Seudónimo: James
Joyce
El
tráfico que descendía lento por la ruta 59, daba la marcha justa al sueño de
Ramiro y Fulgencio. Iban en un tractocamión Kenworth
detrás de un autobús a no más de treinta kilómetros por hora, pasados por la
modorra de cien kilómetros de Bogotá a Ibagué. Ramiro tan sólo ajustaba el
freno a cada instante y si al caso la segunda y Fulgencio consideraba el
paisaje templado como una pintura a punto de desmoronarse.
Los
buses y carros que venían del otro lado con las semi luces de las seis de la
tarde, encandelillaban los ojos de Ramiro, sujeto del volante, concentrado en
el freno y hasta de los retrovisores. Fulgencio giró la cabeza como para
empezar la conversa, como para romper la modorra y el sueño, todo lo que sabía
de tractocamiones, paisajes y carreteras lo había dicho.
—Mire
las luces de ese bus que viene, azules muy brillantes—Fulgencio recogió las
piernas sobre la silla del tractocamión.
Ramiro
seguía atento al freno de motor, calibrando la trasmisión y poniendo luces al
paisaje que se rayaba a cada minuto. Habían estado haciendo una entrega por
varias ciudades, sendas canastas de refrescos. Fulgencio acomodó las piernas de
nuevo y a través del parabrisas vio cómo las nubes se convertían en crespos
gigantes.
La
marcha del descenso había terminado, el puente sobre el río se divisaba y ahora
un leve ascenso se empezaba a pronunciar, formando la rivera. Ramiro ajustó el
cambio bajo y el tractocamión se irguió para empezar a subir con fuerza.
Fulgencio apretó los labios, condujo sus ojos por todo el camino y alcanzó a
divisar otro tractocamión que bajaba con potente freno de motor; la reconoció
de una vez.
—Creo
que ahí viene la tractomula de Ricardo, es muy bonita.
Ramiro
seguía sin responder, atento a la marcha, al freno porque el bus que iba
adelante se columpiaba fuertemente. Fulgencio continuaba con las ansias de
hablar, de que la carretera se hiciera corta y que sus ojos no se cerraran.
—¿Cuándo
me dejará coger el volante de esta tractomula, conducirla, que me enseñe a
perderle el miedo, quiero aprender y ser un transportador como usted algún día;
tener mi propia flotilla de camiones y ganar mucho dinero.
El
tractocamión se detuvo por un momento, la marcha de carros había parado. Ramiro
puso el freno de seguridad. El motor, muy potente, estremecía la cabina. La
oscuridad se hizo absoluta y a merced de la luna. Fulgencio seguía cavilando en
la puesta en escena para Ramiro, que hasta al momento no le había respondido;
cabía la posibilidad de que estuviera pensando en el dinero que le
proporcionaría la carga, y lo más seguro es que una parte fuera para él.
—Ramiro,
cuando la empresa le pague espero algo por haberlo acompañado en toda esta
travesía, lo merezco porque han sido días enteros y noches sin dormir, hablando
del camino y de estos monstruos de carga. Lo más posible es que la próxima
carga toque ir a la gran ciudad llevando carros. Lo mejor y lo más posible es
que a esa también me lleve.
Ramiro
continuó, la fila de carros se había disipado unos minutos después. Las nubes
se apretaban por el norte como en una obra de teatro. El tractocamión aceleró,
la carretera bajo sus llantas lo soportaba, haciendo que mucha de la naturaleza
le temblara los pies. Se hacían algunas construcciones en la carretera y alguien,
con un letrero de “siga”, hacía el ademán para que aceleraran. Ramiro bostezó,
Fulgencio lo observó y con mucha de sus palabras sólo había notado una modorra
en él. Sin embargo estaba dispuesto a seguirle hablando así no le respondiera,
sabía que le escuchaba.
—A fin
de cuentas sabemos usted y yo que los viajes por tractomulas son aventuras,
paseos, conocer todas las ciudades, conocer todas las carreteras, las fronteras,
los ríos, las montañas. Piense en que todo eso nos convierte en seres mágicos,
en seres que conocemos…
De
repente Fulgencio se había detenido, como lo había hecho el tractocamión. Ramiro
colgó sus ojos a través del parabrisas y, como un bombillo intermitente, los
abrió y los cerró; Fulgencio sintió que su piel ardía por el efecto de los
nervios. Por un momento todo fue cámara lenta, la luz de la carretera hasta
había detenido los fotones. El tractocamión había quedado a centímetros del bus
que iba adelante.
—¡Qué
pasó, Ramiro, por poco y chocamos con el bus! —Fulgencio se acomodó mejor en el
asiento—. Imagínese donde hubiéramos chocado, hubiéramos salido por el vidrio y
caer a la carretera y… y… no sé qué más.
A
pesar del susto, Ramiro se limitó a meter la primera baja y el acelerador; el
bus había continuado su marcha hacía algunos segundos. El tractocamión aceleró
y la carretera se resistía de nuevo a las llantas y la carga. La oscuridad y
las estrellas ya fulguraban y las luces del tractocamión se confundían con las
montañas cargadas de las luces de la ciudad. Ramiro aceleró un poco más y fue
entrando en el paradero de comidas y la gasolinera que no estaba a más de un
kilómetro. El tractocamión se detuvo con el freno de aire a toda; zigzagueó los
ojos y Fulgencio estiró los brazos tanto como pudo. En la semioscuridad del
sitio se alcanzaba ver la mesera poniendo sopas sobre la mesa, café, algunas
tostadas y vasos de jugo que los otros camioneros saboreaban.
Fulgencio
se retiró sin decirle nada a Ramiro, en busca de los baños. Apreció el resto de
las tractomulas parqueadas. En el retrete contempló las polillas y hasta
advirtió una cucaracha sobre el sifón que escapó rápidamente. Cuando volvió,
Ramiro ya tenía sobre su mesa sopa, un trozo de carne ahumado y un vaso de
alguna bebida y en el otro lado lo mismo, sólo que en menos cantidad y la carne
más quemada. Fulgencio se sentó, miró de soslayo a ramiro que comía concentrado
y pensó en algo que decir, para ver si en esta ocasión su gran amigo de viajes
y cargas ahora sí le respondía.
—Tan
sólo falta una hora para llegar, Ramiro. Lo mejor es que comamos rápido para
que no se nos haga más oscuro—Fulgencio empezó a cucharear la sopa—. Está
subiendo bastantes carros y el paso es complicado.
Pero
el silencio de Ramiro seguía ahí, con la lengua como atada o condenada al
encierro, no lo sabía con certeza Fulgencio. Lo único que sabía que con todo el
tema de las tractomulas, cargas, carreteras y rutas, él mismo podía encontrar
el pensamiento justo y menoscabar el silencio de Ramiro. Pero las luces que
iluminaban el restaurante, de los tractocamiones que ya encendían de nuevo,
ingresaba, flotaban en el aire como en la búsqueda de lo silencioso.
Media
hora pasó cuando Ramiro y Fulgencio tenían los platos lamidos y con los arroces
a las orillas. El camión descansaba, con el motor ya tibio. Ramiro subió,
Fulgencio dobló su cuerpo para que quedara dentro de la cabina. Algunos
segundos después salió con un fuerte rugido del motor y se encaminaron de nuevo
por la ruta 59 ascendiendo. Seguían descendiendo vehículos, aumentaban a cada
momento, las nubes se arrellanaron con más voluntad y causaron un desastre en
la atmósfera que se estaba convirtiendo en lluvia.
Las
gotas de agua empezaron a caer sobre el vidrio del tractocamión; Ramiro
encendió los parabrisas. La brisa entraba columpiándose sobre las ventanillas y
sobre el rostro de Ramiro, callando aún más su vil lengua en silencio.
Fulgencio trastabilló al coger el trapo y limpiar los vidrios empañados. Las
estrellas se habían ocultado y con toda potencia las nubes se hacían reyes de
la bóveda. El reloj había alcanzado las nueve de la noche y la distancia se
había acortado tan sólo a cuarenta kilómetros de la ciudad.
—No es
lo mismo decir que nuestro camión está a una distancia de treinta y ocho
kilómetros a que treinta y ocho kilómetros recorro una distancia de treinta
kilómetros, por decir—Fulgencio movió los ojos con ahínco y se quedó mirando la
carretera lluviosa—. Es una como una filosofía de tractomulas, Ramiro, piense
usted.
El
cielo, aunque despejado, seguía mostrando una cortina de nubes naranjas, densas
y con amenazas. Ramiro seguía concentrado en la carretera y en los caprichos
del vehículo, como un cíclope gigante al que había que dominar. A través de los
espejos se podía ver las luces de los automóviles cansados detrás, con la
marcha lenta, como en la espera de un milagro para poder volar y sobrepasar a
los demás. Ramiro aplicó la segunda alta y el tractocamión trastabilló como un
caballo al relincho.
De
repente, como si una gran magia hubiera habido en lo alto del universo, el
cielo se volvió azul, seco; Fulgencio lo pudo advertir y sintió algo muy
poderoso en su ser. Miró a Ramiro, miró el fondo de la carretera y del abismo
de la cordillera y todo lo encontró en silencio. Cerró los ojos para ver si
podía dormitar, de pronto cuando los abriera ya se encontraran en la ciudad. Y
sí, dormitó, porque por instantes los otros tractocamiones le despertaban con
el ruido; pero empezó a sentir que sus ojos se volvían polvo, que su mente se
volvía polvo y todo su ser se volvió polvo. Su mente se había doblegado a la
noche, al inconsciente y pudo ir muy lejos, tan lejos que cuando Fulgencio
despertó todo lo vio distinto.
Su
mente y su cuerpo se habían vuelto a integrar, las grandes luces de la ciudad
ya se divisaban, los edificios se alzaban y las calles llena de carros
advertían el tráfico complicado del amanecer. Cuando Fulgencio miró el reloj
del tractocamión eran las cinco y cincuenta de la mañana, habían viajado toda
la noche; y hasta despertó sobresaltado porque de repente vino la idea a su
cabeza de que Ramiro se había dormido y habían echado a rodar por un abismo.
Pero no, cuando despertó lo vio envuelto en una cobija, sosteniéndose fuerte al
volante y a la transmisión, su cuerpo se veía congelado, tieso, parecía una
gárgola. Ramiro inventó algo para ver si ahora sí tenía algo que decir.
—Qué
rápido hemos llegado, dormí toda la noche.
El
tractocamión viró en la bodega de entrega. Ramiro se despegó la cobija, hasta
de los ojos de insomnio que habían brillado toda la noche. Parqueó el
tractocamión cerca de las puertas; otro muchacho le indicó la línea de parada,
ni siquiera le había dicho nada a Fulgencio, que sabía que ese era oficio de
él. Simplemente continuó en el camión, vio cómo Ramiro le decía algo al
encargado de recibir la mercancía.
—Las
cajas están completas, Ramiro, la mercancía llegó en buen estado.
—¿Ochenta
cajas?
—Correcto—El
hombre subrayó algo en la tabla.
Ramiro
dio la vuelta, con las manos en la chaqueta, mirando a los altos edificios de
la ciudad. Recordó algo y se detuvo.
—¿Cuándo
es el próximo viaje?
—Yo
creo que la otra semana, Ramiro, es un cargamento de residuos.
—Algo
de cuidado, claro—Ramiro miró al tractocamión con nostalgia, como si se llenaran
de agua de repente.
—¿Y
qué pasó con el ayudante de la otra vez, Ramiro, cómo era que se llamaba,
Fulgencio?
Lo
único que hizo Ramiro fue echar a caminar, no había querido responderle al
hombre. Simplemente miró al cielo, lleno ahora de más lágrimas, como queriendo
volar allí. Fulgencio había salido del tractocamión y empezó a caminar detrás
de Ramiro.
—Te
digo Ramiro que las tractomulas son lo mejor…
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