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Concurso internacional de cuento 2022 Primigenios

 

 

Tijuana no responde

 

Seudónimo: StarLord

 

 

El Rodney era su lugar en el mundo. De noche una luz anaranjada se recostaba sobre las mesas y las paredes. Y luego escapaba, cálida, en dirección a la calle, para apagarse contra los redondeles plateados que los faroles de la avenida Newbery formaban sobre el asfalto. Visto de lejos, el bar parecía una piedra incandescente en medio de la noche. Ahí era donde Charly solía sentirse un tipo más interesante, justo él, que de día no hubiera hecho dar vuelta a nadie para mirarlo de tan parecido que era a cualquiera.

El Rodney transpiraba olor a frito y a eternidad. Pósters de Pappo, Los Beatles y AC/DC honraban sus paredes, como cucardas junto a botellas de vodka, tequila y whisky. Uno de los paredones del cementerio lo acompañaba largo y de frente, a unos cincuenta metros, pintarrajeado de grafitis, detrás de la línea de álamos que enredaban sus copas en el cielo, a cada lado de la avenida.

Un par de chicas flacas y morochas, vestidas de negro, iguales a luciérnagas oscuras, se deslizaban ágiles entre las mesas cada noche. No eran lindas -pensaba Charly- pero sí femeninas. Sonreían todo el tiempo y eso las volvía para él deseables, dueñas de una suavidad espumosa. Charly nunca tuvo mujeres que lo miraran así. Las pocas que le habían dedicado sus ojos de ese modo habían estado de tránsito en su vida; en parte porque él mismo las rehuía, y en otra porque no era un hombre con quien quedarse, como si fuera apenas un stop obligado en alguna ruta que lo interponía a la fuerza. No. Ese tipo de mujeres se habían salteado a Charly. Las que sí habían permanecido con él, al menos un tiempo, eran féminas de curvas serpenteantes, excesivas, subidas a plataformas y apretadas en sus prendas, sin abrigo ni sitio para ninguna duda. A menudo las había buscado rubias. Con frecuencia esas rubias lucían maquilladas en exceso. Siempre se recortaban artificiales, plásticas y funestas para él. También ellas sonreían, pero distinto a las morochas del Rodney. Esmerilaban las facciones hasta volverlas rocosas, con labios explosivos, en una tensión amplia que se iniciaba bajo la nariz y moría detrás de las orejas. Sus ojos, mientras tanto, recorrían a Charly como si fuera deseable, cuando todos sabían, incluso él mismo, que su atractivo no radicaba en ningún talento.

Pero esa noche Charly no pensaba en esas rubias ni en las miradas verdaderas de mujer que le habían faltado, y que asumía nunca tendría. Se había sentado en el lugar de siempre, aunque le tocaba a Galíndez. El negro había fallado a último momento -algo había dicho sobre sus hijos enfermos y la mujer que no podía con todo- y alguien tenía que cubrirlo. A menudo Galíndez los clavaba con esa excusa. En la seccional lo aguantaban porque tenía seis pibes, que cuando iban con él caminaban en fila india por detrás, de mayor a menor, callados y muy serios. Charly sentía lástima de ellos. Lo hacían acordar a sí mismo cuando era chico, asustado porque su viejo, que era cana como él, lo tenía amenazado con dejarlo encerrado en un calabozo si se portaba mal. ¿Era Galíndez un hijo de puta fajador de chicos como su viejo? La pregunta le picaba a veces en la frente, pero nunca salía por su boca. Pensaba que cada quien hacía su vida y debía aguantar lo que le había tocado en suerte, por más que el pedazo fuera pequeño, como le había pasado a él, que había estirado su soltería hasta sus flamantes cincuenta para no enredarse con una mujer que lo llenara de hijos, como a Galíndez, aunque tuviera la mirada hermosa de las chicas del Rodney.

Así que ahí estaba reemplazándolo otra vez, en su mesa de la esquina, desde donde podía controlar los movimientos de Bodoque, de pie a unos veinte metros, pegado a un árbol en la vereda de enfrente. Bodoque era un tipo de ley. Cumplía su horario nocturno con la dedicación de un empleado bancario. Llevaba la cuenta de cada transa en el anotador del celular como si fuera un libro contable. Ahí registraba la mercadería disponible, el valor en gramos o unidades y su calidad. Luego le pasaba la información al cuidador de turno en una hoja rayada escrita con pulso firme, profundo. A la marihuana la llamaba Pamela y a la cocaína Sarli. A las pastillas solía agruparlas bajo el genérico de Pizzetas. Nunca aclaró el porqué de los nombres, ni nadie en la comisaría se tomó el trabajo de preguntárselo. Funcionaba así y era lo único que importaba. Eso y el dinero que entregaba religiosamente cada lunes, ordenado y prolijo como si lo hubiera planchado, adentro de un sobre marrón sin inscripción alguna, envuelto a su vez en una hoja blanca y antes en un papel film de empaquetar comida. Cada tanto Charly imaginaba las razones de Bodoque para llamar a la falopa con esos nombres. Lo de la Sarli era obvio. Lo de las otras, un enigma. Pero Charly nunca hablaba con Bodoque. Su asepsia comercial y el silencio con el que acompañaba la ceremonia de compartir las cuentas de la noche lo impresionaban. El que hubiera inventado que “el crimen no paga” no conocía a un tipo como Bodoque, pensaba Charly.  Su apariencia, en cambio, le resultaba poco menos que lamentable. También le resultaba fatal el mal olor que emanaba de su cuerpo, rancio, como si sus prendas tuvieran vida propia en otra parte y sobre la piel hubiera adherida otra piel, una película de smog o humo de cigarrillo, o ambos juntos. Daban ganas de bañarlo a la fuerza, se decía Charly. ¿De qué lado del mostrador laburaba en realidad Bodoque?

Ahora las chicas del Rodney habían puesto sobre su mesa una fuente generosa de milanesa con papas fritas, su plato de cada noche en cualquier lugar que estuviera. Tenía ganas de una Corona helada, pensó que no debía, pero igual la pidió, mientras sentía que ni siquiera en algo tan mínimo como eso podía respetar la indicación del cardiólogo. “De algo hay que morir”, se dijo y dio el primer bocado. La idea le provocó angustia, como una planta venenosa enraizada en su corazón, que en lugar de promoverlo a cuidarse lo empujaba, desaforado, en dirección frontal hacia el infarto. Charly se aferraba al descuido como a una balsa, quizás porque era lo único estable en su vida. Todo lo demás se había esfumado. O tal vez ni siquiera había estado y eran bajas las probabilidades de que estuviera en adelante. ¿Por qué y para quién cuidarse?

Qué lejos estoy del suelo donde he nacido, inmensa nostalgia invade mi pensamiento… cantó un hombre de más de cincuenta, los ojos apretados y la boca pegada al micrófono, en el pequeño escenario del Rodney. Su voz le gustó. Sonaba a alcohol y a pesar, era profunda y parecía repleta de vida vivida. El tipo terminó y presentó a su banda. Se demoró en la explicación del nombre del grupo, que iba a tocar música mexicana, aunque fueran argentinos, cosa rara en un lugar como el Rodney. El grupo se llamaba Tijuana no responde, dijo el tipo y se despachó con la historia de un libro de Pérez-Reverte donde unos narcotraficantes, montados en una avioneta, buscan aterrizar en una pista clandestina sin lograrlo, porque la gente de Tijuana no responde.

Charly no sabía mucho de música, pero le llamaba la atención la apariencia rockera de los tipos. En su imaginación, México vestía como mariachis con trompetas y guitarras criollas. Igual sonaban más mexicanos que si fueran de Sinaloa, aunque no pudiera entender la vinculación entre el nombre y la música de la banda, cosa que poco le importó porque tocaban tan bien que resultaba un gran acierto que Galíndez hubiera faltado.

Un tubo fluorescente y azul irradiaba tras la nuca de los artistas y los volvía fantasmales. Tenían toda la atención de la gente, se dio cuenta Charly, que fue el único en seguir comiendo sin pausa hasta el último bocado. Con dinero o sin dinero…entonaban todos a su alrededor, mientras alzaban los vasos y los hamacaban al ritmo de llorar y llorar, llorar y llorar.

A Charly se le ocurrió que la noche era rara y eso lo inquietó un poco. Algo que no podía precisar flotaba en el aire. Sintió también nostalgia, no supo de qué, porque no había un solo hecho en su vida que mereciera ser añorado. Afuera, en cambio, la noche se veía normal. Vio de nuevo a Bodoque y a los mismos de siempre, a su alrededor, arrancando billetes arrugados de bolsillos y carteras por una dosis de algo, lo que fuera. Charly lo contempló durante un largo rato, con el estómago cargado y la mirada desenfocada. Después fue al baño, se refrescó la cara y constató su incipiente vejez en el espejo. Volvió a su mesa, se sentó, pidió otra Corona. Una mujer, detrás del vidrio, se detuvo frente a él y lo miró. ¿La conocía? Tenía la cabeza cubierta de canas y un sacón sencillo y marrón. Cargaba un bolso floreado, hecho de tela, viejo, que por lo lleno parecía llevar un mundo. Usaba anteojos. Tenía la cara cuarteada y oscura. Sus ojos eran negros, grandes y daban la impresión de atravesar las cosas. Hablaban de dolor y lucha, de amor tejido en las mañanas y desmadejado en los atardeceres, de sueños incumplidos, de furia. La mujer no se demoró mucho más con él. Charly vio que decía algo que se le antojó una oración y luego siguió camino para cruzar la avenida. Su movimiento desparejo al caminar señalaba un cansancio último.

Charly se acordó de su madre. La había querido mucho, aunque nunca hubiera podido protegerlo de la furia de su padre. Recordó el olor de su cuerpo y la ternura de sus brazos. También las lágrimas calientes, sus manos rotas, el hartazgo de su pecho y la muerte temprana bajo las vías remotas de un tren. Hacía bastante que no pensaba en ella. Imaginó que, de estar viva, se vería como la mujer que cruzaba ahora la avenida en dirección a Bodoque. Nos dejamos hace tiempo, pero me llego el momento de perder. Tú tenías mucha razón, le hago caso al corazón y me muero por volver… cantaba ahora  el cincuentón de la banda.

Entonces algo levantó a Charly de su silla en medio del recital, como un resorte, y lo dispuso a salir. Vio a la mujer detenerse frente a Bodoque. Al principio él no pareció reparar en ella, entretenido como estaba en la transa con dos adolescentes de peinado vertical. La mujer apoyó el bolso en el piso y con dificultad buscó algo que no encontraba. Se movía despacio, como una abuela que busca una golosina adentro de una canasta. Charly no le quitaba la vista de encima mientras abandonaba el bar y la seguía con pasos dormidos. Una conmoción intensa ralentizaba sus movimientos, que estaban sincronizados, supuso, con los de la mujer que ahora veía de espaldas a él, hablándole a Bodoque, que ahora sí le prestaba atención y hasta mostraba una rigidez repentina, mientras los adolescentes que hasta hacía un instante le hablaban salían corriendo en dirección al cementerio, y Bodoque permanecía inmóvil y atento a algo que la mujer exhibía, que Charly no podía ver, que haría caer a Bodoque de rodillas, como en una súplica, pero de costado, seco, igual a una planta parásita que se arranca de raíz de un tronco joven.

Charly se acercó hasta Bodoque desenfundando su arma reglamentaria sabiéndola ya inútil. Constató la muerte en la carótida del dealer y trató de explicarse lo extraño de esa noche, en que una banda argentina interpretaba canciones mexicanas en un tugurio del rock bajo un nombre que se le ocurría insólito. Luego se volvió a la mujer. En una mano empuñaba una 45. En la otra mostraba la foto de un muchacho.

─Se llamaba Juan Cruz ─dijo─. Era toda mi vida.

Charly reconoció esos ojos que desbordaban un amor póstumo. Sin haberlos visto nunca, los comprendió. Después escuchó un disparo. Se sorprendió. Miró algo por detrás de la mujer inmóvil. En ese instante hecho de bruma y fuego no recordaba haber apretado el gatillo. 



El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.




 

Comentarios

  1. Excelente relato que me llevó a un submundo marginal, interesante punto de vista de este protagonista que termina atrapado en las tinieblas de un crimen.

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  2. Excelente historia. Sentí que era real.

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  3. Buen cuento. Hizo justicia.

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