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La cosecha

Jonathan Sánchez Marrero

Lo supo cuando el sorbo de café frío le quemó la garganta. Vibraba en la lengua un sabor a plomo. A su marido lo habían matado reventándole la boca de un cartuchazo. La noticia también llegó a su vientre, habitado por un morador que no pudo soportar la idea, y quien se despidió en forma de río amaranto entre las piernas de su madre. Marta se agarró el vientre sujetándolo a fuerza de furia para que el empuje del llanto no la hiciera caer. Las pocas sombras de la casa, que era muy pequeña como para albergar demasiadas, la miraban más silenciosas que de costumbre, escondiéndose a sollozar tras la taceta de hervir agua.

La pena dilató el tiempo, como se dilataban las horas cuando su esposo le acariciaba el rostro con esos dedos que después irían a apretar gatillos en nombre de Pancho Villa allá en Chihuahua. El tiempo se dilataba, sí que lo hacía; como debería haberlo hecho ella el día que su hijo emergiera.

Estuvo días, semanas quizás, meditabunda frente a la Virgencita y el Sagrado Corazón, incrustándose el rosario en una mano y la frente en la otra, pero no recibió alivio. Una mañana despertó temprano, drenada ya de lágrimas y enjuta como esqueleto del Día de Muertos, a tapiar las ventanas, mientras ojos jubilosos se tomaban una pausa de su alegría por el comienzo de la cosecha del maíz, para dedicarle una mirada de lástima. Se metió a la casa y selló la puerta dispuesta a acostarse en la cama a morir de sed y hambre junto a una camisa vieja del marido y los calcetines que había tejido para su bebé. Para esa misma tarde, Marta se regodeaba en una felicidad de sueños en la que iba cargada por ángeles al encuentro de su familia; aunque el revoltillo de sábanas en el que dormía, y en el cual hasta se había orinado, fuera más parecido al infecto lecho de un cadáver que a una escena celestial.

Al anochecer, el ruido de los carretones que iban y venían repletos de maíz y gente, de a poco se hizo menor. Esperaba cómoda su momento final cuando escuchó algunos perros callejeros ladrar. Al inicio el escándalo fue pequeño, mas no demoró en llegar un bullicio mayor intercalado de gruñidos. No prestó mucha atención hasta sentir que su casucha era sacudida por el viento. Se sentó dificultosamente y acercó los ojos a una rendija entre las tablas de la fachada. Vio a los perros aullarle al aire y de repente romper en una carrera de puro pánico.

Con la casa temblando de esa manera y la huida despavorida de los canes, tal vez todo se trataba de un náhuatl enterado de su tragedia que había venido a hacerle el favor de tirarle el techo encima. Sin embargo, no vio nada ni nadie.

– ¿Dios, eres tú? ¿Has venido a llevarme con mi gente? –gritó.

El viento arreció y los tablones pútridos de la choza tiritaron como las piernas de la mujer. A las sombras parecía excitarles la situación y reptaban bisbiseando incoherencias bajo la cama. La tapia de una de las ventanas fue arrancada por el vendaval, dejando pasar la irrespetuosa luz de luna, que cayó directa sobre el altar donde indiferentes dormían la estatuilla de la Virgen y la imagen del Señor Jesús. El soplido cesó.

Las sombras salieron disparadas de sus escondites, y aún bajo la límpida luz azulosa de la luna, eclipsaron a los santos envolviéndolos en una masa amorfa. Las sombras tenían razón. Los santos no escuchaban.

No hacía más que alborear y ya la mujer levantaba los malos olores con un baño helado. Se recogió el cabello en un moño tosco, cubrió su cuerpo con vestiduras ligeras y se calzó las botas agrietadas. Agarró cuanto dinero guardaba y tomó, presura en pecho, el sendero enlodado que salía de la aldea llevando a los campos de maíz.

Los campesinos arrancaban las mazorcas del alba al anochecer. Decían que jamás vieron una cosecha así. Despojaban a los tallos de sus frutos, se tomaban unos minutos para beber agua o mirar el contoneo de las labriegas jóvenes, y al voltearse, estaban los mismos tallos preñados nuevamente.  Marta les pasaba por al lado esparciendo mudez temporal, sin ver formas, solo verde, amarillo y marrón piel. Después de hectáreas de maizal nacía la selva. La gente no solía aventurarse en aquella espesura, al menos que fuera apremiante. Se adentró omitiendo meditaciones e inquietantes leyendas que le habían contado en su infancia. Allí vivían sombras silvestres, menos sutiles que las de la casa. La miraban desde sus nidos en las ramas o revoloteaban entre sus pasos. Supo, en el instante que la rozaron, que iba por buen camino.

Entrañadas en la selva, rocas musgosas se agrupaban en el centro de un claro. El montículo alcanzaba casi dos metros de altura y de su cima escapaba un humo exiguo. Era un intento de casa, una choza pétrea. El agujero que funcionaba como puerta se abría lo suficiente como para pasar sin dejar el pellejo en el intento. Marta entró. Los ojos se le conciliaron con la oscuridad y pudo ver una silueta sentada en el piso. Era un viejo escuálido, de greñas alborotadas. Vestía harapos malolientes y su cara asemejaba los rostros esculpidos en las paredes de ruinas aztecas.

–Pensé que ibas a demorar más –dijo el anciano mientras se terminaba un rústico cigarrillo con olor a hierbas.

–No aguanto. El dolor me rompe. Pedí a Dios que me quitara este dolor, pero…

–Calma. Lo importante es que estás aquí. Ahora sabes que no se puede confiar siempre en extranjeros… y mucho menos –se aclaró la garganta y escupió el suelo– en ese hebreo mentiroso.

Ella se sentó vacilante. Los del pueblo no gustaban de echarse en brazos de los chamanes del bosque, a quienes veían casi como belcebúes.

–Sé que debía venir, pero no sé por qué.

–Yo sí.

El viejo rebuscó entre el montón de baratijas que tenía en un rincón. A zarpadas apartó frascos agrietados de cristal y cráneos de pájaros. Chilló como águila cuando encontró lo que quería. Se lo mostró a Marta.

Un grano de maíz.

– ¿De qué me sirve esto? El pueblo va ahogarse de tanto maíz –dijo ella.

–Siémbralo y el néctar de la tierra se encargará del resto.

Marta no supo qué decir. Le ofreció dinero. Él no lo aceptó. El chamán se humedeció los labios como si fuera a decir otra cosa, sin embargo, comenzó a cantar alguna tonada de los ancestrales mexicas con una sonrisa acartonada.

La mujer sintió que no existía rumbo para ella durante el regreso a casa. Caminaba tan lento que podía escuchar al mundo rotar sobre sí mismo.

¿Dónde sembraría la semilla? Debía ser un grano especial. Sembrarlo en el patiecillo podría no ser lo mejor, tan cerca de plantas vulgares. Fue al jardín con una cazuela y empezó a llenarla de tierra con las manos.

– ¿Qué hace, mi señora? –La dulce voz salía de un enano carirredondo de tez acaramelada y ropas ridículas– ¿No pensará usted sembrar el grano en ese cacharro?

– ¿Cometo un error?

–He venido de muy lejos para decirle que sí. Meta ese grano en la mismísima tierra y déjelo vivir a su manera, que le succione algo de vida a esta aldea… y dese prisa –señaló el cielo tras las espaldas de Marta, haciéndola mirar­–, Oriente manda tormenta.

Nubarrones montañosos se deslizaban amenazantes. Compartían relámpagos entre sí y soplaban brisas aguadas. Al voltear la cabeza hacia el enano, se percató que este se alejaba sin más. Pertenecería al circo por esa forma extravagante en que vestía.

Siguió el consejo al caer las primeras gotas de lluvia.

Pasó a la casa por la ventana que el viento destapó y se detuvo a observar la lluvia. El agua serpenteaba al caer en forma de cortinas. Si bien habrían pasado un par de horas desde el mediodía, el cielo negro que la tormenta trajo no estaba lejos del de la madrugada. Los campesinos volvían al pueblo en espantada, corriendo o montando sus caballos, o sacudidos en los carretones. Venían hechos sopas y con los morrales colmados de mazorcas.

Una nube se encendió a lo oro y escarlata justo en el trozo de cielo que cubría la choza de Marta. Todos se detuvieron a mirar el brillo.

–Debe ser un ángel –gritó una niña.

Los caballos relincharon burlándose de ella.

Marta esperó. Los campesinos y los niños esperaron. Los animales dudaron y las sombras de la casa sonrieron. Nadie apartaba la mirada de las alturas…

Y la nube ardiente soltó un rayo.

La muchedumbre corrió a esconderse. La luz se sementó en el mismo lugar donde reposaba el grano de maíz y dejó el suelo iluminado uno segundos. El trueno revolvió los fundamentos del pueblo. Luego hubo silencio y serenidad.

Ella se relajó. El estómago se le removió y lanzó rugidos para recordarle que estaba viva. Comió unas papas hervidas y se fue a la cama. Durmió, sin soñar ni moverse, los siguientes dos días.

Despertó faltando poco para el amanecer. El dolor en los senos era candente y se rascaba los hinchados pezones con cuidado.

–Cosecha –susurró una sombra tímida.

Marta fue a la ventana. Demasiado oscuro afuera. Tomó una vela de mísera llama y se deslizó muy lentamente hacia el jardín. Paso a paso se acercó al sitio de la semilla. Encontró un tallo pequeño, indeciso. El tallo gimió.

–No es el tallo –se dijo.

Dejó caer la vela y comenzó a cavar con las uñas en la base del retoño. El gemido se convirtió en un llanto y Marta excavó más febril. Allí, bajo la tierra mojada, dos ojos diminutos de guijarro se abrían. Marta tiró del tallo con delicadeza y se percató de que junto con este salía otra cosa. Resquebrajó la madrugada un alarido. Cubierto por raíces, a manera de nido, y con algunas de estas sumergiéndosele en la panza como finos cordones umbilicales, lloraba un bebé.

De los senos de Marta brotó la leche, que corrió, no caliente, sino volcánica, sobre su piel fría. Se sintió animal, salvaje, madre.

Cortó cada raíz que entraba en él sin urgencias, usando sus dedos. Escudriñó los alrededores para asegurarse de que nadie los había visto. Vacío. Los gallos aún no cantaban.

Introdujo un pecho generoso en la boca del bebé.

–Mama, Aguinaldo.

Fueron a casa.

Ese día, trompetas, guitarras y bombos sonaron en el pueblo. El niño llegó a la par de las fiestas de la cosecha. Marta no quería que la gente se enterara de la existencia del bebé hasta que fuera inevitable; por eso cuando la música paraba y a él se le ocurría chillar, lo hacía colgarse de la teta.

Al anochecer, Aguinaldo se tragaba con los ojos la ligera y colorida luz de los fuegos artificiales que transgredía la calma de madriguera en la choza, porque ya podía ver. Sus pupilas eran bóvedas celestes. Se observó a sí misma, allí adentro, flotando, conectada a un mundo sin blancos, donde la lluvia y el sol tenían nombres y el bosque aún perdía su tiempo en hablar, y supo que la única razón por la cual sus propias carnes seguirían pegadas a los huesos y no en las bocas de los gusanos, la única razón que la haría llevar aire a sus pulmones, sería el niño.

Al ritmo de fiestas rancheras, gritos de borracho y empotramientos de vírgenes en almacenes, Aguinaldo alcanzó el tamaño de un niño de dos años en una semana. La ropita carmín teñida con extracto de grana cochinilla y los calcetines que Marta tejió, ya no le quedaban, y terminó cubierto por cualquier trapo que ella pudo encontrar. El niño dijo las primeras palabras días después. Por mucho que Marta intentó que al menos jerigonzeara “mamá”, él hablaba en la lengua antigua de los indios. De alguna manera ella entendía los verbos viejos en un español perfecto.

Aguinaldo dejó la teta a las dos semanas. Una mañana, mientras la madre le daba de comer papilla de viandas, apartó la el rostro de la cuchara. Abandonó el regazo materno torpemente, descendiendo por el batín. Anduvo a gatas un corto tramo y a puro tambaleo se puso en pie, mirando sonriente a su madre sorprendida y orgullosa. Luego de eso Marta tuvo que vigilarlo pues en varias ocasiones lo atrapó en el intento de salir por la ventana sin tapia, hasta que recordó que tarde o temprano él debería conocer el mundo más allá de las paredes. Se deshizo de las tablas que clausuraban la puerta.

Con casi un mes de nacido y el físico de un niño de cinco años, Aguinaldo puso los pies por vez primera en la tierra fuera de casa.

–Es mi sobrino –repitió Marta muchas veces cuando los transeúntes preguntaban quién era ese niño sobre su tejado, que no hacía más tomar el sol y hablar con los animales.

Poco antes de que el día naciera el niño despertaba, y sin abrir los párpados iba al jardín, se sentaba, agarraba sus piernas con los brazos, ponía el mentón sobre las rodillas. Cuando el cielo se entintaba de naranja abría los guijarros que tenía por ojos. La piel, plomiza y seca en la noche, retomaba suavidad y un color aceitunado bajo los rayos de Huitzilopochtli, como él llamaba al sol.

Una vez Marta le mostró las fotos de su esposo, le contó lo fuerte que era, cómo la levantaba con un solo brazo. Le habló también de su voz grave y de la forma en que la enamoró, con canciones de la época de sus abuelos. Sin embargo, el mismo amor que le profesaba a ella lo sentía por la nación en la que vivían, y eso lo condujo a la muerte. Aguinaldo envolvió las melancólicas manos de la madre en un beso.

–El Luminoso y el néctar de la tierra lo tienen con ellos en el Este. Allí está bien –susurró.

A ella la reconfortaban sus palabras ancestrales, las disfrutaba tanto que no cayó en la cuenta de cuándo el pueblo comenzó a marchitarse.

Las jornadas en los maizales eran cada vez más cortas. Los tallos espectaculares de antes no superaban la imagen espectral del pellejo mudado de las serpientes. La tierra se secaba. Para colmo, las ratas que jamás hubo en la aldea, ahora se comían hasta los últimos granos de maíz en los rincones polvorientos de los depósitos. Al inicio se recurrió a otros productos más resistentes a la falta de agua y la aspereza del viento. Toda persona capaz de caminar y mover sus brazos trabajó en los sembrados. Marta y Aguinaldo no fueron la excepción. Desgajaron maleza, abrieron decenas de surcos, cargaron cestos. El esfuerzo valió por corto tiempo. La creciente hambruna trituró cuanta verdura prosperaba.

La sequía arreció a los dos meses del nacimiento de Aguinaldo, ya un púber. El pueblo, en su depauperación, no advirtió el crecimiento desmedido del niño, y notaban su presencia solo cuando él se asomaba en las ventanas de las casas a sufrir al ver cómo las gallinas ponedoras, cerditos y uno que otro perro de familia, eran llevados a las mesas entre los relamidos de los comensales.

Los animales pequeños como ratones, ranas y lagartos también desparecieron por la voracidad humana. Los siguieron varias mulas, caballos y bueyes, mas no de manera excesiva. La gente los necesitaría vivos para llevar sobre sus lomos hasta el cementerio a los muertos por el hambre.

Mientras en las manos de los niños se multiplicaban las ampollas de pasarse el día raspando el fondo de los calderos y las latas de conserva, Aguinaldo aumentaba de estatura; asimismo su compasión por los vecinos.

Dentro de la iglesia el Jesús crucificado se sobresaltó al ver a los pobladores irrumpir en su santuario. El sacerdote, famélico y errante, abrió los brazos frente a ellos y pidió calma; no obstante, las lenguas seca y la efervescencia de los estómagos no escucharon. La muchedumbre se agolpaba suplicando ante el altar. “¿Dónde están las lluvias?”, gritaban. Únicamente quedaron afuera Marta y su hijo, abrazados, testigos y víctimas de la desesperación.

Después de muchas velas y promesas, los campesinos decidieron abandonarse al destino que los días impusieran. Concluyeron que el Señor había dejado todo a la suerte. Nadie intentó abandonar la aldea. Si la situación era tan cruda en el pueblo con la mejor cosecha de maíz que se conociese, ¿cómo sería en el resto del país?

Un mediodía de domingo en el que el villorrio estaba estático y soñoliento como un dibujo insulso, Marta oyó mugidos vagos en el jardín.

–Ya voy –dijo Aguinaldo, que cantaba una canción mexica en el patiecillo.

Salió al encuentro de un esquelético buey. Marta los observaba mientras el animal mugía para el chico.

–Pues así sea, si así debe ser –comentó el chico al buey, que resopló y se fue.   

A la mañana siguiente, en medio de la aldea y con un puñado de tierra en cada mano, Aguinaldo gritó para llamar la atención. Lo logró. En minutos tenía a los habitantes descarnados y curiosos rodeándolo, incluido el sacerdote. Sabía que no entenderían sus palabras, por lo que se limitó a extender los brazos, cuan largos eran, hacia adelante. De los puñados de tierra hizo germinar minúsculos tallos. No le comentó a su madre que haría aquella hazaña. Cuando Marta se enteró el corazón dejó de bombearle unos segundos.

– ¡Este es nuestro esperado milagro! –vociferó el sacerdote– ¡Dios si nos escucha!

Aguinaldo frunció el entrecejo en una expresión de incertidumbre.

–Dios no escucha a nadie –expresó una voz desconocida por la mayoría; era el chamán del bosque, aparecido de repente tras una casucha de tablones fumando sus cigarrillos con olor a hierbas.

Aguinaldo sonrió al verlo. Marta llegó corriendo a la reunión. Tría el miedo filtrado en el tuétano. Su hijo se exponía a la posible furia de un pueblo hambriento.

–Es el néctar de la tierra quien provee –Continuó el chamán– Veneren a la tierra, veneren a nuestros verdaderos creadores, los creadores del maíz. Veneren a los creadores de este pedazo del mundo. El niño los guiará.

Los pobladores sacaron fuerzas de su miseria para reír. Ver al viejo con cara de indio les condujo a creer que Aguinaldo les tomaba el pelo con algún truco horrible. Ni presenciar el musgo crecer en su piel, ni los centenares de colibríes que atravesaron el cielo en ese instante, les cambió esa idea. Los abuchearon con el mayor desprecio que pudieran sostener y le dieron las espaldas. Marta fue a abrazar a su hijo cuando lo vio llorar. El chamán, encolerizado, partió hacia el bosque.

Aguinaldo pasó el resto del día de puerta en puerta, gimoteando y ofreciendo ayuda en su lengua antigua. Recibió portazos en la cara, ofensas y amenazas. No se rindió. Resuelto a que le prestasen atención y en contra de los deseos de Marta, sacó al sacerdote de la iglesia con firmeza, pero con falsos maltratos. Esgrimidos por la cólera, algunos hombres le hicieron pagar el atrevimiento, a la vez que el cura se persignaba ante las patadas que iban y venían sobre la cabeza y el pecho del muchacho tumbado en el polvo de tanto dolor.

Esa noche llegó a casa amoratado, con la nariz partida y dientes de menos. Marta saboreó un lejano gustillo a pólvora mientras abrazaba su hijo, mientras lo adentraba entre sus pechos. Lo llevó a la cama. Las lágrimas corrían en las mejillas de ambos.

–Los animales tenían razón, mamá. Nadie iba a entender. El néctar de la tierra me envió por dos razones y solo pude cumplir con una, hacerte madre. Las sombras de la casa también estaban en lo cierto. Da igual salvar o no a la gente. La gente ya está muerta.

Marta se acostó a su lado. Lo miraba y lo miraba, buscaba a su esposo en los ojos de guijarro, deseando que allí dentro se reflejara el Este. No tardaron en dormirse.

Al otro día, sin abrir los ojos, Marta despertó por la algarabía de los aldeanos. Respiró profundo y sintió olor a lluvia, lluvia fresca, nueva, tierra mojada. Abrió los ojos para decírselo a Aguinaldo. Junto a ella nada más halló un grano de maíz.

   

         

 

Comentarios

  1. Excelente cuento que recrea el imaginario del México rural. El estilo recuerda a las narraciones del boom latinoamericano y refleja altas dosis de realismo mágico y de lo Real maravilloso carpenteriano que le ofrece una calidad literaria al cuento indiscutible. Me gustó mucho.

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