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El misterio de Pi

 

Seudónimo: Aníbal Molinero

 

 

 

Siempre fui un negado para las matemáticas. Toda mi vida. Mire, yo creo que nacemos para algo. Que venimos con un don, con una habilidad, con un… llámelo como quiera. Nacemos músicos, ingenieros o futbolistas. En mi caso, nací para vender automóviles. ¡Soy un maestro vendiendo autos! Pero eso sí, no me hable de matemáticas porque soy un nulo. Un cero bien a la izquierda. Me defiendo con la regla de tres simple, pero dudo si podría recitar la tabla del ocho sin equivocarme. Por suerte tenemos las calculadoras, ¿no? Ahora, estimado Molinero, la cuestión es… ¿cómo puede ser que yo, tan incapaz para los números, me haya enamorado de una profesora de matemáticas? Sí, no se ría. ¡Es verdad! Si quiere, le cuento. ¡Ah! Sí, un cafecito le acepto, gracias. Un café a esta hora siempre viene bien.

La conocí el 23 de marzo de 1970. Recuerdo la fecha porque ese día cumplí quince años. Ella entró en el aula, se detuvo frente al escritorio y nos dijo: me llamo Renata Salles, soy su profesora de matemáticas, utilizaremos el texto de Repetto, Linskens y Fesquet. ¡Usted no sabe lo que era esa mujer! No, no, todo lo contrario. Era cualquier cosa menos linda. Fíjese que mis compañeros, con esa maldad ácida propia de los adolescentes, de inmediato la apodaron “renacuaja Salles”. Era baja de estatura y muy delgada; y como invariablemente vestía con demasiado abrigo nunca se le descubrió ninguna forma memorable. Tenía el cabello corto, tipo melenita, de un color castaño oscuro y opaco. Su cara era delgada, casi triangular, con pómulos salientes y mejillas hundidas. Y llevaba unos anteojos enormes de carey. En fin, resumiendo: una de esas mujeres que uno ve pero que no mira. Yo, al principio, la ignoré. Sobre todo, considerando la oferta de primas, vecinas y compañeritas del colegio que tenía disponibles por aquel entonces. ¿Qué edad tenía? Ya le dije, quince recién cumplidos. ¡Ah, perdón! Usted dice ella, la profe. Y… no sé. Se me ocurre que andaría entre los veinticinco y los treinta. Quizás su edad fue una de las razones por las que me enamoré. ¡Qué sé yo! Otra razón fue su voz. Tenía una voz tan profunda y melodiosa que daba placer escucharla hasta en las explicaciones más áridas de su materia. Bueno, por lo menos a mí me fascinaba escucharla. Pero el detonante de mi obsesión por ella fue un hecho menor, quizás casual. Cierta mañana éramos muy pocos los presentes en el aula. No recuerdo por qué motivo faltaron tantos alumnos. Una tormenta, una huelga o algo así. Ante esta situación, Salles decidió no avanzar con el programa y se dedicó a repasar algunos temas. Las aclaraciones y correcciones iniciales derivaron en una charla amena, situación inédita a la que jamás había accedido. En ese espíritu, una de mis compañeras lanzó una de esas típicas preguntas tontas que nadie hace para no parecer un tonto. “¿Cómo lo saben? ¿Alguien hizo la cuenta hasta el final?” Salles sonrió, luego se acercó lentamente hacia nosotros y en un acto inesperado, que jamás repitió, se apoyó sobre uno los pupitres casi sentándose sobre él. Su pollera se alzó y dejó al descubierto sus rodillas. Se quitó los anteojos. Yo quedé hipnotizado por sus enormes ojos negros. “Las matemáticas son una ciencia exacta”, explicó con voz pausada. “Una ciencia donde no hay opiniones, ni puntos de vista, ni debates sobre los hechos porque ni siquiera tenemos hechos, sólo abstracciones; pero abstracciones rigurosas que no admiten distintas posibilidades; solamente aciertos y errores”. Al decir esto me miró a los ojos, fijamente. “En mi caso más errores que aciertos”, dijo alguien en tono jocoso. Salles respondió sonriendo, pero el chiste rompió el encanto de su mirada. “A pesar de ello”, continuó, “tiene misterios hasta hoy insolubles. La relación entre la circunferencia y su diámetro es un número irracional. Es decir que al dividir el uno sobre el otro nunca se obtendrá un resultado sin resto. Tampoco se obtendrá un período que se repita, como sucede al dividir diez sobre tres, que resulta tres coma treinta y tres, treinta y tres, treinta y tres, y así hasta el infinito. Hace pocos años, una computadora calculó Pi con quinientos mil decimales sin hallar ni fin ni períodos constantes”. Continuó el resto de su hora hablando de números irracionales, de teoremas sin demostración, de paradojas y de conjeturas. Todo un universo de misterios insondables. Por primera vez durante una clase de matemáticas deseamos que el timbre no sonara, pero sonó con su insalvable puntualidad. Salles se ocultó detrás de sus anteojos, se incorporó alisándose la pollera con la mano, tomó sus libros y se despidió. Al cruzar la puerta yo entendí que lo más excitante y cautivador que puede tener una mujer no es el dibujo de su silueta, ni la belleza de su rostro, ni su destreza en la cocina o en la cama, sino el misterio. A pesar de mis esfuerzos, nunca superé el seis en mis calificaciones, pero ello no impidió que persiguiera cada uno de sus gestos y de sus pasos; y que aspirara cada una de sus palabras. De haber tenido facilidad para la rima o para la música le hubiera escrito un poema o dedicado una canción. A falta de ello me resigné a amarla a escondidas y sin mencionárselo a nadie. Al llegar el siguiente marzo yo pasé a quinto año, pero ella permaneció en cuarto. Con carita de cordero degollado le pedí que me diera clases particulares. “Usted no las necesita”, se excusó al negarse. “Con atención y trabajo no tendrá dificultades. Y cualquier duda que tenga, el profesor García se la resolverá. Por otro lado, no doy clases particulares a alumnos de mis colegas. Lo considero una falta de ética”. Tendría que haberle confesado que las clases eran un pretexto para encontrarme dos veces por semana con ella, a solas, porque estaba enamorado, pero me faltó valor o me sobró sensatez. Después de recibirme comencé en la Universidad de La Plata una carrera que abandoné al año. Regresé para trabajar en la concesionaria de automóviles de mi viejo. Fui cadete, serví café, lavé los autos en exposición, despaché repuestos y finalmente llegué a ser vendedor. En alguna reunión de exalumnos pregunté por “la Salles”, pero nadie supo decirme nada. Quizás por esa falta de respuestas la recordé más atractiva, más sugerente y más misteriosa. A los treinta me casé… ¿Cómo? ¡Ah, sí! ¿Vio? Cosas que le quedan en la cabeza a uno. Obsesiones o como quiera llamarlas. ¡En fin! Como le decía, a los treinta me casé con la hija del farmacéutico del barrio, una preciosura a la que le llevaba más de diez años. El viejo puso la casa, la fiesta y la luna de miel en Brasil. La pasé muy bien durante el tiempo que uno puede gozar de una mujer hermosa, hasta que me aburrí. Sí, ¡qué quiere que le diga!, me aburrí. Mis amigos me decían: “Cholo, no seas pelandrún. Nunca vas a conseguir otro bomboncito como ese”. Pero no les di bolilla. ¡Qué sé yo! ¿Vio? Somos así. Exactamente, es como usted dice, nunca se valora lo que se tiene hasta que se pierde. Aunque la verdad es que yo tampoco la valoré después, pero eso es otra historia. La cuestión es que nos divorciamos. Ella se quedó con la casa y yo quedé soltero por segunda vez. Treinta y pico, con guita y buena pinta, ¡se imagina qué arrastre con las veteranas! Las tuve haciendo fila. No, gracias, paso. Otro café no porque me da acidez, ¿vio? Un día pensé: “Si yo tengo treinta y seis, la Salles andará por los cuarenta y pico. Tanta diferencia no hay”. Así volví a buscarla. Pregunté por acá y por allá, pero no tuve suerte. Recurrí a sus viejos compañeros de trabajo, algunos ya retirados, pero nadie sabía de ella. Algunos ni siquiera la recordaban. Hasta consulté en la secretaría del colegio, pero todo fue en vano. Para peor, en esas idas y venidas conocí a una mujer que me atrapó con sus misterios, y a los cuatro meses me casé por segunda vez. “¿Por qué te casaste con ese bagayo?”, preguntaron mis amigos cuando quedé soltero por tercera vez. Contesté con una guarangada propia de un machista vanidoso, haciendo referencia a la gimnasia amatoria de mi exmujer. Lo hice para no reconocer que su fealdad me recordaba a mi profesora de matemáticas. Su fealdad y su pasión por los misterios. Pero a diferencia de Renata Salles, sus enigmas nacían de su vocación por hallar sombras, conspiraciones y secretos detrás de cualquier fenómeno, hecho o historia real o ficticia. La Atlántida, el triángulo de las Bermudas, el Área 51, las pirámides de Egipto, los OVNIS, la tierra hueca, las líneas de Nazca, las vidas pasadas, y así podría continuar todo el día enumerando las macanas que la desvelaban. Una vuelta, para cortar con tanta pavada, le mencioné que la real e infinita sucesión de números del cociente decimal de Pi superaba cualquier fantasía de ciudades ocultas o de viajeros extraterrestres. ¡Para qué! Se ofendió y no me habló durante tres días. Para ser sincero, no sé qué le encontré de parecido a mi profesora. Ni siquiera su mirada pulsante e histérica, siempre atenta por encontrar enanitos verdes en la sopa, se asemejaba al mirar calmo, intenso e inteligente de la Salles. Aquella segunda experiencia matrimonial clausuró de manera definitiva mi búsqueda de parejas. A partir de entonces sólo mantuve relaciones pasajeras y encuentros ocasionales en los cuales la satisfacción sustituyó a la felicidad. A fines de mis cuarenta me resigné a la soltería con un ánimo tan festivo como falso. Para colmo, calcular que mi antigua profesora de matemáticas rondaría la edad de la jubilación me produjo una picazón espiritual imposible de sosegar. Vislumbrar su vejez me llevó a enfrentarme con la mía. Lamentar su soledad (no sé por qué supuse que vivía sola) me llevó a pensar en la mía. Para rescatarme de esa depresión enmascarada me dediqué a buscarla. Investigué en los colegios de la zona, pregunté en profesorados y hasta me comuniqué con todas las personas de apellido Salles mencionados en la guía telefónica. Algunos me trataron como a un lunático, otros como a un cuentero. La mayoría me ignoró. Cuando le narré estas peripecias a una ocasional compañera, me tildó de infantil o de inmaduro. O de ambas cosas, no recuerdo. Criticar mi empeño era minusvalorar a Renata Salles, por lo que renuncié a mi compañera que, a pesar de su juventud y de sus dotes eróticas, era incapaz de albergar o de comprender ningún misterio. Y que ni siquiera sabía que el valor de Pi es tres coma dieciséis catorce noven…. No, tres coma catorce seten… Bah, ahora no me acuerdo. Lo que le dije, siempre fui un negado para las matemáticas. Y también para el amor.



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