¿Por qué no vino la mujer?
Seudónimo: Aldanis
Roberto atravesó la
puerta del negocio, dudó un segundo en acercarse al mostrador. Olfateó el olor
a cerveza y se le hizo agua la boca.
―¿Va a tomar algo
hoy? ―preguntó el encargado con su bigote habitual.
―Hoy no puedo
―respondió Roberto, en un tono tan débil que no pareció convincente.
―¿Cuánto dinero va a
cambiar entonces?
Roberto lo pensó
unos segundos, extrajo unos pocos billetes e hizo un ruido de inconformidad con
los dientes.
―Tanto matarme
trabajando para ganarme esta porquería ―se dijo.
Entre pagar el
alquiler de la casucha donde vivía, comprar los medicamentos de Robertico y
conseguir comida, se le iba mucho más de lo que tenía.
―Vamos a cambiárselo
todo, aproveche que tengo mucha monedas ―dijo el del bigote, con una sonrisa de
oreja a oreja.
Por unos segundos se
mantuvo revisando los billetes, como si quisiera y no quisiera. Miró hacia la
calle, temiendo encontrar allí a su mujer con la cara de rabia de siempre,
capaz de espantar hasta a los muertos. Al fin se decidió y entresacó una papeleta
de cien pesos.
―Hoy va a empezar
suave ¡eh! ―dijo el señor del bigote, recibiendo el billete y entregándole a
cambio un puñado de monedas.
Sin responder, se
retiró a un rincón solitario del establecimiento, deteniéndose frente a una
máquina tragamonedas, como tenía por costumbre. Lanzó una mirada furtiva a la
entrada, respiró profundo, se persignó con la primera moneda, miró hacia arriba
en gesto de súplica y finalmente la introdujo por la ranura. Oprimió los
botones, ansiando ver alineadas las figuras iguales, pero no sucedió. Con mucha
incomodidad por su fracaso inicial, lo intentó una vez, y otra, y muchas otras
veces más. El resultado era el mismo, se alineaban figuras muy diferentes.
Su insistencia, la
impotencia al no lograr aún ningún resultado y el calor de la tarde, lo
“obligaron” a pedirle al señor bigotes una cerveza.
―¡Ja! Yo sabía que
no se dejaba de tomar su cervecita bien fría ―dijo el bigote sonriente desde el
otro lado del mostrador.
Cuando se tomó el
primer trago, miró a todos lados y desde luego, a la entrada. Le llegó a la
mente la advertencia de su mujer: “Si no consigue el dinero, se muere el
muchacho”. Recordó el silbido y el tronar de las flemas en la respiración de
Robertico. Nunca lo había visto tan congestionado y cadavérico. Por un momento
sintió el impulso de ponerse de pies y salir de aquel lugar. La farmacia le
quedaba cerca, y vería cómo rendir el dinero y comprar comida. Para pagar la
casa no le alcanzaba, y con las deudas repartidas entre compadres, amigos y
familiares, nadie le prestaría. Llegó a la conclusión de que la única manera de
conseguir el dinero, era en esa máquina.
Sacó otro billete de
cien pesos y recibió un nuevo puñado de monedas. Regresó a su posición
acostumbrada, se echó un buen trago de cerveza y retomó su arduo “trabajo” en
la máquina tragamonedas, convencido de que, si la suerte lo acompañaba,
resultaría agraciado con bastante dinero.
Una por una
introducía las monedas, anhelante del afortunado momento en el cual las figuras
lograran alinearse para causar un manantial de monedas brotando por la boquilla
inferior de la máquina. Aunque su mujer no lo entendiera, era su única salida y
salvación.
Bebía cerveza y
oprimía botones sin parar. El sudor rodaba por su rostro, los ojos no se
despegaban de las figuras, las cuales, de vez en cuando coincidían en parte. Se
sentía con suerte, era sólo cuestión de tiempo para ganar.
El encargado lo
observaba, imaginándose a la mujer de Roberto, apareciendo, como siempre, a
reprocharle por su vicio y falta de consideración, a pedirle para la cena o
para las medicinas, con esa voz de mujer harta de lo mismo.
Entre cervezas,
monedas, golpeteos a los botones, sudor y euforia, las horas se disolvían y se
acercaba la noche.
―¡Diablo coño! Por
poco la pego―se dijo.
Rebuscó en los
bolsillos y su descubrimiento casi lo mató; sin notarlo, dejó a penas un
billete de cien pesos. De inmediato se
lo dio al señor del bigote y consiguió otro puñado de monedas. Escuchó de nuevo
en su mente el tronar del pecho de Robertico, le recordó a su primer hijo justo
antes de morir.
―!Maldita crisis!
¡Maldito país! ―dijo, casi en voz alta, mientras retomaba su afanada labor de
introducir monedas.
Nueve botellas
vacías rodeaban a un Roberto ya ebrio y empecinado en ganar.
Los intentos eran
cada vez más enérgicos, sentía el adormecimiento en los dedos cuando sucedió;
las tres figuras idénticas se alinearon, se escuchó un timbre y las monedas
empezaron a salir a montones.
Roberto no cabía en
su alegría, se persignaba y daba saltos en medio de su estado de ebriedad. El
bigotes le ayudó a recogerlas. Había en monedas el triple de lo invertido.
Bastaba con aquello para pagar el alquiler, comprar los medicamentos del niño y
conseguir la comida de al menos dos semanas.
―!Hoy sí la pegó!
Roberto ¡Hoy sí la pegó! ―dijo el encargado, con su acostumbrada sonrisa.
Roberto tomó su
premio con entusiasmo y se acercó tambaleante a la puerta de entrada, no tenía
miedo de encontrarse a su mujer ahí. Si le reclamaba o armaba el escándalo de
siempre, le mostraría cuanto consiguió. Miró a su alrededor, quedaba poca luz
del día. Se detuvo unos segundos,
sopesando la situación. Pensó en su familia y en su condición de abundante
necesidad. La imagen de su hijo casi moribundo le hizo erizar la piel.
Miró a otra máquina
ubicada al lado de donde estuvo jugando. La idea de ganar más lo dominó y antes
de pensarlo dos veces, se encontraba introduciendo monedas y tomando cerveza.
Las horas
transcurrían mezcladas con el tintineo de las monedas, las botellas de cerveza
acumuladas en el suelo y las quejas de Roberto contra el gobierno y cualquiera
que tuviera una mejor condición de vida.
Resonó una vez más
en su cabeza la advertencia de su esposa: “Se nos muere el muchacho”
Aunque no dijo nada,
al encargado bigotudo le pareció muy extraño que, a esas horas, la mujer no
hubiera aparecido a gritarle dos o tres gracias a su esposo.
Estaba de suerte
aquel día, se sentía seguro. Era cuestión de tiempo para quintuplicar la
inversión.
Entre la dinámica de
introducir monedas, apretar los botones y perder, transcurrieron tres horas.
Las botellas formaban un montículo.
Cuando se detuvo, no
se sabe si por la ebriedad o por cansancio, notó la ausencia de otras personas
y también, que era muy tarde. Le quedaban menos de cinco monedas.
Con dificultad se
acercó al encargado, apenas distinguiendo las monedas en la mano. En su estado
ya no recordaba ni a su mujer, ni al niño, ni el hambre y tampoco las deudas.
―Ponme un Loto ―dijo
Roberto, entregando las monedas al señor del bigote.
Recibió el papel,
sólo debía sentarse en su casa a esperar la lotería, como siempre, y
convertirse en millonario. Avanzó tambaleante a la entrada, salió caminando por
la acera, perdiéndose entre las sombras.
El encargado lo
observó, repitiéndose la enigmática pregunta ¿Por qué no vino la mujer?
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Jajaj,primera vez que leo un libro,me parecen muy originales y chistosas las expresiones del/los personajes al quejarse o etc. Muy bien,me gustó
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado el cuento. Espero te sigas motivando a la lectura de historias diversas.
EliminarWow. Es increible la incertidumbre que senti al leer eate cuento. Ea algo que sucede mucho en el dìa a dìa. Hay gente que se deja manejar por los vicios. Me gusto mucho. Y que le habra pasado a la mujer? 😰
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