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La dama del pañuelo azul

Eric Haym-Fielitz

 

Aquella tarde de invierno, el señor Moscoso quedó un rato contemplando el mar embravecido desde el ventanal del salón. Oscuros nubarrones anunciaban una tormenta helada y el viento soplaba con fuerza desde el sur. Las sombras estaban largas y los escasos paseantes se estaban retirando de la amplia rambla costanera. El frío ya se había hecho presente y el sol se batía en retirada.

El salón del hotel estaba envuelto en una confortable quietud. En esa época del año eran pocos los que visitaban el balneario. Los hoteles y hospedajes funcionaban a tope durante el verano, cuando miles de turistas se acercaban a ese antiguo pueblo escondido entre cerros que terminaban abruptamente en la mar. Pero en el invierno, el puerto de yates, la rambla con antiguos faroles, leones alados y símbolos esotéricos diseminados en aparente desorden, envueltos en un aire a película de los años treinta, estaban casi vacíos. Las casas con las persianas cerradas a cal y canto, algún perro vagabundo tiritando en una esquina y el viento, el eterno viento del sur eran los dueños del lugar.

Sentado con mucha comodidad en un viejo sillón de tela clara, dejó a un lado el libro que estaba leyendo, una historia de piratas y bucaneros que navegaron ese mismo mar que tenía a la vista, y se dejó llevar por la tranquilidad del lugar, como lo hacía cada vez que visitaba ese hotel desde hacía veinte años. O quizás fueran más. Muchas veces había retornado a ese pueblo y a ese hotel. Antes por razones de trabajo, ahora por nostalgia de los tiempos idos.

Con el pelo encanecido y un ligero temblor en la mano izquierda, Moscoso era consciente que la melancolía era una de las mayores enfermedades de la vejez, junto al lumbago y el temblequeo. Pero no podía evitar ir, un par de veces durante el invierno, a ese hotel ubicado al final de la rambla, una casona antigua que imitaba un estilo inglés, que en algún momento convirtieron en un hotel de provincias cómodo y hogareño, con un pequeño salón donde ardían siempre un par de troncos, los pasos eran amortiguados por una alfombra mullida y de vez en cuando, alguien tocaba alguna melodía en un viejo piano oscuro, arrimado a la pared.

Quizás estaba perdido en alguna ensoñación mientras observaba el vuelo de unas gaviotas cuando un ruido a su espalda le distrajo. No estaba solo.

Junto a la estufa, acercando sus manos para calentarlas, estaba una señora alta, de piel muy blanca y cabellos claros recogidos en un moño. No pudo verle el rostro, pero adivinó su edad en quizás sesenta y pocos. Vestía una falda oscura, zapatos abrigados, un buzo grueso y un pañuelo azul. Es bueno saber que no soy el único huésped aquí, pensó Moscoso, fantaseando con invitarle a tomar un café, quizás luego de la cena.

Un corredor pasó trotando por la rambla. Moscoso le observó un instante. Ese tipo debe estar loco, pensó al verle casi sin abrigo y con la temperatura descendiendo a medida en que el sol se escondía. Al volver la mirada a la estufa, la señora ya no estaba. Retornó a su libro y la tarde pasó sin prisas.

Luego de la cena, subió a su habitación dispuesto a dormir. A la mañana siguiente ya debería retornar a su casa en la capital y no le gustaba manejar cansado. Sin embargo, sabía que el sueño tardaría mucho en llegar y se negaba a tomar alguna pastilla para dormir, por lo que decidió bajar otra vez al salón a leer.

El hotel estaba en silencio. Pocas luces permanecían encendidas y las maderas del piso y de la vieja escalera crujieron bajo su peso. El conserje nocturno, atrás de un pequeño mostrador, levantó la vista y le saludó con un ademán.

El salón estaba a media luz. En la estufa ardía un leño y el calor que emanaba era muy agradable. Los dos sillones frente al ventanal no tenían ninguna lámpara con buena luz como para arrellanarse ahí con una buena lectura, por lo que optó por acomodarse en un sillón de tres cuerpos que enfrentaba a la estufa, a cuyo costado había una vieja lámpara de pie de madera labrada. La encendió, se ubicó en un costado y se olvidó del mundo.

Quizás pasó una media hora o un poco más metido en su historia de bucaneros, cuando un ruido más parecido a un murmullo o un suspiro le llamó la atención y le trajo de vuelta al salón. Sin levantar la vista del libro trató de identificar ese sonido que parecía un sollozo ahogado. Alguien está llorando, pensó Moscoso, tratando de descubrir el origen de ese llanto.

En la penumbra del ventanal descubrió la silueta de alguien sentado en uno de los sillones, donde él mismo estuvo durante la tarde. No podía distinguir bien su rostro, ya que el respaldo del sillón lo ocultaba. Pero pudo reconocer los zapatos abrigados y el buzo de lana. En la mano sostenía un pañuelo azul.

El primer impulso de Moscoso, educado en antiguas costumbres de caballero, fue el de levantarse y asistir a esa señora. Era probable que fuera un huésped quien recibió una noticia triste y, creyendo que estaba sola en ese salón, no pudiera contener el llanto. Sin embargo, algo desde muy adentro le dijo que dejara a esa señora en paz y respetara su soledad.

El silencio se adueñó otra vez del salón. Moscoso intentó concentrarse en la lectura, pero pasaba las páginas sin haber retenido nada, como si al terminar de leer una frase, esta se borrara de su memoria. Un bostezo le indicó que ya era tiempo de subir a su habitación. El reloj hacía poco que había dado las once de la noche. Se levantó con sigilo y al salir se cruzó con el conserje. Le deseó buenas noches y le dijo que en el salón había una señora que seguramente estaba pasando un mal momento porque la sintió sollozando. Con paso firme pero ya comenzando a ser vencido por el sueño, Moscoso se perdió escaleras arriba.

El conserje le siguió con la mirada. Pasados unos instantes, salió de detrás del mostrador y entró en el salón. Se acercó a la lámpara, que Moscoso había dejado encendida, y la apagó. Los leños en la estufa comenzaban a consumirse. Todo estaba en paz y el salón vacío. Miró un instante el retrato de la dama del pañuelo azul, colgado al costado del viejo piano. Un escalofrío le recorrió la espalda, y salió.

 

 

 

 

 

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