María Fernanda
Rodríguez A.
María está sentada junto a mí en el bus. Tiene tanto lápiz labial que
incluso los dientes están manchados de fucsia y el rímel de sus pestañas de
muñeca ha formado ya un diminuto código de barras bajo sus ojos. Parece una
recién llegada. Como si no supiera que en el invierno el rímel se corre. Por
toda esa ropa que lleva para cubrirse del frío, hoy se ve mucho más gorda de lo
que es. Huele a lavanda.
Todo el trayecto ha estado hablando de lo bien que le va en el casino.
Me dice que casi siempre gana, que todas las noches juega. No le gusta que el
iraní, el tipo con el que ahora sale, le acompañe; prefiere ir sola. Tiene la
tarjeta miembro gold y con eso barra libre y acceso al
restaurante-buffet las veces que sea; me cuenta que ahí cena y, si no tiene
trabajo en el hotel al día siguiente, también desayuna. Es mucama.
Cuando le digo que conozco los casinos solo por las películas gringas
ella se ríe y, tapándose la boca para que no oigan los que están cerca, me
murmura al oído que para ir al casino hay que tener suerte. Creo que habla en
serio
Comienza a escudriñar en los fondos de su bolso y me dice que me va a
mostrar algo; mientras tanto yo, a modo de esperar, miro por la ventana. Tanta
nieve, digo, y en voz alta confieso que extraño mi país. Ella solo asiente sin
quitar la mirada del bolso. Del fondo, de ese mundo de cosas, saca una
billetera rosada con brillitos y de uno de sus pliegues veo que sujeta lo que
al principio creo que es un papelito cualquiera; uno de esos que habitan
olvidados en el fondo de los bolsillos. Está doblado en cuatro o en seis. Aquí
lo tengo me dice orgullosa y lo abre, doblez por doblez, con tanto cuidado que
casi parece un ritual, y, por la forma en que lo sostiene entre sus dedos,
cualquiera pensaría que es la mismísima tarjeta gold.
Con la sonrisa de oreja a oreja lo sostiene abierto frente a mí. El
papel está gastado y casi a punto de romperse. María se asegura que yo lo vea;
lo veo. Acerco mi mano al papel pero ella lo retira de inmediato sin dejármelo
tocar. Me quedo con las manos en el aire y la boca entreabierta.
—¡No, no lo toques, no ves que lo amaleas! —dice y lo guarda de regreso
en el fondo de la billetera de brillitos sin antes hacer todo el show del
doblez perfecto. —Te voy a contar —me dice. Pestañea un par de veces y se
abraza fuerte a su bolso como quien abraza a un oso de peluche buscando calor.
Me cuenta que ese es un billete de lotería pero no cualquier billete de
lotería, sino el ganador. Yo le creo y por un momento no dice nada más, como
esperando a que yo hable, pero las palabras no me salen; no sé qué decir. —Hace
casi diez años con mi ex nos ganamos la lotería —dice por fin y asiente con la
cabeza—. Bueno, se la ganó él.
La gente del bus se queja del clima y dicen que este invierno será
intenso y muy largo. Yo solo pienso en que si me ganara la lotería no estaría
viviendo aquí, soportando tanto frío; me regresaría a mi tierra y lo digo sin
vueltas.
María me cuenta que ella y su ex se ganaron un millón de dólares y que
desde ese día siempre juega esos mismos números.
—¿Sabías qué cuando la lotería sale una vez después te vuelve a salir?
Niego con la cabeza y ella me dice que siempre ha tenido suerte.
—¿Y? —Quedo a la espera de que me eche el cuento completo; ella mira por
la ventana. Todavía tenemos diez minutos por recorrer hasta llegar a la
estación y transbordar al tren que va al downtown donde yo atiendo en
una cafetería
Con el dinero se fueron de vacaciones a las Bahamas ella, su ex, y hasta
invitaron a su mejor amiga, una cubana que siempre se andaba quejando del
clima; que tenía un pie aquí y el otro en Cuba. Que se dieron la gran vida me
confirma al final.
—¿Has estado en Bahamas? —me pregunta como si eso ahora tuviera alguna
importancia.
—Nunca —le contesto y siento su mano palmoteando la mía.
—Algún día. —Su tono parece un consuelo.
Luego del viaje compraron una casa grande. Me explica que es la casa que
queda justo a la vuelta de la parada del bus donde ambas lo tomamos todas las
mañanas.
—¿La casa de las ventanas? —pregunto para asegurarme de que es la misma
que yo conozco. Yo le digo así: la casa de las ventanas.
—Sí —me responde y abre las manos y extiende los dedos simulando que
toca los vidrios. Entonces yo me imagino la nitidez de esos cristales.
—Wow —digo y no miento.
—Esas ventanas tienen una cortina eléctrica por dentro de dos colores
que yo escogí —me dice y se señala a sí misma con el índice—. Azul platinado y
perla nácar. Me hubiera pasado la vida limpiando esos ventanales y sin
reclamar.
—¿Y? —pregunto de nuevo.
—Cuando nos disponíamos a gastarnos lo que quedaba del dinero al mal
bicho de mi ex —lo dice arrugando la nariz— le dieron sus remordimientos
repentinos y viajó a ver a su esposa y a su hijo; cada año les prometía que
volvería el siguiente. Les compró una casita; allá el dólar tiene otro valor.
Ese mal bicho, a mí también me prometía la luna, el sol y las estrellas. Hasta
casarnos prometió.
Cierro los ojos y me rasco la cabeza por encima del gorro.
—Y tú, ¿compras la lotería? —Me pregunta mientras se tapa la mitad del
rostro con la bufanda y se arregla la triple capa de blusa, suéter y abrigo. No
le contesto y hago lo mismo; me preparo para bajar del bus. La pregunta de la
lotería queda en el aire. Ella se enrosca de mi brazo y hacemos el transbordo;
del bus al tren hay que cruzar una calle. El clima es implacable. El viento
chilla y pega helado. Las orejas duelen si no se lleva orejeras.
Escuchamos el último pitazo del tren anunciando que está a punto de
partir. Corremos olvidando que ya no somos unas niñas, pero tenemos que
alcanzarlo; esperar el próximo nos llevaría cuarenta minutos y cada minuto en
este país cuesta plata.
A esta hora de la mañana el tren está casi vacío; somos pocos los que
embarcamos en esta estación. La mayoría latinos. Con algunos, de tanto vernos,
hasta nos conocemos. Hola, saludamos. Los hombres van con sus botas de
seguridad, una mochila. Los pantalones sucios de barro y tiesos de pintura seca
y del brazo colgado el casco. De las mujeres, en cambio, muchas son mucamas; lo
sé porque algunas trabajan con María en ese hotel para ricos; otras trabajan en
restaurantes o en cafeterías de meseras como yo. Ganamos un sueldo gringo pero
el trabajo es duro. Yo tengo dos turnos: el primero de seis de la mañana a una
de la tarde, y el segundo es de tres de la tarde a nueve de la noche. Una de
las muchachas del trabajo siempre me aconseja que debería ir a la escuela pero
creo que el idioma no me da para tanto. Apenas entiendo lo del menú.
—En días como estos solo se me antoja un sancocho —le digo a María
mientras nos ubicamos en los asientos del tren para los siguientes veinte
minutos de recorrido que faltan.
—No, yo no compro la lotería —le respondo por fin—. ¿Pero qué pasó con
su plata? Un millón de dólares se acabó así —y hago el ademán de tronar los
dedos pero con los guantes no se puede, no suenan.
—Pues resulta que el mal bicho de mi ex hizo negocios under the table
y pensó que no le iban a pillar. El gobierno demoró un par de años hasta que
comenzaron las llamadas y los citatorios; en esa misma época empezamos a tener
problemas porque el muy cínico se metió con mi amiga, la cubana. La metió en la
casa. Entonces me tuve que ir. Tengo orgullo, que no me humillen —comenta
moviendo la cabeza—. Ahora sé que, obligado, tuvo que cumplir, al hijo y a la
esposa, las promesas. Está huido.
María fija la vista hacia la nieve, a través de la ventana, y, en su
semblante, reconozco el surgir de un pensamiento. Luego suspira y continúa:
—A veces me paso por la casa de las ventanas con la ilusión de ver a los
del gobierno tomando posesión, pero al contrario, siempre veo a la cubana
limpiando los vidrios, abriendo y cerrando las cortinas, entrando y saliendo de
la casa como lo hacía yo. Entonces me quedo muy quieta mirando de lejos la
fachada, intentando recordar cómo era mirar el mundo desde ahí adentro. Esa
casa es una delicia. Por lo menos me queda la dicha de saber que ese mal bicho
no volverá a verla; tiene arraigo —me dice y se ríe irónica.
Se apresura a confirmar que lo mejor que le pasó fue la separación y que
ahora está tranquila con su novio el iraní, no viven juntos pero se ven los
fines de semana. Yo asiento como aprobando lo que acaba de decir, lo de verse
los fines de semana.
Pienso que en este país en realidad nada es fácil. Me arde el estómago.
Si me da tiempo desayuno en la cafetería.
Veo que María ha empezado a sudar y el que era código de barras bajo sus
ojos ahora es solo un manchón negro. Ella intenta limpiarse con el dedo
enguantado, pero solo lo empeora.
—¿Así? —me pregunta. Yo solo asiento tratando de sonreír para que no se
estire más la piel.
El altavoz anuncia nuestra parada. Nos acercamos a la puerta para bajar
del tren y María me dice que esta noche irá al casino sin el iraní.
—Vayan juntos —le aconsejo pensando en mi extrema soledad y en cuánto
extraño a mi familia.
—¡Nooo! —Dice como si lo dicho fuera un pecado—. Es que si gano me toca
compartirle.
La puerta del tren se abre.
—Yo no soy tonta, sé que soy una mujer con suerte —me dice en baja voz
como con miedo a ser escuchada. Se aferra a su enorme bolso y emprende camino
al hotel. Se despide de lejos con la mano. La miro alejarse y apenas me fijo en
su caminar desigual.
—Chao, María, nos vemos mañana —le grito pero creo que no me oye.
"Una mujer con suerte"
ResponderEliminarEs un relato corto y entretenido, me gustó mucho, felicitaciones a María Fernanda.
Maria Fernanda, me gustan estas historias tan reales, donde nos podemos identificar.
ResponderEliminarMaría Fernanda tu historia titulada Una mujer con suerte es realista, entretenida y de estos tiempos . Me Encantó tu vocabulario. Felicitaciones 👍
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