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LA PARED

Luis Mariano Estrada Segura

 

Cuando le ordenaron quitarse la ropa se puso muy nervioso, pero después de pasar todos los rigores del chequeo, pudo comprobar que lo de agacharse a recoger el coco engrasado y el dedo metido en el culo eran pura historia, o quizás, tiempo pasado.

Terminó de vestirse y un teniente con gesto cargado de autoridad le señaló el sitio hacia donde debía dirigirse ahora.

Era la última puerta a penetrar aquel día lleno de una especie de presión psicológica que luego desencadenaría, quizás por la liberación de los sentimientos hacia el acto, en los comentarios habituales: la arrogancia de los oficiales, lo buena que están las enfermeras y las doctoras, la forma en que te manosean los güevos, lo encogido que se te pone el gajo cuando te encuentras frente a ellas.     

Un poco de su nerviosismo anterior lo invadió de nuevo. La salida de otro muchacho trajo como consecuencias que se escuchara una voz que venía desde dentro:

 - ¡Que pase el otro!

Se dispuso a entrar, pero antes tuvo una especie de alucinación que lo detuvo: su abuela lloraba frente a un altar, el padre se le presentó con una ametralladora partida por la mitad, la madre le apuntaba amenazante con una sombrilla. Sacudió la cabeza repetidas veces en un esfuerzo por despojarse de aquel momento, pero entonces lo invadieron voces:

“Mi nieto yo no te quiero perder tan lejos”.

“Olvídate de to’ ese cuento de la hombría y no firmes na’ ”.

“¡ESCÚCHAME BIEN NIÑO, TÚ DICES QUE NO Y PUNTO!” 

La repetición de la orden le volvió a llegar desde adentro, pero ahora incluía la palabra recluta y lo hizo salir del letargo. Empujó la puerta y entró.

El lugar era una oficina acondicionada para el instante, pero conservaba los rasgos distintivos de todas las oficinas del país. Un buró con cristales para almacenar almanaques, retratos, diplomas. Cuadros de vivos y muertos colgados de la pared y un archivo sobre el que descansaban un porta lápices, documentos y un pequeño busto de Martí, cosas que evidentemente pertenecían al buró, ahora cambiadas de lugar dadas las circunstancias.     

-¡Siéntese!- le ordenó, mientras llenaba unos papeles, un Capitán que estaba sentado detrás del buró. 

Caminó con paso lento y acomodó la silla antes de cumplir la orden.

Ya sentado, volvió a escuchar voces que le martillaban sobre la decisión que debía tomar solo en minutos. Esta vez no se le aparecieron la abuela, el padre, ni la madre, pero pudo ver como el significado de cada una de las palabras que le llegaban se mezclaba con el camuflaje en la ropa del Capitán y con el uniforme verde olivo que usaba uno de los colgados de la pared. Entonces adoptó su determinación casi absoluta. Una resolución peligrosa, pero deseada entre la familia, entre los que le habían dado la vida y el tamaño, una bizarría que por su derecho a pensar y su libertad a decidir debían luego respetarle.

El Capitán terminó de escribir, levantó la vista por primera vez desde que él había entrado, le miró a la cara fracciones de segundos y cogió otros papeles para anotar mientras preguntaba:      

-¿Nombre y apellidos, recluta?

-Abelardo Ramos Ramos.

-¿Edad?

-Dieciséis.

-¿Nombre del padre y de la madre?

-Abelardo y Caridad.

-¿En la familia? ¿Existe alguien con creencias religiosas?

-No, no- respondió con titubeo, seguro de que Dios y mamá lo perdonarían.

La lista de preguntas era amplia.

Mientras respondía, se había ido poniendo tenso, asaltado por el mismo nerviosismo de momentos anteriores, seguro de que la pregunta móvil de las alucinaciones sufridas estaba irremediablemente por llegar.

-Usted va a ser zapador. ¿Está dispuesto a cumplir misión internacionalista?

Sintió frío en el estómago, deseos de defecar y de orinar, cerró los ojos, inspiró y englobando las mejillas fue dejando salir el aire despacio, bien despacio, como en una ceremonia yoga, mientras reabría los ojos al ritmo acompasado de su acción.

Al hacer esto su vista chocó con uno de los retratos colgados de la pared que le quedaba en frente y descubrió una mirada que lo escudriñaba, recia, amenazante, tenaz. Volvió a pensar en su familia y el recuerdo se le mezcló esta vez con las cinco puntas de la estrella en la boina del que lo miraba desde su martirologio, con las más de veinte mil veces que en su vida de estudiante que había jurado ser como él. Escuchó nuevamente la voz del Capitán, en esta ocasión un poco descompuesta:

-¡Recluta! ¡¿Esta dispuesto a cumplir misión o no?!

Sin querer miró de nuevo al guerrillero en la pared, sintió bien claro que le hablaba, con voz pausada y algún acento extranjero, que tres palabras: juventud, arcilla, fundamental, le provocaban un efecto indescriptible, quizás indeseado, un efecto que le aprisionó la garganta hasta hacer que de ella brotara la palabra que dos años más tarde le regaló el abrazo con la muerte, una cruz sin epitafio, un llanto eternamente luctuoso a la familia.

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