El silencio de los
parques
Seudónimo Lucas
Le decían Profe. Nunca oí que lo
llamaran por su nombre. Siempre era Profe esto y Profe lo otro. En las colas
del mercado o en la bodega, si alguien preguntaba y no lo veía alzar la mano:
—El último es el Profe—otro
contestaba por él.
Cuando respondía era con frases
cortas y directas, de las que no dan para una conversación. Parecía que no le
quedaran palabras, después de tanto hablar en aulas repletas de alumnos que no
le prestaban atención, que se burlaban de él en cuanto daba la espalda para
anotar algo en la pizarra.
Trabajaba en el Politécnico. Daba
clases de Historia, creo.
Nunca lo vi en su trabajo, pero
basta pasar junto a la cerca del Politécnico, y mirar hacia el parquecito en
los recesos, para imaginar que alguien como el Profe la pasaría mal entre
aquella muchachada escandalosa.
Del Politécnico a su casa, el
recorrido que debía hacer el Profe no era largo. Unas cinco cuadras, y menos si
cortaba camino por el bloque de edificios donde yo vivo, atravesando eso que
los vecinos llamamos parque. Cuatro bancos de concreto y un espacio circular en
medio del pavimento, donde antes hubo un framboyán. Lo desmocharon en uno de
esos arrebatos que llegan con las temporadas ciclónicas, cuando la Defensa
Civil dice a podar árboles y dejan ramas tiradas por todos lados, que Servicios
Comunales se olvida de recoger luego. Quedó un tocón que no volvió a echar
brotes, así que en una fiesta del barrio lo usaron como leña para hacer la
caldosa. Ahora es solo un círculo de tierra donde los perros escarban y se
acuestan a tomar el sol.
El parque es un lugar tranquilo
donde la juventud del barrio va a enamorar y los viejos a hacer tai chi. Algunos que estamos en las
edades intermedias de trabajar y preocuparnos por mil cosas, a veces olvidamos
que el parque está ahí.
Entonces los perros se ponen a
ladrarle a alguien que pasa, casi siempre al atardecer y nos recuerda lo que
sucedió hace unos años con el Profe.
Era una obsesión lo de los perros
con aquel hombre. Sobre todo León, el perro de los mulatos del cuarto piso de
uno de los edificios frente al parque. Un perrazo amarillo y de pelaje corto,
de raza indefinida. Cuando los del cuarto piso soltaban a León, empezaban los
problemas. Dominaba a los demás perros y le caían a cualquiera que pasara solo
o en grupos pequeños.
Mucha gente se asustaba.
Atravesaban el parque a la carrera, o daban media vuelta y se iban por otro
camino. Siempre había un valiente que ahuyentaba a los perros con un gesto o
hacía el ademán de recoger una piedra del suelo y los perros se apartaban.
Todos menos León, que se quedaba bien cerca, gruñendo.
Entonces el mulato del cuarto
piso o alguno de sus hijos regañaba a León sin mucho ánimo. Siempre me pareció
que la advertencia iba para los caminantes, recordándoles que aquel perro tenía
dueño. Entonces los veías allá arriba, sin camisa, meciéndose en los sillones
de aluminio o recostados a la baranda del balcón, al mulato y sus dos hijos,
tan grandes y musculosos como el padre.
Disfrutando el show, decían algunos. Y que eran unos
delincuentes, decían otros. Tanto como delincuentes, no creo. Pero tenían su
carácter. Todos evitaban chocar con ellos. El más conflictivo era el hijo que
estudiaba en el Politécnico. Conocía al Profe y más de una vez lo vi reírse y
llamar a su hermano para que se asomara también al balcón.
Lo del Profe se volvió un
espectáculo.
Había que verlo. No apretaba el
paso ni se detenía. Siempre a la misma velocidad, sin inmutarse. Llamaba la
atención su andar recto y la nariz respingona debajo de los espejuelos. Iba con
la mirada fija al frente, el portafolio en su mano derecha y el paraguas en la
izquierda (incluso en los días sin sol ni lluvia, el Profe llevaba el
paraguas).
—Va como si se estuviera
cagando—decían.
El miedo no explicaba que
insistiera en seguir el mismo camino desde el Politécnico a su casa. Tenía que
ser algún extraño concepto de dignidad, de un hombre que ha cedido demasiado
terreno en su vida y ahora no quiere que unos perros le quiten su derecho a
transitar por un área que es pública, al fin y al cabo.
Pero los perros no entienden de
propiedad pública, respeto o civismo. Se arremolinaban y lo seguían a través
del parque. Le ladraban. Tiraban dentelladas a las piernas del profesor. Me
recordaba un documental que había visto donde unas hienas acosaban a un ciervo
herido.
Tengo que confesar que yo también
iba a la terraza todas las tardes, de lunes a viernes, sobre la misma hora, a
ver al Profe pasar por detrás de mi edificio. Más de uno en aquella manzana
salía a los balcones o terrazas para ver aquello como si fuera un documental de
Animal Planet.
La presa: un hombre en sus
cuarenta, abotonado hasta arriba, con ropas que le quedaban colgando en el
cuerpo flaco, ropas muy viejas pero limpias. Un tipo raro. Un animal que no
pertenecía a ningún ecosistema.
—Pobre hombre—comentaba mi mujer
desde la cocina. Lo decía a cada rato.
La verdad es que no era un
chiquillo ni tampoco un viejo. Estaba en la edad intermedia en que no tienes
más remedio que ser un hombre, porque nadie saldrá a defenderte. A mí nunca me
dio lástima. Si acaso, curiosidad. Se volvió un hábito salir a la terraza para
ver la marcha del Profe, hasta la tarde que perdió la compostura. A todos nos
pasa en algún momento.
Cuando lo vi aparecer tras la esquina
del edificio y detenerse, no sé, me pareció extraño. Dudó un poco, pero al
final echó a andar.
León fue el primero en levantarse
del pavimento.
Cuando se acercó gruñendo, el
Profe chasqueó la lengua detrás de los dientes para espantarlo. León empezó a
ladrar. Los otros perros lo imitaron y rodearon al Profe. El hombre no dio
muestras de miedo. Miró hacia el cuarto piso. Esa tarde no había nadie en el
balcón y la puerta estaba cerrada.
León ya avanzaba con el cuerpo
bajo, a morder la pierna, cuando el profe paró en seco, dejó el portafolio en
el suelo, se pasó el paraguas a la mano derecha y le tiró un golpe al hocico.
La punta de metal del paraguas le dio en los dientes al perro y lo hizo
retroceder. El perro abrió la boca. Hizo algo a medio camino entre gruñir y
ladrar. Tenía las orejas levantadas y las patas dobladas y tensas, listo para
saltar sobre el hombre.
—¿Quieres más? —oí decir al
Profe, respondiendo al desafío del animal.
Agarró el paraguas por el otro
extremo, con las dos manos. Le dio al perro con el mango de madera del paraguas
en una oreja, y a otro perro que vino a morder, y a otro, hasta que todos se
alejaron aullando, menos León. Aquel sonido que le salía de entre los dientes
se había hecho más furioso y parecía darle coraje al hombre, que levantó el
paraguas como si fuera un garrote en el justo momento en que el perro saltaba
hacia delante.
El golpe cayó entre las orejas
del animal. León sacudió la cabeza, aturdido, dio la vuelta y fue a meterse
debajo de uno de los bancos de concreto. Desde ahí siguió gruñendo, pero ya se
le podía oír el miedo.
Aquello debió bastarle al Profe.
Era una victoria, quizás la única pelea que hubiera ganado en mucho tiempo o en
toda su vida.
El caso es que no le bastó. Como
no alcanzaba al perro ahí donde se había metido, el Profe usó el paraguas de
nuevo, ahora como lanza. La punta de metal entre las costillas del perro lo
obligó a salir de su escondite.
León dio un rodeo. Hombre y
animal se acechaban con el banco de por medio. León tenía las piernas traseras
dobladas, el rabo entre las piernas y la mirada esquiva. Parecía indeciso. Hizo
ademán de enderezarse y correr junto a los demás perros, pero acabó metiéndose
en el edificio. El profe lo siguió entonces hasta el hueco bajo la escalera y
ahí empezó la verdadera golpiza.
Se oyeron voces desde los
balcones:
—¡Abusador!
—¡Deja al perro tranquilo!
La única que lo trató de usted
fue una señora que bajaba las escaleras. El hombre ni la oyó hablar.
—Profe, ¿qué sucede? —preguntó
ella por segunda vez, muy respetuosa.
—No se meta—contestó el Profe con
una voz que no se parecía a la suya, tenía algo que hizo a la mujer retroceder
hasta la puerta de su apartamento.
—Voy a llamar a la policía.
—Sí, llame—dijo el profesor y
siguió arrancándole aullidos de dolor al perro con cada golpe del paraguas.
Los lamentos ya eran algo tan
desagradable de oír que hasta yo estaba pensando en llamar a la policía, pero
vi que el mulato del cuarto piso y sus dos hijos bajaban corriendo las
escaleras. Más atrás iba la esposa del mulato.
El Profe dejó de pegarle al
animal, se enderezó y dijo algo que no se oyó bien por la lluvia de palabrotas
que le iba cayendo desde la escalera. Algo como “tiene que enseñar a su perro”,
o quizás “tiene que amarrar a su perro”.
—…porque esto es un área
pública—iba diciendo el Profe cuando ya tenía delante al mulato, que sin mediar
explicaciones lo agarró por el cuello de la camisa y pareció que iba decirle
algo, alguna guapería estoy seguro, pero la situación era tan extraña y el Profe
debía tener un aspecto tan indefenso, que solo le dio un empujón. El Profe dio
varios pasos hacia atrás intentando recuperar el equilibrio y acabó sentado en
el círculo de tierra, en el medio del parque.
—Ahora sí se puso bueno esto—dijo
alguien de mi edificio.
Imaginé que nadie había llamado a
la policía y nadie lo iba a hacer.
El Profe se levantó con esfuerzo
y limpió la tierra de sus pantalones. Se irguió y quiso recuperar algo de
aquella dignidad que nadie pudo nunca entender, pero que debía ser todo para
él.
—Es que su perro…—empezó a decir.
La respuesta del mulato fue
categórica, de esas que no dan para una conversación.
—Mi perro yo lo dejo suelto
porque me sale de la pinga. Si tanto te molesta, no pases por aquí.
El Profe no dijo más nada. Recogió
su paraguas y el portafolio, se acomodó los espejuelos y siguió su ruta
habitual. Los perros que aún merodeaban por el parque con las orejas en alto y
silenciosos, se iban quitando de su camino.
—Oye—le dijo el mulato desde
lejos.
El profe se paró un momento, sin
mirar.
—No vuelvas a pasar—recalcó el
mulato.
Iba a decir algo más, a lo mejor
una amenaza, pero su mujer lo interrumpió.
—Déjalo. Es un infeliz.
El Profe se alejó por el parque y
pronto lo perdí de vista. Era casi de noche.
En los días que siguieron no supe
nada del Profe. Luego alguien dijo habérselo encontrado por otra ruta. Mantenía
sus caminatas silenciosas de la mañana y de la tarde a dos cuadras de allí.
Dicen que se podían ajustar los relojes por la hora en que pasaba.
La noticia llegó de un modo
repentino y vulgar, después de unas semanas. O pudieron ser meses. Todo por la
manía que tiene ahora la gente de filmar y tomar fotos, no importa de lo que
sea. Luego se lo van pasando de mano en mano, en memorias flash o en los celulares. Así vienen y te enseñan las grabaciones
del último accidente o algo que se filtró de un caso policial.
He visto familias enteras
sentarse a ver imágenes de cadáveres después de la comida y comentar las fotos,
y hacer zoom en un charco de sangre
para ver si la mancha blanca es un diente o son los sesos.
Conmigo no van esas cosas. Por
eso cuando llegué al apartamento, cansado del trabajo y vi que en la sala
estaba mi hijo con un par de amigos, y en la pantalla la imagen de un hombre
con la cabeza destrozada contra un banco de concreto, les dije que quitaran
aquella mierda del televisor.
—Son las fotos del profesor del
Politécnico que se mató—dijo uno de los muchachos—. Dicen que se quedó hasta
tarde después de clases, se subió al cuarto piso y se tiró.
—Vivía cerca de aquí—me explicó
mi hijo—. ¿Te acuerdas? Le entró a sombrillazos a un perro. ¿Cómo se llamaba el
tipo?
Tuve que admitir que no lo sabía,
que nadie sabía mucho sobre el Profe. Pero fue una persona antes de convertirse
en una mancha en el pavimento. Ellos lo estaban mirando como si fuera una
película. Les dije que estaba mal, que la tecnología les está pudriendo el
cerebro a las generaciones de ahora.
—Apaguen esa mierda. No lo voy a
repetir—dije y me fui a la terraza.
Desde ahí se veían los perros
tumbados al sol del atardecer. León entre ellos, pero ya había dejado la
costumbre de ladrarle a los que pasaban. Ahora que el líder estaba tranquilo,
los escándalos en el parque eran algo extraño.
Me acodé en la reja y traté de
pensar en lo del Profe.
No podía llamarlo una tragedia.
No sabía lo que era. Ni podía decir que una cosa tuviera relación con la otra.
Tampoco pude sacar una moraleja. Solo unas ideas a medio formar me rondaban por
la cabeza. Eran ideas incómodas y yo estaba cansado, así que dejé que se
alejaran de mí y se fueran diluyendo en la tranquilidad de la tarde.
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