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Madreselva

Wanda Rivera

 

Recuerdo la madreselva.

Nos pasamos, con mis hermanos, toda una tarde comiendo esas pequeñas flores dulces. En una esquina de baldío, en Isidro Casanova, había una pared repleta. Ese momento quedo como una instantánea en mi mente, tres niños comiendo flores con la felicidad de quien descubre golosinas gratis.

Ya el hecho de ir a la casa de Lope de Vega era todo un momento. Calles de tierra, en el auto sonando un casete de Santana, olor a cerveza y a naranju en el aire. Durante todo el resto de mi vida, el naranju me hizo acordar al barrio. Pero más me hacía acordar la madreselva.

Esa tarde, como tantas otras, habíamos ido a comprar jugo en sobrecito al almacén de Rosa. Volvíamos caminando, mientras metíamos la mano en el paquete para que el polvito se nos quede pegado en los dedos, que después de dos minutos estaban naranja por el colorante. Mi abuela decía que comer eso me iba a agujerear el estómago, que no lo hiciera más, pero a mí me gustaba, así que lo hacía igual. Además, no podía enterarse de todo lo que pasaba cuando ella no estaba.

Al doblar la esquina mi hermano mayor fue trotando hasta el paredón, inmenso, verde, lleno de puntos blancoamarillentos. Me acerqué, trotando también, y miré sorprendida. Arranco una flor, la agarro de un pétalo con la punta de los dedos y con la mano derecha, índice y pulgar en pinza, le saco el pistilo y se lo llevó a la boca.

—Yo quiero, ¿qué es? — Dije ansiosa. Primero yo quiero, siempre, toda mi vida fui igual, yo quería, aún sin saber que era.

— Madreselva – respondió

— ¿Gusto a que tiene?

— Es re dulce

Me dio una. Imite sus movimientos hasta que la gota llego a tocarme los labios. Fue deliciosamente dulce, más aún porque la había recién descubierto, tenía el sabor de lo nuevo, sabor natural, fresco.

Nos quedamos una hora en esa esquina, mientras en la casa, entre mano y mano de chinchón, se empezaban a preguntar porque no volvíamos. Una hora estuvimos allí, con el sol quemándonos suavemente la cara, sol de sábado por la tarde, sol de primavera de octubre. Una hora de oler y saborear madreselva.

Volvimos corriendo, sabíamos que se nos había hecho tarde, también sabíamos que no nos iban a retar, pero igual corrimos. Los grandes seguían jugando a la cartas. Salvo mi padre, que pregunto a dónde habíamos estado, nadie hizo comentario alguno sobre nuestra tardanza.

—Le enseñe la madreselva — dijo Lucho.

—¿La qué? — Pregunto mi papá.

Era mi papá, mis hermanos tenían otro distinto, pero se preocupaba porque era un poco el papa de todos. Mama nunca fue buena eligiendo padres para sus hijos, así que el mío, trabajador, no adicto y no golpeador era de lo mejor que mis hermanos habían tenido como padrastro.

—La madreselva, es re rica y re dulce — le conté emocionadísima.

Además de saber mucho de religiones y extraterrestres ahí descubrí que mi padre parecía tener algunos conocimientos sobre hierbas y recuerdo que muy serio nos preguntó cuánto habíamos comido.

—Una bocha — respondió el menor de mis hermanos, mientras se acariciaba la panza, que le sobresalía en su cuerpo delgado y pequeño que no llegaba a los cinco años.

Su cara se mudó de sería a preocupada y nos dijo que le avisáramos si alguno se sentía mal, porque quizás no nos hacía bien comer esas cosas.

Después de ese comentario de papa nos dimos media vuelta y salimos a jugar a la vereda. Íbamos a tirarle piedras a los perros muertos, así se iban más rápido al cielo, pero yo no estaba con la misma emoción de hacía un rato, me había bajado la energía, estaba menos alegre. En ese momento sentí, por primera vez, miedo a morir. Pensé en todos los chicles que había tragado en mi vida, cada uno pegado en el estómago, en cada sobre de jugo vacío, en cada vez que me había pintado con fibrón la mano y la tinta se me había ido a la sangre, envenenándola, pensé en los gusanos que tenía adentro por haber comido tantas cucharadas de azúcar. Y encima la madreselva. Todo eso que había hecho en mis cortos seis años de vida estaba mal, había hecho todo como para morirme intoxicada. ¿Y a mí? ¿Me iban a tirar piedras para que me vaya más rápido al cielo después de muerta? Estaba metida en ese pensamiento cuando mi hermano menor cayó desplomado al suelo.

El resto no lo recuerdo muy bien. En mi mente quedaron los gritos de mi hermano mayor llamando a mama, los grandes saliendo a las corridas, doña Tita, la vecina,  alzándome como bolsa de papas y yo viendo rebotar en el barro la piedra que se me escurría de la mano izquierda.

El resto de la tarde Lucho y yo nos quedamos en la casa de Tita, los dos sin decir una palabra, mientras mirábamos como en un programa de música tropical hacían un concurso de baile. En algún momento me quede dormida en el sillón. Era de noche cuando mi papá volvió a buscarme. Me alzo, me llevó al auto, me acostó en el asiento de atrás, se subió y arranco. Yo me hice la que seguía dormida.

Por supuesto que nada tenía que ver la madreselva en la muerte de mi hermano, tenían mucho más que ver la madrepobreza, la madredesidia, la madreabandono, pero no la madreselva. Igualmente, durante el resto de mi infancia y adolescencia, mientras seguía culpando a la planta, los temores eran enormes. No más jugo en sobre, no más cucharadas de azúcar, no más chicles tragados, y por supuesto, no más comer ningún tipo de flor, ni siquiera las de mazapán que venían en las tortas.

Hasta que un día, ya siendo adulta, paseando por la calle, me volví a encontrar con la madreselva. Había una niña con la nariz metida en la enredadera, se notaba en su sonrisa el deleite por estar a punto de saborear ese dulzor. Me acerqué y la imité. El sol me daba en la cara, como esa tarde de octubre. Ella sonrío, creo que lo que le generó la sonrisa fue que una persona grande la estaba copiando.

—¿Viste que rico olor? Me pregunto.

Le sentí aroma a calor, a infancia, a niños solos jugando en la calle. Tomé una y la probé. Tenía sabor a abandono, a descuido, a lamento. Tenía gusto a la última sonrisa de mi hermano y a piedra golpeando contra el barro. Pero no pude decirle eso.

—Si, es muy dulce, como la vida

—¿La vida es dulce? —Me pregunto sorprendida, no entendiendo del todo mi metáfora.

—La vida tiene el gusto que vos quiera que tenga, conteste muy convencida.

Me regalo una última mirada y se fue. Estoy segura de que a ella la madreselva le traerá recuerdos mucho más bellos que a mí.

 

 

  

Comentarios

  1. Hermosa historia. Leyendo tu cuento, me llevaste a recordar mi barrio de la Unión en Montevideo.

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  2. Me encanta tu cuento. Casi me quiebro.

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