Aquellas banderas negras
Mayda Anias Martínez
Que lo que más le dolía era
que pensaran que no había sabido responder; pero que no le dieron tiempo para
explicarse. Que había memorizado todo, que llevaba noches sin dormir pensando,
esperando, deseando pasar la prueba, saber que la pesadilla había llegado a su
fin. Que ya no podía más.
Dos años
enteros estuvo gestionando documentos, corriendo de acá para allá: que los
apellidos estaban incorrectamente escritos, que no coincidían en los documentos,
y allá iba, madrugadas por medio, a hacer la cola, a preguntar, a volver con
sellos de timbre, a pedir que le explicaran, que por qué no se lo decían todo
de una vez, que si allí no sabían…, pero mejor no protestaba, quién quita que
los redacten mal a propósito y a empezar de nuevo, decía, con lo caro que
cuesta cada gestión, que lo peor era viajar, días enteros en la carretera solo
con un trago de café y aquel susto de quien se sabe contra las cuerdas, contra
el reloj, los días pasaban y no veía claro casi nada. El desconcierto la
martirizaba, ¿qué había fallado la vez anterior? Nunca se sabe, las cosas
cambian todos los días, escuchaba por aquí y por allá. Lo que vale para hoy, ya
mañana no sirve, no hay más remedio que hacer lo que te dicen, si quieres que
te aprueben.
Cuando
estuvieron listos y legalizados convenientemente todos sus documentos, a poco
menos de dos meses para el día E (de entrevista, se entiende), el batacazo le
puso la tensión arterial por las nubes; el corazón se le atragantaba y crecía el
rumor de que todos los parientes estaban al acecho, que si era de esta o
aquella forma que se escribía el apellido, que un cambio para unos sería una
locura para otros, los tiempos de heredar una fortuna con el apellido común no
eran siquiera broma ya. Idas y venidas a una parroquia suspendida en el tiempo,
el susto, esa bola pesando en el estómago, y la incertidumbre, un azote
constante. Mira que si todo esto es por gusto, que con la cantidad de dinero
gastado y si la cosa no sale bien, no le iba a tocar la suerte, entre esos
cientos de miles que piden entrar a aquel país todos los días, más necesitados,
por lo menos aquí no hay una guerra, ni un terremoto, Dios nos libre, decía,
compadeciendo aquellas caritas sin esperanzas en las que, sin embargo,
brillaban intensamente los ojos infantiles en las noticias que veía a pesar de
todo.
Amanecieron
frente al mar, aquel día gris, furioso. Mal augurio, pensó y trató de espantar
sus supersticiones. Repasó otra vez las respuestas que debería dar en la
entrevista, recordó cada una de las acciones desde que sonó el reloj a las
cuatro menos cuarto: no cruzar los dedos, poner primero el pie derecho al
levantarse, no vestirse con prendas blancas, grises o negras, no cruzar la
calle si se aproxima un carro blanco y uno negro en dirección contraria.
Las
banderas semejaban enormes pájaros estínfalos. No mirarlas, no mirarlas, se
repetía emulando su bisbiseo con los latigazos de aquellos trapos sacudiendo
sobre su cabeza. Le punzaba aquel flotar turbador. Era un mal augurio.
A mediodía
dos guardias, situados tres metros más allá, hicieron señas de que se
aproximaran dos más de la cola. ¡Señora, es con usted!, dijo alguien con voz
autoritaria y ella sintió un vértigo, una náusea, una sacudida abrupta, una
parálisis inesperada. Apretó muy fuerte las mandíbulas y avanzó hasta el
guardia del fusil al que quiso sonreír, pero le salió una mueca rara que el
soldado no se molestó responder. ¿Cuántos metros hasta la entrada del edificio?
¿Sabría llegar al despacho? ¿Le saldría la voz si tenía que preguntar? ¿La
entenderían? ¡Por aquí, señora! ¡Avance hasta el final del pasillo! Tenía la
vista nublada y le temblaba la barbilla, quería echarse a llorar, pero
resistía. Hacía lo que le ordenaban, sin mirar a los lados, sin leer las
señales, sin ver simplemente funcionarios en sus despachos. Suban hasta la
quinta planta, dijo alguien y ella reparó en que no iba sola. Los demás
parecían relajados, seguros, se les veía la confianza de quien conoce dónde
está, a qué se enfrenta, de quien hace un simple trámite que lo colocará en un
par de días allá, en aquel país al que ella está intentando viajar hace cuatro
años.
El despacho
es enorme, luminoso, huele a nuevo. El aire acondicionado está muy fuerte y
ella apenas trae un suéter sobre los hombros. Se queda de pie, hasta que
escucha el ¡Siéntese, señora!, con aquella voz fría como el aire, cortante como
las banderas que ahora ve a través de los cristales azules. No parecen negras,
piensa. Se sienta en el borde de una enorme butaca de cuero y sin percatarse
cruza las manos sobre su bolso.
La
funcionaria revisa la documentación minuciosamente, en silencio. Sella unos
papeles aquí y allá, los devuelve al legajo y sin más dice que no está apta
para viajar, que pase buenos días y que le diga al siguiente que puede pasar.
Bajó por
las escaleras, se cruzó con gente que la miró extrañada; quería salir a la
calle, quedarse sola frente al mar, llorar, no dar explicaciones, no escuchar
los trallazos a sus espaldas. Sonó su teléfono. Me han dicho que no, pero no ha
sido mi culpa; ella no me preguntó ni mi nombre. Cálmate, mamá, lo intentaremos
el año que viene.
Que no, que
ya había gastado mucho dinero, que no tenía fuerzas, que esas humillaciones.
Mamá, el dinero es lo de menos, escuchaba en su teléfono móvil, no te
preocupes, mira, úsalo como mejor te parezca, para la próxima vez ya lo
conseguiremos. Que cómo iba a gastarlo, con el trabajo que le costó reunirlo allá,
que ella no era una desconsiderada, que aceptó porque en esos seis meses de
permiso ella podría coger dos trabajos, pagar las deudas, incluidas las de
aquel viaje y, si era posible, que la llevaran a aquel museo, no pedía más,
solo ir al sitio donde llorar a su hijo balsero.
Muy buen cuento. Felicidades, Annia
ResponderEliminarExcelente... Como todo lo que emana del talento y la pluma de la maestra Mayda Anias... Gracias por compartir...
ResponderEliminarFelicidades amiga del alma!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarGenial. Adelante.
ResponderEliminarMayda Anias es una escritora excelente. Y lo demuestra una vez más.
ResponderEliminarMuchas felicidades, Mayda Anias. Te has ido superando en tu creación literaria. Ojalá obtengs el premio. Por mi parte, di mi granito de arena.
ResponderEliminarValioso cuento de una valiosa narradora y poeta cubana. Voto por su cuento.
ResponderEliminarDestaca el personal estilo de narrar de la autora con un cierre espectacular.
ResponderEliminarPrecioso, Mayda. Un abrazo. Alberto.
ResponderEliminarMagnífico cuento, Mayda. Sintetizas muchas vidas, muchas emociones, mucha historia. Muestras el lado humano que subyace en un conflicto deshumanizador. Manejas la norma culta del idioma español con elegante discreción. ¡Felicidades!
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