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La pelirroja de Jodorowsky

 

Alondra

 

 

La realidad se resume en dos palabras:

permanente impermanencia.

 

Alejandro Jodorowsky

 

A Carlos Gil Calderón

 

Dijiste que la pelirroja suicida había causado el caos aquella noche. Preferí no prestar mucho cuidado a tu verborrea para evitar desbordarme pronto. Aguanté las ganas de solo follar y después partir, sin más. Que me pidas ser tu Kodama no es cualquier cosa, ¿sabes? Y así lo lanzaste, a raja tabla y con faltas de ortografía, lo cual, obviamente, trajo emociones encontradas. Quise besarte y sentí cosquillas, pero, recordé un poco tu descuido, no sé por qué, juro que me gustas así, no quiero que cambies… Es que, creo que yo soy el tipo que tiene Kodamas, no la Kodama para los tipos que creen comer y cagar arte postmoderno. 

Shákiro timbró al teléfono más de una vez. Era la placa de su casa. Los vecinos comenzaron a quejarse. Unos niños observaban desde las terrazas cercanas mientras nosotros, viajábamos junto a la psicodélica pelirroja de Jodorowsky. Claro, subidos sobre el tanque de agua, poco dejábamos a la imaginación del vecindario: yo, abierta de piernas ante ti, mientras fotografiabas cada rincón y la ciudad a mi espalda iba llegando a ese momento de trance, cuando se va haciendo una tarde vieja. Nos acercamos al humo una vez más y ella reapareció. Algo traía en las manos. Tal vez por orgullo no había reparado antes demasiado en mirarla. Me recordó mis tiempos de instituto. Vestido negro, por encima de las rodillas. Medias altas, oscuras, botas, y ese andar ligero, con pausa…

—¿Qué traes entre las manos? —pregunté.

—Poesía, qué otra cosa va a ser, es la pelirroja de Jodorowsky.

Observándola con detenimiento, hasta donde el humo lo permitió, pude comprobar que eso mismo era.

—Acércate a mi poeta, ya somos inmunes a tus costumbres, él es fan de tu cineasta y yo, bueno, por transitividad me lo despacho, así que, conocemos tu historia. Déjalo que vea.

La chica, tímida, no alebrestada y loca como en la peli, dejó caer sobre el regazo de Sergio unas cuantas hojas desteñidas.

—No está mal —dijo él, entrecortado, mientras intentaba retener el humo lo más posible—. Vamos a probar el método de Flaubert, anda, recita para nosotros. Se me ocurre que, mientras lo haces, improvisaremos un performance. 

La pelirroja comenzó su show. Sobre una palangana vieja bocabajo, en la que alguna vez alguien sembró violetas, subió sus largas piernas, buscando altura teatral. Parecía exclamar a toda voz, gesticulando, triste por momentos, otros, frenética, signo de altibajos emocionales en el texto, más, no la escuchábamos. Mirarla desde abajo, mientras fumaba en el piso de la pintoresca terraza, comenzó a excitarme, y Sergio, a quien el humo nunca le hacía morir aquello, no paraba de amasarme las tetas. Ella sonreía, con ganas de terminar la lectura y sutil, unirse al performance. Mirarla estaba bien, imaginar lo que sus labios moldeaban, resultó interesante, pero, quería venirme mientras la escuchaba.

—Así no sirve, Sergio. Busca el mando de la tele.

—¡Ah, no jodas, Laura!, si mira como estoy, no puedo parar ahora.

—Entonces paro yo, espera, solo será un minuto. Atento, se acaba el humo. No dejes que pare de recitar.

No encontré las zapatillas, así que descalza bajé al piso de Shákiro y, sin que nadie notara mi presencia, cogí de la mesita el mando. Pero, solo bastaron dos escalones y un apretón sin querer en una tecla para saltar de canal. Mierda, ya me había pasado antes.

 

Era casi de noche cuando bajé, ahí, en cambio, un sol tremendo me quemaba los pies en el pavimento. El humo hoy no me da para tanto. Por favor, que no dure mucho el trueque. Pensé. La carretera por la que andaba era inmensa. Varios carros habían pasado ya junto a mí. Ninguno atendió las señas de autostop. Pensaba en mis ganas truncadas cuando el claxon de un Ford, pitó varias veces.

—¿Qué hacés descalza, piba? 

Bueno, al menos este es argentino. La última vez me hablaron en escandinavo, y como es obvio, no entendía una puta mierda.

—Perdí los zapatos. Me quemo los pies, ¿puedes llevarme?

—Bueno, pero, ¿para dónde vas?

Miré a los lados tapándome del sol con las manos. Buscaba alguna cosa que señalar mientras ganaba tiempo, y me devolvían al segundo escalón rumbo a la azotea.

—Decíme, flaca, que no tengo todo el día, dale.

Abrí la puerta de la camioneta y subí. Dentro olía un poco raro. El argentino aparentaba ser buena gente. Aprovechó la parada y prendió un cigarro. 

—¿Querés uno?

Fumamos un rato en silencio.

—¿De dónde sos? No parecés de por acá.

Pinta de camionero sí que tenía. Pero no de los rudos y puercos norteños, sino más bien de ese otro porciento desaliñado, pero sexy. Me ardían los pies. Intenté abrir bien los dedos y aplastarlos contra la alfombra del carro, pero no hubo mucho alivio.

—Detrás llevo agua, podemos parar y echarte un poco para que refresqués.

—Ay, sí, chico, voy a agradecértelo, porque la verdad, los tengo echando humo. —Y al tiempo que escupía la frase recordé: si se me pasa, no habrá forma de volver pronto. Me toqué el refajo del vestido, ahí llevo siempre la reserva. Menos mal. Respiré tranquila. En lo que se orillaba para parquear, disimuladamente saqué el cigarro de mi ropa y lo prendí cuando bajó del carro. Bien, ya casi podía verla de nuevo subida sobre la palangana, mientras Sergio se tocaba. Estoy cerca, ya casi es hora. Procuré no volver a tropezar con ningún botón del mando, que, hasta el momento, no había llamado la atención del argentino. Quizá iba a notar algo luego, por el olor, aunque dudaba que esa criolla especial se sintiera igual que la de allá. En cualquier caso, podía dejarlo fumar. Tal vez se durmiera pronto y cuando me fuera todo sería más sencillo.

—Pero, ¿cómo pierdes las zapatillas, che?

No contesté. Casi había devorado todo el humo. Cargué las pilas, lista para el viaje de regreso.

—Me llamo Bruno, —volvió a decir— tú tranquila, ya veo que no eres muy comunicativa —sonrió.

Lo observé más risueña unos segundos. —Soy Laura. Un placer, Bruno —extendí la mano. Él sacudió las suyas en el pantalón y agarró la mía en gesto firme. Un manojo de cayos me abrazó los dedos. Claro, no podría ser de otra forma.

—¿Mejor ahora?

Fruncí el ceño, medio perdida. Él señaló mis pies.

—¡Ah, sí, claro!, por mucho. —Me enderecé en el asiento presta a continuar viaje, mientras durara.

El silencio se adueñó del ambiente un rato, hasta que decidió poner un poco de música y alivianar el peso de las horas. Comenzaba a preocuparme, andaba en un carro rumbo a “Dios sabe dónde”, con un tipo al que no conocía de nada, descalza y sin más equipaje que el dichoso mando, del cual no poseía control para regresar, sino más bien para volver a cambiar de canal, opción por la que nunca opto a no ser que sea en extremo necesario, siempre puede ser peor.

—¿Puedo? —pregunté señalando la guantera, de donde vi que había sacado el disco de música. Pretendía ocuparme en algo para no cavilar tanto mientras llegaba el momento, que nunca demoraba lo mismo, a veces más, otras menos… Para mi sorpresa, descubrí un libro de poesía. Segura estaba de que no era pura casualidad aquello.

—¿Lo leíste? —pregunté. Afirmó con la cabeza, sonriendo. “Sergio Fraguela”, se leía en el ejemplar de tapa blanda. En la contraportada, una foto de Sergio, mi Sergio, con sus dreadlocks y la pipa que le regalé hace unos años, encabezaba la sinopsis de la obra.

—¿Te gusta la poesía? —dijo.

Suspiré.

—Sí, mucho. A veces más de lo que puedo tolerar.

—Pues ese va a gustarte. El tipo dedica el libro a un cineasta medio trastornado.

—Jodorowsky —dije.

—¿Cómo lo sabes, che?

Simulando no tener motivos para ello señalé la dedicatoria en la primera página. El camionero parecía ser un entendido.

—Por él conocí al tipo éste, que es un genio. Buscá detrás, ahí tengo otras cosas.

Poesía sin fin, leí en la portada del disco. Nunca la vi, pero de tanto escucharlo a él y a la pelirroja, ya casi me sabía los diálogos.

—Nunca la he visto —le dije al tiempo que sonreía. El “efecto jirafa” del humo comenzaba a elevarme. Me observó una vez, otra vez, mientras alternaba con la carreta y una risa absurda nos atacó de pronto. Tal como si él también anduviese víctima de tal secuela.

—Debiéramos parar a verla, ¿qué crees?

—¿Tienes dónde? —Él sonrió.

—¿Todavía no lo has notado, flaca? Soy un trotamundos, —me había equivocado— detrás traigo de todo. ¿Paramos?

La verdad, me apetecía. Asentí sonriendo, con todos los dientes entonándome los mofletes. Algo ya debía haber notado, quizá no dijo nada por discreción, pero, era bastante evidente, nunca trato de evitarlo, fluyo, solo fluyo. La tarde caía. El mando por control remoto no asomaba ni de refilón la lucecita que avisaba la hora del regreso, ¡qué raro! Bruno parqueó la camioneta.

—Espera, ahora te llamo.

Me quedé observando la carátula del DVD, allá en el fondo, detrás de todos los Alejandros Jodorowskys que transcurren en el film: Alejandro niño, Alejandro adolescente y Alejandro adulto, estaba ella. Juraría que me había guiñado un ojo. A pesar del humo, no lo hubiera dudado, solo esa pelirroja sabía colarse así entre canales.

—Vení, flaca.

De la puerta trasera del Ford, el argentino había colgado el telón de fondo blanco, proyectándose sobre él los primeros créditos de la película.

—Dura más de dos horas el tabaco éste, —dije— crees que dé la batería. —Apunté a la laptop.

Señaló unos almohadones a su lado, invitándome a tomar asiento. Abrió la puerta del carro y conectó a la batería una cocina eléctrica que calentó enseguida. ¿Cómo cabían tantas cosas en la cabina de aquella pequeña camioneta?

—¿Te gustan las papas? —preguntó.

¿Papas?, hacía un mundo que no las comía. Asentí con la cabeza.

—No tengo palomitas. Pero algo podemos comer.

Palomita dice, no me gusta eso, mijo. Lo mío son los chicharrones, el platanito frito, cuando hay, sino, pan y agua frente a la tele, si total.

—Me gustan las papas —respondí.

No sé si porque el sabérmela de oído ya había abierto mi apetito por el filme, o simplemente por la magia que desprendía aquello, pero, no quitaba la vista del telón. Verla llena de humo también ayudó bastante. Habité todos y cada uno de los personajes, menos a la pelirroja, esa no hay Dios que la monte, y preferible no hacerlo, luego podría quedarse prendida para siempre. Por el rabillo del ojo vi varias veces como Bruno disfrutaba mirándome ensimismada, mientras como un resorte llevaba la mano cargada de papitas a la boca. Había transcurrido más de una hora cuando dijo: —¿No pensás brindarme de eso que traes ahí? —Aparté la vista despacio de la peli y lo miré. No pude evitar reír.

—Creí que no lo habías notado, como no dijiste nada.

—Soy un caballero, piba.

Me sacudí las manos llenas de grasa y rebusqué en el fajín del vestido, donde había guardado un poco del cigarro. Cogí la fosforera y lo prendí. Aspiré gustosa el humo y le pasé casi el cabo, el cual, en breve, con destreza de experto supo aprovechar al máximo. Flotábamos. Bruno se mantuvo quieto. Ya era adulto el Jodo cuando, sin siquiera haber notado su ausencia, el argentino regresaba del interior de la camioneta. Traía el mando en las manos. Imagino que algún cambio de coloración notó en mi rostro, pues, echó a reír, indicando que me calmara.

—Qué hacés con un control de tele, flaca?

—¡Ay, por tu madre!, niño, dame acá eso, anda. —Me paré del cojín y fui hasta él, quien tonto, comenzó a lanzarlo de una mano a otra. Era inevitable en lo que acabaría aquello. Mi abuela siempre decía que jugadera de manos… bueno, eso. Me alcé para escalar por su brazo derecho y alcanzar el mando, no había notado bien cuan alto era hasta ese momento. Quedamos cerquita, al rozar de un beso y bueno, pues, nada, que fue culpa del humo. Entre el agradable clima de la tarde, el levitar del cigarro y las ganas a medias que ya traía yo, aquello se sentía realmente bien. Los rizos castaños de Bruno se me colaban en la boca, mientras pausado, como trotamundos al fin, a quien nada apura, iba regando besos.

Parecía que Dios, empeñado en no dejarme acabar, movía las fichas a propósito. Bruno me apretaba contra el lateral del Ford, presto a que a la pelirroja se le encharcara la boca con aquellos pectorales, nada que ver con el pechito de paloma ese que tenía ella frente a sí, en la película.

—¡Ay, argentino!, pero, ¿de dónde tú has aprendido eso, chico? —musité a la vez que ya su lengua indagaba bajo mi falda.

 

—Familia de mierda, familia de mierda, familia de mierda —gritaba Jodorowsky frente a nosotros, mientras blandía el hacha contra un tronco en el patio de sus abuelos. Era la escena preferida de Sergio.

—Pero… ¿cómo has hecho esto, flaca? ¿Qué cojones pasa? —Mierda, había vuelto a ocurrir. En la calentura olvidé por completo el mando. Quise mantener la calma.

—Hemos cambiado de canal —dije, pero no hizo mucho caso. Caminaba por el patio, cerca de Alejandro. Intentó hablarle, pero, como es obvio, éste no podía verlo. A veces pasa, no podemos establecer vínculos, no nos ven. Mejor nos sentábamos a esperar. —Bruno, sigamos viendo la peli. Repetiremos las escenas desde aquí, dejemos que avance.

El trance había sido brusco para una primera vez. Pero el argentino no se notaba nervioso. Lo normal era ponerse histérico, apretar los ojos, pellizcarse para despertar y caer de rodillas, con las manos entrelazadas, implorando a Dios que lo devolviera a uno desde donde vino, jurando nunca más volver a fumar esa mierda. Agradecí que este virgen, al que me había tocado desflorar, fuese de los que implosionan calladitos, para no hacer más difícil el proceso. —Solo terminemos de ver la película. Ahora la disfrutaremos mejor siendo parte de las escenas —sonreí. Él simuló una mueca— antes de que te des cuenta habremos regresado.

Una vez más, pero sin papas, repetí la historia del malcriado Jodorowsky, a quien le importaba un carajo que escribir poesía fuera sinónimo de morir de hambre. La psicomagia del filme había vuelto a enredarnos. Si había algo que curar en nuestro interior, aquella catarsis estaba haciendo lo suyo. Mantenernos sentados en la yerba del patio, era inútil, debíamos estar en pie, conforme avanzaba la trama, saltando del día a la noche. Nos aplastamos entre aquella multitud psicodélica, que vestidos de rojo y blanco formaban una torre humana en medio de la plaza, mientras Alejandro, eufórico, se agitaba entre la muchedumbre.  Luego, las escenas de la pelirroja comenzaron a repetirse, era cosa suya, me observaba desde su actuar. Como ya dije, conocía las rutas como nadie. Jodorowsky la acariciaba parado frente a ella, quien, de espalda a nosotros, mostrándonos aquellos tatuajes desde el nacimiento de la nuca hasta el fin de la espalda, invitaba a unirnos. Su pelo fuego descansaba sobre la cama, era larguísimo. Tomé a Bruno de la mano y caminamos hasta allí. Era imposible no invadirnos de aquel deseo. La chica, a quien evoqué recitando en la terraza, subida sobre la palangana mientras Sergio disfrutaba, se levantó sensual y sentándose en posición de loto, comenzó a tocarse las tetas. Sobre la mesa de la habitación, me subí con las piernas abiertas, a mirarla. El argentino, a quien ya el susto se le había pasado por completo, avanzó confiado hacia mí. Lo/a besé, no sabría definirlo. Alejandro ejercía de maestro voyeur y Bruno se repartía entre nosotras. La película debió frizarse entre tanto ir y volver de la misma escena. El efecto del clímax iba a ser centellante, lo veía venir. Miré a los ojos del trotamundos, aferré mis labios a los suyos, carnosos, apretados y me dejé llevar… —¡Ay, Jodorowsky, me vengo, coño!

 

No pudo haber mejor viaje de regreso que esa suerte de happening. La manta oscura sobre la terraza me veía palpitar, como si con cada bufido que echaba saltara una estrella al firmamento. Abrí los ojos y nacieron, iban alineándose en el cinturón. Tendida sobre el suelo, moví la cabeza y alcancé a verla. Sonreí. Sergio dormía sobre la palangana, y ella, esperaba por mí con el mando en las manos.



 II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de 50 obras que he ido publicando paulatinamente en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.

Les comparto la dirección del blog donde podrán leer y compartir su cuento con sus contactos y amigos.

Gracias por participar en el II Concurso Internacional de Cuento Primigenios. 



 

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