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¡Pulga!

Gretel Quintero Angulo

 

Un zapato de mujer abandonado, aunque esté viejo y se halle entre escombros, remite siempre a la historia de la Cenicienta, pensó. Regresar era algo que no solía plantearse, el mundo era demasiado grande como para hacerle espacio, por dos veces, a un mismo sitio. Menos aun tratándose de un lugar donde vivió durante tantos años. Además, al poco tiempo de él irse, su familia también había partido y con los muchos amigos de la infancia, más temprano que tarde, perdió el contacto. De modo que a esa urbe ni lo ataban los afectos, ni lo atraía la curiosidad. No obstante, en la vejez cierta añoranza por los territorios de la infancia comenzó a inquietarlo al punto de proponerle por teléfono a su hermana, algunos días antes de morir ella, la posibilidad de volver juntos al barrio en que habían sido niños.

En aquel momento, por supuesto, no podía prever que su regreso fuera a realizarse de esta manera tan absurda. Su último recuerdo era el de sus manos palpando la textura áspera del recubrimiento de damasco floreado de los sillones del hogar de ancianos, y no tenía muy claro cómo ni por qué había ido a parar precisamente a su antigua ciudad. Tampoco imaginó nunca encontrar así las casas, las calles, su barrio; todo destruido y deshabitado, lleno de basura, de trozos de muros y cristales. ¿Cuánto tiempo había pasado? (increíble, seguía importando), ¿estaría la dueña del zapato vagando por allí?

Trató de cogerlo porque si bien aceptaba sin molestia que al avanzar sobre los vidrios rotos sus puntas no lo hirieran, aún no se acostumbraba del todo a la intangibilidad. Una vez, él había escondido esos zapatos. Tuvo ganas de reír al recordar cómo la hermana abandonó su papel de mujercita en ciernes al no encontrarlos en su cuarto y, en súbito regreso de la infancia, casi raja la casa a gritos: por vez primera iría sola a una fiesta y la desaparición de los zapatos le impedía terminarse de arreglar. Ahora el zapato se le escapaba y nadie podría acusarlo, pero en aquel momento todos supieron enseguida que había sido él. Le costó dos semanas sin juegos de pelota después de la escuela, un estruendoso “¡Deja ya de molestar a tu hermana!” por parte del padre, y una sonrisa cómplice de su mamá. Pensar que él, con su habitual mala cabeza, estuvo a punto de impedirle a la hermana reunirse con su príncipe azul. “¡Esto sí no te lo voy a perdonar, Pulga!”, chilló ella al encontrar los zapatos dentro de la lavadora, y ahora para él fue como si la viera de nuevo con su carita redonda, los ojos agrandados por el maquillaje, y el énfasis en la última palabra. ¡Pulga!, eso era lo que la hermana solía decirle cuando él, desplazado cada vez más de los entretenimientos de ella por la diferencia de edad, la pubertad y las amigas, reclamaba con sus travesuras un poco de atención.

Pero esa noche, la de los zapatos, estaba destinada a ser la noche de ella, y así lo confirmó él más tarde cuando la vio desde el balcón caminar silenciosa y alegre de la mano de quien tal vez fuera –en realidad jamás lo supo– el primer novio. Para entonces él ya había visto muchos besos, en las películas, en las novelas, hasta en la calle, pero este era diferente. Su hermana lucía tensa mientras aquel príncipe de pantalones ajustados y pinchos en el pelo le ceñía la cintura y le aproximaba los labios muy lentamente, como si al tocar los de ella, un paso en falso, la menor de las torpezas, los pudiera romper. Al verificarse el contacto, en cambio, el cuerpo de la hermana se hizo leve, y acariciando el cuello del joven, ella también lo abrazó. Después la niña entró a la casa y sin decir palabra le señaló el reloj a su madre, que la esperaba bajo el pretexto de ver una película. Estaban por sonar las doce campanadas y los padres habían dejado bien claro cuál sería el castigo al retraso: no más fiestas hasta terminado el curso escolar.

En el cuarto, aún agitado por la carrerilla que había dado para que no lo descubrieran espiando, él se fingía dormido y como la hermana no encendió ninguna luz pudo observar a su gusto, entreabriendo los ojos, el brillo que la chica traía en la mirada. Entonces comprendió la significación de los zapatos, de la fiesta, de la llegada a tiempo para no hacerse regañar. Esa alegría de maravilla realizada que bullía en la hermana, por más que la pasaran bien juagando juntos, él nunca se la iba a poder dar. Aun así, en las noches siguientes se había soñado príncipe, solo que la hermana ya no era la hermana, sino una especie de angelito rubio mitad actriz de cine mitad compañera de aula, a quien él besaba muy seguro, dejándole en el rostro la misma intensa felicidad.

La verdad es que no podía quejarse, a lo largo de su vida muchas mujeres le habían dedicado esa mirada a él. Pero ahora todas ellas no eran más que un conjunto de bocas sin nombres, ni cuerpos, ni ojos, y de pronto se espantó no por haberlas olvidado, sino por la certeza de que ellas tampoco lo recordarían a él. De todas maneras, si alguna lo hacía sería por despecho, porque nunca consideró a sus parejas más que un entretenimiento agradable, una breve parada en medio de la libertad que defendía, y en nombre de la cual, desde muy joven, renunció a llevar una vida aburguesada para lanzarse a recorrer el mundo con el ansia de conocer las cosas más allá de los documentales y los libros.

Acercó el rostro al zapato para detallarlo y una lágrima -porque aún había lágrimas-, se le escapó cuando se vio de nuevo a la mañana siguiente de la fiesta contándole a la madre, con una mezcla de fascinación, ingenuidad y sorpresa, el beso de la noche anterior. De nada le valió a la hermana el respeto a los horarios, ni explicar sollozando una y mil veces que aquel muchacho no era ningún desconocido, desde hacía varias semanas se sentaba al lado de ella en el aula y la acompañaba hasta la casa a la salida de la escuela. “Todavía eres muy niña para esas cosas”, había dicho el padre; y hasta que no se le olvidara no habría ni una fiesta ni una salida más. "¡Cuando podré por fin sacarte de mi vida, pulga!”, le gritó ella cuando estuvieron solos, más o menos como siempre y sin nada en lo que pudiera intuirse que a la larga era precisamente eso lo que iba a pasar.

Una sensación incómoda y conocida lo invadió. Era esa especie de tristeza que lo agobiaba cuando de adultos acudían a la casa paterna. Ella con el esposo y los niños, él con la amante de ocasión. Ella siempre con una sonrisa que parecía iluminarla aún en los momentos más oscuros; él molesto por saberse excluido de la complicidad que la hermana compartía con el cuñado y los sobrinos quienes, a fuerza de verlos solo cuando estaba de paso en su país, siempre fueron extraños para él. Pero extraños le habían sido todos, por más que en el hogar de ancianos, ante los otros inquilinos, él se jactara de los sitios disímiles en donde había vivido, de los múltiples trabajos hechos, de la gente tan diversa e interesante que había conocido, de las costumbres insólitas que, más por integrarse y no porque llegara a comprenderlas, él mismo practicó. Quizás era la amalgama de hábitos foráneos que había adquirido lo que lo hacía ahora sentirse extraño en el único lugar del mundo al que habría consentido en llamar su hogar. De momento, el ambiente pareció hacerse más cálido, la luz del sol más intensa. Un ligero murmullo recorrió su cuerpo; un grito suave –¡Pulga! – interrumpió sus pensamientos y le devolvió la sonrisa. De modo que ella también estaba allí, con su carita redonda y llena de arrugas, y su sonrisa de siempre, acercándosele para agarrarle la mano en el inicio de un abrazo que, para sorpresa de ambos, sí podían sentir.

 


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