Testimonio
Eliane Acosta Moreira
Un buche de ira puede llegar a ser mucho más tóxico que hasta diez de
cualquier matarrata. Solo Dios puede salvarnos de los estragos de esa emoción.
¡Si lo sabré yo!
Era normal que llegara a deshoras, perfumado con una mezcla de gasolina
y cerveza. Llegué a familiarizarme tanto con ese olor, que hasta me gustaba. Su
carácter variable era parte también del ritual. Lo esperaba con la mesa
servida, combinando las ensaladas y recetas novedosas para disfrutarlas juntos.
Eso fue al principio. Luego de quedarme sin comer unas cuantas veces entendí
que por ese camino no iba a llegar a Roma, sino al hueso mismo.
Más tarde tocó cambiar el menú en el instante de su llegada. Si había
pescado frito, quería pollo o cualquier otra cosa. Hasta el día en que mi
paciencia empezó a agrietarse y le pedí que tirara el plato si no le parecía
atractiva la cena. Fue una buena solución para el tedio de cocinar, pasadas las
once de la noche, cualquier antojo de Mi amor. Poco a poco fueron sucediendo
una y otra cosa. Una de esas llegadas, en que olía además a perfume de mujer,
traía una furia extra en sus impulsos que casi me deja sin aliento entre la
meseta de la cocina y sus brazos. ¿Recuerdan lo que les decía de la ira? Una
avalancha de miedo me recorrió de pies a cabeza y me armó de una fuerza
desconocida. En ese mismo instante supe por qué la gente mata.
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