El mar de Di
Un tipo ahí
Alejandro Langape
Di es una más del montón
de coyas que vive en Santa Cruz de la Sierra. Como cualquier coya, Di tiene en
su sangre el recuerdo de los galeones españoles surcando el Atlántico, mezclado
con el de los bailes en el Tiwanaku.
Di ha visto un montón de
veces a las mujeres aymaras, quechuas o guaraníes, vendiendo sus artesanías y
tejidos coloridos en las plazas de Santa Cruz, Oruro, Sucre, Cochabamba, La
Paz, Beni. Di ha visto el Tiwanaku y todos los vestigios que quedan de las viejas
culturas que un día florecieron en lo que fue el Alto Perú. Y esa parte coya de
Di se estremece de orgullo satisfecho y luce en su muñeca una pulsera de muchos
colores, como las wiphalas, esas banderas de los que llaman pueblos originarios
de Bolivia. Pero la otra parte coya de Di añora ese mar tras las montañas,
cruzando El Chaco, la Amazonía. Di imagina ese mar que le falta, que la hace
una criatura demediada como el vizconde de Italo Calvino.
Di busca el mar en las
descripciones de los poetas que lo han visto. Di lee: "La mar violeta
añora el nacimiento de los dioses, Margarita está linda la mar, mi ley la
fuerza del viento, mi única patria la mar".
Di tiene un montón de
amigos lejanos con los que conversa en Whatsapp y a todos les pide fotos del
mar. Así, Di ha visto las olas que llegan suavemente a las blancas playas de
Varadero; el mar como telón de fondo a una fiesta de espuma en Ibiza; los
arrecifes de coral de la Gran Barrera Australiana; las aguas frías del Báltico
lamiendo un San Petersburgo en noche blanca; ese mar que parece hacerse río
entre dos orillas escarpadas en los fiordos noruegos; la arenosa Barranquilla
en carnaval con chicos cantando champeta entre las olas; el mar del Norte
europeo con sus plataformas petroleras; las playas llenas de vacacionistas en
Sochi y Mykonos; las olas enormes que intentan remontar los surfistas en
Sudáfrica.
Todas esa imágenes
inundan la computadora de Di, se amontonan en carpetas, son sus refrescadores
de pantalla. Pareciera que Di guarda en sus archivos todos los mares del mundo
y que debería bastarle, pero...
La coyita Di quiere
sentir el mar. Quiere que la espuma blanca la envuelva, flotar sobre una ola
inmensa. Di quiere ese mar de sus ancestros lejanos, esa ausencia de tierra
bajo tus pies, esa salida a la inmensidad que su país perdió y reclama sin que
el resto de las naciones haga mucho caso.
Di sabe que no le basta
sacar un pasaporte y dejar su país para conocer un mar ajeno, un mar no suyo. Y
Di ha aplazado una y otra vez ese viaje al mar de otros.
Di busca en los mapas
los grandes países que tampoco tienen mar: Mongolia, Afganistán, Kazajstán, lee
Di y su dedo se desplaza por el planisferio y llega a Austria, ese pedacito de
tierra europea que antes fue centro de un gran imperio que se vino abajo dejándola
sin mar, país entre montañas.
"Todas las ciudades
que perdieron el mar". Di recuerda el verso de aquella poetisa cubana,
suspira.
Se hace la noche sobre
Santa Cruz y Di duerme serena, con la ventana abierta al aire de la Sierra. Del
ojo derecho de Di se escurre una lágrima, un hilillo que al llegar a la
almohada crece, que cae al piso convertido en arroyuelo susurrante, que sigue
creciendo hasta volverse río y desbordarse en cascadas sobre la calle. Todos
los mares que Di lleva dentro corren por Santa Cruz y más allá. Llegan al Chaco
donde aún no se sabe si hay tanto petróleo como para justificar una guerra;
hasta las minas de Oruro y las plantaciones cocaleras; hasta los llanos del
Oriente y la Media Luna de los secesionistas; hasta las capitales de Sucre y La
Paz; hasta los barrios pobres de El Alto y las colonias menonitas; hasta el
Tiwanaku y el Titicaca; hasta el salar de Uyuni con su montón de litio. Todo el
antiguo Alto Perú, toda Bolivia flota sobre el mar de Di y el cielo se tiñe con
los colores de la wiphala. En español, aymara, quechua, guaraní y otro montón
de lenguas, coyas, blancos, cholos o afrobolivianos, Añez y Evo, Mesa y Arce,
todos a una, piden a algún Dios que Di nunca deje de soñar el mar.
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