LA TRAMPA, LA BESTIA Y LA HUIDA
David Martínez Balsa
I:
LA TRAMPA
*
Jan Kubiš apartó la vista del temblor
de sus manos, envueltas alrededor de la granada antitanque, y la dirigió a la
luz parpadeante que provenía de los arbustos en la cúspide de la pendiente.
—Nada aún —dijo, pero miró otro poco
más, para cerciorarse. Solo dos parpadeos. El ansiado tercero continuaba
elusivo.
El sargento se dio entonces a la
tarea de imponer disciplina a sus nervios. Necesitaba hallar la serenidad que
sabía cimentada por los meses de entrenamiento y los frecuentes ensayos del
plan. Cada punto recitado al detalle, siempre con una solución a los escollos.
¿A qué se debía, pues, esa intranquilidad suya? Nada podía salir mal. Nada,
excepto que las manecillas del reloj continuaban su tránsito a través de una
demora imprevista en todos los vaticinios.
¿Por qué el cabriolé no acababa de
aparecer? ¿Por qué hoy, justamente hoy, la puntualidad, un factor tan
determinante en las rutinas de su objetivo, vino a desplomarse en una realidad inconcebible?
Jan levantó la cabeza y contempló
cómo la carretera, en su recorrido hacia la ciudad de Praga, dibujaba un
descenso en línea recta y luego se curvaba frente al muro que les servía de
cobijo. El muro, lo suficientemente alto para ocultarlos si se agachaban, era
el punto ideal. En esa curva, el vehículo debía aminorar la velocidad y ahí se
presentaba la oportunidad.
El sargento volvió a agacharse tras
la roca, a tiempo de escuchar el reinicio de los sonidos metálicos a su
derecha. Brotaban del subfusil Sten que, en manos de Jozef, sufría otra ronda
de arme y desarme.
—¿Otra vez? —preguntó Jan.
Era la tercera ocasión que su
compañero desarmaba el arma, para limpiarle los conductos con un pincel que
llevaba en el bolsillo del pantalón; después, volvía a armarla, haciendo gala
de rapidez y pericia.
—Esta dama no puede fallar hoy —fue
la respuesta de Jozef Gabcik, un eslovaco de igual rango que su interlocutor
checo, aunque dos años mayor. Pero ahora, en su tenaz rutina de mantenimiento
al subfusil, se adivinaba el frívolo intento del veterano oficial de manejar
sus nervios.
—No fallará —aseguró Jan —; lo peor
será si él aparece y tú andas jugando con eso.
—Esto no pinta bien y lo sabes —dijo
Jozef, tras separar la última pieza y hundir la mano en el bolsillo del
pantalón.
—Lo sé —el otro reprimió sus deseos
de volver a consultar la hora en el reloj —, pero debes mantener la calma.
Jan comprendió el estado de su colega
eslovaco, pues esa arma de fuego, ahora diseccionada hasta semejar un rompecabezas
de acero, sellaría la muerte del objetivo; y en el puño de Jozef descansaba la
responsabilidad de sostenerla. Él, por otro lado, constituía la segunda opción,
la salida alternativa en caso de problemas. Una de las páginas de la historia
aguardaba en blanco por ellos dos, ansiosa por ser escrita.
Está también el otro motivo,
reflexionó Jan. Ni él ni Jozef eran ajenos al uso de las armas o a dirigir los
cañones hacia algo más que blancos de práctica en la distancia. Ya la guerra les
había presentado a la muerte cara a cara y los forzó a reconciliarse con las
consecuencias que sobrevienen al despojar a un ser humano de su vida. Pero su
objetivo era diferente, harina de otro costal. Su objetivo caminaba, vestía y
se expresaba como un hombre; sin embargo, muy pocos recurrían a esa palabra a
la hora de definirlo; mucho menos a “humano”. Cualquiera de las opciones se
antojaba precaria, muy simple y, sobre todo, presta a interpretaciones
erróneas. Mejor “La Bestia Rubia”, “El Verdugo”, “El Carnicero de Praga”.
Jan levantó un poco la cabeza sobre
la roca. Localizó el arbusto, allá a lo lejos en la cúspide de la pendiente,
donde estaba escondido Valcic, miembro de las guerrillas checas. El joven
oficial, designado vigía, tenía bajo su cargo mantener el ojo atento a cualquier
señal de proximidad del objetivo. Llegado el momento, alinearía un fragmento de
espejo con los rayos del Sol para lanzar tres señales de luz a sus compatriotas
más abajo, en el recodo de la carretera.
Al descender Jan hacia la protección
del muro, Jozef lo esperaba con un comentario:
—Ayer uno de los milicianos me dijo
algo interesante.
—¿Qué?
—Si tenemos éxito en esto, la gente
nos odiará.
—¿Qué te hace suponer eso?
—Solo piensa: ¿cómo reaccionarán los
nazis cuando sepan que hemos matado a uno de sus mayores jerarcas? Si no pueden
desahogar su ira con nosotros, lo harán con la gente de Praga.
El semblante de Jan se endureció de
pronto:
—La gente de Praga, mi gente, está sufriendo hace mucho,
Jozef. Desde que el primer nazi pisó nuestro suelo, los míos mueren por día o
viven horrorizados del próximo amanecer.
—Lo sé, camarada, pero el aire que se
respira ahora mismo en Praga dice lo contrario.
—No seas ingenuo, Gabcik —le espetó
Jan, en un susurro, pero con los ojos muy abiertos para acentuar su rabia con
el compañero —. Has leído los informes igual que yo. Esa bestia adormece a la
clase obrera con salarios altos mientras asesina a quienes se atreven a
disentir con el régimen.
El otro terminó de armar su fusil y
guardó silencio durante varios segundos, luego se encogió de hombros y al
hablar, trató de sonar lo menos provocativo posible:
—Solo digo que no será solo su sangre
la que estará en nuestras manos. También tendremos la de todos los checos que
morirán como represalia.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo
—dijo Jan, sin asomo de falsedad en su voz; ahora un gigante asomaba entre sus
facciones juveniles —. Morirán muchos más, a la larga, si dejamos a ese hombre
en paz.
—En eso estamos de acuerdo —asintió
el eslovaco.
—¿Quién fue el miliciano que te hizo
el comentario?
—Karel Curda, el que nos puso en
contacto con la resistencia checa cuando llegamos.
Jan permaneció callado, retornando a
sus elucubraciones. Curda no era un mal soldado: hábil, cuidadoso y práctico, a
veces demasiado práctico. No tenía sentido demoler su opinión respecto a él
solo porque albergara dudas. Además, sus augurios no estaban muy lejos de la
realidad.
El sargento alzó nuevamente la
cabeza, sin distinguir señales alentadoras. Su reloj marcaba las diez y treinta
y nueve minutos de la mañana.
—No vuelvas a desarmar el arma —dijo
a Jozef, al agacharse —. Si en cinco minutos no aparece, moveremos la fecha a
otro día.
—Jan… —en la voz de su compañero
afloraba un miedo que provocó escalofríos en el aludido —. Mira.
El eslovaco señalaba el suelo frente
a él. Jan de espaldas al punto indicado por su compañero, se giró a tiempo de
divisar una luz fija, en forma cuadrada, perforar las hierbas. La luz pestañeó
una vez, luego otra.
—Prepara tu arma —dijo Jan, volviendo
a asomar la cabeza sobre la roca, tras el tercer pestañazo emitido desde el
espejo cuadrado del vigía Valcik.
La carretera continuaba vacía, pero
el característico murmullo de un motor ya comenzaba a trastornar el silencio de
aquella mañana de mayo…
II:
LA BESTIA
*
“Diez
menos veinte”, se dijo a sí mismo, al retraer la manga
de su uniforme y leer la hora. Luego, clavó la vista en su reflejo.
En su rostro enjuto, la distancia
entre los ojos era más reducida de lo normal. Una larga nariz sobresalía encima
de sus labios descoloridos, casi cadavéricos. Sus gestos faciales hablaban muy
poco y en el silencio que los regía muchos hallaban la verdadera motivación
para temerle. Delgado, pero alto y de andar resuelto, Reinhard Heydrich terminó
de abotonarse la camisa frente al espejo. Luego, pasó la mano sobre la tela
para alisar cualquier rastro de arruga. El uniforme gris de las Waffen SS le
confería una aureola siniestra, en especial si usaba el sobretodo de lana. Pero
en esta ocasión, el Obergruppenführer
decidió prescindir de la abrigadora prenda, que acabó ignorada dentro del
clóset. Era suficiente con las condecoraciones en su pecho, el águila en la
manga izquierda y los grados en las hombreras. El vestuario influía; sin
embargo, su presencia siempre inspiraba el mismo efecto. Todos le temían y él
adoraba ser temido.
Palmeó la funda de la Luger
enganchada al cinto, luego echó un vistazo a su esposa, todavía dormida en el
lecho. Se acercó a ella y le dejó un beso furtivo en la mejilla, para evitar interrumpir
sus sueños. Luego salió de la habitación, hacia el pasillo principal del
Castillo de Praga, su residencia en Moravia.
Entró a su despacho, próximo al lobby
del gigantesco palacio. La habitación era enorme, con un juego de muebles a la
derecha y el escritorio a la izquierda, frente a la puerta. Las cortinas negras
estaban entrecerradas, quedando solo una rendija abierta que consentía la
entrada de un fragmento de luz, tan débil que no estropeaba el ambiente
nocturno de las estancias. Había retratos en todas las paredes, algunos de Adolf
Hitler y otros de los numerosos miembros del linaje de Heydrich.
Allí lo esperaba su segundo, Karl
Hermann Frank. El oficial, sentado en la silla frente al escritorio del
Obergruppenführer, se incorporó y le ofreció la usual muestra de reverencia
nazi. Sus movimientos pronunciados exasperaban al jerarca, quien, en varias
ocasiones, consideró despojar su léxico de filtros y señalarle la futilidad de sus
intentos de sobreponerse a su estatus de sombra. ¿Tal vez reservaba anhelos de ocupar
un podio en la cima, donde la perspectiva del mundo cobraba matices muy
diferentes, ya con el poder en la palma de la mano? ¿Albergaba el mediocre
Frank delirios de ser reconocido como su igual? Enfrentado al conflicto de
confrontar a su segundo con la verdad o dejarle ahondar en el universo de las
ilusiones, Heydrich optaba por apaciguar su molestia y consentirle al oficial
esas empalagosas demostraciones de fanatismo al régimen y a sus más devotos
abanderados. Mejor ello que alimentar un apetito soterrado de insubordinación.
—Buenos días, camarada —le dijo el
Obergruppenführer, tras tomar asiento —. Esperaba verle hoy en nuestras
oficinas en Praga, no aquí.
—Mis disculpas por la aparición,
imprevista, comandante —como era habitual, su segundo toleraba si acaso unos
segundos de charla con él antes de sucumbir y empezar a rehuirle la mirada
entre cada palabra —, pero el asunto que me trae es urgente.
—Pues adelante —imperturbable, el
otro se reclinó en su asiento y cruzó las piernas —. En media hora debo salir.
—Seré lo más breve posible.
—Eso espero, la impuntualidad me
enerva —el leve indicio de sonrisa que apareció en los labios de Heydrich era un
gesto vacío, sin ninguna emoción tirando de los hilos.
—Ante todo, me gustaría felicitarle
por los avances hasta la fecha.
El Obergruppenführer movió la cabeza,
apenas rozado su orgullo por el elogio. Echó un vistazo de refilón a las cartas
tendidas boca arriba sobre su escritorio. Una ostentaba la firma del Führer en
persona y la otra de Heinrich Himmler. En ambas se alababa el éxito de Heydrich
en el desmembramiento de la resistencia en el Protectorado de Bohemia y Moravia.
En comparación, el reconocimiento de Frank solo le fomentó un impulso de prorrumpir
en carcajadas.
—De seguro ya escuchó esto —se
atrevió a suponer su interlocutor, y, en esta ocasión, el alto jerarca nazi
contorsionó los labios en una sonrisa honesta.
Sí, seguramente había oído el rumor
que su subordinado le traía bajo la aureola de una nueva noticia. Desde hace
muchos años, los secretos desistieron en su afán de eludir a Reinhard Heydrich.
Incluso ahora, arrullaba el recuerdo de la inmensidad de los archivos en sus
oficinas secretas de las SS en Berlín, donde poseía miles y miles de documentos
sobre cada uno de los altos oficiales que engrosaban la cúpula del
nacionalsocialismo alemán. Quizás en la cima de uno de esos estantes podría
encontrarse un archivo de Adolf Hitler, ocultos el nombre y los apellidos tras
una hermética numeración cuyo significado estaba bajo la potestad del
Obergruppenführer. Nadie, absolutamente nadie, escapaba a la intrínseca red de
espionaje y contrainteligencia diseñada por él y que llegó a sacudir los
nervios de su mentor, Heinrich Himmler, cuyo archivo ocupaba un podio cercano
al del Führer.
Observó a su segundo mientras trazaba
un recorrido sobre la ficha personal del oficial, que estudió unos días antes
de llegar a Moravia. También analizó, con menos interés, la de Konstantin von
Neurath, el hombre que reemplazaría en el cargo de Reichsprotektor. En cuanto a Karl Hermann Frank, de cuarenta y
cuatro años, fue un niño propenso a las reyertas, actitud que le costó la
pérdida de un ojo, imposible de ocultar en la prótesis que usaba. Veterano de
la Primera Guerra Mundial, durante el surgimiento del nacionalsocialismo se
reveló como un ferviente seguidor de la causa, un líder capaz, pero sin sobresalir
lo suficiente para avanzar más allá de cargos secundarios.
Pese a la adulación excesiva de su
segundo, el Obergruppenführer reconocía su utilidad, demostrada desde el primer
día de su arribo a Praga, cuando Frank le suministró los datos de todos los
jefes sindicales que bombeaban el aire de rebeldía en Moravia. En la primera
semana de su mandato, Heydrich estampó su firma en un listado de nombres, cuya
cantidad excedía los quinientos. A las setenta y dos horas de llegar a Praga,
ya noventa y dos estaban muertos. Organizó además una clasificación racial de
los que tenían posibilidad de ser germanizados. A lo que no, les esperaban dos
senderos con un mismo destino: los campos de concentración o el fusilamiento. Y
gracias a Frank, el pobre tuerto con delirios de grandeza, todas las gestiones
del Reichsprotektor se expeditaron sin eventualidades. Era la extensión de su
garra despiadada y en ello, brillaba sin opositores.
—Diga la noticia —pidió Heydrich, quien
lo animó a proseguir con un gesto de la mano.
—Nadie en el alto mando duda de sus
métodos, mi comandante —abrió Frank, y las pocas arrugas de interés se disiparon
en la frente de su interlocutor. Las barrió su certeza de ya conocer el tema principal
de las confesiones del subordinado. De todos modos, no le interrumpió —. Pero
en el terreno hay algunas divergencias.
—¿Divergencias?
—Sí, algunos de los operativos no
parecen poseer el estómago de llevar a cabo sus instrucciones.
—¿Miembros de las SS?
—Varios pertenecen a las SS, sí —asintió
su segundo —. Aunque la mayoría son de la policía checa. Y los susurros de
algunos ya comienzan a escucharse demasiado alto.
“Ya
mis oídos los agarraron desde que raspaban el suelo”,
pensó en decirle Heydrich, al recapitular para sus adentros los informes de sus
agentes cuando surgieron las primeras dudas entre los hombres responsables de
fusilar a los rebeldes.
—¿Es esa la razón que lo ha traído
hasta aquí? —preguntó, en cambio. La mezcla de asombro y notable desdén en el
arqueo de cejas del Obergruppenführer hizo a Frank retorcerse en su asiento. Enseguida,
sus parpadeos nerviosos ganaron en cadencia y la capa de sudor en su rostro lo
llevó a pasarse la mano por la frente para evitar que las gotas le cayeran en
los ojos.
—Bueno, mi Reichsprotektor, es un
asunto delicado.
—Ciertamente, pero esta no es la
primera vez que presencio un fenómeno así —Heydrich consultó la hora en su
reloj: diez y veinte minutos. Va con retraso —. En los Einsatzgruppen muchos
soldados de la Wehrmacht y las SS padecían el mismo mal. Fue lo que nos llevó a
la transición a las cámaras de gas y a perfeccionar el sistema de los campos de
concentración —el jerarca hizo una breve pausa y exhaló, con cierto fastidio,
antes de añadir —: Cuando el fango se acumula demasiado en las manos de un
hombre, le dificulta empuñar su arma. El error de algunos de nuestros
combatientes es considerar sucio el sagrado deber encomendado por el Führer y
permitir que el hecho de limpiar este mundo de la escoria atente contra su
conciencia y la paz del sueño de cada noche.
—No todos tienen nuestra voluntad
—añadió Frank.
—Exacto, y se necesitará mucha
voluntad si queremos cumplir nuestro objetivo en Moravia. Por ahora, se ha
logrado adormecer a las mayorías para ahorrarnos actos innecesarios de
rebeldía, pero no se engañe, mi querido camarada. Este Protectorado será un
territorio más en el mapa del Reich, y en la Alemania nazi los checos no caben.
Ni uno solo de ellos.
—Estoy al tanto, mi comandante —su segundo
volvió a pasarse la mano por la frente y cuando la bajó al brazo de la silla, dejó
una marca de humedad en la madera del mueble. Casi al mismo tiempo, un golpeteo
repentino a la puerta del despacho lo estremeció de pies a cabeza.
—Adelante —dijo Heydrich.
Una de las sirvientas entreabrió la
puerta y asomó la cabeza:
—Su chofer le espera, mi señor.
—Gracias, dile que bajaré en breve.
—¿Le traigo su café?
—Sí, por favor —los ojos del
Obergruppenführer buscaron la silueta de Frank —¿Gusta de un café, camarada?
El otro cabeceó, aun sin lograr
desterrar de su rostro las marcas del nerviosismo.
—Traiga dos —ordenó Heydrich. La
sirvienta, sin decir palabra, retrocedió, cerrando la puerta.
—Disculpe por traerle esta
inconveniencia, mi comandante —dijo su segundo, al quedarse nuevamente a solas
con la mirada impenetrable del Obergruppenführer.
—Pierda cuidado, camarada. El
silencio respecto al tema le hubiera costado caro. En cuanto a los operativos
que sufren de remordimientos, confío en que los tenga localizados.
—Sí.
—Creo que el ahorcamiento es un
castigo apropiado, ¿no le parece?
Frank se mantuvo en silencio, pero
sus ojos se abrieron mucho de súbito, como si una granada hubiera estallado
frente a él.
—¿No le parece? —insistió Heydrich.
—Sí.
—Bien, ya zanjado el tema que lo
trajo aquí, disfrutaremos del café y luego, si así lo desea, volverá conmigo a
las oficinas.
—No es necesario —se apresuró en
rebatir el otro, cuyo intento de sonar casual acabó hecho trizas en el
polígrafo auditivo de Heydrich. La reunión había sacudido la estabilidad de su
segundo y ahora lo último que deseaba era seguir expuesto a él —. Mi auto está
allá afuera.
—De acuerdo, como desee.
—De hecho, debería ser yo quien le
animara a acompañarme en mi vehículo —bromeó Frank.
—¿Por qué?
—Los autos descapotables son un
riesgo hoy en día, mi Obergruppenführer.
Al escuchar la sutil advertencia de
su segundo, por primera vez en todo el encuentro, Reinhard Heydrich llevó su
sonrisa más allá de los límites de un simple gesto facial, convirtiéndola en
una larga y sonora carcajada:
—Por favor, camarada, creía que
estábamos discutiendo asuntos serios.
—¿No considera usted el riesgo como
algo serio?
El Obergruppenführer suavizó su
expresión antes de dar la respuesta:
—No, sencillamente lo considero
implausible.
III:
LA HUIDA
*
A mitad de la pendiente, el cabriolé
empezó a reducir la velocidad mientras las siluetas del vehículo y de sus
ocupantes ganaban en tamaño y detalle. El sargento Jan Kubiš, con parte de la
cabeza asomada sobre la roca, sintió su corazón acelerarse al reconocer, detrás
del chofer, ubicado a la derecha en el asiento trasero, aquel inconfundible
uniforme gris de las Waffen SS, la cara alargada y nariz prominente, la mirada
exánime que perforaba la sombra arrojada por la visera del gorro sobre la
expresión serena de su objetivo.
—Es él —susurró —. Es Heydrich.
Eran las diez y cuarenta y cuatro de
la mañana cuando Jozef Gabcik empuñó el subfusil y se aproximó a su compañero.
—Dime cuándo —pidió. Solo debía
incorporarse y abrir fuego.
—Espera un segundo, espera —Jan arrugó
el ceño; ya podía distinguir el característico emblema de la marca Mercedez Benz
en el capó del vehículo. El cabriolé recién alcanzaba la base de la pendiente y
se disponía a efectuar el giro para vencer la curva. Aun estaba de frente, ya
Heydrich movía la cabeza en su dirección. Entonces Jan sintió el grito
escapársele, empujado fuera por su instinto:
—¡Ahora!
El chillido de los frenos congeló a
Jozef un segundo luego de que se incorporara, con el subfusil presto. Desde el
interior del auto, el chofer, con los ojos muy abiertos, miraba en dirección a
ellos. Heydrich, detrás, serena su expresión, casi sonriente, comenzó a
incorporarse, llevando la mano a su cinto, donde Jan distinguió el cuero marrón
de una funda.
—¡Mátalo! —insistió.
Escuchó a su izquierda el crujir del
gatillo, interrumpido una y otra vez. Sintió el coraje tornarse escarcha dentro
de su pecho.
—No, no —Jozef sacudió el arma y le
propinó un manotazo —. Se atascó.
Jan miró de nuevo hacia el vehículo;
el chofer ya había salido y estaba de rodillas al costado opuesto, con una
pistola desenfundada. Los ojos del sargento recibieron el brillo de la Luger de
Heydrich, ya libre de ataduras y en la mano firme del Obergruppenführer, quien,
de pie en el interior auto, apuntaba hacia ellos.
—¡Maldita sea! —exclamó el checo. Sus
nervios, traidores en el último momento, casi le arrebataron la noción de la
realidad. Recordó de súbito la bomba antitanque que temblequeaba entre sus
dedos poseídos por el pánico. La activó mientras Jozef aún reprendía a su arma.
Un disparo desgarró el muro cuando el brazo de Jan se elevaba y de su mano salía
despedida la bomba.
—¡Abajo! —gritó, agarrando a Jozef
por la manga de la camisa.
Ambos cayeron al suelo en el preciso
instante que el estruendo golpeaba sus tímpanos. Jan se arrodilló, atormentado
por el pitido constante que no cedía paz a sus oídos. Logró levantar la cabeza
por encima de la roca para contemplar el resultado del ataque. Solo quedaban a
la vista una parte del capó y la rueda derecha del cabriolé. El resto había
sido engullido por una monstruosa humareda que se agitaba furiosa en su ascenso
a los cielos. Jan distinguió al chofer, un poco más adelante del vehículo. Al
parecer, había logrado alejarse a tiempo y ahora, de rodillas en el suelo,
intentaba recuperar el control de sus sentidos.
¿Había funcionado? ¿Heydrich estaba
muerto? Cuando los ojos del sargento volvieron a posarse en la humareda, todas sus
interrogantes encontraron respuesta de súbito.
—Jozef, levántate —dijo a su compañero,
quien seguía aturdido —. Levántate, vamos.
—¿Qué pasa?
Jan no contestó, víctima de la
incredulidad, de presenciar lo que recién emergía de la humareda. Su silueta
gris se entremezclaba con el humo, que lo expulsaba de su morada, renuente a recibirlo,
¿acaso el demonio no cedería espacio en su reinado a semejante hombre, temeroso
de que le usurpara el trono? Así se los devolvía, sin el gorro y con los
cabellos revueltos, salpicados de sangre, pero aun de pie, dueño de un andar temerario,
la Luger todavía en su mano.
—Es imposible —dijo Jozef, quien se incorporaba
junto al checo a ser testigo de semejante blasfemia.
Heydrich salía de entre la espesa
capa de humo y caminaba hacia ellos, apuntándoles con el arma. Su uniforme
estaba sucio, desgarrado en el costado derecho y Jan creyó notar en la tela de
la camisa de las SS la oscuridad propia de la sangre. Pero en la mirada del Obergruppenführer
no había nada, solo silencio, en su expresión una sonrisa.
—¿Qué es él? —susurró el sargento
checo, incapaz de apartar la vista del jerarca nazi.
—¡Debemos irnos! —lo instó Jozef
—¡Jan, recuerda el plan, debemos salir de aquí ya!
La sacudida de su camarada le arrebató
parte de la estupefacción; del resto se encargó el crepitar de los disparos
contra el muro que ya les servía de muy poca ayuda. El chofer del cabriolé,
restablecido, avanzaba hacia ellos, abriendo fuego con su pistola.
—¡Vamos!
Ambos emprendieron la huida, cada cual
por una ruta distinta, según lo acordado en el plan…
*
Al verlo aproximarse al vehículo, Klein,
su chofer, le dedicó un saludo militar. Heydrich le correspondió desde la
distancia y al alcanzar el cabriolé se detuvo frente a la puerta de los
asientos traseros. El chofer enseguida le abrió para que accediera; luego, subió
al auto y mientras acomodaba el espejo retrovisor, lanzó la usual pregunta de
cada mañana:
—¿Pongo la capota, mi comandante?
Y el Obergruppenführer, igual a cada
mañana, respondió en el mismo tono despreocupado:
—Déjala abajo, es un lindo día y me
gustaría disfrutarlo.
Sin añadir más, Klein puso en marcha
el cabriolé Mercedes Benz y lo enfiló hacia la cuesta que conducía a la ciudad
de Praga…
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