La
decisión
Denis
Álvarez Betancourt
“No leáis
apresuradamente porque hay letra minada”
A Samuel Feijoo, del que tomé todas las leyendas
La Bruja Gómez,
después de aterrorizar durante años a los vecinos de la ermita del duende, en
un lugar cercano a Cruces, tomo la decisión por sí misma deshacer todas las
triquiñuelas de su larga y azarosa vida. Pudiera parecer algo fácil, tratándose
de una bruja. Pero no lo crean, pasó su trabajo, por la incredulidad de los
feligreses que no confiaban en sus buenas intenciones y, sobre todo, por la
memoria. Imagínense ustedes mismos, los que pasan de cuarenta, que de pronto
quieran arreglar todo lo que hicieron mal en sus vidas. Por qué decidió tomar
esa decisión tan de repente, aún me lo pregunto. No sé, quizás fueran los
nuevos tiempos.
Su
mito surgió en la época en que Cuba era colonia de España. Era acerca de una
familia campesina que, viviendo en la manigua, enfermaron todos de tifus y
murieron. Cuando del pueblo más cercano subieron unos hombres a averiguar, casi un mes después, se halló el cuerpo intacto de una mujer joven
dentro de un mar de cadáveres podridos y pellizcados por las auras. Por lo
distinto, los monteros lo separaron del resto para darle cristiana sepultura,
no sin antes vomitar todo el almuerzo, al tiempo que decidían quemar el rancho
con el resto de sus corrompidos moradores.
Dicen
los que subieron, que mientras crecía la candela y buscaban los palos para la
parihuela que llevaría el cuerpo de la mujer, sintieron un grito horrible; de
esos que no se olvidan; y se levantó desapareciendo en el monte. Al contar todo
a la guardia civil, resultó que en esa familia, conocida por todos como los
Gómez, no había mujeres como la descrita.
La llamaron desde entonces la Bruja Gómez que sirvió para asustar a los niños
con su presunta venida y también, porqué no, para evitar que las familias
hambrientas ocuparan nuevamente el sitio en lo que se resolvían litigios de
tierras y propiedades entre no se sabe que señores de la capital.
Nadie
subió más hasta aquel intrincado lugar en por lo menos cincuenta años, ni se
reportó la aparición de la bruja por los alrededores en ese tiempo. Pero, como
la economía siempre manda, un cierto señor, ganador en la reclamación de la
propiedad, decidió montar allí una hacienda de café. La pobreza y la escasez de trabajo arrastraron
a los pobladores y muchos se mudaran a aquellas lomas.
Por
aquello de que el sitio podía ser también propiedad del diablo, el gran señor
encomendó a un padre jesuita alemán, de apellido von Rudolf, la construcción de
una ermita para adorar a Dios, cantar los salmos de domingo y así ahuyentar la
mala fama del lugar.
Al
concluirse la ermita y justo antes de la primera misa, con todo el pueblo
reunido, se apareció de pronto la bruja Gómez, bella, radiante y toda vestida
de blanco como para una boda. No entró, se paró desafiante en el portón y lanzó
hacia dentro un grito de esos que no se olvidan. Del techo de la ermita,
construido totalmente de cedro a la usanza de aquel tiempo cayeron como lluvia,
lágrimas saladas con el terrible olor de la carne podrida. Todos corrieron aterrados, loma abajo como
una estampida de reses y el tal von Rudolf no pudo pronunciar más ni una
palabra, quedando mudo para siempre. La
bruja Gómez ganó así su primera batalla por el dominio religioso del lugar y se
mantuvo al frente por más de doscientos años, refugiada en la ermita abandonada
y rodeada de los duendes que extrajo como trofeo de la mente de von Rudolf, jesuita alemán y nunca realmente converso a la
fe; sino como podía albergar tantas alimañas en su cabeza.
Se
imaginarán todo lo que una bruja puede hacer en más de doscientos años. Ahora, traten de deshacerlo y se darán cuenta
del tamaño de aquel empeño.
Lo
primero que hizo fue buscarme a mí ya que, como representante oficial de
Dios, era el más adecuado para el caso
que se trataba. Los encuentros con la ciencia siempre le fracasaron,
principalmente por lo de las explicaciones, y los gobiernos la dejaron como un
mal necesario.
Tampoco,
en su largo tiempo de existencia, pudo apoyarse en la prensa. Detestaba a los
periodistas de manera especial por lo del sensacionalismo y eso, y era tal su
rechazo que no hubo uno que, tratando de retratarla o filmarla, haya
sobrevivido cuerdo. Realmente no fueron
muchos los que se empeñaron seriamente en reflejarla, inventaban sencillamente
las historias en su redacción sin empaparse el trasero.
Recuerdo
a uno, muy ateo él, que llegó a mí solicitando confesión. Se atrevió en uno de sus artículos a acusarla de
secuestrar niños. La bruja se le apareció
en la misma redacción con las cabezas de sus dos hijos sangrando si no refutaba
tamaña mentira en el matutino del día siguiente y si, además, no confesaba sus
pecados a Dios. El hombre salió como un loco a su casa y cuando vio a los dos
críos dormidos tranquilamente y
completos, corrió a mí para que le perdonara todas sus mentiras y pecados, que
no revelaré por las razones que ustedes saben.
La
entrevista fue un gran acontecimiento. Me solicitó primero, a través de Ramona
La Santa, única persona que podía verla en sus predios, que la visitara en la
ermita, pero no accedí recordando a von Rudolf, y porque se requiere mucha
fuerza de fe para enfrentar al diablo en sus múltiples formas. Pero dejé la
puerta abierta a un lugar neutral, sin los duendes que le acompañaban siempre y
sin pócimas que emanaran vapores y pudieran obnubilar mis sentidos. A poco
recibí su confirmación para la mansión del cafetal, abandonada desde sabe Dios
cuando.
Todos
en el pueblo se enteraron del lugar y la hora, por que Ramona era santa pero chismosa.
El día señalado, se me despidió como si fuera el príncipe Sigifredo listo para
enfrentar al dragón y, Dios me perdone por el pecado de soberbia, me sentí como
tal. Solo extrañé el beso y el pañuelo de la princesa, más por el beso que por
el pañuelo. En aquellas circunstancias previas
al encuentro, creo que hasta Roma me perdonaría ese breve destello carnal.
Mientras
me sumergía en los viejos caminos, tuve la sensación que alguien vigilaba.
Varias veces salté del susto y no les negaré que hasta corrí en pequeños tramos
al sentir los vagidos de alguna que otra res perdida. Por fin divisé la casa.
Entré
sigiloso y besando la cruz. Sorprendentemente estaba todo ordenado. La vajilla
en su sitio, los fogones encendidos y ni una partícula de polvo. Los sillones
del recibidor se mecían solos y cada cierto tiempo se veía un plumero solitario
agitándose encima de las repisas. Tuve que hacer acopio de valor para no salir
de allí al notar en los cuadros viejos las sonrisas y guiños de los retratados. La llamé como señorita Gómez y me respondió
una sonora carcajada y una línea roja en el piso me llevó hasta su presencia. Me dijo
—
Por fin, es usted muy puntual. Disculpe el mal olor, pero se imaginará que
tantos cadáveres podridos no emanan rosas. Llevo siglos fregándome y ese
maldito olor no se quita. Le llamé para dar fin a todo. Dígame ¿Es posible?
—
No sé, supongo que no pueda remitirla a
la fe. Pero podríamos empezar por su verdadero nombre.
—Era
Hermione. Ni siquiera sé como llegué hasta aquel lugar. Estaba perdida y de
pronto me vi entre aquellos seres
enfermos. Pidieron que me alejara pero no pude. ¿Adonde iba a ir? Parece que
era mi destino convertirme en lo que me convertí. Estuve mientras morían, uno a
uno, y tuve que cuidarlos hasta el final. El último me dijo, no quiero que
nadie nos vea así. Quema todo y vete. Pero no tuve fuerzas y creo que eso es lo
que me reprochan.
Después
de una larga jornada de diálogo, llegamos a grandes acuerdos, eliminar a los
duendes para lo que se debía recibir la ayuda del pueblo. Recoger e identificar
a todos los cadáveres insepultos de los doscientos años y darles un entierro
cristiano. Quitar las maldiciones a las más
de cincuenta casas de los alrededores, arando sola los terrenos aledaños para
cortar los hilos mágicos que las unían a su ermita maldita. Hacer brotar los
arroyos que fueron cerrados por su magia. Retornar a la normalidad a los locos
que se atrevieron a desafiarla y por último, quemar la ermita.
Cuando
todo el trabajo acabó se asomó al portón de mi iglesia, pero esta vez no gritó.
Comenzó a caminar hacia la fuente bautismal y allí, solicitó mi intervención.
Le vertí el agua bendita en su frente y lentamente la vi desaparecer.
Quedaron
todavía algunas cosas por hacer, todavía se puede asustar a los niños con algún
que otro duende que quedó en el bosque, escapado de su poder no se sabe como y,
en aquellas casas malditas, de vez en cuando se mecen solos algunos sillones
por algún hilillo mágico remanente, pero creo que, después de todo, cumplió
bien con su acuerdo. Pero siempre me quedará la duda ¿Por qué tomó esa
decisión?
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