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SI FUERAS NEGRA

Jorge Godofredo Silverio Tejera

 

—Si fueras negra no habría problemas…—la frase quedó colgada delante de los ojos de Claudia Álvarez como una espada.

El hombre del buró la miraba con la tranquilidad de quien está acostumbrado a desbaratar los sueños ajenos. Sus ojos, ligeramente bizcos, parecían, incluso, sonreír.

—¿Cómo?—solo atinó a preguntar la muchacha.

Se había preparado con esmero para la entrevista, traía cuidadosamente ordenados en una carpeta sus títulos universitarios, e incluso los certificados  de los cursos de inglés y alemán.  Pensaba que con eso le bastaba para obtener el puesto de relacionista público puesto en convocatoria por el hotel.

El funcionario se encogió de hombros y ordenó un montón de papeles situados a la izquierda.

—Nos exigen una composición racial determinada y estamos pasados en blancos. Por suerte eres mujer porque también eso lo controlan…

Dejó de nuevo la frase inconclusa sin precisar quiénes eran los que exigían y controlaban.

La muchacha se encogió un poco en el butacón de cuero rojo. Las piernas comenzaban a temblarle y temía no poder controlar sus nervios.

—Nunca había escuchado algo así. En este país no existe la discriminación racial, está en la constitución—las palabras le salieron en tropel—, no pueden rechazarme por ese motivo.

El hombre sonrió de nuevo.

—Precisamente por eso no la puedo aceptar. Debemos darles iguales oportunidades a todos y tenemos muy pocos empleados negros. Ya nos llamaron la atención y nos amenazaron con medidas si no cambiamos eso. Tú lo has dicho, no puede existir discriminación racial.

El aire frio de la habitación comenzó a calentarse alrededor de la joven. Aquello era demasiado absurdo para ser real, pero lo era, como también el hombre sentado frente a ella, los cuadros en las paredes, los muebles.

—Eso es injusto. Tengo mis títulos universitarios, hablo dos idiomas. ¿Cómo van a rechazarme por ser blanca? ¿Qué culpa tengo yo de que en este lugar halla pocos negros trabajando?

Él encogió los hombros. Sus cachetes, sonrosados, se inflaron un poco, mientras en la blanca piel de la frente apareció una pequeña mancha de color.

—La vida es injusta. Ellos también tienen derecho a trabajar aquí.

La impotencia ahogaba a Claudia. Miró sus manos blancas, de dedos finos, sus brazos torneados, con algunas pecas. Nunca imaginó que su piel, de la cual estaba tan orgullosa fuera una traba para sus sueños.

El hombre su puso de pie.

—Mire joven, comprendo su desencanto pero no puedo hacer nada. Le repito: si fuera negra tendría la plaza hoy mismo porque necesitamos con urgencia un relacionista público que hable inglés y alemán, pero no podemos contratar más blancos.

Claudia se incorporó. Las lágrimas pugnaban por salir pero las contuvo.

—Esto es un atropello, me quejaré—lo dijo para desahogarse porque en realidad no tenía idea de a quién podía quejarse.

El hombre se limitó a hacer una mueca de indiferencia y señalarle la puerta con la mirada.

La madre se preocupó al verla encerrarse en el cuarto sin querer comer ni hablar con nadie. Al fin pudo sacarle lo de la negativa para el puesto de trabajo. Trató de consolarla. Era inútil. A Claudia no le molestaba tanto el no poder acceder al lugar soñado como la causa del fracaso. Era algo ajeno a ella, algo con lo que no podía luchar esforzándose.

—¿Por qué no intentas en otro lugar? Es posible que necesiten blancos—la madre trató de convencerla.

—Me preparé para ese puesto. Además, no entiendo las razones para negármelo. La constitución dice…

—Puede decir cualquier cosa; eso está ahí para no cumplirse. ¿Cuándo has visto que quienes tengan el poder se detengan por las leyes?

—Me quejaré, escribiré a los periódicos, alguien me dará respuesta.

La madre le acarició la cabeza.

—No entiendes Claudia. Si te quejas tus chances de obtener el puesto serán nulos. Ahora te lo negaron porque necesitaban negros, después querrán chinos, mañanas no sé qué y te tendrán dando vueltas en círculo hasta que se les ocurra. Si quieres triunfar debes jugar con sus reglas.

Esa noche, la joven durmió muy poco. Apenas cerraba los ojos se veía rodeada de rostros negros, burlones, al tiempo que ella, desnuda, trataba de huir.

Al día siguiente mientras, con la cabeza entre las manos, se sentaba a la mesa del comedor sin probar el desayuno la madre le hizo una proposición. Traía una taza de café y la puso delante de la muchacha.

—Si es tan importante para ti, cámbiate el color de la piel.

Ella alzó la vista.

—¿Cómo voy a hacer eso? No pretenderás que me pinte o…

La interrumpió con un gesto.

—No es eso. Si vas a las oficinas donde dan los documentos de identidad y pides cambiarte el color de la piel en los papeles lo harán.

—¿Estás loca?—se señaló las manos, la cara— ¿Quién va a creer que soy negra?

—A ellos eso le importa poco. ¿Cuántos negros hay que tienen papeles de blanco? Ahora hazlo tú al revés.

Claudia negó con la cabeza. Aquello era otro absurdo. ¿Cómo iba a presentarse en una oficina a pedir le cambiaran el color de la piel en su documentación?

La madre se sentó frente a ella, le acercó la taza. La joven tomó el recipiente y apuró el líquido.

—No puede ser tan fácil, sino cada cual se pondría el…

—No te he dicho que sea fácil. Es una solución y si quieres resolver tu problema debes intentarlo. Llorar y quejarse solo te harán ser más infeliz, intentarlo te dará por lo menos la satisfacción de haber luchado.

Estuvo dos días rumiando la idea. Al tercer día, se presentó en la oficina donde entregaban los documentos de identidad. La atendió una señora mayor, de espejuelos. El color oscuro de su piel, su pelo ensortijado animaron a Claudia. Ella entendería mejor.

—Deseo hacer una modificación en mi carnet de identidad—la voz le temblaba un poco.

—¿Una modificación? Si es un cambio de dirección debe venir acompañada por el propietario de la vivienda para la cual usted se muda.

Las orejas se le sonrojaron.

—No, no es una permuta. Quiero cambiar el color de mi piel.

La señora se caló bien los espejuelos y se recostó en su asiento.

—¿Cómo es eso?

Claudia soltó de carretilla la historia que traía preparada.

—Hace poco descubrí que mi padre no es mi padre—la mujer contrajo el rostro, mientras la joven continuaba—. En realidad soy hija de un amigo de mi madre. Ella, se encuentra muy enferma, me lo confesó.

—¿Y?

—Es negro como usted.

La mujer negó varias veces con la cabeza.

—Debe ser duro para alguien como tú—la mirada se posó en la blanca piel de las manos—, descubrir que es hija de un negro.

Claudia se encontraba turbada por la mentira que contaba, la mujer lo tomó de otra manera y mostró cierta simpatía con una sonrisa.

—Lo duro es que a esta altura de mi vida no puedo cambiar mis apellidos o el nombre de padre, registrado aquí, me traería demasiadas complicaciones con el título universitario—sacó su carnet y lo puso delante de la mujer—, pero por lo menos puedo poner que soy negra para reconocer a mi verdadero padre.

La señora frunció los labios.

—Te comprendo, aunque me parece que pocos lo harían, pero debo preguntar a los jefes.

Se puso de pie y se marchó. Regresó al cabo de diez minutos en los que Claudia temblaba de vergüenza.

—Es posible, los jefes dicen que si lo deseas puedes hacerlo. ¿Trajiste los sellos?

La muchacha, sin hablar, alargó un pequeño sobre.

Cuando salió del lugar era oficialmente negra a todos los efectos legales pertinentes pero se sentía un poco sucia por la mentira inventada, por haber engañado a la mujer y hasta le pareció ver la burla retratada en los ojos de un anciano sentado cerca de la puerta.

Al día siguiente se presentó de nuevo en el hotel. El hombre la recibió con frialdad.

—Te dije que necesito una negra…

Le alargó el carnet de identidad.

—Ahora lo soy.

El hombre tomó el documento y lo examinó como si en lugar de ser un pedazo de plástico fuera una bomba a punto de estallar. Después unió sus manos frente al pecho y las estrujó.

—Eres una muchacha decidida y eso lo admiro, pero comprende, tu plaza es de relaciones públicas, necesito una negra que se vea negra. Si te doy la plaza comenzaran los comentarios, las protestas y seguramente enviarán una inspección.

—Soy negra en los papeles.

—Exacto, pero eso ellos lo descubrirán cuando lo investiguen y para hacerlo hurgarán en otros documentos y …

—¿Qué puedo hacer entonces?—la voz de Claudia era un hilo.

El hombre contrajo los labios.

   Buscarte otro trabajo o volverte verdaderamente negra, de un color que no despierte sospechas.

Claudia solo atinó a recoger los documentos y marcharse. Ver sus sueños desbaratarse de nuevo era más que una desilusión, era un puñetazo en pleno rostro.

Se encerró en su cuarto a llorar. Se sentía tan desgraciada que no deseaba hablar con nadie. La madre le traía la comida y ella la rechazaba. Solo tras muchos esfuerzos comía algo.

—Esto no puede seguir así Claudia—la mujer se sentó en el borde del lecho—: Si no comes morirás. Tienes que olvidarte de ese trabajo, existen…

—No es eso mamá—gritó la muchacha—, es la humillación, no soporto que sean tan injustos.

La madre negó varias veces con la cabeza.

—Ya te lo he dicho, con eso no podemos luchar. Debemos entrar en el juego o nos aplastarán.  La injusticia nació junto con el hombre y no somos nosotras quienes la vamos a expulsar de este mundo.

—He puesto demasiados esfuerzos en conseguir ese trabajo, no puedo abandonarlo así como así.

La madre la miró a los ojos.

—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar para conseguirlo?

No dudó un instante.

—Hasta donde sea.

—Perfecto, voy a ver a un cirujano plástico amigo mío. Lo consultaré y si es posible te convertirá en negra. Eso sí—hizo una pausa—, debes pensarlo bien, después no habrá retroceso.

Claudia se colocó frente a su madre mirándola a los ojos.

—Hazlo.

Al cabo de dos meses Claudia estaba de nuevo en el hotel. La operación había sido un éxito: le había anchado la nariz, achicado el mentón y ampliado los pómulos. La piel tenía un matiz oscuro, propio de las mulatas tropicales.

El hombre la recibió en el buró sin reconocerla.

—Me han dicho que viene por el puesto de relacionista público.

Claudia respondió con un monosílabo tratando de no ser reconocida por la voz.

—Sí.

El funcionario ojeó los papeles.

—Tiene usted un currículo excelente—hizo una pausa—, pero desgraciadamente es negra.

La joven sintió como el aire comenzaba a faltarle y una ola de calor subía por su garganta.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Llevamos unos meses incentivando la entrada de personal de piel oscura. Lo hicimos tan bien que sobrepasamos la cuota y ahora estamos por debajo en la cantidad de blancos.

Claudia sentía deseos de llorar, de matarlo, de arrojarlo a la cara los papeles. Temblando se puso de pie.

—Ah, aquí estuvo hace unos meses una joven con un currículo muy parecido al suyo. No se si la conoce. Es muy blanca ella, si la ve por ahí dígale que venga, que le daremos el puesto.

 


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