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VEINTICINCO DE NOVIEMBRE

Teresa Fonseca Oropeza

 

  

 Era un veinticinco de noviembre,  la tierra se calentaba y algunas bolas de fuego giraban en la atmósfera. El hombre grande caminaba con un ruido ensordecedor, nadie se atrevía a acercarse.

   Llegó a la casa principal del pueblo,  se enroscó de tal forma que su cuerpo rodaba como un balón , penetró en ella y al ponerse de pie, todo el techo voló a unos veinte kilómetros.

    De lejos algunas personas que se cubrían el rostro con mantillas presenciaban aquel espectáculo.

    El hombre pasó la vista por el espacio que divisaba dentro de la casa y observó como un pequeño de unos diez meses dormía plácidamente, no había nadie más. Despertó su curiosidad   aquella criatura a la que no estaba acostumbrado a ver; porque en su planeta la estatura de los niños desde que nacían era de dos metros en adelante, se acercó como pudo, lo tomó en brazos y salió por el espacio que estaba encima de la casa; tronó y relampagueó como nunca.  Se alejó con sus zancadas de gigante, mientras el pequeño lloraba sin consuelo. Nadie en el pueblo supo de donde vino , ni hacia donde fue .

    Entre la multitud se escuchó un grito desgarrador; era la madre que había ido a la farmacia a comprar unos medicamentos, pedía que la tierra se la tragara; no más había pronunciado la frase,  se abrió un hueco rebosante de un lodo fino por el cual su cuerpo iba desapareciendo .

   Cuentan que todos los veinticinco de noviembre,  después de un grito horroroso aparece la imagen del niño flotando y las personas que pasan cerca de la casa al cabo de unas horas se convierten en espectros.   

 

 


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