El viaje
Seudónimo:
Maria Elena
La mujer salió de la
casa y a toda prisa echó a andar rumbo a la carretera. Iba con la mirada
perdida en un punto indefinible. Algo en su interior llamaba.
Era una mujer alta,
delgada. Huesuda pero fuerte. Vestía una túnica larga y descolorida, que le alcanzaba
hasta más abajo de las rodillas. Andaba con el pelo suelto y desgreñado.
Parecía no haberse peinado en días, o quizás no se peinaba nunca. El rostro
marcado por las arrugas ofrecía una definición inexacta de su edad.
En el barrio le
decían “la Jabá”. Aunque su verdadero nombre era María Elena. Vivía cerca del
río, en una choza construida por ella misma, a orillas de una vieja pista
abandonada. Las paredes eran de tablas y pedazos de cartón. El techo, trozos de
zinc y tapas de tanques, curtidas por la corrosión. El piso era de tierra, pero
pulcro. Cada día lo limpiaba cuidadosamente con escobas de palma.
Una sola habitación
servía de cuarto y cocina. No había baño. Tampoco letrina. Dormía en una cama
personal que recostaba a la pared. El colchón consistía en sacos de yute,
rellenos con hierba seca. La cama, tendida con una sábana vieja, pero limpia,
permanecía impecable. Cocinaba en un fogón rústico de leña, construido sobre la
base de cuatro estacas hincadas en el piso. Su único sostén radicaba en una tímida
pensión, concedida por seguridad social.
Vivía con Tuto, el
menor de dos hijos. El mayor la había abandonado desde hacía veintitrés años.
Se fue a vivir a la Isla de Pinos donde residía su padre. Desde entonces no
había vuelto a saber de él. Nadie sabía quién era el padre de Tuto. Ella
tampoco lo sabía o quizás no deseaba revelar su nombre. Tuto era retrasado
mental. De esos retrasados que pasan la vida sin apenas hablar. Aunque podía
escuchar y entendía todo de manera normal. Andaba días y noches detrás de su
madre como una sombra. Juntos buscaban leña. Juntos iban al río. Juntos a la
tienda y a todas partes.
En ocasiones salía
de la casa y pasaba la mayor parte del tiempo deambulando por el barrio.
Caminaba carretera arriba y carretera abajo, como un autómata. Tenía por
costumbre detenerse frente a alguna casa, hasta que alguien le brindara algo de
comer. Un poco de café, agua con azúcar, un pedazo de pan, y en el menor de los
casos, un plato de arroz con frijoles. Por lo general permanecía bien vestido.
Camisa y pantalón siempre limpios. Los zapatos eran viejos y carcomidos, pero
enteros. También se le podía ver arrastrando un par de chancletas desgastadas
por el uso. Siempre regresaba a casa después de voltear toda la zona. Cuando se
tardaba, la Jabá salía a buscarlo y lo encontraba por ahí, tranquilo,
ensimismado. Mirando a cualquier parte. Apenas la veía venir salía a su
alcance, sin necesidad de que ella le dijera, vamos.
Un día salió
temprano. Un poco más temprano que de costumbre. Por la tarde, al ver que no
regresaba, salió por él. Lo buscó insistentemente por todo el barrio, hasta que
se hizo de noche. Al día siguiente, salió de nuevo. Buscó rincón por rincón,
orilla por orilla, casa por casa. Pasó todo el día buscándolo y tampoco lo
encontró. Al amanecer volvió a salir. Esta vez el recorrido fue más largo.
Anduvo por otros barrios y lugares distantes. Lo buscaba como una osa busca a
su cachorro. Regresó al oscurecer con el alma hecha pedazos. Tres días anduvo buscándolo.
Al tercer día por la tarde, una vecina llegó para anunciarle que lo habían
visto por las inmediaciones de Imías, un poblado distante a más de cien
kilómetros del lugar.
Cuando llegó a la
carretera comenzaba a oscurecer. Sin reparar en la distancia, inició el viaje a
pie. Lo hacía a grandes pasos, por el borde derecho de la vía, de espaldas al
tránsito. Numerosos vehículos pasaban en la misma dirección. Parecían
luciérnagas alumbrando de lado a lado la carretera. Algunos accionaban el claxon
en un intento de hacerla apartar. Pero ella continuaba auténtica. Sin mirar atrás. Con la vista fija en un
punto indefinible.
En esa condición
alcanzó el alto de Sabanilla. Allí los carros disminuyen la marcha a causa de
lo estrecho y sinuoso del camino. Ella no lo tuvo en cuenta y siguió. Andaba
con la mente hundida en un trance. En lo que parecía su último trance.
Tras rebasar Paso de
Cuba, comenzó el ascenso del viaducto La Farola. A partir de ahí la carretera
adquiere connotaciones dramáticas. Pendientes pronunciadas. Señales de curvas
cerradas y peligrosas. Vallas protectoras a ambos lados de la vía. Pancartas
alertando a conductores y peatones a extremar medidas de seguridad. Con todo,
mantenía una marcha rítmica y estable.
Subiendo la loma de
Cagüeibaje la alcanzó un fuerte aguacero. Con la lluvia y el viento, se inició
un frío polar. Transitaba por un sitio deshabitado. No había casas ni otro
refugio donde guarecerse. De haberlo, ella tampoco se hubiera refugiado.
Siguió. Siguió bajo la lluvia hablando. Hablaba consigo misma. Como un fantasma
que gruñe a los dominios de la noche.
En Palma Clara la
lluvia disminuyó. Ahora la acompañaba una llovizna pertinaz, en medio de una
noche intensamente oscura, donde apenas era posible distinguir una figura a
diez pasos. Los carros pasaban en una y otra dirección accionando el
limpiaparabrisas. Ninguno hacía por detenerse a pesar de lo deshabitada de la
zona. Dicen que una mujer sola, caminando de noche por lugares despoblados,
causa espanto.
Se acercaba la
medianoche. La temperatura continuaba en descenso. Los carros pasaban ahora más
aislados. En ocasiones aparecía una luz en la distancia y de pronto se perdía.
Al rato aparecía nuevamente, y rápido se ocultaba otra vez. Así ocurría varias
veces hasta que pasaba por su lado. En zonas montañosas y de muchas curvas,
sucede así. Se ven venir a lo lejos y da la impresión de que nunca van a
llegar.
Llegó al Chorrito.
Lugar donde un legendario chorro de agua brota de entre las rocas y cae al
borde de la carretera. Es un agua fresca y cristalina. Muchos conductores se
detienen a beberla y es utilizada también para refrescar el motor. Ella no se
mostró interesada y siguió.
Unos kilómetros más
adelante, tras una serpentina de curvas y lomas, comenzó el descenso al río
Yumurí. La pendiente es solitaria y peligrosa. Desde el escarpado suelen
producirse desprendimientos de rocas. De hecho, esa noche había grandes piedras
en el camino, que pudo sortear. En Yumurí dejó la carretera y bajó al río. Se
lavó la cara con abundante agua y bebió. Bebió profusamente. De vuelta a la
carretera, en el centro del puente se detuvo. Miró al cielo. El cielo estaba
oscuro. Lleno de nubes y de sombras. Parecía como si la tierra hubiera volcado
sobre él su oscuridad. Continuó. Varios cocuyos volaron sobre su cabeza. Apuró
el paso.
Más allá de la media
noche alcanzó el Alto de Cotilla. La cafetería estaba abierta. Había niebla
abundante. Una bombilla en su interior semejaba un cirio a punto de apagarse.
No había clientes ni se advertía empleado alguno. El frío era cortante. En este
sitio comienza el descenso de la Farola. Uno de los tramos más peligrosos de la
vía por las tantas curvas, los continuos desprendimientos y la escasa seguridad
vial. De un lado, una gran barrera de hormigón sirve de limite a un abismo sin
fin. Del otro, la montaña. Una montaña que parece emerger de entre las nubes.
En todo el trayecto encontró solamente una rastra que subía. Lenta y cansada
subía.
Bajando la loma de
las Guásimas, le alcanzó el amanecer. Sin mirar al río pasó el puente. Tampoco
prestó atención al murmullo del agua entre las rocas. Un camión de pasaje,
procedente de Baracoa, le adelantó. A corta distancia, en un pequeño altiplano,
se detuvo. De él descendieron varias personas. Ella pasó por su lado y lo
ignoró. No quería que la ayudaran. Nadie podía ayudarla, porque María Elena
viajaba sola hacia su mundo. Iba a encontrarse con su destino. Un espacio donde
vida y muerte concurren a una cita.
Con el sol alto
avistó el mar. Había alcanzado la costa sur. Todavía faltaban otros veinte
kilómetros para el lugar. En el Punto de Control de Cajobabo había un carro
patrullero y algunos policías. Los autos que transitaban en una y otra
dirección se detenían para ser inspeccionados. Pudo haber hablado con alguien
para que la ayudaran. Incluso los policías podían contribuir. Pero no lo hizo.
Siguió por todo el borde de la carretera, ahora a paso más lento, renqueando de
la pierna izquierda. En ese tramo el calor es sofocante. A la izquierda se
encuentra el mar. Un mar intensamente azul y llano. A la derecha, una franja
costera semidesértica. Grandes piedras y farallones colmados de cuevas. Cactus
y otras plantas espinosas devenidos en enmarañada maleza.
El sol castigaba con
rabia. La carretera reverberaba en una iridiscencia quemante. Comenzó a sudar
copiosamente. Tenía sed. Cuando llegó a Sabanalamar notó que el río estaba
seco. Desde el puente las piedras parecían moverse. Semejaban un rebaño de
ovejas pastando. Dicen que el agua que baja de las lomas se sumerge antes de llegar al puente.
Al mediodía rebasó
playa la Chivera y dos horas más tarde, Tacre. Cuando el sol amenazaba con
perderse por algún punto impreciso detrás del Pan de Azúcar, llegó a Imías. Sin
detenerse comenzó a buscar por toda la ciudad. Buscó en la terminal. En las
tiendas recaudadoras de divisas. En el merendero. En cada una de las actividades
controladas por el cuentapropismo. Empezaba a oscurecer cuando avistó el
parque. Desde lejos hizo un recorrido visual por toda el área. En una esquina,
sentado en uno de los bancos más apartados, había un hombre. Con los brazos
cruzados sobre las piernas, miraba al piso. Caminó en aquella dirección y frente
a él se detuvo. Al sentirla llegar, el hombre levantó el rostro lentamente, mientras
se ponía en pie. Durante algunos segundos permanecieron el uno frente al otro, mirándose
como animales recelosos. El hombre giró sobre sus pies y comenzó a alejarse a
paso lento. Ella lo estuvo siguiendo con la mirada, hasta que sus ojos se le
llenaron de horizonte.
El II Concurso
Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras
concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta
edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los
lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y
divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e
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Las obras publicadas en el blog no han
sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
El Concurso Internacional de Cuento
Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el
blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos
los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por
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por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.
Magnifico texto, con una excelente descripción del personaje y la delimitación exacta de cada secuencia de acción. Mis saludos
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