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Imágenes

 

Seudónimo: Aqua

 

Desde que ve sentarse tres filas delante al mismo hombre visto y no visto hace un par de horas en la cafetería —una suerte de relámpago que cruzó sus retinas sin darle tiempo a decidir si era un espejismo—, sabe que este vuelo resultará diferente.

La presencia  confirmada cuando ya se ha acomodado en el asiento: el mismo rostro moreno, algo más envejecido, el cabello ondulado y los ojos verdosos con reflejos dorados, lo impacta de tal modo, que en un primer momento no acierta a reaccionar. Después tiene el impulso de avanzar a su encuentro.

No más volver al pasillo, se arrepiente de hacerlo. Le cierra el paso a un hombre que protesta irritado. Can I help you with something, sir?, pregunta una azafata de voz amable. Él mueve la cabeza y simula buscar un minúsculo objeto caído en algún sitio, se encoge de hombros como si no se explicara dónde pudiera estar, y regresa al asiento. Dedica un momento a revisar con ahínco su equipaje de mano, extrae un libro de Michael Robotham que evidentemente no podría ser el objeto buscado, pone cara de eureka y se siente ridículo con el improvisado show que no convence a nadie.

 Se vuelve a acomodar y lanza una mirada de reojo a la azafata para comprobar que, en efecto, no se ha perdido ninguno de sus  movimientos. «Pensará que soy imbécil», piensa mientras le sonríe y recuerda en ese instante que su real torpeza para arreglárselas con el equipaje de mano en aquel primer viaje, les había llevado a entablar conversación. Víralo de costado, le había sugerido la voz del joven sentado a su izquierda, y esas palabras sirvieron de inicio a un largo diálogo. Al final de ese vuelo ambos conocían todo lo que las personas suelen dar a conocer de si cuando se ven obligadas a permanecer juntas durante algunas horas.

Yuniel, El Embajador, como se presentó para hacerle dudar durante el instante que demoró en descartar la idea de que realmente lo fuera, resultó muy locuaz.  Parecía tener a mano un amplio repertorio de refranes, anécdotas y chistes, que Julio había escuchado, al principio agradecido de concentrar su mente en algo que alejara sus temores al vuelo, después con simpatía y por último, interesado, pensando que las habilidades de ese embajador podrían serle útiles si algo llegaba a fallar en la ruta desconocida que estaba comenzando.

Solo llevaba consigo la dirección de un hotel barato donde pasar esa noche, el teléfono del hombre encargado de transportarlo a través del país y tres mil dólares colocados en una faja sujeta al estómago, la parte que le tocó en la venta del desvencijado auto heredado del padre. Era su segundo viaje en avión, después de un corto vuelo realizado el mes anterior al santuario de El Cobre. Contrastaba lastimosamente con los saberes de Yuniel, adquiridos en viajes a países cercanos en busca de mercancías que vendía a la vuelta. Hasta que reuní lo suficiente para dar el salto largo, resumió buscando la aprobación de Omar, su compañero de viaje.

A Julio le inquietó que expresara su propósito de manera tan diáfana. «¿Por qué me cuenta esto precisamente a mí?», resurgió la paranoia de los últimos días y terminó perdiendo el hilo del relato. Solamente su hermana sabía de su proyecto. Solo ella y, probablemente, su cuñado. Anunció a todo el mundo que volvería dentro de una semana y aceptó con remordimientos encargos diversos, entre ellos una medicina para la madre de un amigo, que buscaría la forma de enviarle después, confiando en que entonces ya no fuera muy tarde. Resultaba imposible abordar ese tema estando en el aire, sobre tierra de nadie. Y lo continuó siendo después de que el avión, tras una complicada maniobra entre lluvia y relámpagos, terminó por tocar tierra. 

No les contó siquiera cuando los muchachos le convencieron de irse a otro hotel, más céntrico e igual de barato ni en la catedral a donde concurrieron en busca del favor de la Virgen de Guadalupe, ni en el bar donde tomó su primer tequila y, en la intimidad creada por el alcohol, intercambiaron fotos: él a Tania en Chicago, Yuniel a dos hermanos, muy parecidos a él, en Miami Beach y Omar a unos padres no demasiado mayores que había dejado en La Habana.

No fue hasta el final del día, después de llamar por enésima vez al teléfono previsto sin recibir respuesta, que decidió explicarles. Bueno, ven con nosotros, propuso Omar con la naturalidad de quien habla sobre un asunto previamente sopesado.

A la mañana siguiente ya estaban en el auto manejado por Juan, el chofer con quien Yuniel había conveniado el traslado, e iniciaban la marcha en medio de un desfile abigarrado de paisajes y personas que, para bien o para mal, le acompaña todavía en muchos sueños y que a veces, como ahora, le provoca una fuerte sensación de sofoco. No deberá acercarse a ese hombre si quiere conservarse sereno, pero tampoco puede permanecer inmóvil. El asiento lo aprisiona de una forma en que nunca lo ha hecho ningún asiento. Necesita pararse.

En cuanto pasa el momento crítico de elevarse en el aire, se  quita el cinturón y se levanta. Permanece de pie sin atreverse a caminar, sintiendo que el asiento continúa oprimiéndole, como si se hubiera levantado también adherido a su cuerpo. Mira a su alrededor y descubre sobre sí los ojos de la misma aeromoza. Es una muchacha linda de cabello muy rubio. La mirada de la chica alivia su tensión. Vuelve a sonreírle pensando que ella debe temer que él sea un desequilibrado. Tal vez un terrorista. Patea ligeramente para contrarrestar un calambre ficticio y se vuelve a sentar. ¿Un caramelo?, ofrece el señor gordo sentado junto al pasillo. Niega con la cabeza preguntándose si el hombre lo creerá presa de un ataque de pánico y cierra los ojos para impedir que intente una conversación que no desea tener. Lleva un tiempo indeterminado de vuelta en aquel camino a donde no quisiera regresar nunca más, cuando una voz salida del amplificador, pide a los pasajeros mantenerse en sus asientos con los cinturones abrochados porque van a atravesar un área de turbulencias.

Julio sufre un sobresalto y, como en otras ocasiones, se pregunta por qué no miró el estado del tiempo antes de salir de casa, aunque sabe que verlo no habría cambiado nada. Se abrocha el cinturón un par de segundos antes de que el avión dé un salto, uno de esos saltos que le erizan la piel y le cierran el estómago, y una muchacha grite: ¡Ay, ay, ¿qué cosa es esto?, pese a que ya se sabe que es una turbulencia, haciéndose vocera del susto que él siente, que probablemente otros sienten, que quizás todos sienten, pero no verbalizan. Mira al gordo que mastica un caramelo con afán de rumiante y se  pregunta qué hace en ese avión al lado de ese hombre, cuando pudiera estar tranquilamente en casa.

No hay justificación para tanto regreso. No la encontró siquiera explicándole a Tania, que es un modo infalible de explicarse a sí mismo en tantos otros asuntos. Le salió un amasijo de razones ilógicas por excluyentes, que ella dejó brotar con esa forma suya de dejar que las cosas sean como tengan que ser, pero al cabo de un rato, y como de pasada, recordó un refrán africano que escuchaba de niña: un perro, aunque tiene cuatro patas, toma un solo camino, y él supo que tal vez su problema era ese: no tener un único camino.

Estaba el que le había conducido a Chicago, esa ciudad donde esperaba Tania al final de aquel viaje, con su lago Michigan y su Wrigley Building. Esa ciudad ventosa que le ha hecho entender el concepto de invierno y le ha abierto las puertas como a tantos inmigrantes, pero no siente suya. Donde siempre es un huésped que, si en algún momento tiene la sensación de fundirse a su gente, poco después recobra su conciencia de huésped o se la hacen recobrar.

Quizás por eso vuelve a ese otro camino que conduce a las maltrechas calles de su pueblo, a esa casa donde no ocurrió nada memorable, donde no sembró un árbol ni engendró un hijo, para saber sin dudas que tampoco puede permanecer allí. Que tiene que marchar hacia el apartamento donde Tania le espera.

No llega a comprender en qué momento rebasan la zona de turbulencias. En qué momento la muchacha se cansa de gritar. El avión se estabiliza, mientras él va en auto por aquella carretera, sentado tras Yuniel admirando el paisaje. «Tanto estrés para esto», pensaba comprendiendo que sus propias barreras, esas que le impidieron decidirse mucho antes, resultaban más poderosas que las barreras físicas.

Mueve la cabeza para apartar la imagen y abre el libro. Cuando lee a ese autor, los viajes se le hacen mucho más soportables. Esta vez no funciona. Pasado un rato, sigue en aquella carretera y solo ha avanzado una página, de la que no logra recordar una línea. Agradece escuchar la voz que ahora informa del próximo aterrizaje. Agradece que retorne la aeromoza, revisando que todo se halle como es debido: cinturones abrochados, asientos rectos, teléfonos apagados.   Agradece la sonrisa que le dirige al pasar. El alivio dura poco. Recuerda que se halla ante uno de los momentos más riesgosos del viaje. Siente un vuelco en el estómago y un zumbido insistente que sabe que más tarde devendrá sordera del oído derecho, siempre del mismo oído, no importa que saque a toda prisa un chicle del bolsillo y se sume a la incesante masticación del gordo.

Mira por la ventanilla. Ve la línea de costa frente a ese mar azul. Como en otras ocasiones, le hace mal llegar de día y ver campos baldíos en medio de un verdor exuberante, pero también le hace mal viajar de noche, dejar atrás tanta luz e insertarse en la noche de una ciudad que cada vez encuentra más oscura.

Mira a su alrededor. Ve la expresión de real o fingida indiferencia del señor del caramelo, el frenético masticar que ha comenzado un joven ocupado en no dejar traslucir su ansiedad y el miedo exhibicionista de una anciana, sentada en la otra hilera, que da vueltas al cierre del cinturón como si estuviera intentando romperlo. La imagina más tarde con la expresión de alivio, a veces hasta de triunfo, de las viejas señoras que han sobrevivido al viaje, aplaudiendo al piloto con palmadas frenéticas, cual si se tratara de una estrella de cine, antes de instalarse en la silla de ruedas traída hasta el avión y quedar sepultada bajo el peso de un montón de bultos inconcebibles en tan frágil anciana.

Pero aún falta tiempo para llegar a tierra. La voz que ya comienza a serle familiar, anuncia que debido a un imprevisto, no pueden aterrizar de manera inmediata y deberán dar algunas vueltas en espera del permiso. A Julio le parece que no podrá soportar más minutos de espera. Le haría falta que, en vez del masticador compulsivo, Tania estuviera allí haciéndole una historia de sus muchos pacientes. Que estuviera Yuniel, con su sonrisa fácil y la ecuanimidad para afrontar las cosas, seguro de que todo les iba a salir bien.

Por esas cualidades y por su don de gentes era El  Embajador. Un título que Omar intentó rebajar haciéndolo extensivo. El trío Los Embajadores, propuso mientras iban rodando cada vez más cercanos a ese punto que, como estrella polar también se hallaba al norte, pero no le hicieron caso porque nada tenían en común con el trío de cantantes, porque embajador era solo uno y porque Yuniel dijo que eran más bien los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno, al menos en esos días, y sobre una música improvisada rompió a cantar con su voz algo ronca que eran tres mosqueteros, paranpampán, con tal desafine que hizo reír a Juan, normalmente muy serio, hasta que en un giro total de música y letra, olvidó a los mosqueteros y los trocó en albinos. Eran tres albinos que venían de la guerra y tran racatán que venían de la guerra, con esa voz inapropiada para una canción infantil. Omar intentó callarlo y terminó aclarando a gritos que no eran tres albinos, que un musicólogo muy ranqueado, había explicado que eran ni más ni menos que tres alpinos, o sea tres personas naturales de Los Alpes, y logró que Yuniel se interrumpiera para decir que no jodiera tanto con lecturas, que no creía una mierda en ese musicólogo, que los albinos siempre habían sido albinos, hasta por la radio que escuchaba de chama, y siguió cantando albinos mucho más alto que antes, y el otro, impostando una voz de falsete, empezó a cantar alpinos, con lo que se convirtieron en albinos alpinos, y él en medio de las risas con que coreaba a Juan, viendo a ese par de comemierdas competir como niños,  pensó que a fin de cuentas los tres alpinos podrían ser albinos o que acaso los primeros albinos habían surgido en Los Alpes, con lo que vendrían a ser albinos alpinos o alpinos albinos, que a fin de cuentas era lo mismo, caso en que ambos o ninguno tendría la razón. Estaba a punto de echar más leña al fuego con su novedosa teoría, cuando sintió el frenazo.

 Entonces, en rápida sucesión que nunca logra reconstruir del todo, fueron los gritos y los rostros cubiertos por pasamontañas, como si de repente se hallaran no en ese viaje maravillosamente fácil, sin en medio de un thriller. Yuniel abrió la puerta para ver qué pasaba o qué podía arreglar, eso nunca lo supo, y él no pudo evitar, en medio del terror que lo paralizaba, una especie de alivio porque había salido otro, como si Yuniel, con sus diez años menos, se hubiera convertido de repente en su padre y él, de regreso a la infancia, se escudara tras alguien capaz de resguardarlo. Pero ya no era un niño. Su padre desde hacía meses yacía en un mustio cementerio, sin esperar a que él arribara a esa adultez que confiere la llegada de un hijo. Quizás por esa causa no hubo solución. Solo un quejido que a veces escucha en sueños. Después fue la confusión. Esos minutos que nunca logra reproducir en su secuencia lógica, que parecieron siglos. Y ya no hubo forma de hacer un viaje rápido. Mucho menos, feliz. Se cerró la embajada, se acabaron las monedas y no volvió a importar si los albinos eran o no de Los Alpes. Ni intentaron mencionar a los tres mosqueteros. Habían demostrado no ser todos para uno y a partir de ese instante, solo fueron dos.

Escucha los aplausos y sabe que en algún momento el avión ha terminado aterrizando. A su lado el hombre ha olvidado los caramelos y lo mira con expresión interrogante. Ignora si porque ha dicho algo inadecuado durante ese flash back o porque está esperando una reacción que él no intenta concretar. Se encuentra rodeado por rostros sonrientes, que nada tienen que ver con sus recuerdos, de personas que empiezan a ponerse de pie y a tomar los equipajes ocultos bajo el techo.

También el hombre que ha viajado tres filas por delante se ha incorporado para hacer descender un maletín de mano. Julio sigue sus movimientos hasta que el hombre nota el peso de sus ojos y lo mira con cara de quien quiere decir o tal vez preguntar. De haber estado cerca, no le habría extrañado que a una mirada así, le siguiera un insulto. Ignora la mirada y permanece sentado viendo cómo el hombre se aleja por el pasillo. Mejor ir sin apuro, le sorprende la voz cascada de la anciana de la hilera contigua, que ha logrado expresar su propio pensamiento.

Julio advierte que ha quedado junto al grupo de personas imposibilitadas de moverse con ligereza o por sus propios pies. Que lleva el cinturón ceñido en el abdomen, como si aún esperara por el aterrizaje, mientras los restantes  pasajeros se agolpan en la puerta. Sonríe a la anciana, que seguirá sentada en espera de auxilio y comprende que él también se sentiría a gusto en una silla de ruedas que lo haga invulnerable. Que de buena gana se prestaría para  ser llevado, escoltado, arrastrado con todas sus valijas por el aeropuerto, no importa que capte desde abajo las miradas de lástima de pasajeros que se pregunten cuál mal podrá sufrir, si estará recién salido de alguna cirugía, las miradas hostiles de pasajeros suspicaces  convencidos de que debe haber sobornado a alguien para recibir tal trato, de aduaneros más suspicaces, buscadores de terroristas, traficantes y otra fauna similar, que irán taladrando su figura de hombre trigueño —allá dicen latino—, cuarenta y seis años, un metro setenta y cuatro, ochenta kilos de peso, quiere decir con más grasa de lo recomendable, en cuyas sienes empiezan a distinguirse canas y con el oído derecho temporalmente ensordecido. Cualquier cosa que le oculte y le haga salir cuanto antes de allí.

La conocida claustrofobia que experimenta siempre al entrar al aeropuerto, es esta vez mayor. Camina con prisa y suspira al comprobar que el hombre se ha esfumado de su campo visual. No lo ve en el control de pasaportes ni delante de los médicos. Todo está yendo bien. Dentro de una hora, tal vez un poco antes, podrá  abrazar a su hermana y abordar el auto que maneja su cuñado. Está felicitándose al ver que, increíblemente, por esta única vez sus maletines ruedan sobre la estera esperando su llegada, cuando divisa al hombre. Se halla tan absorto en atender al desfile de equipajes, que no mira hacia él. Le es posible tomar sus propios maletines, acomodarlos en el carrito y avanzar hacia la cola que espera por el pesaje.

Se para tras una mujer que consulta con frecuencia la hora en un reloj de manilla dorada, impaciente también por marcharse de allí. Tiene que irse antes de que llegue el hombre, pero la cola avanza con lentitud exasperante. Pese a que no hay calor, nota cómo el sudor le va cubriendo el rostro. Lo seca con el pañuelo y mira alrededor: el hombre sigue lejos. Intenta distraerse tratando de adivinar quién esperará afuera a esa mujer, qué asunto exigirá su inmediata presencia, pero sobre las situaciones y rostros que quiere imaginar para pensar en algo, se superpone el hombre.

Solo entonces comprende que no debe escapar. Que si se va de allí sin hablar con él, no dormirá esa noche. Que tal vez no dormirá en muchas otras noches.

Abandona la cola y regresa a la estera donde el hombre ya muestra, con paseos nerviosos, su creciente impaciencia. Se aclara la garganta para poder hablar.

El carraspeo hace que el hombre vuelva la cabeza y lo mire interrogante.  Amigo, dice Julio sin tener la certeza de que sea la palabra adecuada para abordarlo. ¿Quéee?, la voz del hombre, incluso en esa única palabra, tiene un timbre similar al que aún algunas noches resuena en sus recuerdos. No tiene duda ya de que el parecido no es pura coincidencia y que ha visto su imagen, captada en Miami Beach varios años atrás. Yuniel Alonso Brito, ¿te dice algo ese nombre?, pregunta con voz sorda.

Ve que el hombre palidece y lo mira con ojos que hurgan en la memoria. ¿Quéee… qué coño?, su tono ahora es distinto, pero igual de conocido.  Soy Julio, estuve con él durante todo el viaje… No explica en cuál viaje porque sabe que no hay necesidad de hacerlo. Que habla de Aquel viaje. No le importa notar que al hombre, aún muy pálido, comience a temblarle el párpado derecho. No piensa en el efecto que causen sus palabras. Lo único importante es contárselo todo. Contarle de la forma en que confesaría ante un sacerdote si tuviera la suerte de creer. De una forma total, sin ocultar detalle, como no lo ha hecho antes, ni siquiera ante Tania, sin ocultar su pánico, su imposibilidad de pensar en otra cosa que en continuar viviendo. Ve delante de sí no al hombre desconcertado que ha olvidado que estaba esperando el equipaje, sino a Yuniel tendido irremediablemente sobre la carretera en donde lo dejaron. Ve la noche, el paisaje iluminado a medias, escucha la canción, el quejido, los gritos. Al terminar de hablar, ve nuevamente al hombre  que parece vencido bajo un peso insoportable y lo mira en silencio con los ojos nublados o mira a través de él hacia un punto lejano. Hacia la carretera. Permanece en silencio parado junto a él esperando el veredicto.



NUEVAS ENTRADAS DE OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 

 

 



 

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