Entonces, ¿quedarán todavía dioses a quienes invocar?*
Algo me ha sucedido,... Vino como una enfermedad,...
Se instaló solapadamente, poco a poco;
yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más.
Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo,
y pude persuadirme de que no tenía nada,
de que era una falsa alarma. Y ahora crece.
La náusea
Jean Paul Sartre
Preguntémonos por el origen del hastío para poder comprender lo que somos,
o dicho en términos más exactos, lo que hemos decidido ser.
A tal condición —la del hastiado— llega toda persona,
como si estar hastiado fuese condición sine qua non de lo humano.
Afirmémoslo categóricamente: el hombre es aquel animal que se hastía.
Hastío
Luis
Felipe Vivares
Lo presiento, aparece en el momento inesperado, llega, nada me salva, lo sufro tanto como la ausencia de Cristo, del que me sacia sin saciar ¿Dónde te encuentras Señor?, ¿dónde estás? Reniego de mi condición de sacerdote o mejor dicho, me regocijo en ella porque gozo, gozo a pesar
de todo. Mañana, ¡Italia!, ¡El Vaticano! Al Pontificio Colegio de
San José. Nada me preocupa tanto como el
tiempo, las horas que invertiré en el estudio de Dios y sus doctrinas eclesiásticas. Teologizantes horas muertas. Voy a Roma sin importarme absolutamente nada ir a Roma, sin importarme
absolutamente nada no ir. Solo me angustia su asecho constante. Ha debilitado mi fortaleza, me quejo, sufro de un rebelde descontento, me sufre el hartazgo del tedio. Fui arrojado sobre una tierra azarosa, mundo caótico, universo dictador y comienzo a estar, no a ser en el espacio ¿Sacerdote? ¿Hombre?, caigo en el más vil de los lugares comunes, nunca
he sabido. Italia mañana… voy a Roma… me espera el Vaticano, seré un cura de los que necesita la iglesia. No puedo dormir, estoy
sentado fuera del ahogante curato de mi parroquia, frente a la exuberancia de la barranca más hermosa y siniestra de la ciudad. La barranca…
me llega esta idea no sé por qué, la barranca que perdió
a Lowry. Lo imagino ebrio, parado a la orilla del despeñadero,
cayendo y no, perseguido por sus miserias ¡Me importan sus miserias! Volaré
a Roma, dos años recluido preparándome para el manejo innovador de Dios,
la ciencia moderna de Cristo
y después, eso me servirá para, entre otras cosas, el correcto gobierno de mi grey. Reinventaré la parodia colonial de los hijos de Dios y amantes de Guadalupe. Nada concatena, ni tiene reglas, ni orden. No funcionan las cosas. La tierra me resulta incomprensible…
levito sobre las raíces amarillas de los amates que con sus palpos sostienen el
abismo. Y
entonces llega inesperadamente, sin pedir permiso, como tantas veces, la indolencia, este mermo en mi cerebro, en mi cuerpo.
*Lawrence
Durrell, El cuarteto de Alejandría, Clea.
Se reunían en la iglesia, salían a las calles repitiendo como un mantra la tonada: “Una limosnita para este pobre viejo, una limosnita para este pobre viejo. Que ha dejado hijos, que ha dejado hijos, para el Año Nuevo”. La noche del 31 de diciembre los jóvenes organizaban comparsas. Improvisaban décimas picantes, burlonas.
Rasgaban la
modorra
de
trescientos
sesenta
y
cuatro
días.
Era
una
sola
noche
en la que hacían a un lado
la
penosa
sensación
de
no
tener
interés
por
nada,
esa
enfermedad
que
al
correr
de
los
años los iba llevando a una cierta y degenerativa parálisis. Era una marcha sin posibilidad de detener, cumplían rutinas convertidas en el eje central de su cotidianeidad. La gente padecía de indolencia, contagiaba cansancio, les era imposible encajar entre ellos, con otras personas, con la naturaleza o las cosas simples de la vida.
La
canción viene a mí, retumba, agita, adormece, enamora una
y otra vez. La tonada retumba. Nada sigue un orden visible, nada aparece seriado: Cecilia, el seminario, mi
trabajo parroquial, la familia, mi
pueblo, el viaje a Roma, la parroquia, Cecilia, la mujer oculta a todas vistas,
nada se ordena, nada sigue un orden.
Pero la siesta tenía
por límite la Noche Vieja. Fuera de sus casa los jóvenes gozaban a bocanadas las últimas horas del año. Eran una tribu de muchachos alegres y dicharacheros, cantando y bailando para que les dieran monedas, comida, cerveza, aguardiente de caña. Después de agradecer la limosnita venían
las versadas. Uno de ellos vestía de anciano: larga y mal hecha barba de algodón, bastón y temblores longevos. Otro, disfrazado
de
Año
Nuevo,
cubría
sus
partes
pudendas
con
un pañal,
además se había puesto camisetita y gorro para que no se le enfriara la mollera.
Aquellas cantinelas una veces juntas surtían los espacios de las calles, otras,
en
canon,
desfasaban de los dengues, remedos de bailes, ejecutados
por el veterano y el recién nacido.
Desde
la opulenta
boca verde-obscura de la barranca, no alcanzo a ver, escucho solamente un río de desechos que en el fondo enfila hacia el mar. Me encuentro hundido en la
legislación de la tierra impuesta por mi Dios.
Impenetrable Dios que desdeña la posición de los hombres, donde yo simplemente acato conclusiones fehacientes y
me adhiero sin
querer al entorno; aunque somos espacios diferentes, dicotómicos, enemigos. La ley
de la tierra y yo,
situados en polos opuestos, furiosos de estar
donde estamos, de lo que
vivimos, de ser inexorablemente lo que
terminamos concurriendo.
Aquella noche padecía la humedad que dejaba el viento norte. Los lugareños aguantaron la brisa desde la mañana. Pero como otras veces sucedía, el mal tiempo levantó por la tarde, y en las calles apareció de pronto el frio invernal de la costa. Un frio caustico, por unos meses inquilino en tierra caliente. Había una familia, los Sarmiento. Eran criollos, orgullosos de su estirpe, muy religiosos también. Eran rubios con ojos azules o verdes. Los lugareños admiraban su tez blanca y las miradas de colores que en ocasiones parecían atenderlos y otras, pasaban sobre ellos sin detenerse. Cumplía la estirpe con aquello de “Abuelo millonario, hijo señorito…” y no llegaba a nieto pordiosero porque algunos explotaban sus gracias naturales y otros optaban por el sacerdocio. La familia se inoculó de hastío. Padecieron la endemia, vivían el horror del sin horror. El más joven incluso tapió sus ventanas para evitar perder la privacidad de aburrirse a solas. Sufría el benjamín de los Sarmiento la
enfermedad de no saber qué hacer, la saturación,
la existencia desprovista de sentido que aparece
cuando ya no quedan
temores ni creencias. Padecía
un hastío irreverente e insólito. Muchas veces
pensó que Dios creó el mundo porque
se aburría. Otras, gozaba
el dolor del empalago cuando le arremetía esa
sensación que lo vinculaba al cosmos. El pequeño del clan era como casi todos en su familia: rubio, orgulloso, creyente. Pertenecía a las legiones de juventudes católicas, nuevas promesas de la cristiandad. La gente de la región admiraba su piel parecida al estuco que recubría la madera con que estaban hechos los santos.
Dios, nuestro Dios, mi Dios
me deja solo en este
espacio. Esa es la única
realidad que sostengo. No dudo
que la verdad de mi estancia es lo único
que soy, lo único
en que estoy. Fui
arrojado a un lugar
equivocado por un demiurgo hostil, soy extranjero en el país inhóspito de estas
cuatro paredes, formo parte
de mi propia pesadilla, soy una pesadilla… siento miedo. No me puedo
palpar el alma, ni
mi estancia en el amor carnal. Gozo al trastocar lo perenne. Sigo al Marqués de
Sade y pienso como él, que lo más
divino es el
movimiento,
gozo al trastocar la conmoción que acaba con la vida. Pero ¿cómo podemos
evadirnos de esa sensación donde nada vale la pena? El aburrimiento es un sobresalto de mortalidad.
Solamente cuando sentimos que no deseamos hacer nada somos
conscientes de que inexorablemente el tiempo
corre y que tarde o temprano ya no nos quedará
más. Caminamos hacia la muerte
de todas formas, sin advertirlo, sin consciencia total
de ello. Por
esa razón, cualquier tipo de asesinato perpetrado en
el tedio debería ser absuelto.
Iniciaba la noche, los muchachos la ronda y después, por fin, la juerga. El joven Sarmiento se unió al grupo. Mezclado con mestizos y mulatos cantó las coplas
del
Año
Viejo.
Buscaba
romper
el
muermo
dentro
de
la
fiesta.
Bailó
frenéticamente
convulsionando al movimiento. A su alrededor avistaba
figuras que
se hacían pequeñas, fundiéndose unas con otras en una estela de colores mientras daba vueltas y vueltas hasta el vaguido. Fue él quien lo vio primero. Era el loco del pueblo, el pobre diablo. Lo vio
apresurarse hacia
ellos con la esperanza de un trago, corría azorado,
zanqueando como fantasma desprendido de un oleo en claro obscuro. El joven
disfrazado de Año Viejo, de un tiró se quitó las barbas y las mandó por todo lo alto. El joven Año Nuevo, arrancó su pañal. Le aplaudieron sus compañeros. Después
abrazaron al trastornado. Corría el aguardiente de caña. Nacía el año. De pronto el benjamín Sarmiento sintió los
síntomas del virus. Cierto empalago de las noches viejas y las que estaban por venir se acumuló en sus recovecos. Sintió el
atisbo del maniático sobre su nuca adivinando el aburrido desfogue de la trasnochada y la desesperación del cansancio. Miró
entonces hacia el quicio de una puerta donde alguien había dejado un costal con café recién cortado.
Las
manos
del
criollo
tomaron
el
bulto
y
lo
vaciaron
sobre
las
cabezas
de
la
muchachada.
Miró
como
sus
amigos
y el demente se reían tratando de pescar las cerezas con la
boca para después escupirlas unos a otros en la cara.
Un poco antes, sobre ese mismo costal, varios
de ellos orinaron.
Al sacudirlo aspiró los olores a café y amoniaco. Los
miró sin
escuchar, sonrió.
Es tarde,
miro la noche y la mañana, después Roma, El Vaticano. Estaré entonces vagando en
la ciudad, sobre la negritud de las catacumbas que estercolan el subsuelo
de mi fe, me sitúo en un mundo
de catervas púrpuras, blancas, negras, seré un punto más entre las miríadas
de cabezas en la Plaza de San Pedro. Sobre el
lomo de la barranca se multiplica
la columnata de Bernini, sube al cielo hasta perderse. Desde hace
años he desatado una guerra
secreta contra la tierra, y es aquí donde pretendo triunfar
sobre la humanidad que soy o tal
vez sueñe triunfar, o sea mentira y me ilusione a mí mismo. Soy un animal hastiado, hundido hasta el cuello en el mermo. Con esta sotana pegada al
cuerpo, tendré
que ser pastor
eficaz, encontrar
la verdad de Dios que le será inútil al prójimo frente a
un contorno hostil que no busca en lo absoluto imitar al hombre sino
a la bestia, que
no posee reglas ni formas, ni sabiduría, ni belleza, ni sentido del poder, ni nada de nada de lo que busca Él o yo ¿Qué busco yo?, ¿qué busca Dios?, ¿qué
he buscado durante toda mi vida?, ¿una tierra que no es un ser vivo?, ¿salir del hastío?, ¡Ja!, ¿volver al
hastiado para gozar unos
momentos sin
él? El mundo es risa y detestación, el
mundo me
fastidia, le tengo un asco inmenso al vómito de la Vía Láctea, leche fermentada, bazofia en la bóveda celeste. Pero
los dos, Dios y yo, permanecemos en el centro del
cansancio, este plano e instante pleno, donde, no me
cabe la menor duda, el hombre fue creado sin conciencia de
especie,
sin el menor sentido de pertenencia a los rasgos heredados de su tribu.
El joven Sarmiento y la canalla miraron cómplices al loco. Le atrajeron. Se extasiaron en sus ojos promisorios, rastrearon el hilo de baba que le escurría hasta el pecho. Intuyeron la voluntad póstuma
del
reo
y cumplieron dándole a beber un buche de alcohol. Lo metieron delicadamente
al
costal
ayudándole a doblar piernas y cabeza en posición fetal para que cupiera en la mortaja de yute, y amarraron la
abertura de
tal
forma
que
le
fuera
imposible
escapar.
Lo
rociaron
con
el
aguardiente
que
les
quedaba.
El
joven
Sarmiento
metió la mano en la bolsa de su guayabera, ahí sus dedos palparon una pequeña
caja… la sujetó fuerte hasta arrugarla… la sustrajo… la abrió…sacó el cerillo…lo
raspó con delicadeza sobre la franja obscura del costado… escucho el sonido que
produjo la fricción… miró la flama, después, la aspereza del yute… se acercó al
costal… lo prendió.
He
roto con las características de mi mundo: sistematicidad, orden, jerarquía, certeza frente a las interrogantes, dogmatismo espiritual, administración de poder (nadie sabe aplicarla mejor que los sacerdotes), ingenierías eficientes desde perspectivas
¿sociales?, ¿humanas?, ¿eróticas?, ¿avaras?, ¿perversas?, ¿criminales? ¡Pobre de mí!,
¿pobre curita?, ¡qué
va! Me he
recreado hasta el orgasmo en ese
sentimiento, esa nausea que somete. Lidio dentro mi propia caverna, con la esfera que contiene este mundo que habito, las sombras de aquellos hombres que pasan. Y pasa el trastornado, ¡borracho!, ¡escoria!, ¡a quién le importa! Llevo dentro la traba que produce el peor de los insomnios. Algunas veces, una necesidad asesina me asfixia y
me deleita igualmente. De
nada sirve abrazar a mi Dios. La intranquilizante eternidad
del alma me
desazona, es un dogma de fe que no logro aceptar
¡Dogma!, nada tenemos que entender. Sigo siendo
un manojo de dudas e incertidumbres. Algo se supone que está allí. Y caigo en la desgracia de sentir que únicamente este
empalago me mantiene dentro de lo terrestre, porque no puedo experimentar lo
divino. Siempre
termino encallado en cualquier
situación,
no importa cual, ésta se convierte en costumbre y esa costumbre la trueca en
monstruo, soy ese tipo de animal. Me siento
inmigrante en la vida, persisto en esta condición perpetua, me angustia vivir
expatriado y que una vez que el tiempo corra, esa condición perpetua termine
por hacerse cotidiana, normal, monótona, y retome la vida su usanza. Somos animales
de costumbres,
lo sabemos. No soporto esa estúpida idea ¡No! Que la vida nunca tome su cauce.
Voy a llegar hasta la Fuente de Trevi y no arrojaré una moneda. No comeré
pastas grasientas, ni beberé vinos, ni lameré
helados aunque me derrita el sol ¡Las comidas que recrean y enamoran! No quiero
resignarme a la supuesta tranquilidad que debe invadir mi espíritu, por el
contrario, necesito sentirme vil frente al acostumbramiento, que se genere en mí el asco frente a lo que me contorna, frente al mundo que hemos creado pido la limosna de hundirme en el empalago.
Los
Sarmiento acallaron los hechos y no se sorprendieron cuando un día el benjamín
avisó que iría al seminario, no les explicó por qué tomaba aquella decisión: se
convirtió en sacerdote. Vuelto hombre maduro y después viejo, el padre Sarmiento, residió dentro de sí
al
hijo
señorito.
Su vida fue
y vino como un péndulo: de la merma al aburrimiento. Nunca ejerció en su pueblo, solamente cantó frente a familiares y
paisanos su primera misa. En ocasiones, cuando añoraba la juventud,
desde
otras
tierras
y
en
otros
lugares,
le
volvían
los
olores
de
aquella
noche,
la
visión
de
la
inmensa
hoguera
que
había
producido
un
ser
tan
insignificante
y
lo
feliz
que
por
unos
segundos
había
sido,
sacudiéndose
el
hastío.
Soy un animal que yace, el único que hastía. Le volvían los olores de aquella noche. Soy pecado, y lo feliz que, por unos segundos había sido. Mañana frente a la Basílica de San Pedro, la visión de la inmensa hoguera que había producido un ser tan insignificante, buscaré salir de esto.
La angustiosa condición contrariada
por la ironía de mi naturaleza más alejada de ser animal me acaba. Mi yo, nuestro yo, la siempre interna lucha por ser
que en nada contempla a Dios… le volvían los olores de aquella noche, la visión de la inmensa hoguera que había producido un ser tan insignificante y…El Vaticano no impedirá que arda ¡Maldita sea! …Daré
la batalla, lo feliz que, por algunos segundos, había sido ¿Pero, y si como
siempre, la pierdo? Siempre la he perdido. “ Entonces, ¿quedarán todavía dioses a
quienes invocar?” Será inútil, lo sé. Es inútil luchar ¡Dios, si todavía existes, espero tu respuesta! Mis oídos no son sordos. Aquí están los olores, ardo en la tea, soy yo quien
calcina, el loco se limita a heder, miro
sus muecas, las imito, no quiero ni puedo
olvidarlas ¡No puedo¡ Complaciente vuelvo, vuelvo, vuelvo al recuerdo, huelo la visión de la hoguera, me deleito, evoco la
inmensa flama ¡Fui, feliz mientras aquel hombre se abrasaba! ¡Estoy feliz
cada vez que lo evoco! Entonces, sin la traza del destino, en medio de esta
enfermedad que me azota, soy el hombre que goza cuando vive la ausencia del hastío.
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