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La hija del gallero

 

Grozny

 

 

Los nombres de las ciudades son palabras

cargadas de significados.

Cada persona llena de manera

diferente ese significante.

Allí se depositan las circunstancias personales,

las experiencias del espacio y,

también, los temores y deseos del individuo.

 

Margarita Sánchez

 

A Judit Polgár

 

Dicen que la marea trae historias con su continuo vaivén…

De chica, la palidez de los turistas llenaba de antojos la playa: cocadas, helado de limón, donas de chocolate, pero sobre aquellas veleidades, el agua de arroz encabezaba la lista. Mi boca, atiborrada de saliva, desesperaba por sentir la horchata deslizarse por el esófago. La pura sensación me hacía mover la panza con mayor soltura pensando en las monedas por recibir.

Mi sueño era lanzarme desde lo alto de La Quebrada, aunque, a veces, cuando hablamos, tememos que nuestra voz no sea escuchada ni bienvenida. Mi padre, tras enterarse, me paró en seco: “Esas actividades corresponden a los varones”. De mi madre tampoco obtuve el apoyo deseado, pues ella secundó: “¿De dónde sacas semejantes ideas? Sigue así y te volverás una extraña, hasta aquí en casa”. Esas dolientes palabras no me desalentaron. Cada oportunidad, me escabullía de mis actividades en la bahía de Puerto Marqués y feliz arribaba al acantilado de La Quebrada, me asomaba al mirador y agradecía el repentino soplo de aire que parecía darme la bienvenida. A continuación, miraba atenta a los clavadistas aventarse desde la cima del despeñadero, con el mismo asombro como cuando vi al Chupetas desafiar el abismo por primera ocasión.

Al regresar a casa, entregaba las ganancias a mi padre, quién, tras escucharme, despertaba de su modorra y sonriente, desde la hamaca, extendía la mano para sopesar las monedas recibidas, y acompañado de un tufo a alcohol, decía: “Hija, tendrás de vuelta tus centavos”. Aunque nunca entregué todos los dividendos. Separaba un tanto para mamá y otro monto lo usaba para disfrutar del agua de horchata y comprar maíz para alimentar a mi mascota, un gallo giro llamado Bartolito.

 

Mi padre era gallero, lo fue desde que nació, siempre rodeado por la muda del plumaje de las aves. Todos sus parientes vivían de las peleas legales o clandestinas. Llevaba el oficio en la sangre. Su ejemplar favorito era un alazán mal encarado capaz de atacar a su propio reflejo. A ese gallo lo pelearía en la feria del dos de febrero, Día de Nuestra Señora de la Candelaria. Su propósito era hacerse millonario en una sola noche, por eso necesitó hasta el último peso de la familia. Por mala suerte, el alazán enfermó y se vio forzado a llevar al encuentro un gallo agachón, sin casta. Madre trató de disuadirlo, pero él no podía retirase, en el palenque también se juega el honor. A pesar de su derrota, mi padre pronto se repuso, un exilado matancero, santero de oficio, regaló a mi padre un hermoso gallo desbardado, descrestado y acicalado a la usanza de Cuba; muestra de agradecimiento hacia mi padre, por la ayuda otorgada durante su asentamiento en el puerto. El gallo de lidia de nombre Bembé, llevó a mi padre a colmarse los bolsillos y a pavonearse con sus apuestas; dándole un nombre y lugar en el barrio, era el Mero, Mero. Ver pelear a Bembé era una lección de virtud, coraje y valentía.

 

Cuando los turistas escaseaban, me permitía estar frente a la vastedad del mar. Y ahí, rectificaba el deseo de arrojarme desde el escarpado monte, puesto entre rocas de alabastro. La imagen de volar sobre el manto azul se volvió mi razón de ser, pesara a quien pesara.

Mi padre, al oír que dejaría de mover la panza, cacaraqueó y furibundo por darme una tunda igual a esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad; trató de levantarse de la hamaca similar a un huracán y, por fortuna, fue a dar de jeta contra la arena. No era que yo no quisiera contribuir a la economía del hogar, pero el talle creció y los senos dejaron de caber en los vestidos de calle. Era hora de emprender otra actividad.

Llevaba días pensando de dónde obtener ánimo para trepar el empedrado de La Quebrada, sin voltear atrás y solo impulsarme. ¿Cómo no podría sacar alas y planear quebrada abajo? No debía de ser tan complejo, me animaba. Es complicado encontrarnos y perdernos.

Seguido me imaginaba en el camino cuesta arriba. El corazón me sacaba de mi ensoñación y su ritmo agitado me encendía. Transpiraba; escurría miedo y posibilidad, solo faltaba aplicarme a la tarea. Si no conquistaba pronto a La Quebrada, quedaría atrapada en los oficios del barrio. En palabras de la Petrus: “Mija, con ese cuerpazo de mulata cumbiambera, en el Huerto te garantizo una entrada fija”. Tenía también la oferta de doña Gertrudis para chambear en su table dance, pero tampoco acepté. Las hembras allí perdían su brillo, un enfurruñamiento con la vida las volvía agrias. A una de las vedetes, cargada en años, la encontré en una enramada cuando salí de hablar con doña Gertrudis, y sin más, confesó a modo de una daifa de la ficha venida a menos, o de aquella meretriz que añora su época de aplausos: “Niña, Acapulco ya no es el mismo. Los lugares de entretenimiento han cedido sin cuartel, para abrir paso a los chicheros. Antes, nosotras teníamos un espectáculo de calidad, ensayábamos nuestra coreografía con música en vivo. Éramos provocativas, sondeando desde el horizonte del placer hasta arribar al goce del erotismo. No como ahora. Las chicas salen a colgarse igual a chimpancés de un tubo al ritmo de una pista de reguetón para luego encuerarse”.

 

De niña, alimentar el averío de gallos me hizo distinguir con facilidad la raza de cada uno de ellos, y mientras llevaba a cabo mis funciones, si madre se acercaba al corral, cosa rara; se enfadaba al verme perdida en el paraíso de mi padre. De pronto, repetía hasta el cansancio la misma cantaleta: “¡Salte de acá, esos animales traen desgracias!” Así lo decía, con un sabor amargo prendido de su lengua. Ella tenía sus razones. El primo de mi madre, oriundo de Ezequiel Montes, durante las celebraciones de la Feria Anual, ávido de recobrar la fortuna perdida en el palenque, apostó a su esposa, a quien también perdió. Juan Castro Feregrino, ante su fatalidad, enloqueció. Pasó los últimos años de su vida como vagabundo y como mendigo. Su tatarabuelo, Nicolás Feregrino Arteaga, le aconteció algo similar, aunque no perdió a la esposa, sino a su yegua, a quien amaba más. Por esas razones, el bisabuelo de mi madre, Carlos Feregrino Tostado, decidió abandonar los vicios de su pueblo y migrar al lugar más apartado posible. En él se integran los rasgos del costeño que abrió camino y fundó el puerto de Acapulco, al calor de redes y barcas.

 

El cielo estaba despejado, no había pardelas o chorlitejos, ni frailecillos, únicamente se percibía el revoloteo de las gaviotas. El susurro del mar acogía a los clavadistas, entretanto, el frescor del alba era absorbido por la piel. Una embriaguez se sentía ante la grandeza del ponto. Así fue el escenario cuando me lancé por primera vez de menos de un cuarto de La Quebrada, dándome de bruces contra la masa de agua. Un dolor en el pecho me llevó a no querer salir de ese trasmundo marino. Por un instante pensé en dejar de respirar. Toqué hondo y mi historia se entremezcló desde el fondo del océano. En cosa de nada, desperté de la ensoñación marítima y la falta de aire me hizo tragar agua. Afuera, me recibió un abucheo ensordecedor por osar meterme en un deporte para machos. Escupía agua salada y la rabia me llevó a escalar de nuevo, era la tenacidad de seguir adelante con una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles.

Ir al cerro me devolvía un soplo de aire para contrarrestar cualquier dificultad existente. ¿Qué tenía ese acantilado?, era un misterio, pero estar en la cúspide, algo en mí se cobijaba. De vuelta a casa, sentía que la costa se renovaba, las calles se reconstruían y los hoteles adquirían formas que los arquitectos jamás habían pensado. Mi sueño por echarme de La Quebrada era tan poderoso que me levantaba de madrugada e iba decidida a conquistar el imponente farallón. Las constantes prácticas reforzaron la perseverancia. La tenacidad metida hasta el tuétano formó a la clavadista. Los abucheos ahora me daban risa, y yo misma me veía silbando a otros. Así, entre estos rituales de camaradería, los machos me hicieron un lugar en su corazón. Era la Ondina del malecón.

 

Los niños del barrio soñaban con adquirir un gallo y así obtener la fama de mi padre. Incluso, algunos mocosos arrastraban los pies al estilo de papá, hasta se peinaban con los pelos engominados echados hacia atrás. Ansiaban ser galleros sin saber las tribulaciones del oficio.

A días de la siguiente pelea de Bembé, Orión, armado, golpeó las costas del Pacífico desatando un temporal; la lluvia nos sitió por tres días con sus noches. Miraba las ramas torcerse bajo el peso invisible del viento y la violencia del agua arrancando las hojas. Era la ilusión de que nada iba a quedar igual después de la tempestad.

La ansiada fecha del encuentro llegó. El favorito en las apuestas era Bembé. Previo a la contienda, mi padre sostuvo con jactancia a su gallo, extendió sus brazos como si fuera a comenzar un rito de danza y Bembé inició un canto canoro desconocido por él, pero al ser soltado en el ruedo, Bembé se derrumbó junto a la reputación del Mero, Mero. La noche de su mal bebió tanto destilado de caña que la gente jura haberlo visto levitar, como si se evaporara junto con la sustancia etílica. “De ahí le vino refugiarse en su útero”, así lo mencionó mamá. Mi padre, buscando amparo entre el tejido de la hamaca, pretendió mecer sus penas, y mientras languidecía en su duelo, Mamá, determinó malbaratar a las aves, sin embargo, cuando intentó vender un gallo de gran talla, cresta de nuez y cuello largo parecido al de una serpiente, padre se opuso: “A éste me lo respetas. Míralo bien, este alazán nos devolverá la dicha. Ayer hablé con el primo Jesús. El mes entrante inicia el palenque en Ezequiel Montes. Ahí me jugaré la vida de ser necesario”. Madre hizo tanto coraje por la noticia que olvidó deshacerse de Bartolito.

 

Durante la ausencia de mi padre, que no debía de prolongarse más allá de unas semanas, además de aportar a la casa el dinero obtenido en la playa, por las mañanas acompañaba a mi madre a cazar iguanas en el monte para venderlas en el mercado. Las sobrantes, ella las preparaba tatemadas en adobo, a la guerrerense, o en tamales que por la noche vendía en la terminal de camiones.

Una tarde, encontré a mi madre tirada sobre una plancha de hojas de plátano. Furiosa sacudí su robusto cuerpo de campesina, de hembra curtida por la sal de la marea y lo único que pudo decir antes de su desvanecimiento, fue: “Hay quienes se dedican a romper, y hay quienes reparan”. 

Madre padecía de una enfermedad que debía atenderse de inmediato, empero no había ni cómo hacerle. Durante esos momentos de cavilación, escuché el cacaraqueo de Bartolito y se me ocurrió jugarlo en un palenque ilegal. Ahora me correspondía reparar.

Muy de mañana llegué junto a Bartolito a la Laguna de Tres palos, aún con las piernas temblequeando, ni las nauyacas que se arrastran traicioneras daban más miedo que un mundo prohibido. Un grupo de marimberos interpretaba el danzón, “nereidas”, que el viento del pacífico dispersaba lejos, junto a las dunas entre las desperdigadas chozas de los pescadores. Cuando pregunté por la ubicación del palenque a un grupo de vendedoras de dulces de tamarindo y hechuras de coco, hubo un silencio extraño, como que por el hecho de ser mujer tuviera vedada cierta información. No obstante, una mujer de delicados contornos que hacía resaltar su negrura contra el verdor del follaje, quizá recordando su rebeldía pasada, salió de su chamizo para darme razones de dónde se llevaría a cabo la pelea de gallos esa tarde. A pleno sol, concentrada seguí las indicaciones de la mujer, quien impaciente enjuagaba con un paliacate el sudor que brotaba de su frente y de su cuello entero. Cuando pregunté si conocía al gallero don Zenón, de súbito, las gruesas aletas de su nariz se distendieron, y sus ojos, en los que fulguraba una chispa aventada por su palpitante resuello, se clavaron en los míos. Después, hosca, respondió: “Un hombre vulgar y pendenciero, propio de los que visitan la zona de tolerancia. Viste siempre de guayabera, y… ¿para qué seguir contando, no vale la pena? Si quieres saber más de él, ve he infórmate en el tugurio de “rompe y rasga” llamado la Huerta. Un congal fundado por arrieros y prostitutas que salieron de los caminos reales, movidos por el afán de supervivencia y llenos de ilusiones en búsqueda de la dicha. Allí confluyen los náufragos del alcohol y la lujuria. A él siempre le gustó estar entre putas y trúhanes. Allí de seguro lo hallarás, es inconfundible. Como dije, viste de guayabera blanca y pantalón estilo casual, también blanco. Porta un sombrero panameño del mismo color, así como los zapatos de charol. Todo de un blanco de cal o albayalde, parecido a un santero.

Si lo ves, dile: “Náyade te manda mucho a la chingada”.

No quise ir para aquel lugar. Por la hora que era, don Zenón debería de estar en el palenque preparando los arreglos de la pelea.

El galerón en donde se llevaría a cabo la contienda estaba a pocos metros de la playa, regalo que disfruté pues mientras busaca al gallero, gocé del olor que despedía la brisa marina, un aroma capaz de reproducir tiempos de antaño, semejantes a cuando mi madre se bañaba desnuda en el río Papagayo, de esos días felices, resplandecientes de verano donde no faltaba nada.

La búsqueda fue infructuosa, nadie parecía haber escuchado el nombre de don Zenón, o quizá nadie quería informarme sobre su ubicación. A pesar de ello, la interrogación quedó vibrando en el ambiente caluroso del lugar. Con una sensación de haber realizado una proclamación fallida, me fui de allí con el ánimo desvalido. A pasos de perderme en los cocoteros, escuché un grito efusivo. Era don Zenón, y frente a frente igual que entonces estuvimos, antes de que cualquier daño fuese hecho. Apareció en el lugar bien aseado. Su pelo relucía de brillantina. Vestía de lino de color níveo. Las mangas de su guayabera enrolladas hasta los codos y la entrepierna de su ajustadísimo pantalón empapado de sudor. Debajo de la papada, la medalla de oro del nazareno que le colgaba de la cadena, que alguna vez fuera de mi padre, entraba en el pelambre de su pecho tras su respiración, idéntico si bailara por su cuenta al ritmo de una salsa brava. En la muñeca lleva una esclava de oro enorme con sus iniciales. Lo encontré bajo de estatura, sus rasgos chontales acentuados y su piel oscura. Era el guapo de ahí.

Él, cegado por los fuegos del cielo, entrecerraba los ojos abotagados, y con voz recia dijo:

─Para qué soy bueno muñeca.

─Soy hija del Mero, Mero, y vine a jugar mi gallo.

─Aquí únicamente apuestan hombres.

─Mi madre necesita con urgencia una intervención quirúrgica, si no consigo el dinero, se muere.

El gallero observó de arriba abajo, tanto a la chica como a Bartolito. Sopesaba la situación.

─Por la cabalidad de tu padre, haré una excepción. Mi gallo jugará contra el tuyo, a navaja o a picotazo.

─¿Qué se puede apostar?

─Lo que quieras, pero a mí no me interesa tu dinero. Si mi Colorado pierde, te daré la cantidad que requieres, pero si tu Giro no aguanta, serás mía.

─Acepto.

Ella confiaba en aquel gallo salpicado por el dolor, semejante a una fea marca de nacimiento, así era Bartolito, desplumado alrededor del cuello y amoratado de su piel, similar a un gallinazo, o a un buitre, mejor dicho. Por esa marca divina parecida a la de Caín, su padre se lo había regalado. Y siempre que el Mero, Mero veía al ave, con mofa decía: “Este gallo está apadrinado, ningún otro lo podrá matar”.

A la hora del duelo, Bartolito saltó a destiempo la valla exponiendo la enorme navaja en el espolón, orgulloso. El Colorado, encopetado, salió de su jaula y enseguida papaloteó las alas marcando el territorio. Sin mediar, los gallos se destrozaban y sin percibir en qué momento, el Colorado saltó tan alto como si pretendiera elevarse hasta desaparecer, y al descender, cayó sobre Bartolito. Fue un único latigazo que descargó en su lomo, un choque eléctrico capaza de dejar a mi amado gallo inerte. Don Zenón, había ganado por segunda ocasión a buena ley. Quedé ahí, en medio del ruedo, atónita y en llanto. Idéntica a la reacción de la iguana emboscada cuando no advierte salida. Estoy jodida, este intento se sostuvo en la esperanza de reparar el dolor provocado por ignorancia o estupidez, que es lo mismo al fin.

En eso, sentí unas manos ávidas, tentáculos apretándome las nalgas, entretanto, una voz halitosa susurraba en mi oído: “Ahora serás mía mamacita”.

Las doce en punto marcaba el reloj de pared, justo cuando un jinete motorizado dentro del galerón desmontó su Triumph. Las botas marcaban sus pasos al dirigirse hacia don Zenón. Cuando estuvo frente a él, mantuvo una conversación imposible de oír, un diálogo que solo escuchan los que están dentro de él, como solo los peces de las profundidades oyen el sonido adormecedor de las mareas que cruzan sobre ellos, y le arrojó un fajo de billes a los pies. El tipo tomó de mi mano, sin siquiera percatarme que ese hombre era mi padre.

Dejé atrás aquel garito como si estuviera soñando y transpirando a mares, a pesar de ello, reencontrarme con el Mero Mero, me llenó de alegría. Ya alejados de aquel sitial, mi padre tartamudeó antes de decir: “No hay duda alguna, las gallinas dan la ley y los gallos las espuelas”. Mamá se está muriendo, repuse de pronto, saliendo del ensimismamiento. “No te angusties, ya la están tratando”, respondió con su algarabía habitual.

 

Una vez recuperada mi madre, ella y mi padre externaron su deseo de verme surcar el viento. Por fin había llegado el gran día. En el vértice de La Quebrada, sabía que ambos quedarían impresionados por mi destreza clavadista. Salté entonces y abrí las alas dejándome llevar, como llevaban los vientos a los galeones que surcaron los siete mares en un tiempo olvidado, sin mayor esperanza que el céfiro que agitaba su vela mayor, hasta perderme en la profundidad del océano.

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 



 

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