La
Gran Torre
Más
allá de toda tierra conocida,
más
allá de lo que cualquier viajero recorrería en su vida,
más
allá del tiempo y su infinidad,
inclusive
más allá de cualquier realidad,
erguida
imponente, la Gran Torre se conservaba majestuosa
y
su única habitante era una criatura hermosa.
No
se sabe cómo llegó ahí ni de dónde surgió,
pero
la Gran Torre gustosa la acogió.
Era
pura y celestial, su inocencia no se desvanecía;
siempre
joven, jamás envejecía.
No
había ser alguno como ella,
resplandeciente
como una estrella;
no
se le distinguían facciones ni expresiones,
pero
en su cuerpo brillaban todos los colores.
La
Gran Torre albergaba salones inmensos, cada uno con inigualable decoración;
los
libros nunca escaseaban, acompañaban a la pequeña en toda ocasión;
la
comida era vasta, de todos los aromas y sabores;
el
silencio era ignoto, las armonías inundaban las habitaciones.
La
Gran Torre también estaba repleta de objetos ostentosos:
oro,
joyas y diamantes, un paraíso para los más codiciosos.
No
obstante, a la pequeña Iris estas riquezas poco le importaban,
había
otras maravillas que siempre la hechizaban.
Desgraciadamente,
a Iris la acechaba una extraña condición,
llena
de contrastes, imposible declararla como bendición o maldición.
Sus
emociones la acosaban perpetuamente con violencia,
todas
y cada una de ellas, esto era parte de su esencia.
Sorpresa,
miedo y tristeza,
asco,
ira y felicidad,
siempre
reaccionaba con una profunda sensibilidad.
Algunos
alimentos la tentaban a comer sin parar,
otros
la obligaban a vomitar;
algunas
melodías le provocaban bailar sin cesar,
otras
le aterraban y la hacían llorar;
algunos
días estaban llenos de dolor y frustración,
pero
también había días llenos de amor y pasión.
Así
era su vida, vivía con gran intensidad,
vivía
demasiado, vivía de verdad.
No
obstante, con el tiempo creció en ella una insaciable curiosidad.
Cada
día le surgían más interrogantes y ocurrencias,
¿acaso
estaría perdiéndose de otras magníficas experiencias?
Deseaba
conocer el mundo, pero su naturaleza era incontrolable;
temía
que afuera su experiencia fuera insoportable.
En
un día oscuro y lluvioso,
con
un viento frío y ruidoso,
Iris
se refugiaba en su habitación, profundamente dormida,
hasta
que recibió la mayor sorpresa de su vida:
alguien
tocó la puerta.
Al
instante, la pequeña despertó y se puso alerta.
Descendió
temblorosamente y se acercó a la entrada,
abrió
la puerta y se encontró con una mujer encapuchada.
“¡Dichosa
seas criaturita! ¡Gracias por dejar entrar a esta vieja peregrina!”
Y
sin recibir invitación, la anciana entró de manera repentina.
La
pequeña no podía creerlo, sintió pavor y huyó a esconderse.
Intentó
mantenerse firme, pero no pudo contenerse.
Iris
permaneció oculta por muchas horas, sufriendo de ansiedad,
pero
poco a poco fue mayor su curiosidad.
Al
día siguiente, juntó valor y siguió los ruidos hasta su cocina;
ahí
seguía la horrible anciana, engullendo una sardina.
“¿Dónde
estabas, criaturita? No hay nada que temer.
¡No
te quedes ahí parada! Siéntate y acompáñame a comer”.
La
pequeña se acercó a la mesa, mostrándose nerviosa,
su
inocencia no impedía que esta situación le pareciera sospechosa.
Sin
embargo, eventualmente se sintió aliviada,
jamás
en su vida había estado acompañada.
Los
días fueron largos, pero la anciana fue perseverante
y
finalmente Iris confió en su acompañante.
Al
tercer día, ya no había inseguridad,
Iris
incluso creyó que había encontrado una bonita amistad.
Los
días siguientes los dedicaron a recorrer todos los salones;
mientras
Iris fungía de guía, la anciana narraba sus expediciones:
“He
viajado por todas partes, visitado hermosas regiones;
he
atravesado montañas, bosques, ríos y cañones.
Allá
afuera todo es precioso, hasta el más remoto de sus rincones;
allá
afuera son interminables las experiencias y las emociones”.
La
pequeña aumentaba su brillo con cada descripción,
resplandeció
tanto que parecía inevitable su explosión.
Iris
despertó en su cuarto. Se había desmayado.
Pero
ya no estaba sola, la anciana se encontraba a su lado.
“¡Hola
de nuevo, criaturita! Pensé que ya no ibas a despertar.
¿Qué
fue lo que pasó? ¡Parecía que ibas a estallar!”
“Traté
de controlarme -dijo Iris-, pero narraste cosas que jamás he experimentado.
La
verdad es que nunca he salido de este edificio desolado”.
Iris
le contó a su visitante sobre su extraña condición,
motivo
por el cual había sufrido esa violenta reacción.
“Estás
llena de sorpresas, criaturita. Debe ser horrible,
tan
joven, luminosa y hermosa, mas no puedes ser libre”.
“No
siempre es tan malo -dijo Iris-, pero a veces es insufrible.
Hay
días en los que daría lo que fuera por ser libre”.
La
anciana mostró una enorme sonrisa y comenzó a vociferar:
“¡No
digas más, criaturita, que yo te podría ayudar!
Aunque,
claro, tendrías que cooperar”.
Mágicamente
apareció un pequeño cofre entre sus manos,
oscuro
y oxidado, parecía desenterrado después de muchos años.
“Ambas
queremos algo: tú quieres ser libre y poder viajar,
y
yo estoy muy cansada de tanto andar, ya quiero descansar.
Así
que yo podría acabar con tu malestar,
siempre
y cuando permitas que me quede para siempre en este lugar”.
Iris
no tenía nada que perder, al menos dejaría que lo intentara.
Aceptó
su ayuda y accedió a que la visitante se quedara.
La
anciana ordenó: “mete tus manos en el cofre mientras esté abierto.
Después,
cierra los ojos y grita la palabra Reflecto”.
Iris
obedeció y el hechizo surtió efecto.
El
cofre absorbió los colores que siempre la habían cubierto;
todos
se fueron, hasta dejarla irreconocible.
Se
convirtió en una sombra, casi invisible.
“¿Qué
fue lo que me hiciste?”
“Ya
está hecho -dijo la anciana-. Ahora, cumple con lo que prometiste”.
Dicho
esto, la bruja arrastró a Iris hasta la entrada
y
la echó fuera de la torre, propinándole una patada.
Iris
quedó muy debilitada, no se podía levantar,
y
cuando finalmente lo consiguió, ya no podía brillar.
Su
mente quedó totalmente despejada,
no
sentía absolutamente nada,
se
encontraba fuera de sí, en un completo trance.
Eventualmente,
la Gran Torre quedó lejos de su alcance;
finalmente
estaba afuera, en un escenario incapaz de imaginarse.
Vagó
por todas partes, sin rumbo alguno;
paisajes
sin conocer no quedó ninguno.
Fue
testigo de escenarios sorprendentes:
selvas
rebosantes de vida y desiertos inclementes;
noches
tempestuosas y amaneceres iridiscentes.
Atravesó
montañas brumosas, cruzó interminables puentes,
se
adentró en caminos subterráneos y ríos con violentas corrientes.
Olfateó
flores de todo tipo, probó alimentos que creía inexistentes,
escuchó
la melodía de las aves y contempló los astros celestes.
Sintió
la lluvia y la nieve, viajó bajo el Sol y la Luna;
descubrió
incontables maravillas, pero también la sed y la hambruna.
El
dolor la frecuentaba, pero emociones no sentía ninguna.
Por
más que lo intentaba, Iris no sentía nada;
ni
alegría ni tristeza, ni enojo ni sorpresa, Iris no sentía nada.
Solo
se dedicaba a sobrevivir y resistir;
su
realidad había cambiado, ya solo podía existir.
Viajó
por todas partes, pero no encontró propósito ni motivación;
por
más que existió, no experimentó ninguna emoción.
Con
el tiempo descubrió que no estaba sola, criaturas como ella había miles.
Estaban
por todas partes, sombras sin colores, casi invisibles.
Se
dedicaban a sobrevivir y no hacían nada más;
actuaban
por instinto, existían y nada más.
Después
de vagar por casi cincuenta años
y
sufrir de incontables daños,
Iris
se encontró con una torre, más grande que cualquier montaña helada;
era
inmensa y majestuosa, intacta e inmaculada.
La
pequeña llegó exhausta y hambrienta,
buscó
refugio y tocó la puerta corpulenta.
Nadie
respondió.
Siguió
tocando, pero nadie la atendió.
Cuando
estuvo a punto de rendirse, la puerta finalmente se abrió.
“¿Qué
pasa aquí? -preguntó la moradora- ¡Dejen de estar fastidiando!”
La
anciana no dijo más, no podía creer lo que estaba presenciando.
Le
resultó imposible mantenerse quieta.
“Tengo
hambre -dijo la visitante- y estoy muy sedienta”.
Sin
esperar ninguna invitación,
Iris
entró sin mostrar inhibición.
La
anciana se dirigió hacia la cocina y vio a Iris comiendo.
Talló
sus ojos y resopló con miedo,
se
negaba a creer lo que estaba sucediendo.
Cuando
ya no quedaba nada de comida,
la
anciana dio una forzada bienvenida:
“Bienvenida,
criaturita -dijo con voz nerviosa-,
espero
que mi comida te haya parecido deliciosa”.
“Seguramente
lo fue -dijo Iris inexpresiva-. Estoy agradecida.
Fue
noble de su parte recibir a alguien que jamás había visto en su vida”.
Estas
palabras alentaron a la anciana y recuperó su prominencia.
Los
recuerdos de Iris se habían ido junto con su refulgencia
sin
embargo, no estaba del todo confiada.
El
hechizo funcionó y su memoria seguía dañada,
mas
no contaba con las artimañas de la casualidad;
temía
que otra “coincidencia” llegara para castigar su atrocidad.
Una
enfermiza paranoia le advertía de una venganza por consumarse.
Tenía
que matarla, no podía arriesgarse.
La
anciana fingió hospitalidad, dejó que Iris se quedara
y
la llevó a la cama para que descansara.
El
Sol ya se había escondido y se avecinaba una noche helada.
La
anciana preparó té caliente y se lo llevó a la criaturita recostada.
Escondida
en su bata, aguardaba impaciente una daga dorada.
“¡No
hay nada como el té caliente antes de dormir!” -exclamó la anciana.
“Gracias
-contestó Iris-, pero estoy cansada. Mejor en la mañana”.
“¡Perfecto!
Entonces, espero que pronto puedas dormirte.
Cualquier
cosa que necesites, criaturita, aquí estoy para servirte”.
La
anciana comenzó a arrullarla con una dulce canción,
hasta
que finalmente fue profunda su respiración.
Se
aseguró de que estuviera completamente dormida
y
decidió actuar, ansiosa, pero decidida.
Como
consecuencia de su creciente anhelo,
la
anciana tuvo un descuido y dejó caer la daga al suelo.
Recogió
su arma y se posicionó sobre Iris de forma cautelosa,
empuñando
la daga con su mano temblorosa.
Requirió
de un minuto para fijar su objetivo
y
concretó su primer ataque, con un movimiento agresivo.
Pero
la puñalada no fue certera.
Iris
forcejeó y logró extender su mano hacia la tetera,
arrojó
la bebida caliente hacia el rostro de la anciana
y
salió corriendo, encerrándose en la habitación más cercana.
La
bruja estuvo mucho tiempo en el corredor,
golpeando
la puerta y gritando de dolor.
A
pesar de esto, Iris no sentía terror;
su
escape fue obra de una reacción instintiva al dolor.
Su
maniobra había sido eficiente,
pero
esto no era suficiente.
Estaba
debilitada, su cuerpo entorpecía y vacilaba con apuro.
Tropezó,
pero una mesa la detuvo. En ella se encontraba un cofre oscuro.
Iris
puso sus manos sobre aquel objeto
e
inmediatamente sus recuerdos regresaron por completo:
recordó
su vida en la Gran Torre, por mucho tiempo aislada,
recordó
el momento en el que conoció a la vieja desquiciada
y
finalmente recordó cuando su vida fue vilmente despojada.
No
dudó en abrir el cofre, puso sus manos dentro,
cerró
los ojos y gritó: “¡Reflecto!”
El
cuarto se llenó de un brillo esplendoroso,
aparecieron
tonalidades relucientes, creando un ambiente hermoso.
Iris
tuvo un brillo que nunca había presenciado,
brilló
hasta dejar el edificio completamente iluminado.
Todas
sus emociones regresaron con un golpe rápido y violento.
Experimentó
cada momento de su existencia, ninguno quedó exento.
Surgieron
risas y chillidos,
también
lágrimas y alaridos.
Iris
estaba extasiada, completamente perdida,
ahora
era omnisciente de cada momento de su vida.
De
repente, la pequeña fue violentamente embestida.
Pudo
ver a su enemiga sonriente, con la cara casi derretida.
La
anciana rugió de rabia y clavó la daga sin sentirse arrepentida.
Con
cada ataque, el brillo de Iris se fue apagando
y
la intensidad de sus emociones también se fue atenuando,
pero
nada podía apartarla de lo que estaba experimentando.
Vivió
su vida entera aun cuando se aferraba agonizante;
padeció
de incertidumbre y una pena constante,
pero
también alcanzó un estado de catarsis y plenitud total.
Nada
la detuvo hasta que se concretó el corte fatal.
Iris
dio su último suspiro con una completa satisfacción,
la
luz se extinguió y la oscuridad reinó en la habitación.
La
anciana se quedó en el suelo, sumamente cansada.
Por
fin sintió que su obra había sido completada.
Inesperadamente,
del cuerpo de Iris salió un rayo disparado,
atravesó
el techo y se escondió en el cielo nublado.
Se
desató un diluvio y el entorno se inundó de luces de todos los colores,
se
extendió por el mundo entero y afectó a cada uno de sus pobladores.
Las
sombras desaparecieron, dejaron de existir;
ahora
las criaturas resplandecían, podían vivir y sentir.
Las
emociones florecieron por todas partes
y
ya nada fue como antes.
El
mundo comenzó a girar de una forma muy diferente.
Todo
era un desconcierto, el caos era emergente,
pero
al mismo tiempo, todo era más resplandeciente.
La
realidad se tornó sumamente inestable;
donde
antes no ocurría nada, ahora todo era incomparable.
La
bruja se dio cuenta de esto y decidió mantenerse encerrada.
Vivió
el resto de sus días enferma y aterrada,
buscando
postergar su destino, huyendo de una condena profetizada.
Con
el paso del tiempo, la Gran Torre captó la atención de todos
y
la magnificencia de aquella construcción fulguró sus ojos.
El
cúmulo de emociones no dejó a nadie indiferente
y
en muchos de ellos nació un recelo inclemente.
A
pesar de muchas oposiciones, la Gran Torre fue incendiada
y,
aunque la anciana intentó escapar, murió aprisionada.
La
Gran Torre cayó, pero muchas otras fortalezas emergieron;
cada
una más grande que la otra, nunca se detuvieron.
En
algunas partes las criaturas cantaban y bailaban,
en
otras partes profanaban y asesinaban.
Así
fue como nació el odio y la violencia,
pero
también nació el amor y la vehemencia.
Así
era el nuevo mundo, lleno de contrastes,
lleno
de caídas y ascensos permanentes,
pero
los colores ya nunca estuvieron ausentes.
La
Gran Torre sucumbió ante la pasión y la obscenidad,
pero
después de tantos años, Iris finalmente consiguió su libertad.
Comentarios
Publicar un comentario