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Subrogadas

Yadira Álvarez Betancourt

 

Cuando llegó la salida de la autopista tuviste que arrimar el carro al arcén. La música con la que acostumbrabas anestesiar el aburrimiento de los viajes largos te atronaba dentro de los oídos y apretaste el botón de apagado ahorcando una canción por la mitad. En el silencio reinó el zumbido de los vehículos que pasaron junto al tuyo, unos rebasándote en el viaje hacia la meta como si quisieran adelantarse y contarle a todas las que estaban delante que las habías traicionado, otros volviendo sobre tus pasos, para avisar también a todas las de atrás que habían sido traicionadas por ti.

La idea de decirle a una desconocida que compartías con ella una madre subrogada fue solo la parte menos incómoda de todo el discurso. Pero decirle que debía abstenerse de tener hijos ya entraba definitivamente en el área del peor atrevimiento posible y no supiste cómo explicarle lo que le esperaba a esa mujer extraña y tan víctima como tú. No supiste cómo decirle que sus genes guardaban una amenaza para sus hijos varones.

Llamarle “El síndrome de la madre subrogada” era una injusta ambigüedad porque el patrón epidemiológico no estaba directamente relacionado con el hecho de que una mujer alquilara su vientre o lo prestara con fines de procreación. Y no es que la idea de un vientre alquilado sea precisamente popular, pero los úteros artificiales aún no funcionan, muchas malformaciones todavía no son suceptibles de modificarse por vías quirúrgicas y las neoplasias malignas han proliferado en todo el mundo comprometiendo la fertilidad de un porcentaje considerable de la población humana del planeta.

Las personas no necesitan mucha ayuda para inventarse sus propios mitos, así que la inexactitud del nombre que la prensa dio al síndrome arremetió  con encarnizamiento de uñas y dientes publicitarios contra la institución ya legalmente establecida de la subrogación gestacional.

La verdadera causa de todo fue la hormona de la pérdida y el hecho de que algunas de las mujeres que alquilaban su vientre se pasaron el dato unas a otras con la inquebrantable solidaridad femenina que las caracteriza a todas. La sustancia minimizaba los síntomas del postparto y las consecuentes sensaciones propias de una maternidad interrumpida. Los flujos puerperales, el proceso de equilibramiento de las hormonas y todo lo que acompañaba a un puerperio normal se sucedían con mayor rapidez y en el lapso de una semana el cuerpo quedaba en estado pregestacional. “Como si nadie hubiera pasado por aquí” rezaba el blogfeed de una usuaria en el sitio www.subrogadas.com

También ayudaba a lidiar con esas otras menos científicamente probadas nimiedades maternales, como despertarte cuatro veces por noche con dolor en los pechos y la esquiva sensación de que tenías algo muy urgente que hacer o el mundo literalmente se desmoronaría. Dejabas de sentir ese “algo” olvidado en casa y no experimentabas sacudidas de culpabilidad. La temida depresión postparto era exorcizada y podías pasar a la siguiente etapa de tu vida sin remordimientos, manchas ni goteos.

Había sido una salvación terapéutica para las madres que perdían hijos en las siguientes dos semanas luego de dar a luz o para las que padecían depresión, pero encontró todo un coto de ávidas usuarias entre las dueñas de vientres de alquiler. Ellas estaban apuradas por retomar sus rutinas normales y no podían permitirse vulnerabilidades o terapias prolongadas por las que, además, no podían pagar. Entonces la hormona sintética fue la respuesta a su singular necesidad.

El fármaco fue rápidamente retirado del mercado cuando se detectó que provocaba una forma benigna pero resistente de esclerodermia. No se manifestaron otras reacciones secundarias graves y las afectadas eran sobre todo mujeres que no tenían recursos ni tiempo para orquestar demandas exitosas, así que ahí quedó el asunto: como una metida de pata farmacológica solucionada en breve.

Tu madre no podía tener hijos. La agenesia mulleriana solo tiene solución parcial: se puede construir una vagina, pero no fabricar e insertar un útero funcional. Así que entre ella y tu padre decidieron utilizar el servicio de subrogación gestacional que ofertaban algunas clínicas de familia. Tenían esperma, óvulos viables y varios vientres de alquiler para elegir.

Había unas diez mujeres asiáticas, fuertes, sanas, ferozmente familiares. Preferían seguir viviendo con sus hijos y parejas, llevando la gestación desde su hogar y decidiendo ellas mismas su propio estilo de vida. Tus padres consideraron que esta situación implicaba condiciones inaceptables para el desarrollo de su feto y las descartaron sin vacilar.

Estaban cinco jovencitas africanas, dispuestas a irse a vivir a casa de la pareja que las contratara, dejarse guiar en cada paso del embarazo, comerse todas las verduras que tu madre decidiera y someterse a todas las restricciones de vida social que tu padre estipulara. Pero eran demasiado jóvenes y delicadas, nulíparas por añadidura además de renuentes a la cesárea, y ellos temieron que no pudieran aportarte suficiente fuerza y salud y que el parto resultara problemático. Descartadas también.

Les recomendaron a esta mujer mexicana, saludable, de caderas amplias, madre de un niño propio sano y portadora de otros dos bebés subrogados que tuvieron un desarrollo excelente. Pero cuando intentaron contactarla dijo que estaba fuera del negocio, que ya no necesitaba cargar más hijos ajenos. Quedaba un grupo de jóvenes mujeres menos complicadas culturalmente y de él sacaron a la que les pareció más adecuada.

La mujer elegida se llamaba Anma Boyle. Era blanca, educada, ciudadana del país, sana y sin antecedentes penales. Había tenido un embarazo previo pero un mal manejo del parto provocó que el bebé no sobreviviera. Se comprobó, cuando solicitó que la ubicaran en la nómina de subrogación, que la causa de la pérdida no fue su organismo, sino una mala praxis médica: el bebé tenía todas las probabilidades para ser un niño sano.

Tus padres quisieron darte y darse las mejores oportunidades para una gestación sin dificultad. Durante nueve meses te alimentarías de la sangre más limpia y legal que podía ofertar la clínica. Anma acogería en su útero el cigoto que serías tú, lo alimentaría, protegería y construiría precisa y delicadamente, todo lo necesario para que los padres potenciales fueran padres de verdad. Se iría a vivir con ellos, le darían la alimentación y las vitaminas necesarias, se ocuparían de sus gastos médicos y de manutención, y seguirían de cerca cada movimiento del feto, cada náusea y fatiga de Anma.

Tu madre la acompañó a todas partes, le preparó las comidas y la ayudó en su higiene y descanso. Tu padre se ocupó de proveer todo lo material y pagó las cuentas. Y cuando llegó el momento, Anma fue a la mesa de cirugía, extrajeron al bebé ajeno y entonces recibió la totalidad del precio acordado en el contrato. Luego, exgestante y exfeto se largaron cada una por su lado con un ombligo y una cesárea como cicatrices de recuerdo.

Anma había consumido la hormona de la pérdida cuando su hijo murió, pero al divulgarse que tenía una desagradable reacción secundaria la abandonó enseguida. Cuando llegaste a ella hacía tres años que estaba limpia de cualquier tipo de tóxico. Fue perfecto: los nueve meses, la cesárea, el pago y todo lo demás. Y en tu caso estuvieron casi todos los bebés promovidos por la política de subrogación gestacional legalizada para las clínicas. El tiempo pasó, tres décadas, los bebés llegaron a la etapa adulta y a su tiempo de tener hijos.

Tú no tuviste que buscar un vientre ajeno: estabas en perfectas condiciones y eras tan compatible con tu esposo como para que la fecundación no fuera un milagro sino casi un imperativo de tu cuerpo. Planificaste la familia pensando separar por dos años un niño de otro, y siempre pensaste tener al menos tres hijos. Tu embarazo transcurrió normalmente, el parto fue natural y, dolores aparte, muy emocionante. Otmaro se sirvió del contacto con unos antigüos compañeros de la universidad para poder acompañarte como padre asistente en un parto acuático. A un enfermero de su prestigio nadie le iba a negar nada y a una abogada con tus influencias, menos aún. Fue una experiencia interesante que él y sus colegas intentaron hacer lo suficientemente agradable y segura como para que no temieras reincidir un par de años después.

A veces, cuando llegabas del trabajo demasiado tarde para encontrar a Mauri y Otmaro despiertos, te quedabas mirando al bebé dormido en la cuna, con la mano bien agarrada a la de un padre tan dormido como él y despatarrado en la cama con el brazo colgando en el vacío: un puente entre los dos. De sentirte tan feliz casi dolía.

Entonces un día Mauri no despertó. Convulsionó sin control durante toda la noche y al amanecer ya no había nada qué hacer excepto preparar un funeral. El golpe había sido tan rápido que apenas tuviste tiempo para creerlo. Entonces descubriste algo que nadie te había dicho antes porque era el resultado de una investigación privada hecha por un equipo de genetistas y epidemiólogos independientes. Este resultado las farmacéuticas lo mantuvieron bajo tierra durante veinte años hasta que alguien decidió desenterrarlo por su cuenta y hacerlo público.

Las hijas de mujeres que habían consumido la hormona de la pérdida antes de haberlas gestado eran portadoras de una anomalía metabólica que afectaba de forma fatal el sistema nervioso de los huéspedes uterinos de sexo masculino, fueran hijos o no. La crisis sobrevenía antes del primer año de vida.

Era poco frecuente ya que muchas de las consumidoras de la hormona no tuvieron otros hijos después, o en vez de tener hembras tuvieron varones. De modo que la afección no alcanzaba cifras sustancialmente elevadas y por eso las autoridades médicas intentaron volver a enterrarla, esta vez bajo la clasificación de enfermedad huérfana. Las empresas farmacéuticas mostraron su renuencia a participar en la elaboración de test diagnósticos y a producir medicamentos para combatir los síntomas: el costo de poner en marcha una producción semejante no se reembolsaría a través de una comercialización masiva.

El sector femenino que utilizó de modo habitual la hormona y continuó gestando luego de medicarse con ella fueron, sobre todo, las madres de alquiler. Aparentemente las anomalías que estas sufrieran no determinaban nada en la condición vital de sus fetos huéspedes, pero la toxicidad del compuesto sí repercutió en el clima gestacional, algo que nadie había considerado posible. Esto rompió con todas las teorías ya aceptadas sobre lo que una gestante subrogada podía o no legarle al feto. Pocas personas habían pensado seriamente en considerarlas algo más que tanques neutrales y asépticos, fábricas biológicas ocupadas solamente en alimentar, proteger y contener al feto mientras él se autoensamblaba siguiendo los planos determinados por sus propios genes. Nadie pensaba en lo que sentían o sufrían, en el modo en que sus cuerpos influían en los de los bebés: ellas no eran un segmento poblacional en el que se pensara muy a menudo.

Pero sus hijas gestadas eran otro tipo de persona. El Síndrome de la Madre Subrogada hubiera quedado en un limbo legal y médico si no fuera porque las madres de los niños afectados no estaban en la misma situación social ni económica de sus antiguas madres de alquiler.

En el primer aniversario de la muerte de Mauri estabas tan lista para dar guerra con toda la información recabada por ti y por otras madres, que el mismo Otmaro temió haber perdido su lugar contigo.

–Yo también tengo un hijo que llorar –te recordó.

–Lo sé –respondiste–, pero esto solo me lo hicieron a mí, déjame ocuparme y manténte al margen.

Entonces tú y todas ellas se lanzaron a rastrear a las otras que aún no sabían nada, ignorantes de la sutil amenaza de sus genes para los hijos varones. Y tú orquestaste la demanda correspondiente contra los distribuidores de la ya olvidada hormona de la pérdida en lo que fue uno de los procesos de más alto impacto público en los últimos veinte años desde que se lanzaron demandas contra varias corporaciones productoras de fármacos. Así, sumergida entre documentación corporativa, fuentes de información, expedientes, sesiones en corte y evidencias, lograste al menos algo de consuelo por tu pérdida haciendo lo que sabías.

Entonces las buscadoras encontraron a tu hermana de vientre.

–Entra, no te quedes ahí en la puerta.

Ella te remolcó hasta el patio interior por una vivienda acogedora, llena de ventanas y cortinas floreadas. Por todas partes había macetas con plantas, muebles grandes y maternales, tapetes tejidos y almohadones de colores vivos, libros y olores de comida, maderas aromáticas, flores. En pleno desierto de Oregón había construido y adornado una casa que era un retrato exacto de tu madre de vientre, la Anma de las fotos que tus padres guardaron para explicarte alguna vez tu origen y que te pareció una mezcla de libertad, juventud, alegría, desbordada sensualidad y extrañas remembranzas alejadas de la formalidad minimalista con que fuiste criada.

–Esta noche te quedas a comer con nosotras y mañana puedes irte sin apuro. Tenemos muchos cuartos y bastante comida, no aceptaré un no por respuesta. Hay mucho qué hablar.

Tenía la misma cara ovalada de Anma, los mismos ojos enormes. La piel era más oscura, la nariz más aguileña, el cuerpo más voluptuoso y alargado, una alianza bien llevada de etnias en pacífica coexistencia bajo la amable dominación de rasgos indígenas, posiblemente herencia paterna, que daban belleza, color y profundidad a todo el conjunto. Y como la Anma de los videos familiares, era apacible y abarcadora, de gestos rápidos y voz grave.

Te acomodó en una mesa al aire libre, frente al estanque, con un vaso de limonada fría y un plato de galletas saladas para picar.

–¿Quieres algo más fuerte?

No, gracias alcanzaste a contestar, abrumada por la vergüenza y todos esos recuerdos de los cuentos sobre la mujer que te llevó en el vientre por nueve meses y conversaba con tus padres hasta altas horas de la noche sobre la vida que ibas a tener en el futuro. ¿Qué le ibas a decir a la hija de Anma? ¿Cómo se lo ibas a decir?

Podías enfrentarte a un jurado y explicarles, sin que la voz te temblara, las implicaciones de un delito, lo que significaría dejarlo impune. Podías entrevistar testigos, apretarlos sin piedad hasta sacarles la información. Responder con alegatos punzantes, atacar. Podías todo eso pero ahora la boca se te había quedado seca.

Antes habías hablado con ella por teléfono y le explicaste que su madre te había gestado, que la querías conocer y saber qué fue de Anma. Y ella se alegró, indagó cuando irías, si llevarías a tu familia.

–Cuando llegue Malu, mi esposa, se pondrá contentísima. Te va a gustar.

Te mimó, te llenó la mesa de fotos de Anma. Te contó que hacía años su madre había muerto sin haberle contado sobre la pareja que alquiló su vientre unos años antes. Que había hallado algunos detalles en los papeles maternos. No sabía cómo encontrarte, intentó buscarte pero el sistema era a prueba de buscadores o ella no tenía los contactos adecuados. Y ahora estabas aquí, habías llegado, su hermana de vientre. Equivocó tus razones: pensaba que la estabas buscando porque de algún modo ella era familia. Ahí fue cuando todo comenzó a salir mal.

Empeoró cuando llegó su esposa y al verla bajar de la camioneta viste que estaba embarazada.

–Decidimos optar por la fertilización asistida –te dijo feliz–. Primero usamos un óvulo mío, luego uno de ella –te miró y sonrió mientras se acariciaba la barriga plana– No he tenido pérdidas esta vez, parece que logró implantarse.

Por poco te desmayas. Lo atribuiste al calor cuando ellas se asustaron por tu palidez, trataste de tranquilizarlas responsabilizando a la falta de sueño, al clima, a la sequedad del aire. En un instante que se prolongó como una dolorosa contracción recordaste la hinchazón de los pezones, los calambres, las náuseas, las madrugadas en pie. Recordaste el parto, cuando el bebé escapó entre tus piernas nadando como un pequeño animalito marino que tiró de ti hasta que la asistente cortó el cordón. Viste la sonrisa de Otmaro y aquellas manos de tus hombres, unidas en la noche.

Volvió a tu mente el último pavoroso amanecer cuando Mauri se fue, y escapaste de tu hermana de vientre pretextando que tenías unas conferencias, que estabas de paso y no podías quedarte. Dejaste tus datos de contacto y corriste como un coyote espantado, con la cola entre las piernas y la cara pegada al piso, con el pie pegado al acelerador. ¿Cómo les ibas a decir todo eso? ¿Cómo explicarles que iban a perder a ese niño como tú perdiste al tuyo?

Entonces unos kilómetros más allá detuviste el carro junto al arcén, apretaste el botón de apagado ahorcando una canción por la mitad y te echaste a llorar. En el silencio reinó el zumbido de los vehículos que pasaron junto al tuyo, unos rebasándote en el viaje hacia la meta como si quisieran adelantarse y contarle a todas las que estaban delante que las habías traicionado, otros volviendo sobre tus pasos, para avisar a todas las que estaban detrás que habían sido traicionadas por ti. Y tú, que no creías en nada, rezaste, rogando para que el bebé fuera una niña sana.


Comentarios

  1. Creo que es un cuento muy original. Tiene mi voto, por favor ténganlo en cuenta.

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  2. Me encanta que el narrador en segunda persona.

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  3. excelente relato, muy buen balance entre las dimensiones éticas de la reproducción por vientres subrogados y los peligros a largo plazo de los medicamentos.

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