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Húmedos

Alain Mira López

 

El roce ¡Qué roce! Acelera el flujo libidinoso en el cuerpo. El beso no llega, pero el tocar su piel calienta las calderas internas y hace transpirar el residuo del gasto energético.

El beso ¡Al fin el beso! Es una competencia por dominar. La curiosa lengua que explora el interior de la sensual entrada, y pelea, con su homóloga, envolviéndose en una espiral sin fin.

La boca muerde, succiona, juega con los carnosos y rojos labios.

Sigue el roce. ¡El bendito roce! No solo en los hombros y la espalda. Descubre las femeninas mejillas para un ciego de pasión; desciende por su pecho para llegar a las elevaciones favoritas del hombre. El roce se detiene, ahora él recuerda su infancia, su mayor antojo, por el cual lloró tantas noches. Un torbellino endurece la cúspide. Ella se eriza, muerde sus labios y gime.

Las inquietas manos continúan hacia abajo, siempre hacia el sur. El bello centro, marcado por la esbeltez de las caderas, siempre, con la suficiente carne como para tentar al más escéptico de los carnívoros.

La lengua sigue el recorrido de las manos sin despegarse de la piel. Él agarra a su presa por la cintura, la muerde y la besa; también succiona para dejar su marca. No hace mucha estancia. Quiere llegar al Valhala de mitología sexual.

Vuelve a descender tentado. Esta vez las manos se desviaron de su rumbo y tomaron las piernas, muy tersas. La lengua, sin dejar de palpar a su presa, llega al labio derecho, el de abajo. Suavemente lo recorre. Llega al final de este. Levemente explora su objetivo principal. Sale rápido. Sigue el curso del labio izquierdo hacia arriba. La tierra prometida para ella. Un tornado de mínima categoría azota al clítoris. Este va tomando fuerza. Un gemido tras otro. Entre un lado y el otro la humedad se hace visible.

La mano derecha queda suelta para buscar lo mojado. Recorre el centro y llega a terreno sagrado. Con respeto, va entrando el dedo de mayor tamaño. Busca el tesoro a cinco centímetros de profundidad. Una carnosidad que difiere del resto por su textura. La toca, la agita con delicadeza primero; de arriba hacia abajo después, y con fuerza. Ella gime con más fuerza. La doble combinación funciona. Se dilatan los espacios. La fiesta está a punto de caramelo.

Ya no queda ropa puesta. ¿Quién resiste el calor? La espada viril de la pasión alcanza su máximo esplendor. No se resisten y asumen al misionero. Él la penetra con pausa. Ella solo quiere más, y más, y más… La calma dura poco. Después de unos besos de largo metraje, comienza a rechinar la cama de acero. Con fuerza se traslada el mueble medio milímetro por vez.

Ella tiene su pelo pegado a la frente y, a su vez, yace enredado, fruto de los intensos ósculos, en el sudoroso rostro del amante, que, mientras se mueve, no deja de verla a los ojos, con la mirada de quien no aguanta sin terminar así cada noche de su vida.

Con fuerza, el dominador la levanta y lleva contra la pared. La voltea, abre las piernas de su fiera sexual y penetra por atrás mientras le agarra las caderas. Pega su pecho contra su espalda en tanto la subyuga, cual mayoral a su esclava. Le habla al oído palabras obscenas. Ella responde algo similar desde la sumisión.

Ya pasaron cinco minutos. Él cree que quince, para ella solo dos.

En la esquina del cuarto hay una silla. Ella rompe sus cadenas y lo sienta con violencia. Con la sensualidad de una mujer caliente, cruza su pierna, su sagrado lugar, el otro más oscuro y sus bellos glúteos frente al rosto de su cómplice para terminar sentada encima del dulce azote de su vida. Ahora la mujer domina.

Él solo puede apreciar la eterna belleza fundida en la débil y suave carne de la espalda frente a sí. Ella comienza a batir. Las carnes se mueven. El dominado pierde el control y, con una mano, le hala el cabello a su regente mientras la otra disfruta la perfecta proporción del seno derecho.

Ya casi en el clímax. Ella aprieta sus labios, los cuatro. Él la abraza con fuerza y mantiene el ritmo, como para no perder el momento. Tanto roce produce una alegre reacción en la ahora dominadora. Placentero alivio ante el más fogoso de los momentos. Pocos segundos después el pierde todas sus fuerzas y se vuelve un hombre inservible.

Ella lo disfruta. Tanto sudor le hace feliz. La mezcla de líquidos es un bonus. Se palpa el religioso templo del placer y nota lo pegajoso del lugar. Se ríe con lujuria. Pero recuerda, recuerda que está en la cama, aún duerme. Despierta. Está mojada. Por la sábana parece haber corrido un río desde el charco formado en el sur de su cuerpo. Siempre al sur. Mira hacia el lado opuesto del colchón. Una vez más sola. Otra noche de sueños húmedos.

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