
habla, pero le deseo la mejor de las suertes y me encamino de regreso a mi
hogar.
Un ómnibus
articulado pasa y me rescata de una sombría calle, donde los minutos se me iban
con displicencia. Me bajo en la terminal y comienzo a desplazarme por calles,
en completo estado de penumbras. Llego al parque de la Wifi, y mientras me
adentro entre laureles y cipreses, noto ramas moverse sin existir viento
alguno. Escudriño con avidez los árboles que me rodean y comienzo a sentir un
terror que nunca había experimentado al descubrir unos ojos enormes,
completamente amarillos, que me observaban desde arriba. Apuro el paso a más no
poder mientras a mí alrededor las pocas luminarias existentes, se revientan
como por arte de magia. Intento correr, pero tropiezo y voy al suelo. Criaturas
espeluznantes saltan de los árboles y me rodean, en plena oscuridad solo puedo
distinguir sus ojos amarillos y sus afilados dientes rojizos. ¡Esto no puede
ser real! ¿Qué son estas cosas? Me
pregunto a mí mismo intentando comprender lo imposible. ¡Debo defenderme! Me ordeno a mí mismo, pero al intentar pararme
fue tan agudo el dolor en el tobillo, que caigo nuevamente al piso de concreto.
Busco raudo en mi
mochila un objeto para defenderme y extraigo un bolígrafo, la única arma con la
que he salido toda mi vida. Ya las criaturas están muy cerca. Avanzan desde
varias direcciones, en tanto mis manos sudan y el cuerpo me tiembla
incontrolablemente. De repente, un potente halo de luz azul alumbra el parque
en su totalidad, haciendo que las criaturas huyan velozmente. Finalmente logro
levantarme y veo a unos cincuenta metros una figura humana, que lleva algo en
su cabeza que refulge ¿Qué es aquello? ¿Quién
es ese hombre? , me acerco cojeando y para mi sorpresa era una hombre
conocido, era el anciano teniente coronel, el de las estrellas blancas, las
cuales brillan ahora como nunca. El anciano se quita la gorra y la sitúa en mi
cabeza, las estrellas siguen brillando, pero las criaturas parecen perder el
miedo esta vez y avanzan nuevamente hacia mí, me siento mareado, atontado, y
sin fuerzas para nada, el suelo me reclama con énfasis y termino complaciéndole
al desplomarme, me salpica un líquido maloliente que expulsan las criaturas, cierro
los ojos y permanezco inmóvil. Abro los ojos pensando estar en el infierno, más
me encuentro cómodamente recostado en mi cama, mientras observo el ventilador
que una vez más había dejado de funcionar. ¡Uff!
¡Otra Pesadilla de mierda por culpa del calor!, expreso para mis adentros,
mientras me levanto y voy a orinar. Miro el reloj y comprendo que solo faltan
10 minutos para que el chirrido insoportable del despertador, me recuerde que
es hora de levantarme e ir al maldito trabajo, o quizás bendito en algunas
ocasiones.
Me aseo, me visto,
preparo y engullo el desayuno; exprimo el tubo de pasta y con el ultimo rezago
de flúor adulterado, me engaño a mí mismo pensando que me he lavado la boca. Salgo
corriendo con la mochila en la espalda en dirección a mi trabajo, ¡Hoy nuevamente llegaré tarde!,
exclamo para mis adentros, mientras contemplo un alboroto desacostumbrado en el
parque wifi, encamino mis pasos hacia una de las esquinas del lugar, donde una
cinta amarilla y varios policías cortaban el paso a los transeúntes. Detecto a
un conocido entre el tumulto de personas curiosas y avanzo en su dirección.
Socio perdona la
indiscreción, pero… ¿Tienes idea de que fue lo que sucedió aquí?
—Broder algo
terrible, al parecer el mismo perro de pelea que ha matado a tres personas en
lo que va de mes, ataco a un viejo de esos que bucean en los latones de basura
y lo despedazó. Tú debes de saber quién es el muerto, pues era un viejito que recorría
el pueblo entero con un carretón y una gorra de teniente coronel—me contesta el
hombre, mientras yo apenas balbuceo desconcertado
—Si…yo sé quién
es…digo…quien era
—Pobre anciano. Que
muerte más negra esa por dios—comenta el hombre con visible pena en su rostro, mas
yo no sé qué decir, ni que hacer.
Por instantes mi
mente es un caos, no sé qué pensar. Un raro impulso domina mi mente y me conmina a examinar el interior de mi
mochila. Miro sin demora e introduzco la mano derecha, palpo un objeto que no
tengo idea de cómo llegó allí, lo extraigo y quedo sin palabras, y con la
respiración cortada. Es una gorra de color carmelita, y lleva dos estrellas
blancas, que de tan sucias parecen naranjas.
El pánico se apodera
de mí y guardo raudo la gorra nuevamente en la mochila, mis pies fustigan el
asfalto con pisadas de fuego. En tanto me alejo a toda velocidad de aquel
lugar. No sé ahora que hago en mi casa, ni como llegue aquí. Luego de lo visto
en el parque había continuado caminando con gran ansiedad en dirección a mi trabajo,
pero por alguna extraña razón me encontraba sentado en la sala de mi casa sin
entender porque. Extraigo la gorra de la mochila y la reviso, no quedan dudas
es la misma que llevaba el anciano. Sin embargo soy un hombre con los pies en
la tierra, y no me interesa especular cómo arribó esa gorra a mi mochila. ¡Lo de anoche no fue real! ¡No fue real!, me
repito hacia mis adentros, en tanto me dirigo a la cocina a buscar un poco de
café.
Hace tiempo que deje
de creer en fantasías, hace mucho tiempo que deje de soñar; por alguna razón,
solo tengo pesadillas, horribles pesadillas que duran más de 18 horas,
pesadillas invencibles que no cederían ante ninguna de las más fuertes
pastillas blancas, que un día existieron en mi tierra, para combatir la casi siempre mortal, enfermedad
del apuro.
Regreso a la sala y
un impulso inaguantable, me hace tomar la gorra entre mis manos y colocármela
en la cabeza. Por alguna causa inexplicable tengo unas ganas enormes de hurgar
en un contenedor repleto de basura, cierro mis ojos y la imagen de los
desperdicios y los insectos pululando se me hace irresistible. No sé
explicarlo, pero me siento estupendamente bien, como flotando. La sensación es
muy placentera, pero desaparece en breves instantes. Un nuevo y potente impulso
me empuja hacia el patio, tomo dos palos de escoba y comienzo a afilarles las
puntas, en mi espalda siento que algo comienza a brotar. ¡No, no puede ser! ¡Es imposible! ¡No pueden ser alas!, exclamo
internamente al mirarme en un cristal del patio, ¿Me estaré volviendo loco?, me pregunto aterrorizado, quiero correr
y pedir auxilio, pero siento que podría volar. Los impulsos terminan ganando la
pelea, me dejo llevar por ellos, al final creo que las pesadillas de más de 18
horas terminarán, y no necesitaré más pastillas para dormir, ni alimentarme
nuevamente, solo tengo que hacer lo que una voz interior me susurra, pues
parece ser mi destino. Esta noche me convertiré en una fiera y saldré a matar
criaturas ¡Esta noche…esta noche…esta
noche!, me repito mientras continuo afilando mi lanza.
NUEVAS ENTRADAS DE
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El II Concurso Internacional de Cuento
Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la
Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el
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sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
El Concurso Internacional de Cuento
Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el
blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos
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por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.
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