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LA TRAMPA, LA BESTIA Y LA HUIDA

David Martínez Balsa

 

 

 

I: LA TRAMPA

*

Jan Kubiš apartó la vista del temblor de sus manos, envueltas alrededor de la granada antitanque, y la dirigió a la luz parpadeante que provenía de los arbustos en la cúspide de la pendiente.

—Nada aún —dijo, pero miró otro poco más, para cerciorarse. Solo dos parpadeos. El ansiado tercero continuaba elusivo.

El sargento se dio entonces a la tarea de imponer disciplina a sus nervios. Necesitaba hallar la serenidad que sabía cimentada por los meses de entrenamiento y los frecuentes ensayos del plan. Cada punto recitado al detalle, siempre con una solución a los escollos. ¿A qué se debía, pues, esa intranquilidad suya? Nada podía salir mal. Nada, excepto que las manecillas del reloj continuaban su tránsito a través de una demora imprevista en todos los vaticinios.

¿Por qué el cabriolé no acababa de aparecer? ¿Por qué hoy, justamente hoy, la puntualidad, un factor tan determinante en las rutinas de su objetivo, vino a desplomarse en una realidad inconcebible?

Jan levantó la cabeza y contempló cómo la carretera, en su recorrido hacia la ciudad de Praga, dibujaba un descenso en línea recta y luego se curvaba frente al muro que les servía de cobijo. El muro, lo suficientemente alto para ocultarlos si se agachaban, era el punto ideal. En esa curva, el vehículo debía aminorar la velocidad y ahí se presentaba la oportunidad.

El sargento volvió a agacharse tras la roca, a tiempo de escuchar el reinicio de los sonidos metálicos a su derecha. Brotaban del subfusil Sten que, en manos de Jozef, sufría otra ronda de arme y desarme.

—¿Otra vez? —preguntó Jan.

Era la tercera ocasión que su compañero desarmaba el arma, para limpiarle los conductos con un pincel que llevaba en el bolsillo del pantalón; después, volvía a armarla, haciendo gala de rapidez y pericia.

—Esta dama no puede fallar hoy —fue la respuesta de Jozef Gabcik, un eslovaco de igual rango que su interlocutor checo, aunque dos años mayor. Pero ahora, en su tenaz rutina de mantenimiento al subfusil, se adivinaba el frívolo intento del veterano oficial de manejar sus nervios.

—No fallará —aseguró Jan —; lo peor será si él aparece y tú andas jugando con eso.

—Esto no pinta bien y lo sabes —dijo Jozef, tras separar la última pieza y hundir la mano en el bolsillo del pantalón.

—Lo sé —el otro reprimió sus deseos de volver a consultar la hora en el reloj —, pero debes mantener la calma.

Jan comprendió el estado de su colega eslovaco, pues esa arma de fuego, ahora diseccionada hasta semejar un rompecabezas de acero, sellaría la muerte del objetivo; y en el puño de Jozef descansaba la responsabilidad de sostenerla. Él, por otro lado, constituía la segunda opción, la salida alternativa en caso de problemas. Una de las páginas de la historia aguardaba en blanco por ellos dos, ansiosa por ser escrita.

Está también el otro motivo, reflexionó Jan. Ni él ni Jozef eran ajenos al uso de las armas o a dirigir los cañones hacia algo más que blancos de práctica en la distancia. Ya la guerra les había presentado a la muerte cara a cara y los forzó a reconciliarse con las consecuencias que sobrevienen al despojar a un ser humano de su vida. Pero su objetivo era diferente, harina de otro costal. Su objetivo caminaba, vestía y se expresaba como un hombre; sin embargo, muy pocos recurrían a esa palabra a la hora de definirlo; mucho menos a “humano”. Cualquiera de las opciones se antojaba precaria, muy simple y, sobre todo, presta a interpretaciones erróneas. Mejor “La Bestia Rubia”, “El Verdugo”, “El Carnicero de Praga”.

Jan levantó un poco la cabeza sobre la roca. Localizó el arbusto, allá a lo lejos en la cúspide de la pendiente, donde estaba escondido Valcic, miembro de las guerrillas checas. El joven oficial, designado vigía, tenía bajo su cargo mantener el ojo atento a cualquier señal de proximidad del objetivo. Llegado el momento, alinearía un fragmento de espejo con los rayos del Sol para lanzar tres señales de luz a sus compatriotas más abajo, en el recodo de la carretera.

Al descender Jan hacia la protección del muro, Jozef lo esperaba con un comentario:

—Ayer uno de los milicianos me dijo algo interesante.

—¿Qué?

—Si tenemos éxito en esto, la gente nos odiará.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Solo piensa: ¿cómo reaccionarán los nazis cuando sepan que hemos matado a uno de sus mayores jerarcas? Si no pueden desahogar su ira con nosotros, lo harán con la gente de Praga.

El semblante de Jan se endureció de pronto:

—La gente de Praga, mi gente, está sufriendo hace mucho, Jozef. Desde que el primer nazi pisó nuestro suelo, los míos mueren por día o viven horrorizados del próximo amanecer.

—Lo sé, camarada, pero el aire que se respira ahora mismo en Praga dice lo contrario.

—No seas ingenuo, Gabcik —le espetó Jan, en un susurro, pero con los ojos muy abiertos para acentuar su rabia con el compañero —. Has leído los informes igual que yo. Esa bestia adormece a la clase obrera con salarios altos mientras asesina a quienes se atreven a disentir con el régimen.

El otro terminó de armar su fusil y guardó silencio durante varios segundos, luego se encogió de hombros y al hablar, trató de sonar lo menos provocativo posible:

—Solo digo que no será solo su sangre la que estará en nuestras manos. También tendremos la de todos los checos que morirán como represalia.

—Estoy dispuesto a correr ese riesgo —dijo Jan, sin asomo de falsedad en su voz; ahora un gigante asomaba entre sus facciones juveniles —. Morirán muchos más, a la larga, si dejamos a ese hombre en paz.

—En eso estamos de acuerdo —asintió el eslovaco.

—¿Quién fue el miliciano que te hizo el comentario?

—Karel Curda, el que nos puso en contacto con la resistencia checa cuando llegamos.

Jan permaneció callado, retornando a sus elucubraciones. Curda no era un mal soldado: hábil, cuidadoso y práctico, a veces demasiado práctico. No tenía sentido demoler su opinión respecto a él solo porque albergara dudas. Además, sus augurios no estaban muy lejos de la realidad.

El sargento alzó nuevamente la cabeza, sin distinguir señales alentadoras. Su reloj marcaba las diez y treinta y nueve minutos de la mañana.

—No vuelvas a desarmar el arma —dijo a Jozef, al agacharse —. Si en cinco minutos no aparece, moveremos la fecha a otro día.

—Jan… —en la voz de su compañero afloraba un miedo que provocó escalofríos en el aludido —. Mira.

El eslovaco señalaba el suelo frente a él. Jan de espaldas al punto indicado por su compañero, se giró a tiempo de divisar una luz fija, en forma cuadrada, perforar las hierbas. La luz pestañeó una vez, luego otra.

—Prepara tu arma —dijo Jan, volviendo a asomar la cabeza sobre la roca, tras el tercer pestañazo emitido desde el espejo cuadrado del vigía Valcik.

La carretera continuaba vacía, pero el característico murmullo de un motor ya comenzaba a trastornar el silencio de aquella mañana de mayo…

 

II: LA BESTIA

*

“Diez menos veinte”, se dijo a sí mismo, al retraer la manga de su uniforme y leer la hora. Luego, clavó la vista en su reflejo.

En su rostro enjuto, la distancia entre los ojos era más reducida de lo normal. Una larga nariz sobresalía encima de sus labios descoloridos, casi cadavéricos. Sus gestos faciales hablaban muy poco y en el silencio que los regía muchos hallaban la verdadera motivación para temerle. Delgado, pero alto y de andar resuelto, Reinhard Heydrich terminó de abotonarse la camisa frente al espejo. Luego, pasó la mano sobre la tela para alisar cualquier rastro de arruga. El uniforme gris de las Waffen SS le confería una aureola siniestra, en especial si usaba el sobretodo de lana. Pero en esta ocasión, el Obergruppenführer decidió prescindir de la abrigadora prenda, que acabó ignorada dentro del clóset. Era suficiente con las condecoraciones en su pecho, el águila en la manga izquierda y los grados en las hombreras. El vestuario influía; sin embargo, su presencia siempre inspiraba el mismo efecto. Todos le temían y él adoraba ser temido.

Palmeó la funda de la Luger enganchada al cinto, luego echó un vistazo a su esposa, todavía dormida en el lecho. Se acercó a ella y le dejó un beso furtivo en la mejilla, para evitar interrumpir sus sueños. Luego salió de la habitación, hacia el pasillo principal del Castillo de Praga, su residencia en Moravia.

Entró a su despacho, próximo al lobby del gigantesco palacio. La habitación era enorme, con un juego de muebles a la derecha y el escritorio a la izquierda, frente a la puerta. Las cortinas negras estaban entrecerradas, quedando solo una rendija abierta que consentía la entrada de un fragmento de luz, tan débil que no estropeaba el ambiente nocturno de las estancias. Había retratos en todas las paredes, algunos de Adolf Hitler y otros de los numerosos miembros del linaje de Heydrich.

Allí lo esperaba su segundo, Karl Hermann Frank. El oficial, sentado en la silla frente al escritorio del Obergruppenführer, se incorporó y le ofreció la usual muestra de reverencia nazi. Sus movimientos pronunciados exasperaban al jerarca, quien, en varias ocasiones, consideró despojar su léxico de filtros y señalarle la futilidad de sus intentos de sobreponerse a su estatus de sombra. ¿Tal vez reservaba anhelos de ocupar un podio en la cima, donde la perspectiva del mundo cobraba matices muy diferentes, ya con el poder en la palma de la mano? ¿Albergaba el mediocre Frank delirios de ser reconocido como su igual? Enfrentado al conflicto de confrontar a su segundo con la verdad o dejarle ahondar en el universo de las ilusiones, Heydrich optaba por apaciguar su molestia y consentirle al oficial esas empalagosas demostraciones de fanatismo al régimen y a sus más devotos abanderados. Mejor ello que alimentar un apetito soterrado de insubordinación.

—Buenos días, camarada —le dijo el Obergruppenführer, tras tomar asiento —. Esperaba verle hoy en nuestras oficinas en Praga, no aquí.

—Mis disculpas por la aparición, imprevista, comandante —como era habitual, su segundo toleraba si acaso unos segundos de charla con él antes de sucumbir y empezar a rehuirle la mirada entre cada palabra —, pero el asunto que me trae es urgente.

—Pues adelante —imperturbable, el otro se reclinó en su asiento y cruzó las piernas —. En media hora debo salir.

—Seré lo más breve posible.

—Eso espero, la impuntualidad me enerva —el leve indicio de sonrisa que apareció en los labios de Heydrich era un gesto vacío, sin ninguna emoción tirando de los hilos.

—Ante todo, me gustaría felicitarle por los avances hasta la fecha.

El Obergruppenführer movió la cabeza, apenas rozado su orgullo por el elogio. Echó un vistazo de refilón a las cartas tendidas boca arriba sobre su escritorio. Una ostentaba la firma del Führer en persona y la otra de Heinrich Himmler. En ambas se alababa el éxito de Heydrich en el desmembramiento de la resistencia en el Protectorado de Bohemia y Moravia. En comparación, el reconocimiento de Frank solo le fomentó un impulso de prorrumpir en carcajadas.

—De seguro ya escuchó esto —se atrevió a suponer su interlocutor, y, en esta ocasión, el alto jerarca nazi contorsionó los labios en una sonrisa honesta.

Sí, seguramente había oído el rumor que su subordinado le traía bajo la aureola de una nueva noticia. Desde hace muchos años, los secretos desistieron en su afán de eludir a Reinhard Heydrich. Incluso ahora, arrullaba el recuerdo de la inmensidad de los archivos en sus oficinas secretas de las SS en Berlín, donde poseía miles y miles de documentos sobre cada uno de los altos oficiales que engrosaban la cúpula del nacionalsocialismo alemán. Quizás en la cima de uno de esos estantes podría encontrarse un archivo de Adolf Hitler, ocultos el nombre y los apellidos tras una hermética numeración cuyo significado estaba bajo la potestad del Obergruppenführer. Nadie, absolutamente nadie, escapaba a la intrínseca red de espionaje y contrainteligencia diseñada por él y que llegó a sacudir los nervios de su mentor, Heinrich Himmler, cuyo archivo ocupaba un podio cercano al del Führer.  

Observó a su segundo mientras trazaba un recorrido sobre la ficha personal del oficial, que estudió unos días antes de llegar a Moravia. También analizó, con menos interés, la de Konstantin von Neurath, el hombre que reemplazaría en el cargo de Reichsprotektor. En cuanto a Karl Hermann Frank, de cuarenta y cuatro años, fue un niño propenso a las reyertas, actitud que le costó la pérdida de un ojo, imposible de ocultar en la prótesis que usaba. Veterano de la Primera Guerra Mundial, durante el surgimiento del nacionalsocialismo se reveló como un ferviente seguidor de la causa, un líder capaz, pero sin sobresalir lo suficiente para avanzar más allá de cargos secundarios.

Pese a la adulación excesiva de su segundo, el Obergruppenführer reconocía su utilidad, demostrada desde el primer día de su arribo a Praga, cuando Frank le suministró los datos de todos los jefes sindicales que bombeaban el aire de rebeldía en Moravia. En la primera semana de su mandato, Heydrich estampó su firma en un listado de nombres, cuya cantidad excedía los quinientos. A las setenta y dos horas de llegar a Praga, ya noventa y dos estaban muertos. Organizó además una clasificación racial de los que tenían posibilidad de ser germanizados. A lo que no, les esperaban dos senderos con un mismo destino: los campos de concentración o el fusilamiento. Y gracias a Frank, el pobre tuerto con delirios de grandeza, todas las gestiones del Reichsprotektor se expeditaron sin eventualidades. Era la extensión de su garra despiadada y en ello, brillaba sin opositores.

—Diga la noticia —pidió Heydrich, quien lo animó a proseguir con un gesto de la mano.

—Nadie en el alto mando duda de sus métodos, mi comandante —abrió Frank, y las pocas arrugas de interés se disiparon en la frente de su interlocutor. Las barrió su certeza de ya conocer el tema principal de las confesiones del subordinado. De todos modos, no le interrumpió —. Pero en el terreno hay algunas divergencias.

—¿Divergencias?

—Sí, algunos de los operativos no parecen poseer el estómago de llevar a cabo sus instrucciones.

—¿Miembros de las SS?

—Varios pertenecen a las SS, sí —asintió su segundo —. Aunque la mayoría son de la policía checa. Y los susurros de algunos ya comienzan a escucharse demasiado alto.

“Ya mis oídos los agarraron desde que raspaban el suelo”, pensó en decirle Heydrich, al recapitular para sus adentros los informes de sus agentes cuando surgieron las primeras dudas entre los hombres responsables de fusilar a los rebeldes.

—¿Es esa la razón que lo ha traído hasta aquí? —preguntó, en cambio. La mezcla de asombro y notable desdén en el arqueo de cejas del Obergruppenführer hizo a Frank retorcerse en su asiento. Enseguida, sus parpadeos nerviosos ganaron en cadencia y la capa de sudor en su rostro lo llevó a pasarse la mano por la frente para evitar que las gotas le cayeran en los ojos.

—Bueno, mi Reichsprotektor, es un asunto delicado.

—Ciertamente, pero esta no es la primera vez que presencio un fenómeno así —Heydrich consultó la hora en su reloj: diez y veinte minutos. Va con retraso —. En los Einsatzgruppen muchos soldados de la Wehrmacht y las SS padecían el mismo mal. Fue lo que nos llevó a la transición a las cámaras de gas y a perfeccionar el sistema de los campos de concentración —el jerarca hizo una breve pausa y exhaló, con cierto fastidio, antes de añadir —: Cuando el fango se acumula demasiado en las manos de un hombre, le dificulta empuñar su arma. El error de algunos de nuestros combatientes es considerar sucio el sagrado deber encomendado por el Führer y permitir que el hecho de limpiar este mundo de la escoria atente contra su conciencia y la paz del sueño de cada noche.

—No todos tienen nuestra voluntad —añadió Frank.

—Exacto, y se necesitará mucha voluntad si queremos cumplir nuestro objetivo en Moravia. Por ahora, se ha logrado adormecer a las mayorías para ahorrarnos actos innecesarios de rebeldía, pero no se engañe, mi querido camarada. Este Protectorado será un territorio más en el mapa del Reich, y en la Alemania nazi los checos no caben. Ni uno solo de ellos.

—Estoy al tanto, mi comandante —su segundo volvió a pasarse la mano por la frente y cuando la bajó al brazo de la silla, dejó una marca de humedad en la madera del mueble. Casi al mismo tiempo, un golpeteo repentino a la puerta del despacho lo estremeció de pies a cabeza.

—Adelante —dijo Heydrich.

Una de las sirvientas entreabrió la puerta y asomó la cabeza:

—Su chofer le espera, mi señor.

—Gracias, dile que bajaré en breve.

—¿Le traigo su café?

—Sí, por favor —los ojos del Obergruppenführer buscaron la silueta de Frank —¿Gusta de un café, camarada?

El otro cabeceó, aun sin lograr desterrar de su rostro las marcas del nerviosismo.

—Traiga dos —ordenó Heydrich. La sirvienta, sin decir palabra, retrocedió, cerrando la puerta.

—Disculpe por traerle esta inconveniencia, mi comandante —dijo su segundo, al quedarse nuevamente a solas con la mirada impenetrable del Obergruppenführer.

—Pierda cuidado, camarada. El silencio respecto al tema le hubiera costado caro. En cuanto a los operativos que sufren de remordimientos, confío en que los tenga localizados.

—Sí.

—Creo que el ahorcamiento es un castigo apropiado, ¿no le parece?

Frank se mantuvo en silencio, pero sus ojos se abrieron mucho de súbito, como si una granada hubiera estallado frente a él.

—¿No le parece? —insistió Heydrich.

—Sí.

—Bien, ya zanjado el tema que lo trajo aquí, disfrutaremos del café y luego, si así lo desea, volverá conmigo a las oficinas.

—No es necesario —se apresuró en rebatir el otro, cuyo intento de sonar casual acabó hecho trizas en el polígrafo auditivo de Heydrich. La reunión había sacudido la estabilidad de su segundo y ahora lo último que deseaba era seguir expuesto a él —. Mi auto está allá afuera.

—De acuerdo, como desee.

—De hecho, debería ser yo quien le animara a acompañarme en mi vehículo —bromeó Frank.

—¿Por qué?

—Los autos descapotables son un riesgo hoy en día, mi Obergruppenführer.

Al escuchar la sutil advertencia de su segundo, por primera vez en todo el encuentro, Reinhard Heydrich llevó su sonrisa más allá de los límites de un simple gesto facial, convirtiéndola en una larga y sonora carcajada:

—Por favor, camarada, creía que estábamos discutiendo asuntos serios.

—¿No considera usted el riesgo como algo serio?

El Obergruppenführer suavizó su expresión antes de dar la respuesta:

—No, sencillamente lo considero implausible.

 

III: LA HUIDA

*

A mitad de la pendiente, el cabriolé empezó a reducir la velocidad mientras las siluetas del vehículo y de sus ocupantes ganaban en tamaño y detalle. El sargento Jan Kubiš, con parte de la cabeza asomada sobre la roca, sintió su corazón acelerarse al reconocer, detrás del chofer, ubicado a la derecha en el asiento trasero, aquel inconfundible uniforme gris de las Waffen SS, la cara alargada y nariz prominente, la mirada exánime que perforaba la sombra arrojada por la visera del gorro sobre la expresión serena de su objetivo.

—Es él —susurró —. Es Heydrich.

Eran las diez y cuarenta y cuatro de la mañana cuando Jozef Gabcik empuñó el subfusil y se aproximó a su compañero.

—Dime cuándo —pidió. Solo debía incorporarse y abrir fuego.

—Espera un segundo, espera —Jan arrugó el ceño; ya podía distinguir el característico emblema de la marca Mercedez Benz en el capó del vehículo. El cabriolé recién alcanzaba la base de la pendiente y se disponía a efectuar el giro para vencer la curva. Aun estaba de frente, ya Heydrich movía la cabeza en su dirección. Entonces Jan sintió el grito escapársele, empujado fuera por su instinto:

—¡Ahora!

El chillido de los frenos congeló a Jozef un segundo luego de que se incorporara, con el subfusil presto. Desde el interior del auto, el chofer, con los ojos muy abiertos, miraba en dirección a ellos. Heydrich, detrás, serena su expresión, casi sonriente, comenzó a incorporarse, llevando la mano a su cinto, donde Jan distinguió el cuero marrón de una funda.

—¡Mátalo! —insistió.

Escuchó a su izquierda el crujir del gatillo, interrumpido una y otra vez. Sintió el coraje tornarse escarcha dentro de su pecho.

—No, no —Jozef sacudió el arma y le propinó un manotazo —. Se atascó.

Jan miró de nuevo hacia el vehículo; el chofer ya había salido y estaba de rodillas al costado opuesto, con una pistola desenfundada. Los ojos del sargento recibieron el brillo de la Luger de Heydrich, ya libre de ataduras y en la mano firme del Obergruppenführer, quien, de pie en el interior auto, apuntaba hacia ellos.

—¡Maldita sea! —exclamó el checo. Sus nervios, traidores en el último momento, casi le arrebataron la noción de la realidad. Recordó de súbito la bomba antitanque que temblequeaba entre sus dedos poseídos por el pánico. La activó mientras Jozef aún reprendía a su arma. Un disparo desgarró el muro cuando el brazo de Jan se elevaba y de su mano salía despedida la bomba.

—¡Abajo! —gritó, agarrando a Jozef por la manga de la camisa.

Ambos cayeron al suelo en el preciso instante que el estruendo golpeaba sus tímpanos. Jan se arrodilló, atormentado por el pitido constante que no cedía paz a sus oídos. Logró levantar la cabeza por encima de la roca para contemplar el resultado del ataque. Solo quedaban a la vista una parte del capó y la rueda derecha del cabriolé. El resto había sido engullido por una monstruosa humareda que se agitaba furiosa en su ascenso a los cielos. Jan distinguió al chofer, un poco más adelante del vehículo. Al parecer, había logrado alejarse a tiempo y ahora, de rodillas en el suelo, intentaba recuperar el control de sus sentidos.

¿Había funcionado? ¿Heydrich estaba muerto? Cuando los ojos del sargento volvieron a posarse en la humareda, todas sus interrogantes encontraron respuesta de súbito.

—Jozef, levántate —dijo a su compañero, quien seguía aturdido —. Levántate, vamos.

—¿Qué pasa?

Jan no contestó, víctima de la incredulidad, de presenciar lo que recién emergía de la humareda. Su silueta gris se entremezclaba con el humo, que lo expulsaba de su morada, renuente a recibirlo, ¿acaso el demonio no cedería espacio en su reinado a semejante hombre, temeroso de que le usurpara el trono? Así se los devolvía, sin el gorro y con los cabellos revueltos, salpicados de sangre, pero aun de pie, dueño de un andar temerario, la Luger todavía en su mano.

—Es imposible —dijo Jozef, quien se incorporaba junto al checo a ser testigo de semejante blasfemia.

Heydrich salía de entre la espesa capa de humo y caminaba hacia ellos, apuntándoles con el arma. Su uniforme estaba sucio, desgarrado en el costado derecho y Jan creyó notar en la tela de la camisa de las SS la oscuridad propia de la sangre. Pero en la mirada del Obergruppenführer no había nada, solo silencio, en su expresión una sonrisa.

—¿Qué es él? —susurró el sargento checo, incapaz de apartar la vista del jerarca nazi.

—¡Debemos irnos! —lo instó Jozef —¡Jan, recuerda el plan, debemos salir de aquí ya!

La sacudida de su camarada le arrebató parte de la estupefacción; del resto se encargó el crepitar de los disparos contra el muro que ya les servía de muy poca ayuda. El chofer del cabriolé, restablecido, avanzaba hacia ellos, abriendo fuego con su pistola.

—¡Vamos!

Ambos emprendieron la huida, cada cual por una ruta distinta, según lo acordado en el plan…

 

*

Al verlo aproximarse al vehículo, Klein, su chofer, le dedicó un saludo militar. Heydrich le correspondió desde la distancia y al alcanzar el cabriolé se detuvo frente a la puerta de los asientos traseros. El chofer enseguida le abrió para que accediera; luego, subió al auto y mientras acomodaba el espejo retrovisor, lanzó la usual pregunta de cada mañana:

—¿Pongo la capota, mi comandante?

Y el Obergruppenführer, igual a cada mañana, respondió en el mismo tono despreocupado:

—Déjala abajo, es un lindo día y me gustaría disfrutarlo.

Sin añadir más, Klein puso en marcha el cabriolé Mercedes Benz y lo enfiló hacia la cuesta que conducía a la ciudad de Praga…

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