EL
NO NACIDO –
El día que Doménica me dijo que estaba embarazada me
espanté ¡de veras!
Mi primera reacción fue decirle que
no lo tuviera. Ni lo pensé siquiera.
El hombre, cuando quiere, siempre encuentra justificaciones y excusas
para las peores bribonadas; que nuestra relación no estaba
consolidada, que un bebé sería un estorbo –sí, un estorbo- en nuestras carreras
profesionales, que no estábamos casados, éramos demasiado jóvenes, demasiada
responsabilidad... y patatin,
patatan todas las excusas de reglamento
para justificar lo injustificable. (Por supuesto, no pensaba en nada de eso
cuando hacía el amor y gozaba con la muchacha)
A Doménica, en cambio, le hacía mucha ilusión ser madre por primera
vez. Yo la veía como transfigurada, bellísima y radiante; feliz y emocionada mientras se acariciaba el
vientre amorosamente.
Tuve que hacer mucha presión para que
accediera a no tenerlo.
-
Pero Alberto ¡Es una
criatura indefensa! –decía medio llorosa- Además, soy católica.
-
¿Y eso que tiene que ver?
–respondí con maldad.
-
Eres un maldito desgraciado.
¿Serías capaz de matar a tu propio hijo?
-
Si tiene menos de ocho
semanas todavía no es un ser vivo, sólo grupos de células y coágulos de sangre.
Tuve que amenazarla con terminar
nuestra relación, y, si tanto insistía en tenerlo, enfrentaría el futuro ella
sola. ¡Sí! ¡Ella sola!... Finalmente,
tras muchas vacilaciones, aceptó.
Alguien, al que comenté el asunto, me
proporcionó una dirección. Una casa
cualquiera en un barrio anodino, y un número de teléfono. Que preguntara por un
tal Leonidas Trujillo.
-
Buenos días, diga.
-
Aló, sí. Quería hablar
con el señor Leonidas.
-
Soy yo, ¿qué desea?
-
Necesito que me ayude con
un problema
-
Bien, ¿cuánto tiempo
lleva con el problema?
De esa forma críptica fijamos el día,
el costo y la hora del crimen. ¡Sí! ¡El crimen!
-
Aló, Doménica. Ya está
todo arreglado. Voy a pasar por tí este sábado a las 8 de la mañana. Estate
preparada.
-
Bien –respondió con voz insegura.
Ella contaría después que, el viernes
en la noche, por extraña coincidencia (“Fue una señal del cielo” diría enternecida
después) vio en la televisión “Los
gritos del silencio”, una conocida película
a favor de la vida.
Cuando fui por ella, en la mañana,
aún tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar.
-
¡No voy a ir!
-
¿Qué?
-
¡Ya me escuchaste!
-
¡Pero ya habíamos
quedado!
-
¡No voy a ir! y tú
no me puedes obligar –respondió con firmeza, enfrentándose a mí. Me
sorprendió, de verdad, nunca había sucedido antes.
-
¡Eres una cucufata! ¿De
veras crees que Diosito te va a castigar y a tomar cuentas?
-
¡Márchate! Yo sola criaré
a mi hijo… No te necesitamos.
-
Bien. ¡Perfecto! Adiós
pues –salí de su departamento y de su vida dando un portazo.
Estuve varias semanas enojado por su terquedad.
Si quería fregarse la vida cargando con un hijo… ¡Allá ella! No iba a
sostener su mano mientras caía al abismo.
En ese tiempo yo tenía un buen amigo
y colega, el profesor Cesar Márquez, profesor
de Filosofía; habíamos entrado a trabajar al colegio Leoncio Prado de Pamplona
Alta el mismo año y a veces le pedía consejo sobre algunos asuntos de índole
personal o laboral. Le conté lo que sucedía.
-
Tienes que pensarlo bien,
Alberto, hay decisiones que nos marcan para toda la vida.
-
Pero César… un feto de menos de ocho semanas no
es un bebé todavía.
-
¿Estás seguro de lo que
dices?
-
Son sólo células
agrupadas, sin vida propia aun. No es un ser vivo.
-
Lo que decidas hacer,
será tu testimonio de vida… nunca lo
olvidarás.
En ese preciso momento sonó el timbre
indicando el final del intermedio.
-
Ya terminó el recreo, nuestros
alumnos nos esperan ¿podemos conversar en otro momento? Hay algo que quiero que
veas.
-
Mira César… si es un libro de religión… -respondí con incomodidad.
-
No te preocupes –sonríe
con indulgencia- no es de religión.
Al día siguiente me alcanzó un video,
no sin antes indicarme:
-
Por si acaso, te advierto
que es un poco fuerte.
¿Un poco fuerte?
Ni siquiera tuve el valor para verlo
hasta el final. No hay palabras para describirlo. ¡Fue horrible!
¡Sí! era sobre el aborto.
Después de aquella experiencia estuve unos días en una especie de soledad
reflexiva. Aún podía sentirme responsable por mis actos; no estaba encallecido
pues, ni irremediablemente perdido.
Hacía casi un mes que no veía a
Doménica. Fui muy temprano a buscarla a su departamento.
-
¿Quién?
-
Soy yo, Doménica. Déjame
entrar, amor.
Abrió inmediatamente la puerta. Apenas nos vimos, caímos uno en brazos del
otro. Yo pidiéndole perdón y ella diciendo que me quería. Lloramos juntos –no me avergüenza decirlo- larga y silenciosamente.
Meses después nació nuestra primera
hija –Paola- una niña preciosa de ojos y cabellos claros, como Doménica. Y un
año después nos casamos. Tuve que ser muy persuasivo para que aceptara.
-
Cásate conmigo, amor mío. –le dije tomándola de la mano.
-
Claro que me gustaría ser
tu esposa, amor… eso me haría muy
feliz … pero mira Alberto, si es por
la niña… no te sientas obligado a
casarte conmigo.
-
¡Es que quiero casarme
contigo!. Quiero estar contigo y con la bebé.
Dos años después de nuestro
matrimonio nació nuestra segunda hija:
Estefanía.
Ellas me salvaron, si, ¡ellas!
Me hicieron una mejor persona, un ser
completo. Me salvaron de mí mismo.
HAN PASADO veinticinco años desde
entonces; ahora tengo una nietecita –Johana Alexandra- alegre y vivaz que es, como dice mi
progenitora, “la alegría de la casa”.
Cuando la veo jugar con otros niños o
con sus primos, me arrepiento de lo que quise hacer aquella vez.
Fue la energía y la fortaleza de
Doménica que impidió que la tragedia se consumara. Por eso amo tanto a mi
esposa como el día que nos casamos.
AUTOR; OMAR RAFAEL JIMENEZ DELZO. De Lima-Perú.
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