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Ruido y niebla

 

Juan Ladrón de Guevara Parra

 

 

Con las lluvias de octubre llega la niebla turbia que envenena el aire con un aroma que hace picar la garganta y marchitar el ánimo. Sin embargo, ese inconveniente no afecta al ruido, que no cesa, ni siquiera en las horas más profundas de la noche. No hay segundo en el que no reverbere alguna melodía distante pero incansable que alcanza a entorpecer el sueño y ha malograr el genio. Casi a diario, manadas de nómadas borrachos o zurumbáticos braman improperios y carcajadas de coyote desde cualquier bocacalle, como tampoco falta el que canta con voz destemplada alguna balada cursi y llorosa.

Quinto no puede encontrar calma hasta que no logra establecer el origen del bullicio, para así saber con exactitud a quienes debe dedicar sus improperios. No pocas veces ha salido al balcón con el gesto turbio a insultar a los transeúntes bullosos. Aquello se le ha ido convirtiendo en una obsesión que le altera la tensión y los nervios. A su esposa, Ana el bullicio le es indiferente, desde la primera noche en que se hicieron conscientes de su presencia omnisciente lo asumió con naturalidad. Nada podemos hacer. No depende de nosotros. Así son las cosas. Luego, sin mayor debate se funde en su almohada luego de leer con desgano la novela de rigor. Quinto trata de seguir su ejemplo, se esfuerza por leer, pero entre palabra y palabra se le cuela el estribillo lejano o el tun tun tun de alguna melodía pegajosa y populachera. Respira profundo, trata de imaginar el trasegar de las olas moldeando la playa o tararea en su cabeza algún mantra. Su mente se dilata, flota placentera hasta que aparece una sirena urgente que revienta el encanto. La sirena alborota al perro vecino que decide entonces darle serenata a la luna.

La ilusión de dormir se disipa, las cobijas pesan y se le enredan en los pies. Las deudas que se aglutinan, el recién nacido de la vecina que se despierta chillando cual cerdo camino al cuchillo, la creciente conciencia de la inutilidad de su vida estática y repetitiva y la angustia que esto le genera terminan por desvelarlo y por consiguiente ponerle erizado el humor.

Al día siguiente, como casi todos, con sutiles variantes, el ritual se repite con puntualidad, al punto que puede predecir el ruido que lo va a fastidiar antes de que se manifieste. Los motores incesantes que surcan la avenida cercana cuales bólidos. Sabe que de forma inevitable alguno se cruzará con otro, lo que producirá un pitazo o una frenada de las que dejan huella en el pavimento. Por otra parte, sabe que lo primero que hace el tendero de enfrente es encender su radio a todo volumen. Luego, los chatarreros con su megáfono aparecerán por la calle de arriba. No olvida la voz destemplada de la vendedora de prensa que vocea las noticias como en los tiempos de su abuelo, que solo era el preludio para la entrada del vendedor de avena que tiene por costumbre ofrecer su grotesco producto con una canción que le timbra en los oídos.

Quinto trata de mitigar el sonsonete con sonatas, aperturas, réquiems, arias, pero entre una y otra se cuela en su oído la algarabía que es tan común de día. Intenta sin éxito implementar el mismo recurso de salvamento a su buen juicio de noche, pero Ana es enfática. Una cosa es el sonsonete de los demás, sobre el que nada puedo hacer, pero el tuyo si no me lo aguanto.

Acude entonces a los audífonos, pero es un remedio de ilusión. Si Ana le habla no la escucha lo que los conduce a discutir. Por otra parte, los audífonos se le incrustan en el oído, de tal manera que no tarda en aparecer detrás de su ojo derecho el dolor de cabeza que le entumece las ideas.

Opta por ejercitarse hasta el agotamiento, hasta que se le corta la respiración y le tiemblan las piernas y brazos. Luego, con el pulso alterado y cerca del desmayo se ducha con agua hirviendo, en ocasiones remataba la faena masturbándose, solo entonces logra conciliar el sueño, pero de nuevo aquello probó ser un remedio de efímero alcance. Su mente ya está conectada y cual radar capta alguna musiquita vulgar o el lejano maullido de un gato melancólico.

Es raro que pase un día sin que Ana lo encuentre muy temprano sentado en el sofá con la mirada extraviada y el gesto descompuesto. Es que no se callan nunca, musita alelado por el desvelo cuando siente su presencia. Lo hace con la esperanza de encontrar en Ana algún gesto de conmiseración.

Las primeras semanas Ana hizo acopio de amor, le prestó atención, escuchó sus teorías, trató de consolarlo, de ayudarlo a salir de aquel pantano, pero sin visos de éxito vislumbra con tristeza, la posibilidad de que Quinto este perdiendo la razón. Sopesa el asunto, consulta con su mejor amiga, con sus papitos, con tres o cuatro gatos más y decide que Quinto jamás aceptará orientación psicológica porque es terco y difícil y ella no está dispuesta a resignar su huidiza juventud al lado de un loco.

Aunque ya lo ha decidido, gracias en parte a la mejor amiga, que nunca había querido a Quinto, opta por darle una última oportunidad, que él no sabe interpretar como tal. Irma tiene un amigo psicólogo, se aventuró a decirle un día. Bien por ella, respondió él sin mirarla, ya era hora que buscara ayuda. Fue el fin.

El día de la mudanza Quinto no soporta el estruendo y el polvero del trasteo. Se rehúsa a ser parte del drama que adivina, muy a tiempo, en la mirada de lástima de Ana. Con dudas se lanza al ruido ensordecedor de la calle que lo noquea, tanto así que considera dar media vuelta. Sin embargo, prefiere soportar aquel barullo a ser parte de un entremés melodramático. No es lo suyo.

Al comienzo, la soledad fue una trompada en la mandíbula, un retorcijón en la barriga, una nausea en el ánimo, pero se le fue pasando o quizá se acostumbró. Hay cosas que lo atormentan más. Finalmente, concluye una tarde, lo suyo nunca había sido el matrimonio y si había caído en esa trampa, había sido por complacer a la familia de Ana, que ni siquiera ella creía en la cosa.

Los días que siguieron fueron tétricos. Tragaba todas las porquerías que Ana le impedía comer, se bañaba a deshoras e incluso logró evadir la ducha un par de días, pero la amargura de su propio sudor lo hizo sucumbir. Quería dejarse caer, fundirse con el vacío. Aún tenía reservas del adelanto de la editorial, así que nada le impedía lanzarse al abismo de la autocompasión.

Desde que el primer ruido del día lo sacaba del duermevela inquietante en el que su sueño se había convertido desde que Ana escapó, se colocaba los audífonos aisladores que había comprado por internet. Luego, cuando suponía que los vecinos quejumbrosos ya se habían largado para sus trabajos tediosos, encendía el minicomponente que también había comprado por internet, e iniciaba el ciclo de conciertos a todo volumen hasta las seis o siete de la tarde cuando suponía que comenzaban a regresar, entonces regresaba a los audífonos que usaba esta vez para conectarse al televisor hasta que se fundía en sueños tecnicolor plagados de imágenes psicodélicas.

Si algo le preocupa a Quinto es la certeza de que Ana, movida, no por amor, sino por decencia, insistiera en saber el estado de su soledad. A estas alturas, Quinto es un despojo anímico y físico, pero no a causa de Ana, lo de ella había sido una consecuencia más del estado decadente de los tiempos, de él mismo.

Como había previsto, Ana insiste en verlo, pero Quinto está resuelto a evadir el encuentro que se le antojaba inútil e incómodo. Por otra parte, en alguna ocasión, lo traicionó el sentimentalismo y anheló una llamada, incluso fantaseó con un posible reencuentro amoroso. Pero luego la idea le pareció absurda y potencialmente complicada.

Un sábado, de una semana cualquiera, porque todas se le han hecho copia, aunque cada una sea un poco peor que la anterior, el olor de la niebla lo despierta antes de lo usual. El revoltijo helado de las sábanas lo expulsa de la cama. Asomado a la ventana ve en la calle el despojo del bullicio que le amargó el sueño en la madrugada. Hacía días que había abandonado la costumbre de identificar el origen del ruido, no valía la pena. Ana tenía razón. Dos borrachos mal dormían o se habían muerto en el andén. Deseó, sin convicción, ser ellos. Quizá así sería más fácil andar por la vida, ahogado en vulgaridad y alcohol, en el ruido que todo lo nubla.

La idea le queda dando vueltas en su cabeza desorientada. Quizá, piensa al medio día, debería intentarlo. El ruido lo comienza a llamar, le coquetea sin disimulo, le pica un ojo, le muestra por debajo de la falda, como esas putas atrevidas que lo tentaban cuando caminaba en su época de universitario por el barrio Chueco. Lo hacía solo por el culposo placer de verlas desgarbadas y ojerosas, mal maquilladas y peor vestidas, tratando de mostrarse seductoras a pesar del paisaje gris que habitaban. Le atraía asomarse a su mundo sórdido, pero nunca se había atrevido a aceptar sus invitaciones lascivas. Le sudaban las manos y le temblaba el pulso de solo pensarlo. En esa época de granos y dientes torcidos, recién graduado del colegio de los Hermanos Descalzos, esos pensamientos, esas urgencias lo aterraban. Luego, cuando ya nada de eso importaba, cuando su mente se había sacudido todas las telarañas y los malos hábitos de la vida colegial y monacal, a la que sus padres lo habían condenado, convencidos, pobrecitos, de que esa educación oscura lo haría una mejor persona; descubrió que no hacía falta tener billete para conquistar a las de primero y segundo, sino labia. Entonces se olvidó de las putas de barrio Chueco que tantas calenturas le habían provocado.

Ahora, en la cresta de su decadencia volvió a sentir aquella piquiña antigua que nunca se atrevió a explorar. Lo asalta el deseo de zambullirse en un bar de mala reputación, embrutecerse, aceptar el coqueteo vulgar e impropio del bullicio. Desea ser él también un cadáver arrasado por el más vil de los licores, quiere ser un desarrapado de la noche, lanzarse de narices a una situación impredecible e impresentable, quiere hacer ruborizar a la inmaculada Ana, que su mamá se persigne y su papá se conmocione hasta que se le suban los colores y se le broten los ojos que desde siempre ha tenido apagados.   

Por qué no renegar de la decencia, de las buenas costumbres, por qué no aventarse cual kamikaze hacia el ruido, el desorden, la sordera, por qué no irse de bruces, qué lo detiene, si todo eso que es ahora, no vale un centavo. Los límites se habían ido disolviendo y él se había quedado anclado en una vida cuyo valor había ido perdiendo sentido.

A la mierda la decencia, masculla con acritud mientras se pringa la lengua con el café de la mañana y observa el lento despertar de los borrachos del andén. Los ve alejarse calle abajo con la borrachera viva, mientras entonan una canción que él no logra descifrar. La idea de sumergirse en los bajos fondos se le hace una premura adolescente a media mañana y no acaba de coronarse el medio día cuando ya le sudan las manos de ansiedad. Se acicala lo mejor que puede, no sabe muy bien cuál es el atuendo más adecuado, así que opta por colocarse lo primero que encuentra. La pinta, sospecha, es lo menos importante y se siente un poco idiota por preocuparse con esas nimiedades. Rezagos de su vida con Ana, piensa con aspereza, como si esa vida existiera en las arenas movedizas del error. Igual, no iba a encajar.

El espejo del ascensor le devuelve una imagen que lo inquieta, como si esa luz insípida, le revelara el verdadero estado de su patetismo. Se odia. Ve a un ser repulsivo, vano, enfermizo, un escombro, una pieza que no encaja, un artículo ligeramente defectuoso de los que venden en las bodegas de descuento que frecuentaba Ana. Cuando el ascensor se detiene en el lobby, las piernas no le dan para salir, no puede quitar la mirada de su reflejo. La camisa arrugada, con una manchita casi imperceptible en el cuello, que, a él, sin embargo, le parece una pintura de Jackson Pollock. Su barba desigual, que él juzga fraudulenta. Su pelo, un nido de un pájaro inexperto. Sin embargo, dar marcha atrás, no le parece una opción. 

 

Al salir, tiene la breve impresión de ser objeto de miradas, la calle lo recibe con su algarabía, como si fuera el hijo pródigo que vuelve al hogar. La inclinación de la calle le da cierto vértigo, tiene la impresión de estar por acometer un descenso sin posibilidad de regreso. Allá, abajo, está el verdadero caos. Se acomoda la bufanda sobre la nariz para mitigar el olor de la niebla y da pasos dubitativos, temeroso de resbalar y rodar sin poderse detener. Camino de la estación contempla con asombro y repulsión los dominios que enmarcan su vida, las aceras descuidadas, desiguales, la calle roída, sin señalizar, en contraste con aquellos edificios adustos y arrogantes, que habían ido invadiendo aquel barrio de toda la vida con sus ventanales polarizados. Parecen mafiosos de concreto y acero matoneando a los edificios antiguos, a las casas de familia que resisten su propia decadencia con estoicismo, hasta que aparezca el siguiente empresario de la construcción y las compre por una suma irrisoria en comparación con el dineral que representa un edificio de quince pisos, plagado de gente convencida de que es mejor que el resto de la población.  En la esquina de esa opulencia de medio pelo, que por alguna razón le recuerda los culos de botella con que los conquistadores, supuestamente, ganaron indulgencias con los indígenas, un puesto ambulante de dulces y cigarrillos, que él no había visto antes, lo desconcierta. Lo atiende un anciano de edad indefinida y gesto indiferente. Para qué diablos montar un puesto ambulante en este sitio. A medida que se acerca, pues el tenderete está en camino a la estación, comprende y admira la tenacidad del anciano al que opta por comprarle un cigarrillo en señal de solidaridad, de apoyo a su causa perdida. ¿Cuánto lleva aquí?, no lo había visto. El hombre, al comienzo, no cree entenderlo y hace el gesto consecuente con esa sensación, como si esperara una explicación o una rectificación. Pero al contemplar el rostro demacrado y tumultuoso de Quinto, sabe que la pregunta va en serio. Llevo veinticinco años aquí y se esfuerza porque el tono de su respuesta tenga una pizca de molestia. No puede ser. Fue la respuesta de Quinto. Nunca lo había visto. El anciano lo observa con antipatía y se puede adivinar su esfuerzo por evitar un insulto sonoro. Quinto no tiene el intestino para insistir en el cigarrillo, que el anciano le arrebata sin opción de réplica.

 

La sensación de ser un imbécil le hace olvidar la ansiedad. Baja las escaleras del parque con el ánimo revuelto, tratando de justificar su estupidez. El incidente se le presenta como una prueba fehaciente de su ceguera. Había vivido estos años con Ana en un salón de espejos. Al llegar a la gran avenida, que atraviesa la ciudad como una cicatriz, duda. Cruzar la avenida, cuyo nombre poco importa, es atravesar una frontera, el mundo de abajo se le presenta como una incógnita. Los demás transeúntes no lo sospechan o les es indiferente, pero para Quinto, no había duda alguna, la cicatriz que le partía la cara a la ciudad, era, desde fechas remotas la división entre unos y otros. Los primeros eran los “elegidos” no se sabe bien por quién o para qué y los otros, eran eso, los demás. Una cantidad de gente curtida por la aspereza, que saturada de tener la cabeza gacha y comer callados optaron por cagarse en toda norma o etiqueta, como una especie de venganza pasiva, hecha de mala leche. Los demás están metidos en todas partes, si uno bien lo ve, y han ido contagiando a los elegidos con sus malos hábitos. Mandaron al carajo todo asomo de decencia, cortesía y buenas maneras. El hombrecito verde del semáforo da el paso y Quinto vacila, pero la prisa de otro lo empuja a la calle y entonces no vuelve atrás, como un sentenciado que es empujado por su verdugo.

El olor de la niebla, combinado con el aire viciado de los exostos produce una especie de velo parduzco capaz de opacar todo en cuanto se posa. Es capaz de enturbiar la vista más aguda y coarta la respiración. La gente deambula escondida detrás de sus tapabocas coloridos, de sus gafas oscurecidas. A Quinto le pican los ojos, pues olvidó sus anteojos. No hay rostros, solo caretas, gente escondida, temerosa, furiosa. Quinto camina a tientas, con el corazón en la mano, el olor se le ha colado y lo ahorca, por fortuna la estación cuenta con un sistema refrigerado que mantiene el olor a raya.

 

El metro, que por fin habían terminado de construir, es un colapso de gentes ruines, de rostros estragados, malos semblantes, peores olores. El ruido del metro acercándose por el túnel le suena a Quinto a rugido, la masa se tambalea de expectación. Quinto sospecha que será un espectáculo feo, para el que no está listo. Su cabeza es un torbellino y la falta de aire amenaza con noquearlo. Por fin el aparato aparece, se va deteniendo con parsimonia, mientras los usuarios se apilan, Quinto logra evadir la turba antes de que el vagón se detenga y comience la faena. Como lo sospechaba, la plataforma se hace ring de boxeo, las gentes en apariencia calmadas y resignadas a su rutina se transforman en el instante en el que la puerta se abre con esfuerzo, lo que viene a continuación es la negación de cualquier atisbo de cordura y civilización.

 

Quinto comprende que no hay alternativa. Si pretende llegar a su destino, tendrá que probarse en el fuego. Tendrá que quemarse, untarse las manos. Si lo que pretendía era hundirse en el ruido y la ruindad, esta es la oportunidad se dijo así mismo en tono de entrenador neurasténico de fútbol. Cuando el siguiente tren hace su entrada, se lanza al combate con un entusiasmo que desconocía poseer. Lo zarandean y despeinan, pero logra el objetivo.

 

El vagón despide un olor difícil de respirar, el humor compacto de los pasajeros parece tener el poder de opacar la luz que mal ilumina sus cabezas sudorosas. Una musiquita dulzona le hace picar el oído. Quinto puede sentir la hostilidad erizándole los vellos de la nuca. El ruido proviene de un minúsculo parlante que un grupo de adolescentes mala cara escucha con desafío. Justo a su lado un hombre de aspecto rústico fuma un cigarrillo, aunque frente a él hay un letrero en letra negra y gruesa que indica su prohibición. A Quinto le cuesta no decir nada, le indigna la actitud del hombre, como la de los adolescentes. Por él fuera los molía a golpes, pero luego se da cuenta que de ser el caso sería, con toda seguridad, él quien terminaría machacado.

 

El olor a amonio de la estación donde se baja lo obliga a apretarse la nariz. El tumulto lo lleva casi en andas hasta la puerta hasta escupirlo sobre el pavimento. Quinto no recuerda cuándo fue la última vez que estuvo en el centro de la ciudad, pero no lo recordaba con las calles destruidas, cochambrosas, las paredes hechas un mazacote de colores y letras incomprensibles. El olor de la niebla se mezcla con la pestilencia que destila la calle. La gente anda con el paso ligero, la mirada extraviada en las pantallas de sus móviles, conectados a ellos por medio de audífonos.

El ambiente opaco, la ruindad de los edificios, fantasmas de piedra y ladrillo, curtidos de polvo y humo, le oprimieron el ánimo. La hosca fealdad le hizo temer por su vida. Era cierto que se despreciaba, que pensaba que su vida era un fracaso ruidoso, pero tampoco estaba convencido de querer perecer en alguna de estas esquinas malignas. Vacila por un momento, pero ya está metido en esa barahúnda y carece de la energía para emprender un regreso que se le augura tormentoso.

 

Con el ánimo golpeado por el estado desolado de aquellas calles que su memoria se empeñaba en recordar menos lúgubres y más vivases, avanza dejándose invadir por el aire tosco que lo ha ido ensuciando. Vaga sin mapa, a un mismo tiempo asqueado y atraído por el borrascoso ambiente a su alrededor. Ve a algunos borrachos trastabillando, una pareja gritándose, un par de vagabundos mal durmiendo en la acera, un par de perros olisqueándose el trasero, la basura apiñándose en las aceras, el tráfico imposible. Avanza con inercia, tratando de emparejar sus recuerdos con estas calles desvencijadas. Hay algo de vértigo y riesgo en cada paso.

 

Le cuesta ver el letrero que se esconde entre la mugre. Se acerca con sigilo, como quien no quiere levantar sospechas, como si no fuera con él la cosa, como si su mamá lo fuera a descubrir en esas peripecias. La urgencia de unas gotas pesadas lo hace apurar el paso y sin darle más vueltas inicia el descenso por corredor estrecho, iluminado por unas luces navideñas que captan su atención. Al fondo la estridencia de la música por poco lo hace devolver sus pasos, pero no lo hace, persiste.

 

Es difícil no tropezarse. A pesar de la música el ambiente es lúgubre. Un par de parejas se contonean con torpeza en mitad de la pista. Huele a sudor y humo apresado. De pronto una caricia coqueta en el brazo. Había pensado mantenerse en la sombra, apreciar el entorno como un explorador que evita mezclarse con la fauna local. Pero no hay presa que escape la mirada experimentada de una cazadora. No es posible descifrar sus facciones, solo le queda la voz, fingida por demás. Cada palabra una mentira piadosa, una promesa, un juramento en el aire rancio de los amores pagos. Le cuesta entenderla, las palabras se extravían en el estribillo meloso de la canción. Entonces siente el roce de sus labios en su oreja y alcanza a percibir su aliento. También siente el leve toque de su mano larga, de uñas como dagas, disfrazadas de algún color chillón, sobre su abdomen. Se acaba la canción y sus palabras llegan en forma de siseo coqueto. ¿Quieres una mesa papi? Quinto no puede hablar, no sabe cómo sintonizar la frecuencia. Asiente y ella lo guía con paso lento y cadencioso. Quiere que la observe contonearse. Ahora que sus ojos se han adaptado ve con mayor claridad el decorado y a los personajes que antes se le escapaban. Es temprano y con excepción de las parejas de la pista, no hay más clientes. Sobre la barra cuatro damas esperan con aburrimiento. Un par cuchichea, mientras las otras dos fuman sin cruzar palabra. Quinto sospecha roces, celos, envidias hondas, males de ojo, palabras ponzoñosas. ¿Qué se toma Papi? La pregunta le da escozor. No quiere ser el papi de nadie, ni quiere acordarse del suyo. De inmediato se lo imagina en un antro semejante. ¿Qué tal don Ciro en un lugar como estos? La idea supera su imaginación. Tan recto y serio, tanto aplomo no tendría lugar aquí. La sonrisa turba a la anfitriona, a quien nadie ha preparado para enfrentar a un bicho raro. ¿Qué dijo que quería? Esta vez el que pregunta es un calvo. No recordaba haber dicho nada. Le lanza una mirada a ella como quien pide un salvavidas, pero la aludida está mirando para otro lado. Por favor, una botella de ron, un par de vasos, hielo y dos limones partidos en dos. Ah y una caja de cigarrillos, no importa la marca.

 

La mujer lo mira con alegría, le salió generoso, altanero. No está mal, los ha tenido peores, mucho peores. Por su parte Quinto, no quiere caer en la tentación de preguntarle por su vida, por el destino dramático que la condujo al lugar aquel. Aquí no vale compasión alguna, solo el billete, el trago rebajado y el sexo triste, fogoso y rápido tienen algo de valor en sitios como este. Quinto intuye que la mujer no quiere hablar de ella, no quiere recordar sus miserias, ¿Quién quiere? Quiere su plata, reírse un rato, beberse unos tragos y que el cliente esté tan borracho que se le borre la lujuria antes de tener que pasar el mal trago de compartir una cama fría y atestada por los fluidos antiguos de quién sabe cuántos cuerpos.

 

El escozor que le produce la escena quizá desaparezca con el embate del licor, tal vez su efecto logre doblegar el asco que le produce pensar en tener que acostarse por dinero con esta mujer, víctima al fin y al cabo de personas como él mismo. No quiere decepcionarla, no quiere que pierda su tiempo con él. La mujer se esmera, le hace preguntas para soltarle la lengua, trata de acariciarlo con lascivia. Se aferra a cualquier tema como un náufrago a una tabla enclenque. Quinto cree que quizá pueda hacer un trato de última hora, le pagará el catre y por su tiempo, pero no harán nada. Ella, quizá lo agradezca, pero también existe la posibilidad de que se sienta insultada. Todo es incierto en este mundo en el que él desconoce las reglas.    

 Las mesas vecinas se han ido ocupando con nuevos visitantes, mientras Quinto y compañía beben con tedio. El ánimo de Quinto ha comenzado a afectar el entusiasmo inicial de su acompañante. ¿Qué quiere hacer, papi? No sé. ¿Qué me propone? La mujer lo observa como quien no cree lo que escucha. Pues si quiere llamamos a otras amigas, entre más es mejor. ¿Mejor para qué? Mejor. Papi ¿Le puedo decir una cosa? Lo que sea, me da igual. ¿Qué está haciendo aquí? era una pregunta evidente, que no se esperaba. No sé. Se le nota. Usted es muy señorito para estar aquí, usted es un turista. Tiene una mirada dura, como un puño en la mandíbula. Esta es de las que se hace matar por un esmalte, piensa Quinto intimidado.

Aquí nos gustan los hombres de verdad, no los señoritos. ¿A usted sí se le para? ¿Si es machito? No entiendo. Este güevon se mete a un puteadero y no sabe a qué se mete. Y le cruza la cara con una mirada de desprecio que le hiere el amor propio a Quinto. El calvo de antes percibe que algo no anda bien y se acerca a husmear si se puso pesado el señorito. Un cruce de miradas basta para aplacar la zozobra. Venga y se sienta aquí para que vea. Su voz le suena ajena, cargada de un vértigo que lo asusta y aviva al mismo tiempo. Siente como el trago y la purga lo han puesto a tono con las exigencias de la mujer. Ella lo observa retadora y se mueve sin expectativas.  Hasta ahora percibe el aroma dulzón de su perfume. Sin darle más vueltas a la lengua, se la clava en la boca a la mujer, que lo aparta de un empujón que casi le saca un pulmón. ¡Este malparido!

 

Las arcadas no lo dejan dar un paso más. El vómito y el ardor que le nubla la vista lo hacen reaccionar. Su cabeza es un revuelto, un pastiche de gritos, insultos, golpes. No sabe en qué momento ha terminado zarandeado, injuriado, noqueado. Por fin era la piltrafa de sus aspiraciones. Da tumbos por la calle ante la mirada desconfiada de los viandantes, se ríe de sus caras largas, de sus juicios de valor. La puta y el calvo le han birlado hasta el último centavo. Por fortuna le habían dejado los documentos que lo identificaban como un tipo inofensivo. Aunque del trance, estaba seguro, alguna señal le habría de quedar. Un trofeo de guerra, una anécdota que él se encargaría de pulir, de amasar a su antojo. Luego de la euforia inicial supo que la puta tenía razón, él no era más que un turista, un señorito. De los que alardean y desprecian, juzgan y se burlan, con su tufillo de superioridad. Una basura pura, un farsante.

 

Aunque el dolor le impide caminar erguido y le dificulta la respiración, a pesar de tener la cabeza adolorida, Quinto siente alivio. El dolor es real, concreto, sin alardes, piensa. Es un ancla, que no deja espacio para el ensueño o el engaño. Lo siente en cada paso, en el fluir de su respiración, hasta en el olor que despiden sus axilas. No tiene más remedio que caminar, aunque ha de detenerse cada cierto tiempo para recobrar el aliento. Cualquier escalón o pared sirven para descansar. De algún zaguán lo ha corrido un portero ruin, de otro lo espantó un perro nervioso. No faltan quienes cruzan la calle para evitar su encuentro. Criaturas temerosas. Nota que el olor ya no lo incomoda, que el ruido le es indiferente, solo existe el dolor, el cansancio, el sueño. Sin que tenga tiempo para darse cuenta, las piernas le fallan.

 

Ana no escuchó la noticia en el taxi que la llevó al trabajo, ya que estaba inmersa en una conversación que sostenía con Irma. Tampoco le prestó atención, cuando el noticiero del medio día mostró, gracias al teleobjetivo indiscreto del camarógrafo, la mano fibrosa de Quinto que salía por debajo de la bolsa de basura que mal cubría su cuerpo.  Solo reaccionó con brevedad, cuando otra compañera indicó con tono temeroso. Ahora hasta aparecen muertos en los parques, que asco. Ana no dijo nada, no le gustaba pensar en cosas negativas.

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 






 

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 Tengo menos de un dólar en mi cuenta de banco y sigo publicando libros de otros.   A menudo me pregunto si vale la pena el tiempo que dedico a publicar libros de otros. Son muchas horas a la semana. Los días se repiten uno tras otro. A veces, en las madrugadas me despierto a leer correos, mensajes y comentarios en las redes sociales sobre esos libros, a los que he dedicado muchas horas. Algunos de esos comentarios me hacen dudar de si estoy haciendo lo correcto. No por las emociones negativas que generan algunos de esos comentarios, escritos por supuestos conocedores de la literatura y el mundo de los libros. Desde hace mucho tiempo, estoy convencido de que existen dos tipos de personas en el mundo: los compasivos y los egoístas. Los compasivos (y me incluyo en ese grupo) vivimos en el lado de la luz, los egoístas no, por mucho que brillen en sus carreras, en sus vidas, o profesiones, son seres oscuros. Ayudar a otros, no pensar en uno, dedicar tiempo para que otros puedan lograr sus