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9268

 

Hgm

 

Estábamos en el Área de Preparación de la Guardia limpiando el armamento. Éramos ocho soldados. En una esquina había una tosca mesa de hierro y en el centro del local una maqueta de la Unidad. En la pared del fondo, estaba escrito el número de la Unidad: 9268, y la consigna: ¡Firmes como el Caguairán! ¡Jamás nos vencerán!

El Pintor y yo nos habíamos sentado en unos bancos que quedaban frente a la mesa. De mirarnos nos apartamos, porque sabía que tenía algo que decirme:

―Te tengo la última. Hoy, a las tres, van a afeitar a Rolando―. Yo saqué un cigarro y lo encendí, dispuesto a escuchar con detenimiento. Entonces vimos llegar a Oliosky desde su oficina.

Al frente de nosotros, mi Ahijado y Gálvez estaban jugando a los pistoleros con dos de las seis viejas carabinas a las que dábamos mantenimiento. Nosotros teníamos una, y encima de la mesa, Rolando, Yusbel y El Niche tenían las otras. Patricio, el otro soldado, estaba engrasando la pequeña makarov de cabo gastado que debía usar el Oficial de Guardia.

Oliosky era un capitán muy joven que recientemente había empezado a trabajar de Jefe de Seguridad. Cuando llegó, empezó a regañar a mi Ahijado y Gálvez por jugar con el armamento. Al principio, ellos no lo tomaron en serio, pero después vieron que Oliosky de verdad estaba muy molesto. Le explicaron que aquellas reliquias de la Segunda Guerra Mundial eran inservibles, pero el capitán no quiso entender. Además, el Jefe de Unidad también los había visto, por lo que no le quedaba otra opción que dejarlos retenidos. Incluso a él lo habían regañado por dejarlos solos, así que les quitó los fusiles y los mandó a trabajar al cantero.

Nadie dijo nada. El capitán era pequeño, y vivía cerca de allí. No tenía malas intenciones, aunque eso suena paradójico si estás al mando de soldados. Cuando le dio los machetes y la vieja guataca mal encabada a mi Ahijado y Gálvez, regresó a donde estábamos, sacó un cigarro y pidió para encender. Sabía que intentaba ganarse mi confianza, pero eso ya era imposible. Gálvez se había ido y de los que estábamos allí más nadie fumaba con tanta regularidad como para tener una fosforera. Yo ni siquiera lo miré, y mientras escuchaba lo que el Pintor tenía que decirme, seguí fumando tranquilamente.

Llevaba diecisiete meses en aquella Unidad pequeña, y mi prestigio estaba probado. En el llamado que recién había terminado me tenían un aprecio enorme. Entonces era diferente. Los soldados nos dábamos a respetar y ni siquiera había necesidad de que nos asignaran un jefe inmediato. Sabíamos valorar las ventajas de aquella Unidad en la misma ciudad con poco trabajo, buen pase y buena comida, y a la vez sabíamos darnos a valorar. Aquel tiempo obligatorio transcurría para nosotros con la mayor dignidad posible, pero cuando empezaron a entrar los nuevos todo lo que habíamos ganado se fue perdiendo como si nada. No estaban adaptados a las necesidades y hacían lo que fuera por pasar una noche al calor de sus familias o de sus novias. Era humillante. Creo que ya pertenecían a otra generación, porque la mayoría ni siquiera fueron a las becas. A mí me tocó estar en el centro, así que los viejos se fueron de a poco y con mi alma oprimida tuve que empezar a convivir con chiquillos medios lampiños a los que todavía el Servicio no les había hecho ver que acabaría para siempre con cierta etapa de sus vidas.

El Pintor era de los nuevos, pero probó su valía con solo un hecho. Cuando llevaba como seis meses, le propusieron restaurar un gran mural en la pared que estaba al frente de la Comandancia. Representaba escenas patrióticas. Tenía consignas, banderas, estrellas y demás símbolos. Hacerlo significaba quedar de pintor y quitarse de encima las guardias y la vida de soldado, pero él dijo rotundamente que no. Odiaba la sociedad y el sistema, y prefería las guardias a verse humillado de esa manera.

Los demás de mi grupo eran Gálvez y mi Ahijado, que se llevaban como dos hermanos. Gálvez no tenía prácticamente nada en la cabeza y esperaba terminar el Servicio para que su vida transcurriera más o menos igual que la de su padre: un tipo adinerado, que tenía tres casas en el centro de la ciudad y se dedicaba a hospedar extranjeros y conseguirle mariscos, tabacos, ron y mujeres. Mi Ahijado era un muchacho muy jodedor, pero de alma noble, al que yo le tenía mucho cariño. Era como yo cuando estaba en la Secundaria, sin una sola mancha de maldad; por eso lo hice mi Ahijado. Le iba enseñando todo lo que sabía de la Unidad y de la gente con el fin de que hiciera un buen papel cuando yo me fuera. El representaba algo que yo quería que siguiera vivo, pero que en fondo sabía imposible. A los demás sencillamente los detestaba. Rolando, que era de Santa Ana, y El Niche, que era de Limonar, apenas tenían seis meses; Patricio ya llevaba un año y Yusbel era de mi llamado. Los dos vivían en Matanzas. El primero era familia del jefe de unidad, y el otro, uno de esos que sacan las uñas cuando las circunstancias les favorecen. Antes, se llevaba muy bien con los viejos, pero apenas ellos se fueron mutó de piel y se adaptó con rapidez a los nuevos tiempos.

No entendía que significaba aquello de que a Rolando lo iban a afeitar, pero el Pintor debía saber, porque ellos eran primos y se conocían desde niños. Cuando terminamos con el fusil que estábamos limpiando, se lo entregamos a Oliosky y nos fuimos a sentar en un pequeño parquecito que pertenecía al edificio de Fiscalía. No había ningún juicio esa mañana. Estábamos debajo de un árbol que daba aire y mucha sombra, y que por temporadas, para que nosotros la recogiéramos, tiraba al piso hojas, gajos, flores y frutos; era como si su única función fuera hacernos barrer la calle y el parquecito todos los días. Bueno, ahí fue que el Pintor me lo explicó todo. El papá de Rolando era policía, en todas sus guardias venía a verlo. Pero además de eso, era un guajiro a la antigua, y no le haría ninguna gracia ver a su hijo con los brazos descañonados y las piernas blancas como si fueran postas de pollo. Una vez el Pintor lo escuchó referirse así a las mujeres que se afeitaban las piernas.

―Imagínate que pensará de los hombres―me dijo―. No sé de qué forma Rolando se lo piensa ocultar, pero si Roli se entera, lo mata. Antes, cuando éramos niños, y yo me quedaba en el campo, me acuerdo que le daba unas golpizas del carajo.

Vimos pasar por la calle al Segundo Jefe de Unidad, como buscando soldados para hacer algo. Con el tiempo uno desarrolla un olfato para esas cosas, las intuye, así que nos escurrimos por detrás de Fiscalía hasta unos áridos que había en el área de Posta 1. Mi Ahijado y Gálvez estaban allí. El par de machetes y la guataca yacían en el piso, y jugaban chapita con un bate de palo de almácigo y una tapa de pomo.

Les contamos todo, y por medio de ellos nos enteramos que Rolando estaba viviendo en Pueblo Nuevo con una novia que había conseguido. Aquello nos molestó al Pintor y a mí, no por la novia, sino por el hecho de que ahora el tipo se creía de la ciudad. Y lo iban a afeitar y todo. El Pintor se lo contó a mi Ahijado y a Gálvez. Él los había escuchado hablando en el Cuarto del Sargento Mayor. Yusbel, Patricio y El Niche iban a estar ahí para asesorarlo, porque la piel de Rolando era virgen y no querían que se cortara o se dejara algún lamparón.

―Si Roli se entera, lo mata―repitió el Pintor.

Los otros dos dejaron la chapita. Había mucho sol y ya estaban insultados. Entonces buscamos sombra detrás de las oficinas de Comercial. Gálvez y yo encendimos un cigarro, y todos juntos, empezamos a pensar si había una forma de que sucediera.

Bueno, el pintor siempre andaba con una cámara, pero no nos iban a dejar grabarlo. La única posibilidad era hacerlo sin que ellos se dieran cuenta. Entonces, mi Ahijado tuvo una idea:

―¿Ustedes no se han fijado que las cajas de zapatos tienen un huequito redondo?―asentimos―... bueno, cuando yo estaba en el PRE, tenía con los socios una cátedra a donde llevábamos todas las jevitas. Antes de hacer nada, había que revisar todo el cuarto, y en especial, cuatro o cinco cajas viejas de zapatos, porque ahí te ponían cámaras. A lo mejor en el Cuarto del Sargento Mayor hay alguna caja vieja.

―Si hay―aseguró Gálvez.

―Pintor―pregunté yo―: ¿cuánto tiempo le dura la carga a tú cámara?

―Horas, así que vamos a ver que hacemos. Voy a pedirle la llave a Oliosky―y nos pusimos en función de eso.

Eran las once cuando entramos al Cuarto del Sargento Mayor. Para no levantar sospechas, solo fuimos el Pintor y yo. Era un cuarto de una sola pieza. En una esquina un buró, en la otra, una meseta de azulejos mohosos y un viejo lavamanos color hueso. En las otras dos esquinas, habían, apilados, estantes, brochas, machetes, instrumentos de limpieza y cuatro largas perchas de las que colgaban viejas ropas verdes de olores ancestrales.

No tuvimos que buscar, a la vista había dos cajas de zapatos, y tenían huequitos redondos, justo como mi Ahijado había dicho.

El lente de la cámara del Pintor quedaba perfecto en la pequeña circunferencia. Acomodamos la caja encima de uno de los estantes de manera que abarcara todo el cuarto. Le tiramos algunas ropas encima, como si estuviera ahí de forma casual. Luego fuimos a almorzar, y antes de las tres volvimos para encenderla.

 

***

 

La única vez que vi el video fue esa misma noche en la pantallita de la cámara, y la verdad es que daba asco. Confieso que llegué a sentir un poco de lástima al ver como los demás se burlaban de Rolando. Y de verdad, como había dicho el Pintor, en algunas partes ellos lo ayudaron. Él estaba en calzoncillos y sonreía y miraba a todos un poco nerviosos, porque en el fondo se sentía incómodo. Pero quería encajar. Se había cansado de ser el guajirito noble que no fuma y viste shorpetas anchas y gorras enterizas de cuando Daddy Yanquee cantaba La gasolina. Daba asco.

 

***

 

Excepto mi Ahijado y Gálvez, al otro día salimos de pase, pero teníamos que volver a entrar en veinticuatro horas. Cuando lo hicimos, el Pintor se me acercó y lo primero que me dijo fue:

―El paquete ya va en camino.

―Pero como―pregunté yo.

Su rostro se iluminó antes de responderme:

―Conozco a una persona que todos los días viene de Santa Ana a Matanzas.

Era un hombre que vendía quesos en la ciudad. Lo había planeado todo. Había pasado el video para una memoria y por fuera le había puesto un esparadrapo que decía «para tío Roli», igual que cuando era adolescente y le enviaba pornografía. Su tío era una especie de adicto y todos lo sabían. Antes tenían muy buena relación, y según me estuvo contando, el hombre confiaba más en él que en su propio hijo, al que siempre había visto medio retraído.

 

***

 

El cuarto día todo el grupo estaba de guardia. Era por la tarde-noche. Mi Ahijado y yo, que hacíamos Retén, nos habíamos sentado con el pintor en el Área de Visita, un poco intrigados por como habría reaccionado el papá de Rolando con el video. Eran unos bancos techados que quedaban en la parte de afuera del PSP (Punto de Control de Pase), y recuerdo que el Oficial de Guardia había ido hasta allí a preguntarnos por las dos lesbianas del edificio de enfrente.

―¿No las han visto hoy?

―Sí, Mayor―contestó mi Ahijado―. Ahorita salieron a hacer ejercicios. Deben estar al virar. ¿Están buenas, eh?

El oficial se llamaba Héctor y era un cincuentón que pasaba toda la guardia rescabuchando los ventanales de los edificios que rodeaban todas las postas. Era en el reparto Camilo, y muchos de los que vivían cerca por el día trabajaban de civiles en la Unidad.

El Mayor Héctor estaba como que enfermo. A pesar de ser casado, no podía ver que una cocinera o una mujer de alguna de las oficinas le pasaran por delante. Era como si su cuota de testosterona la hubiesen elevado al cubo, así que lo dejamos solo con su enfermedad y los tres nos fuimos a sentar al parquecito de Fiscalía.

Entonces llegó la patrulla. Era el papá de Rolando.

Había oscuridad y donde estábamos no podían vernos, pero nosotros si lo veíamos todo. Lo recuerdo como si fuera ahora: el Mayor saludó al policía y mandó al civil que hacía de Ayudante a despertar a Rolando en el dormitorio. El policía era un hombre flaco, pero muy alto. Su hijo se parecía mucho a él, que en ese momento estaba como impaciente. Cuando vimos pasar a Rolando por la calle hasta el PSP no dijimos nada, pero creo que los tres nos miramos en la oscuridad. Yo estaba un poco nervioso, como si intuyera lo que iba a pasar.

No se saludaron. Una vez que Rolando estuvo frente a su padre, el hombre le pasó la mano por uno de los antebrazos, pero él aún no se daba cuenta de nada. Después, a secas, le dio un bofetón que resonó fuerte. Rolando estaba turbado. Primero, intentó como que pedirle una explicación, pero su padre respondió a esto con otros dos bofetones y él empezó a llorar.

―¡Tantos años!... ¡para esto!―repetía su padre, que estaba muy insultado.

Su cuerpo se había arqueado sobre el de su hijo como para seguir dándole más golpes, pero de pronto, se detiene, va hasta el carro y regresa con el pozuelo de comida que le traía todas las noches. En vez de dárselo, se lo deja encima de una pequeña jardinera que hay en la entrada de la Unidad. Lo mira por última vez, y en el acto, Rolando se lleva las manos a la cara mientras su pantalón se oscurece y luego empieza a gotear por una de las patas. Entonces el goteo se vuelve un chorro pequeño, como si una llave estuviera media abierta.

Creo que su padre no alcanzó a verlo, sino sí lo hubiese matado, pero nosotros lo vimos todo. El Mayor Héctor, el Ayudante y otros tres civiles lo vieron todo, y a su vez él sabía que todos lo habíamos visto. Era muy extraño el hecho de que un hombre llorara y se orinara como si fuese un niño pequeño. Quizás trató de aguantar el orine, pero no pudo. Ese era su fin. Nunca más caminaría tranquilo por aquella Unidad pequeña, y ni siquiera fuera de ella. A años de distancia, cualquier olor, persona o cosa, traería de nuevo el recuerdo del día en que se orinó, y tendría que bajar la cabeza y sentir de nuevo vergüenza.

 

***

 

Oscureció, y antes de las diez, el Oficial de Guardia mandó al Ayudante de nuevo hasta el dormitorio, a preguntarle a Rolando si estaba en condiciones de hacer la guardia.

Los dos regresaron juntos. Su expresión estaba normal. Era como si hubiese dormido unas seis horas y aun tuviese el rostro muy embotado.

Merendamos al frente de la Comandancia.

A las diez menos cinco, Patricio, el Pintor y él estaban listos para el relevo. El Oficial de Guardia salió con los tres, y a la vuelta, volvió con Gálvez, Yusbel y el Niche.

Desde que Gálvez vio a mi Ahijado, montó la bayoneta de la carabina y le apuntó al pecho:

―¡Te voy a matar, huevón!―dijo imitando el acento de alguna serie colombiana.

Jugar de manos era algo irresistible para ellos. No era la primera vez que les traía problemas. Sin embargo, como era lógico en esa ocasión, mi Ahijado no quería jugar.

Cuando Gálvez entregó el fusil volvió a donde estábamos para merendar. Luego, fuimos los tres para el dormitorio.

Yusbel y El Niche entraron después.

Era un viejo albergue demasiado grande para una plantilla de veinticinco soldados. Además, de los veinticinco, por las noches solo se quedaban diez o doce; o sea, el turno de guardia y dos o tres más. El baño estaba al final, y era donde único había luz. Las taquillas y las literas estaban dispuestas en dos largas filas pegadas a las paredes, y al centro quedaba el pasillo.

Dejamos que los otros dos soldados pasaran hasta sus literas para empezar a contarle a Gálvez lo que había pasado. Él no paraba de reírse, pero a nosotros no nos daba risa. Recuerdo que nos preguntó si creíamos que en algún momento Rolando iba a enterarse de todo, y en especial, de que fue su primo quien le envió el video a su padre. No respondimos, pero los dos sabíamos que sí. Era solamente cuestión de tiempo.

A las once nos acostamos. Gálvez tenía que volver a entrar a las dos y al momento se quedó dormido. Yo dormía arriba, y no podía dejar de mirar el techo. Mi Ahijado dormía debajo de mí y estaba seguro que tampoco podía dejar de mirar la parte de abajo de la tabla de mi litera. Era extraño lo que había pasado, pero igual al rato me empezó el sueño.

Cuando ya estaba profundamente dormido, hubo un estruendo. Eran las doce menos cinco de la mañana, y en el primero que pensé fue en el Pintor. Mi Ahijado y yo salimos corriendo para su posta. Entramos por el patio del Comedor hasta el portal del Almacén Central. Desde allí, miramos a la garita.

El pintor nos reconoció desde la garita.

―¿Qué fue eso?―nos preguntó.

―No sabemos―contesté.

Nos dijo que venía de Posta 1.

Allí no había más nadie, y Posta 1 estaba Rolando.

Salimos rápido y cuando entramos a Posta 1 ya estaban allí el Mayor y dos civiles de los que hacían Vida-Unidad, justo en el lugar donde unos días antes habíamos estado tramando el dichoso plan de la cámara y las viejas cajas de zapatos.

Lo que vimos no nos dio tiempo a preguntar nada. Rolando estaba en el piso y sangraba por un lado de la cabeza. El Mayor tenía en la mano su carabina, y sentimos el mismo olor a pólvora quemada que en el campo de tiro de la Previa, pero todavía mucho más fuerte.

―Se disparó―no dijo uno de los civiles.

Todos estaban un poco nerviosos, pero aun así mantenían la calma. A mí el corazón me latía a cien. Entonces, de pronto, vi entrar a la posta el Geely del Jefe de la Unidad. Todo fue en cuestión de minutos. El chofer vivía cerca de allí y era el que venía en él. Rolando no estaba muerto. Se había quitado una de las botas y había apoyado en el piso la culata del fusil. Luego, con el dedo gordo del pie, había tirado del gatillo. Por alguna razón, el cañón no estaba justo debajo de su barbilla en el momento del disparo. La bala le había rozado la oreja derecha y tenía quemada toda esa parte del rostro y la cabeza.

―A lo mejor, al final, tuvo miedo de matarse―dijo otro civil mientras lo acomodaban en la parte de atrás del carro.

El Mayor gestionó la situación de manera admirable. Después que el Geely salió para el hospital militar, mandó a mi Ahijado a que se alistara para entrar de guardia, y a mí a despertar a todo el personal y decirle que inmediatamente se presentaran al frente de la Comandancia. Al Jefe de la Unidad ya lo habían llamado.

Cuando salimos de allí nos miramos por un momento.

―Avísale a la gente―le dije―, yo voy a hacer la guardia.

Por rotación le tocaba a él, pero no podía dejar que estuviera solo en ningún lugar con aquellos ojos de perro asustado. Era capaz de dispararse también.

Recogí otra carabina, y antes de bajar, lo llamé aparte y le dije:

―No hables nada con nadie hasta que nos volvamos a ver.

Tuve que abrirle los ojos y subir el tono de mi voz para que reaccionara:

―¡Oye!, ¿me entendiste?

Afirmó. A Gálvez ya lo había advertido.

Camino a la posta, pensaba mucho. Mi mente era un torrencial de ideas entrecortadas. Toda era muy extraño en aquella noche normal. Ahora, el de la CIM nos tendría en las manos. No había olvidado que el Pintor se negó a restaurar el mural de enfrente de la Comandancia. Ese tipo de gente no olvida nada. Y menos a la gente como nosotros: líderes negativos, potenciales disidentes... Sin embargo, había algo que me preocupaba más que esas consecuencias. Era mi Ahijado. Yo mismo lo llevé a perder esa especie de bondad con que todos entramos al Servicio. Lo vi muy claro: yo era igual que los cientos de oficiales y sargentos instructores a los que odiaba con tanta fuerza y orgullo.

Bajé hasta los áridos y di un recorrido por la posta. Serían cerca de las doce y media, y el revuelo se había calmado. Cuando pasé por el lugar de los hechos, vi la sangre en el piso y olí profundamente la pólvora quemada, pero yo también estaba más tranquilo. En cada posta, habían teléfonos internos que comunicaban las Unidades de todo el país. Recuerdo que el de Posta 1 estaba en una pequeña caseta de mampostería. Entré en ella, llamé al Pintor y empecé a contarle lo que pasó, pero sin revelar nada que pudiera comprometernos. No tenía que advertirle como a mi Ahijado y a Gálvez. Él entendía perfectamente.

 


NUEVAS ENTRADAS DE OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido hasta la fecha más de 50 obras ya publicadas en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 




 

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