El rescate
Autor: Miguel Ángel Faustor Müller
Con solo lo que tenía encima, caminó por los pastizales sin
rumbo aparente, pero sabiendo a dónde debía ir; aunque estaba cansado, no
mostraba pensamiento en el rostro, pero la cavilación se veía en sus ojos;
recordaba esa sonrisa, ese acercamiento, ese beso perdido en el tiempo, y
encontrado en la memoria; “meum praesidium semper vobiscum” repetía el hechizo
que le enseñó su padre, cada vez que la podía ver en su recuerdo; todas las
noches le cantaba al cielo ciento ocho deseos para que ella sea feliz, cada
noche le dedicaba ciento nueve besos por la invocación; cada noche de esos
treinta y cuatro años que estuvieron juntos.
Tenía la espada en la cintura, preparada para mancharse de
sangre de los enemigos que se acerquen demasiado; en el brazo izquierdo portaba
su escudo, que ya se encontraba magullado y atravesado por flechas; en el brazo
derecho cargaba su alabarda, su arma predilecta, que ya se sentía pesada a
estas horas del combate; el manto ocultaba su cuerpo, generando más miedo en la
tropa enemiga.
Caminaba sin rumbo aparente, pero sabiendo que debía ir por
ella; los girasoles espectadores miraban la estela de sangre, sabiendo que
estaba muy mal herido, pero que no pararía hasta rescatarla.
La alabarda se resbalaba de sus manos, cada muerte la había
vuelto más pesada; el escudo ya no podía proteger su cuerpo; decidió soltar
ambos y darles un merecido descanso; desenvainó la espada, vió los objetivos
que debía asesinar para rescatar a su amada y, con un estruendoso grito, se
abalanzó como un rayo sobre los veintisiete guerreros restantes.
Los seis primeros en tocar el suelo no tuvieron oportunidad
de reaccionar, los otros tres siguientes lograron defenderse del primer golpe,
pero el segundo corte les rebanó el cuello; siguió esquivando las lanzas y espadas
de los ilusos, pero cada vez sentía que se desvanecía; dos arqueros, ocultos al
final de esa trinchera enemiga, adelantaron su sentencia de muerte clavándole
una flecha en la pierna izquierda.
Tumbado en el suelo, cogió una lanza que vio a su lado, y
la encaminó a uno de los arqueros; recordó las enseñanzas de su padre “un
caballero valeroso primero sienta bien los pies, para llegar hasta el final con
su amada”.
Intentó respirar profundo, pero las heridas eran varias,
posicionó sus pies lo mejor que pudo, asesinó a dos incautos que se acercaron,
como su padre le había enseñado, y arrojó su espada, como nunca debió hacerlo,
para clavársela entre los ojos al segundo arquero.
Sus aprendices llegaron para ayudarlo, lo vieron lleno de
sangre y con el manto roído; los tres espadachines asesinaron al resto, con una
elegancia como si se tratase de una danza; los aprendices siquiera jadearon, su
maestro tenía una postura recia, pero estaba muriendo.
Solo quedaba adentrarse en la casa, rescatar a su esposa y
sobrevivir. El maestro abrió la puerta, vio a su esposa en una esquina,
asustada, con sus ropas rotas y la cara sucia de tanto llorar; ella corrió
hacia sus brazos, él la recibió y le repitió el hechizo que le enseñó su padre,
el hechizo que hizo que ella se case con él, el hechizo que hizo que él logre
rescatarla.
─“Meum praesidium
semper vobiscum” ─pronunció, ahora en su lecho de muerte, mientras miraba a
su amada Angela ─corre con ellos, salgan de aquí.
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