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La boardilla

 

Seudónimo: mateamargo

 

 

En la casa de Pedro había una boardilla, y no era para nada extraño, pues las construcciones de aquellos días todas tenían ese espacio en el entre techo para depositar artículos en desuso, sólo que él tenía vedado el acceso a aquel lugar, desconociendo el porqué de tan férrea prohibición. Ni siquiera imaginaba las dimensiones que ocupaba aquel lugar en lo alto, menos aún que secretos dormían tras esa puerta beige de madera pintada del mismo color de las paredes. Sólo su padre u otros adultos podían acceder mediante el uso de una escalera, que en la parte superior contaba con dos orejas de metal que encajaban perfectamente sobre el marco. Héctor, su padre, era un hombre bastante parco, hasta su modo de observarlo todo denunciaba lo que había en su interior. Sus ojos eran chiquitos, como dos bolitas pequeñas por el efecto de los cristales de los lentes, unas lupas sostenidas en un marco de carey bastante deteriorado, tanto es así que una de las patillas, la que debía sostenerse sobre la oreja derecha, estaba sujetada al armazón por una cinta negra, de esas con que se unen los cables de la luz.

Le decían “ñato", un apodo que cargó sin opción a réplica durante toda la vida, y que se ajustaba perfectamente al tamaño de su nariz. Exhibía un bigotito fino y desteñido por los estragos de la nicotina, aunque en realidad hacía más de treinta años que se había despojado del vicio. De todos modos, su bigote pasaba desapercibido a la sombra de aquella gran protuberancia nasal. Hablaba casi murmurando, como si estuviese molesto todo el tiempo, a veces ni el propio hijo le entendía palabra alguna. Héctor se había jubilado de su eterno empleo público, un trabajo al cual había accedido mediante una consecuente militancia política a favor del partido Colorado, que finalmente obtuvo las elecciones de 1985, tras una reñida disputa en las urnas con el rival de siempre, el partido Nacional o los blancos a secas.

Para asegurarse una silla en la administración del estado, y preferentemente en la UTE, que por aquel entonces monopolizaba la telefonía del país, debió poner a la orden del edil Ricardo Fernández el garaje de su casa, un espacio destinado al acopio de herramientas, pinturas y otros elementos de trabajo, para inaugurar allí un comité, donde los vecinos se reunían a tomar mate, discutir la política barrial, implantación de nuevas mejoras, y fue Héctor finalmente quien consiguió que la feria vecinal pasara por la esquina de su casa miércoles y sábados. Eso lo había convertido prácticamente en un prócer.

Vale aclarar que la célebre frase de que en el amor y la guerra todo se vale, no sólo fue su estandarte, sino que también dio sus frutos. Para eso descolgó una pálida fotografía de don Luis Alberto de Herrera exlíder nacionalista con su clásico sombrero, la mirada puesta en el futuro, y su bigote cano, para ubicar en su lugar un retrato del ancestral líder rival don José Batlle y Ordóñez, quien casi registraba los mismos rasgos que su oponente, apoyado en un murito y con las manos en el bolsillo de su gaban, reflejando cierto dejo visionario en sus ojos.

Este acto que muchos podrían tildar de irreverente, fue posible por la ausencia física del original dueño de casa, quien no hubiera soñado jamás con ver la foto de Herrera entre la multiplicidad de cachivaches dispuestos en la vereda a la espera de su recolección.

En realidad, ya había transcurrido más de dos décadas donde los nacionalistas veían desfilar el poder en manos del rival de siempre sin que se avistara alguna modificación a mediano o largo plazo.   Para colmo de males sobrevino un golpe de estado, que sumió al país en una profunda crisis social y económica, siendo el partido colorado el mediador para encausar la nación hacia una salida democrática, cuyo resultado electoral obviamente estuvo de su lado y el “ñato” formaba parte de esa victoria.

Los vecinos le rendían pleitesía y hasta se habían olvidado de su apodo, o por lo menos no lo vociferaban públicamente, llamándolo simplemente don Héctor. Fue tanta la afluencia de vecinos en aquel comité, con sillas de plástico, agua a disposición y la foto de José Batlle y Ordóñez enmarcada tras el atril, que don Héctor obtuvo su tan ansiado puesto en la UTE, una oficina sin otra ventilación que una ventana diminuta, donde recibía expedientes por docenas y otros documentos que él mismo distribuía por las distintas oficinas del edificio. Allí permaneció casi veinte años hasta que murió paradójicamente electrocutado, al tocar un cable cuyos filamentos de cobre habían escapado de la vaina de plástico protectora. No sólo pereció al instante por la brutal descarga, sino que la UTE por completo se quedó a oscuras, registrándose un apagón masivo como jamás se tuvo noticia.

“La melliza" doña Inés, esposa de Héctor y madre de Pedro, era una mujer espigada, alta, se había auto impuesto una elegancia de la que carecía cuando arribó al barrio, queriendo marcar la diferencia ante las demás vecinas de la cuadra. Fue un proceso lento pero dio sus beneficios. Era muy distinta la vida en el balneario Solís, en un sector signado por las carencias que se pudiera imaginar a la vida en la capital, donde los ojos de la gente escudriñan a las personas sin piedad ni tregua alguna.  Rubia por imposición, tenía los ojos enormemente grandes, pestañas como aleros y los labios siempre pintados de un rojo furioso, que resaltaban a kilómetros sobre su piel blanca y poco expuesta al sol. Tenía un andar ligero, sobre piernas largas casi de garza, sostenidas en tacos altos que le daban cierto toque de distinción. Pero era petulante aunque de voz seductora, y se ganaba la vida explotando justamente eso, su voz, como recepcionista de un abogado, que recibía una nutrida cantidad de clientes, cuyo imán y filtro era Inés.

Fuera del empleo, su pasatiempo favorito era espiar el barrio a través de las celosías. Conocía pelos y señales de todos los vecinos, pasando horas escriturando en un cuaderno de escuela todos los movimientos que se realizaban sin perder detalle alguno de los mismos.  Su tarea detectivesca la cultivaba con esmero y dedicación, aseverando que era mejor que hablar de los demás, sin embargo se hallaba incierta en la vida de todos.

Nadie la despidió el día de su muerte. Los vecinos que se supieron espiados a través de los años, y que muchas veces creaban situaciones grandilocuentes para darle vida a la imaginación de “la melliza", se sintieron liberados de estar a merced de aquellos persecutorios ojos posados siempre sobre las tapitas entreabiertas de las celosías.  Sólo una señora se hizo cargo del cuerpo y veló su alma apenas unas horas, hasta que el ataúd fue traslado al cementerio, únicamente por el chofer de la funeraria. Pedro tampoco fue.

Aquel barrio era tranquilo, no tenía demasiados sobresaltos como tampoco mayores expectativas de ser mejor. De casas altas, pocos apartamentos, calles asfaltadas y también con empedrado, bares donde concurrían los hombres a jugar al billar, al truco y a compartir un trago, también contaba con varias fábricas, plazas con monolitos, hamacas y canteros de pocas flores, y una iglesia que hacía repicar sus campanas inalterablemente a las diez de la mañana. La comisaría con la celda dispuesta para albergar a algún borracho escandaloso, un ratero, o tal vez a un vecino inescrupuloso, con sus agentes de siempre tomando mate o haciendo crucigramas, y un comisario obeso que jamás salía de atrás del escritorio. Los muchachitos tenían sus canchas de fútbol, el cine para la matiné y hasta un prostíbulo, cuyas vecinas hubieran querido incendiar, pero al que los hombres acudían a sus espaldas, aún estas lo supieran. Era una casa vieja y despintada, de puertas altas con un marrón descascarado, y una ventanilla diminuta que la portera habría desde adentro para franquear el paso a los clientes de turno. Las malas lenguas o tal vez las más lesionadas, se encargaron de ventilar y esparcir por el barrio, que uno de los clientes más asiduos era el “ñato", y que para peor su mujer lo sabía, pero lo disimulaba muy bien cuando iban a la feria tomados del brazo. El comentario sin tapujo alguno era que el hombre encontró en aquella casa de vida disipada y con mujeres sin pudores, el placer carnal que su esposa se había encargado de erradicar de la vida conyugal. Aquello se había desperdigado como reguero de pólvora, aseverando que Héctor tenía una relación más que afín con una de las pupilas, una mujer joven, morocha y bien parecida, que era la última en abandonar el establecimiento jornada tras jornada, mientras un taxi la aguardaba frente a la puerta de forma inalterable.  Algunos se habían atrevido a más, asegurando incluso que la mujer en cuestión, ingresaba a casa de Héctor en ausencia de su esposa, pero esa situación jamás se pudo comprobar de forma fehaciente. El rumor en sí, había adquirido tales proporciones, que cuando llegó a oídos de Inés, no sólo decidió ejercer una sistemática vigilancia, sino que además interpuso un recurso ante la iglesia para que se procediera a la clausura del prostíbulo, pero esto nunca sucedió, dado que las mujeres que hacían arriendo de las habitaciones, destinaban parte de lo recaudado como limosna para la iglesia, blanqueando así lo proveniente de la lujuria y limpiando sus pecados.  

 Al parecer, Héctor era consecuente en acudir a aquel establecimiento que por el día parecía clausurado y en abandono, pero a la caída del sol se hallaba iluminado tenuemente por una sutil luz colorada imposible de cubrir. Aún la iluminación fuera tan raquítica como los barrotes de hierro que preservaban las ventanas a ambos márgenes de la puerta, era prácticamente un faro que guiaba a la clientela masculina. Adentro había un pequeño patio donde desembocaban las habitaciones. Tenía un juego de jardín con su mesa, plantas en macetas y una amplia claraboya de vidrio esmerilado que permitía divisar muy difusamente las estrellas en el cielo. Raramente la corrían, sólo en verano y si hacía mucho calor. Cuando había pocos hombres, las mujeres que no estaban prestando sus servicios compartían el mate y comían tostadas en el patio, siempre cubiertas con insinuantes batas de dormir. Como era un burdel a la vieja usanza, las piezas terminaban en techos de bovedilla, inalcanzables para desterrar el polvo o cambiar las bombillas. En invierno siempre había estufas de gas en los cuartos cuyo espacio se templaba desde las primeras horas de la tarde, para hacer de aquellos fortuitos encuentros amorosos, un momento mágico aunque se tratara de un negocio sin firmas ni contratos. A veces, el aire se impregnaba de olor a Espadol, un antiséptico líquido que las mujeres utilizaban para una austera pero eficaz profilaxis, aún ese aroma penetrante se estampara en la piel de los visitantes. Las chicas como las rotulaba la madama, no se asemejaban en absoluto a ello, eran mayormente cincuentonas, algunas mantenían ralos vestigios de una juventud saludable y generosa, pero otras ya estaban en edad de tejer bufandas y zapatitos de lana para los nietos en la comodidad de sus hogares.

Pedro había sido traído a la casa envuelto en una frazada convertida en una suerte de capullo. Era pequeño, endeble y prematuro. Se había debatido entre la vida y la muerte pero se sobrepuso a ella, dado que la leche de una vecina, era tan abundante y poderosa, que resultó un alimento milagroso para paliar las carencias del recién nacido.  En la familia, la llegada de Pedro no dio inicio a ninguna tregua posible, pues se murmuraba entre dientes acusaciones de todo calibre, hubiera gente adelante o en el más hermético de los silencios del hogar. Inés apuntaba con voz de trueno y vocablos desmerecedores, que no quedaba en cinta por la impotencia de su marido, dado que éste jamás propiciaba encuentros maritales. “Si tu no cumples con tus obligaciones yo no puedo… ¿o me equivoco?”, decía Inés con tono irónico y amenazador, ridiculizándolo al extremo sin piedad alguna. Héctor era hosco, más por vocación que por rasgo natural, y esa conducta se fue afianzando con el paso del tiempo, forjada justamente por esa tromba de frases que su mujer lanzaba a diestra y siniestra. “Tú tampoco colaboras Inés, si fueras más amable aunque sea una vez en tu vida, ya hubiéramos tenido hijos saludables" respondía él con una convicción vacía de templanza aunque de inobjetable certeza.

Ambos decidieron hacer a un lado las mutuas acusaciones e invertir tiempo y voluntad para concebir un hijo, tan sólo fuera por mero ejercicio físico.   Como eran católicos ortodoxos y ajustados por ende a los lineamientos establecidos por el Vaticano, no utilizaban ningún método regular para evitar embarazos. Ni ella ingirió jamás una pastilla anticonceptiva, ni él recurrió a los preservativos, todo se desarrollaba dependiendo del círculo hormonal de ella. Sabían a ciencia cierta y de acuerdo a lo marcado por el calendario de Inés, día, horas y minutos donde comenzar con la faena. Ambos acudían al encuentro, pero la displicencia de sus actos era tal, que aquello se volvía una condena, un acto propio de dos ajenos sin voluntad de comunicarse, de aprenderse, tan sólo fuera cutáneamente, pero todo aquello era un mecánico simulacro de afecto, ajustados a un idéntico desgano e insípida manera de complacerse, sin la más remota posibilidad de hacerse una trampa, un ardid, a efectos de que sus cuerpos simularan haber sido útiles, o por lo menos coherentes con su cometido original.

Pero siempre podía más la obligación que la fortuna. Inés era casi invisible, sin aspiraciones de cariño ni entrega, y Héctor la percibía en los hechos como un verdadero sucedáneo de quien realmente le otorgaba un placer ligeramente digno, aunque fuera prohibido y contradictorio con sus principios.

Cinco años después, Pedro parecía ajeno al mundo que lo rodeaba. Siempre vestía impecable, no tenía demasiados amigos y los que compartían sus juegos eran totalmente dispares a él.

Pedro era delgado y más bien bajo, sus ojos raramente miraban a los ojos de los demás, tenía el cabello cortado como un jovencito y se expresaba con un vocabulario de quien no hace otra cosa que leer, leer y sólo leer. Mientras sus amigos jugaban a la pelota, Pedro ya había completado la colección de libros de Emilio Salgari, Sandokán era su favorito, tal vez porque él hubiera querido alcanzar las hazañas en la vereda que el hombre de turbante y espada en mano materializaba en las selvas de Malasia, cortando cabezas, peleando contra fieras en territorios impenetrables donde sólo triunfaban los hombres con valor.

Cuando estaba próximo a los quince años, se preguntó una y mil veces, porqué siempre se le negó el ingreso a la boardilla, esa interrogante era recurrente en su vida, y se juró para sus adentros que un día iba a quebrantar la promesa de no subir al entre techo.  En contadas ocasiones y al verse solo en aquel garaje repleto de artefactos en desuso, vio ante sus ojos la vieja escalera con la que su padre accedía a la boardilla, igual que su madre, las únicas dos personas acreditadas para abordar ese sitio inviolable, enigmático, donde se movían en cuclillas alumbrados por un farol a mantilla, sigilosos para que nadie los oyera, moviendo cosas, sin podes distinguir que arrastraban con tanta precaución y premura. Cualquier cosa que fuera estaba tan lejos de su alcance, que sus ojos no podían divisar y menos aún tenía margen para imaginar, algo que para sus padres era un alivio, que el muchachito se abstuviera de hacer preguntas que no estaban en condiciones de responder.

Haberle infundido a Pedro una buena dosis de temor año tras año y hasta el límite de su adolescencia, fue una estrategia que dio sus dividendos. Cuando era apenas un niño y su mente no exploraba otra cosa que no fueran libros y revistas Selecciones, repletas de historias que los gringos utilizaban a su antojo contra los soviéticos en plena guerra fría, lo mantuvieron ajeno a cualquier curiosidad, además de alimentar la fértil imaginación del niño, sembrando monstruos y otros esperpentos, que habitaban en medio de aquel reducido espacio, y que estaban al acecho ante el menor indicio de acercamiento.

Aquellas historias se iban engrosando con el advenimiento de nuevas y extrañas criaturas, que parecían reproducirse indiscriminadamente en el misterioso reducto y no tenían empacho ni prejuicio en devorarse al niño, como podían hacerlo con una tabla o un pedazo de cartón.

Atemorizado desde siempre, ni siquiera tenía la voluntad de ingresar al garaje para no despertar la ira y el apetito de las bestias, esos seres que sus padres habían sembrado bajo el techo y por ende en su cerebro. Pero conforme fue transcurriendo el tiempo, aquellos temores fueron mutando en inquietud, y el deseo de indagar se volvió tan poderoso, que nunca desistió de la idea de concretar un ascenso, aun aquello demandara de discreción y sosiego, pero jamás puso un pie en un peldaño de la escalera mientras sus padres estuvieron vivos.

De todos modos la muerte de sus padres aún lo detenía, era un hombre hecho y derecho, pero en su fuero íntimo sentía que los estaría traicionando. Fue su esposa quien lo animó a que sepultura sus miedos y sus inseguridades, aplicando la misma teoría que sustentaba Freud con sus pacientes, la fobia hacia algo sólo se combatía con hechos y no con palabras.

Un buen día se despojó de sus temores, tomó la escalera, la colocó sobre el marco y como si fuese a destapar un sepulcro abrió la puerta de madera e ingresó encorvado al entre techo mientras su esposa aguardaba impaciente.

─ ¿Puedes ver algo? preguntó con voz inquieta.

─Hay puras porquerías y una caja de cartón… ¿la bajo? respondió sin demasiados ímpetus.

─Pues claro, veamos que tiene.

Recorrió con sus ojos cuanto la claridad del día le permitió divisar. El reducido espacio hedía a viejo, a humedad antigua en las paredes y en el aire. Tosió varias veces por el efecto del polvo y el encierro, la enigmática cripta albergaba además algunos artículos desconocidos por él y que alguien había ocultado con razón o sin ella. Un caballito mecedor de madera, intacto, con la pintura de fábrica, el hocico bien delineado y los ojos brutalmente abiertos que daban la impresión de que estuviera vivo, alerta, aún sus patas se posaran inertes sobre dos curvas maderas inundadas de polvo. También había una pelota de fútbol, cuyos gajos estaban fielmente adheridos a la misma. Pedro desalojó de un soplido el corpúsculo que la rodeaba. Una densa aureola de finas partículas se disipó en el aire, dejando ver los colores originales: azul, blanco y rojo, era de Nacional, el club de sus amores. En ese instante hizo una regresión a su adolescencia, y recordó con lujos de detalles la primera vez que había ingresado a ese monstruo de cemento que era el estadio Centenario. Esa tarde escaló a paso firme las inmensas escaleras de la tribuna Ámsterdam, y se ubicó bajo la franja de sol que se posiciona en el límite con la tribuna Olímpica. Era la primera vez que veía aquel coliseo hirviendo de gente, que gritaba hasta el hartazgo crispando los puños o envuelto bajo un opresivo desconsuelo si su equipo iba en desventaja. Nacional había logrado arrebatarle a Cerro en sus narices y en el minuto final su pasaje a la final del campeonato uruguayo, mediante un cabezazo tan potente como si fuese un misil, mientras la pelota inflaba las redes ante el desconcierto de los playeros.

Había una máquina de escribir repleta de mugre, donde no se distinguía las teclas ni el color de la cinta, aquello se asemejaba a un crespón fúnebre desenredado de los carreteles.

Un triciclo rojo algo desmerecido, tenía el esmalte saltado dejando ver pequeñas islitas de pintura blanca con la que fuera concebido. De los puños de goma pendían unos flecos de plástico celestes y amarillos, Pedro no recordó jamás haberse subido a ese rodado, pero sí observar en la vereda interminables carreras con esos velocípedos, cuyos pedales eran verdaderos remolinos bajo los pies de los niños, y una caja que si bien no le generaba demasiados aspavientos, por otro lado reclamó toda su atención, hasta que la movió próximo a la puerta del pequeño desván.

La caja era voluminosa y tenía un peso sustancioso. Pedro la descargó despacio, paso a paso y escalón por escalón. Al llegar al piso, desalojó de su camisa cuanto polvo y tela de araña se había acumulado sobre la tela.

─ ¿Qué habrá aquí? cuestionó el hombre, tantos años repletos de interrogantes e intrigas estaban a punto de develarse.

─Apúrate, no sea cosa que haya un tesoro y no lo sabíamos, dijo la mujer, mientras observaba como su esposo separaba cuidadosamente las solapas de cartón estragadas totalmente por la humedad.

─Son fotos, dijo Pedro y las fue desempacando poco a poco, como si estuviese practicando una disección y no extrayendo simples y vetustos retratos.

─¿Y tanto misterio para esto Pedro? cuestionó ella, como si no sólo fuera una auténtica pérdida de tiempo, sino que una burla insana hacia la persona de su esposo, por las consabidas batallas que éste lidió con el tiempo y su conciencia.

─No entiendo nada amor ¿por qué la prohibición de subir aquí?, ¿qué escondían…dinero?, ¿algún secreto?, estaba indignado.

No había nada de valor. Un babero almidonado, un diminuto enterito color celeste, un sobrecito con un diente de leche, otro con un mechoncito de pelo y un escapulario. Ni siquiera los monstruos más temibles y las extrañas criaturas que fueron acunándose en sus sueños estaban prisioneras del tiempo y del cartón, cuanto menos sus almas habían anidado agazapadas para atacar en la vena yugular de quien osara molestarlas en su encierro. La falacia y el desamor fueron el ardid que empuñaron Héctor e Inés para ocultar sus culpas y sus traiciones, sin embargo esas estratagemas caducaron, estaban a un instante de volverse humo, pero no habría a quien reclamarle nada, ni siquiera creer que los hubiera retenido el purgatorio o los estuvieran reclamando desde el averno.

Pedro se encontró con su génesis en blanco y negro y después en color, un pasado que fue desempolvando y acomodando como si se tratara de un rompecabezas, cuyas piezas lograban encajar más por deducción que por certezas. La única obsesión que lo hizo seguir hurgando en ese mundo desconocido, fue la obsecuente prohibición con la que creció, cómo podía una familia limitarse a tan sólo tres personas, un árbol genealógico cuya semilla no podía desenterrarse, las ramas se habían cercenado y el único retoño vivo estaba convenciéndose que bien pudo ser ─ salvando las distancias – una suerte de injerto.

Las mellizas desembarcaron de un viejo ómnibus de la ONDA frente a la Plaza Cagancha en un invierno de 1975, procedentes de Solís a 80 kilómetros de la capital, antes de que éste se convirtiera en un balneario digno de ser visitado y hasta de invertir en él. Pero gozó de cierta fama aun cruzando el mar, pues era visitado por los ingleses quienes arribaban a las costas uruguayas en búsqueda de paz y tranquilidad. Les atraía la efímera densidad poblacional por kilómetro cuadrado, los tres hoteles que albergaban al turismo, que a veces se hallaban desbordados de viajeros, damas y caballeros del viejo mundo, munidos de ropa de calidad y modales refinados, que aún a la distancia se obligaban a sentarse a la mesa para el té de las cinco, o para saborear encantados los pasteles hojaldrados que parecían un libro abierto, rellenos de membrillo o de dulce de leche.

Los más atrevidos incursionaban en la aventura de probar el mate, como si el ejercicio de absorber aquella agua aromada de hierbas les proporcionara un placer singular, más aun conociendo la leyenda de que en las invasiones protagonizadas por sus nobles ancestros al Río de la Plata en 1806, muchos dejaron testimonio escrito, que la particular infusión poseía efectos afrodisíacos comprobados.

El propio almirante Albert Sanders en su camarote privado, a la luz del candil y pluma en mano, aseveró haber mantenido relaciones sexuales con cuatro lugareñas a lo largo de una noche, unas mujeres mestizas que hubieran aniquilado a cualquier hombre en cuestión de minutos. Las describió como salvajemente amorosas, de piel tersa, cuerpo armonioso, con caderas pronunciadas y senos como rocas, de una mirada taladrante pero inexpresiva, y que emitían ciertos sonidos, que ni eran palabras ni gemidos de placer…todo ello ante el descreimiento total de su tripulación. Sanders no era un hombre violento, cuanto menos saqueador, alto y espigado, de ojos celestes como el mar de las Antillas, era seductor por naturaleza y no aprobaba los vejámenes de los que hacían alarde sus subordinados y que la corona jamás  fiscalizaba, pues el único objetivo cierto era copar los mares y colonizar nuevas tierras, por lo tanto, había que otorgar ciertas consideraciones, era más eficaz mantenerlos contentos que atribulados y de mal humor alimentándolos en las inmundas celdas de los buques.

El almirante Sanders no pudo alcanzar la gloria de que el pueblo contara con una calle que lo inmortalizara para siempre, pues pereció en su segundo viaje a las costas que vigilaban los indios Charrúas, y si bien no fue empalado ni canibalizado por los aborígenes, dio cuenta de él una descontrolada orgía de whisky, mate y mujeres. Sus restos fueron depositados en el mar a cargo de un reducido grupo de escoltas, emulando los ceremoniales fúnebres a orillas Ganges. Lo despidieron sin honores ni salva de cañones, asegurándose sí, que la cama de cañas y palmas que se mecía lenta al son de las olas se perdiera finalmente en la oscuridad del ancho mar.

Las mellizas Figueiras según las malas lenguas o por lo menos algunas de las trescientas almas que poblaban Solís, murmuraban en las calles y detrás de las cortinas, que ambas tenían un poco de sangre bucanera en las venas, pues la bisabuela materna que al parecer era de cascos sueltos, se había enredado en un amor pasajero con un militar inglés, que por cierto era fiel a hacer estragos en la tierra como en el mar. Ese estigma prendido con alfileres pero esparcido durante años por el lugar, las acompañó hasta que se montaron con lo poco que tenían en un ómnibus rumbo a la gran ciudad.

Cuando arribaron a Montevideo, las luces del centro, la avenida principal repleta de automóviles, y el gran cine Plaza exhibiendo el cartel de la película Tiburón, con aquella enorme bestia gris enseñando sus dientes afilados como dagas, las deslumbró tanto, que por un momento olvidaron el pánico sufrido a pocos minutos de llegar, cuando un grupo de soldados tomó el ómnibus por asalto con gritos estridentes y modales poco convencionales, escarbando palmo a palmo y centímetro a centímetro, en búsqueda de algún sedicioso, panfletos o cualquier cosa que según ellos pusiera en riesgo la forzada paz instalada en el país. Pero descendieron con las manos vacías y los fusiles cruzados en la espalda, liberando el bus que finalmente arribó con un sensible retraso.

Las dos mujeres parecían desorientadas, era demasiada ciudad para tan escuetas pertenencias aunque desbordaban de ansias de superación. Pasaron la noche en una pensión de la calle San José. Era una casona antigua, de puertas de roble altas, tenía como anunciador una manito de bronce que al golpear sobre la base de idéntico material provocaba un sonido metálico breve pero fuerte. Ambas subieron por una enorme escalera de mármol, cuyos escalones estaban empercudidos y gastados. Al llegar al descanso y tras presentar las identificaciones de rigor, les fue asignada una habitación que estaba próxima a una sala comunitaria, un espacio amplio, donde había una mesa grande, varias sillas, una cafetera eléctrica y una antigua heladera color beige, cuyo sonido del motor parecía una locomotora, pero que apenas duraba unos segundos. Ese era el mobiliario que les aguardaba a la hora del desayuno, el almuerzo y la cena, pero lo más atractivo estaba en las paredes, perfectamente laminadas de un papel color turquesa, que brindaba una sensación de paz, justo lo que ambas anhelaban sin límite.

La habitación estaba fría, tan helada como un panteón pero era mejor que nada, y por tan bajo precio hasta les pareció honesto no hacer reclamos. El piso era de parqué, estaba lustrado y limpio. Una alfombra algo venida a menos separaba una cama de la otra, ambas se asemejaban a las de un hospital de campaña, contando con sus respectivas colchas de algodón, rematadas en delgados y desparejos flecos que de tan largos acariciaban el suelo.

Al lado de la ventana que daba al edificio contiguo, se hallaba un ropero bastante añejo de dos hojas, sin mayores lujos, con apenas tres cajones, un espejo y algunas perchas donde colgar la ropa, en este caso los vestidos. Colocaron las valijas sobre una mesa amplia y se recostaron en sendas camas.

Con la luz encendida y la mirada clavada en la bovedilla del techo, se preguntaban sin mirarse si la hazaña de haber desembarcado en Montevideo era plausiblemente meritoria o apenas un sucedáneo, que con el correr de los meses las haría retornar sin pena ni gloria al balneario Solís. Apagaron la luz, giraron sus cuerpos hacia diferentes lados y se quedaron dormidas.

Adriana era diferente que Inés, animada y extrovertida, le sobraba la belleza natural que su hermana tanto deseaba y bastante le envidiaba. Era una batalla consigo misma que no la dejaba en paz, y para peor la retroalimentaba a medida que pasaba el tiempo, pues Adriana descartaba los pretendientes que a ella ni se le acercaban. Pero no era una razón exclusivamente de fachada, radicaba en ese carácter altanero que no tenía fundamento ni razón. En cambio Adriana era dócil y entregada, de buen semblante aunque cauta y reservada, de ojos verdes perturbadores, cabello negro rematado en un moño que cubría con una redecilla, de sonrisa sincera y una virginal dentadura jamás tocada por un dentista. A pesar de ser de talla baja, tenía un cuerpo armonioso, aun sin exhibir todas sus bondades naturales sobresalía al lado de Inés, que recurría a cualquier ardid para conseguir tan sólo una mirada.

Pero no era momento para rencillas personales, más bien, para aunar esfuerzos y hacerse un lugar en la gran ciudad.

Ambas lograron simultáneamente hacerse de un empleo en el mismo lugar pero con tareas diferentes. El destino se empeñaba una vez más en no separarlas, aunque la desenvoltura de una opacara la pasividad de la otra, siempre existía esa constante, además la belleza de Adriana eclipsaba la figura de Inés.

Al año de haber trabajado juntas en una casa de ancianos de la calle Agraciada, Inés en tareas de limpieza y Adriana como ayudante de enfermería, se produjo la primera separación de las mellizas de una vez y para siempre. A Inés le daba asco el aseo de los baños, porque las mujeres con males avanzados o bien se orinaban en las camas o se defecaban encima, y limpiar aquello era un tormento, como si la pestilencia se fuera con ella entre sus ropas. Con los hombres no había mayor diferencia, era la misma inmundicia por tan poco dinero, limpiar orines y heces, toda la herencia que dejaban aquellos con las peores carencias motrices, incapaces de llegar a tiempo a los lavabos o dejar las camas convertidas en un desastre.

 Adriana esgrimía menos quejas, no lidiaba con las pestes ni los olores, pero tenía la responsabilidad de administrar la dosis de pastillas establecida para el centenar de ancianos depositados en aquella casona fuera de las manos de Dios. Tomaba la presión, limpiaba heridas, pinchaba decenas de dedos para el contralor del azúcar en la sangre, se había vuelto psicóloga, cocinera y hasta capellán sin orden clerical, nunca suministró los santos óleos, pero ayudó a muchos pacientes en su tránsito hacia la otra vida.

Querida y respetada por todos, Adriana asumió la dirección de la enfermería, proponiéndole a su hermana que ocupara la vacante que ella dejaba, pero Inés dijo que no, que estaba cansada de deambular por aquel inmueble, topándose a cada instante con gente ausente de sí misma, como si la vida se hubiera asqueado de ellos y la muerte estuviera agazapada en cada rincón, al acecho de esos pobres hombres y mujeres presos de las enfermedades y el olvido.

Fuera de lo previsto, Inés puso los ojos en el familiar de un paciente que domingo a domingo inalterablemente visitaba a su padre víctima del Alzheimer y devorado por la diabetes, que ya le había consumido enteramente la pierna izquierda y lo tenía semi postrado en una cama.

Se llamaba Héctor, y si bien era un tipo joven, se hallaba en vías de ir acostumbrándose a que la senectud lo convocaría tarde o temprano a engrosar sus filas, pues todo su aspecto sugería más edad de la que realmente tenía. Los lentes de enorme vidrio y aumento sideral, provocaba que sus ojos se perdieran tras los cristales. Tenía bigote al estilo rural, finito tal si fuera una línea, y como no veía a dos metros fruncía el labio superior, apretaba los ojos y la piel se estiraba para luego retornar a su lugar de origen.

Antes de que Inés lo envolviera con las más increíbles atenciones, trayéndole café, un vaso con agua, acomodando a su padre en la cama, etc, etc, Héctor no quitaba los ojos de Adriana, miope y con menos vista que un murciélago, se deleitaba con la figura de aquella mujer, que aún de talla baja y delgada, tenía las carnes en su sitio. Una vez, y en su más puro desconocimiento, tuvo la infeliz idea de preguntarle a Inés quien era la mujer de túnica blanca y moño con redecilla, que cuando se alejaba marcaba un compás de caderas que lo hacía alucinar. Por supuesto que la pregunta se perdió en el vacío de la enorme casona, e Inés jamás esgrimió un comentario al respecto.

Los encuentros se sucedían domingo a domingo, hasta que un buen día comenzaron a ser más frecuentes. Héctor acudía de forma inalterable, con la excusa de visitar a su padre aunque éste ni siquiera lo reconocía. En la mayor de las ocasiones lo confundía con un ex compañero de escuela, y en otras con un hermano que había fallecido en un incendio, y al que nunca le perdonó que se hubiera quedado con su mujer, ese odio era tan inmenso que fue el único recuerdo que logró atesorar en la memoria, y su furia pendiente la descargaba con su propio hijo, a quien en los arrebatos de ira llegó a insultar lanzando golpes de puño al vacío.

Pero Héctor hacía caso omiso, valía la pena ser el depositario de tanta humillación con tal de ver los pechos de Adriana cuando se inclinaba a auscultar al viejo, mientras Inés se hallaba en otra área del inmueble.

Inés en tanto, harta de aquel lugar, de que ya no era una jovencita y ante la posibilidad de que su hermana se apoderara del botín, decidió tomar la iniciativa, apelando a cuanta maña existía y al mes y siete días era la novia oficial de Héctor…se hallaba a un paso de abandonar ese trabajo e investirse como dueña y señora de la casa del barrio Buceo.

En su fuero más íntimo, le desagradaba por completo que aquel hombre pusilánime, parco y de hablar casi sin voz la presentara como su novia.

─ ¿No te parece mi amor que ya estamos creciditos para que digas mi novia?

 Era un modo muy sutil de llevarlo al registro civil y así cambiar definitivamente de denominación, y alejarlo para siempre de su hermana.

En una reunión de fin de año en la casa de un primo de Héctor, éste pidió entre dientes ─ porque así hablaba ─ si podían bajar la música pues tenía un importante anuncio que comunicar. Ante la mirada atenta de toda la familia y de un modo casi ceremonial, Héctor se inclinó a los pies de Inés y exhibiendo un anillo de compromiso le pidió formalmente que fuera su esposa.

─Ante todos ellos como testigos, y con la bendición del Todopoderoso te pregunto ¿Inés aceptas casarte conmigo?

Hubo un silencio digno de las catacumbas, unos segundos congelantes, interminables, hasta que Inés extendió su mano, pronunciando un  “sí” lacónico pero certero, al tiempo que Héctor le colocaba el anillo, el cual ella observaba de tanto en tanto, primero ruborizada y luego segura, posando la mano en su pierna como no dando crédito a lo ocurrido. La algarabía familiar ameritó uno y otro brindis, y se prolongó hasta pasada la medianoche.

Inés hubiera querido refregarle a su hermana este crucial momento en su cara, habría ansiado verla allí para humillarla, para demostrarle que la astucia rinde más que la belleza, pero tampoco tenía el coraje de soportar ver a Héctor babeándose en sus narices mirando a Adriana como si fuera un adolescente en celo.

Ya casados y con el matrimonio consumado a medias porque Inés era virgen y él preso de sus propias convicciones religiosas, no pudieron sellar con bombos y platillos su primera noche de bodas, pero acudieron a la casa de ancianos con la promesa bilateral de mantener la mejor sonrisa y dar la buena noticia al paciente, aunque éste los recibiera a los insultos o en el mejor de los casos ni les prestara atención.

Y así fue, el pobre hombre estaba sentado sobre el borde de la cama, las piernas le colgaban como dos hilachas acabando en unos calcetines negros, de esos con rombos de colores. Llevaba su eterno y único pijama de franela sin importar el calor o el frío, pues del mismo modo que había perdido la memoria, también se había destemplado, sin que su cuerpo distinguiera con precisión invierno de verano, la realidad o la fantasía.

 Como la habitación era privada sólo estaba él, Jerónimo, consumido por la soledad y sin reconocerse nunca, vivo en su propia ausencia, literalmente ajeno al mundo y a sí mismo. Inés lo observaba pero lejos de una perspectiva compasiva. Le corrió un sudor helado por las axilas, temiendo que la genética se apoderara de Héctor en algún tramo del camino. Por un momento interminable vio a su esposo postrado en esa misma cama, con los ojos en la nada y vagando en ese mar de desconocimiento y lejanía, pero no, Héctor era activo y memorioso, sólo un cataclismo podía lanzarlo a ese abismo profundo y oscuro.

La única conexión de Jerónimo con el quehacer de cada día era una ventana que daba a un enorme patio, donde deambulaban acompañados los residentes que aún conservaban la voluntad de desplazarse en sus propias piernas o con la ayuda de alguien. No era un sitio demasiado amplio, pero tenía lugar para una palmera alta y frondosa, un poco de césped verde y recortado, algunas plantas y pocos bancos para respirar al sol, algunos como lo de las plazas y otros de cemento rústico. Jerónimo accedió pocas veces a ese paraíso detrás de la ventana, era la propia Adriana quien se encargaba de trasladarlo, de sostener con él una conversación tan sólo fuera por el mero ejercicio de socializar y rescatar al hombre un instante de su mundo en sombras. Pero Adriana ya no estaba, no dejó rastro de su nuevo destino, en su lugar había un joven que no rebasaba los treinta y cinco años, de nombre Sebastián, pues así se dirigía a él todo el personal del lugar.

 

Poco o nada arrojaba la aventura de Pedro de haber ingresado al desván, apenas lo guiaba la voluntad de no darse por vencido, aunque los resultados se desvanecieran ante su esfuerzo. Si alguna vez existió un tesoro dentro de ese sitio sin respiración y plagado de humedad, fue celosamente ocultado, nunca fue real o en el mejor de los casos, apenas un producto de su imaginación que se fue gestando en su mente.

Extrajo cuidadosamente de un sobre manila color beige una cantidad de fotografías, las cuales iba examinando con la misma puntillosidad que un arqueólogo dispone ante el hallazgo de su vida. La primera tenía registrado sobre el marco blanco, día, mes y año, pero se volvía indescifrable e imposible hallar en los recovecos de su mente el lugar preciso del retrato. Estaba recostado sobre un muro de ladrillos, con el cerquillo acariciándole los ojos, una sonrisa leve y dos enormes orejas semejantes a las hojas de un repollo. Lucía una camiseta con el diseño de un elefante, pantalones cortos y zapatillas sin acordonar. Indagó hacia sus adentros una y otra vez, pero no logró hallarse ni siquiera el mismo, el único vínculo certero con su ayer lejano era su pasión por los libros, pero en esa foto sostenía un osito en la mano. Había muchos registros fotográficos, inclusive en la escuela, sentado tras un pupitre, de túnica blanca, moña azul, ojos carentes de picardía y como siempre, su sonrisa sin mayores expresiones, en este caso vuelta un leve simulacro de felicidad.

A resumidas cuentas era “el ñato", el “ñato chico" como lo habían bautizado por herencia o sin ella, un nombre casi de pila del que no se pudo despojar ni olvidar.  Pero el “ñato chico" se convirtió a fuerza de vísceras y empeño en ese Pedro que estaba hincado en sus rodillas, después que se hizo hombre y se alejó de todo, del barrio, de los recuerdos, de su ilusoria idea de convertirse en Sandokán, aunque no tuviera machete ni selva, pero sí esas cicatrices de batallas cotidianas consigo mismo.

Le martillaba en la cabeza lo que su esposa advertía en sus gestos, la recurrente interrogante de no hallar familia, la nula imposibilidad de poblar ese mapa carente de ancestros, como si hubiese sido producto de una fertilización asistida o de un milagro de los cielos.

 

Héctor e Isabel se afincaron en la casa de don Jerónimo, que por razones obvias debió abandonar cuando el Alzheimer se apoderó de su conciencia. Desvalido por no reconocer a las personas y olvidar hasta las cosas más pequeñas, fue trasladado en su más puro desconocimiento al lugar que acabó por ser su tumba en vida.

La casa era amplia, antigua, de habitaciones espaciosas y altas, contaba con un fondo que tenía naranjos y un parrillero, además de un garaje donde años atrás don Jerónimo estacionaba su automóvil, un Mercedes Benz sin mayores lujos, que fue vendido más de prisa que una bicicleta de carrera traída desde Francia, la que contaba con los componentes originales con que llegara a la meta en la tradicional competencia gala, cuyo valor en francos era realmente significativo.

El hogar estaba intacto, como si el tiempo se hubiera inmovilizado en las largas paredes color crema, ornadas de los cuadros estrictamente necesarios como para crear un lugar ameno, aun la vida se paseara como errante fantasma por las diferentes recamaras, que formando una ele desembocaban todas a un mismo comedor. El mobiliario guardaba estrecha relación con el estilo de la vivienda. La mesa con las sillas y el aparador eran un modelo Luis XV, que formó parte de un lote expuesto en el remate, acompañado por sillones de la época, y una serie de ornamentos que daban vida a aquella casa acomodada del barrio Buceo. Hasta la atmósfera interior permaneció inalterable, como si se hubiera amoldado a cada rincón y a lo ancho del encierro, manteniéndose el aire espeso de la humedad, que se hacía palpable por doquier.

Allí la vida trajo a Pedro pero nunca devolvió a Jerónimo, el pobre viejo se volvió cenizas por decisión propia y por encomienda personal culminó sobre las aguas del Plata, en una celebración de escasa afectividad donde los dolientes más próximos brillaron por su ausencia, incluso su hermano, por la convicción de que los muertos no se despiden sin haber cumplido con sus cometidos en vida, y Jerónimo había prometido estrangularlo con sus propias manos. Tampoco asistió Aurora, su exmujer, por la idéntica creencia al respecto, y por haberse marchado oportunamente con su cuñado.

 

Para Inés, que la tierra se haya tragado a Adriana era un buen síntoma, ya no tenía que seguir cargando con esa sombra que despreciaba y que le pesaba tanto como su rutinario matrimonio con Héctor, quien soñaba a su hermana aun despierto, por lo menos de ese martirio ya podía olvidarse.

Adriana era dócil, pero a la vez tenía un carácter que la impulsaba a cruzar el horizonte, se amparaba en su natural perseverancia para conquistar el objetivo deseado. Ese era su distintivo personal, el que cargaba en la sangre e iba cultivando con esmero, sobresaliendo en la escuela, en los tiempos del liceo y en las clases de inglés a las que asistía con Inés, de quienes todos se burlaban, pues ni siquiera retenía en su memoria vocablos tan simples como los colores o los números. En cambio Adriana tenía una destreza innata no sólo para los idiomas, era capaz de repetir sin fallas ni vacilaciones todos los versos del Cid Campeador o el Tabaré de Zorrilla, como asimismo cualquier canción de moda…Inés sufría para sus adentros, pues apenas si recordaba su propio nombre.

Si bien Adriana advertía y con pena la conducta que esgrimía su hermana, tampoco renunciaba a su franqueza, a modificar sus hábitos y costumbres, o a ocultar el encanto natural que tenía, el que como un imán atraía sin pausa a los hombres. La naturaleza había sido bondadosa con ella, le había concedido una belleza inocultable y que solía pasear por las calles de Solís sin proponerse nada extraño, era linda, había heredado todo el encanto de su madre y la dulzura de su abuela materna, que en sus años mozos supo lucir con orgullo la corona de “Miss Solís", un evento anual donde las autoridades locales premiaban a la mejor cosecha de vid de toda la región. En realidad se trataba de la reina de la vendimia, pero el nombre ya era propiedad de un pueblo de Canelones, y de tomarlo prestado podía considerarse como una suerte de plagio, aunque no existiera el más ínfimo espíritu de hacerlo.

Adriana bien pudo alzarse con todas esas diademas, del mismo modo que pretendientes le surgían, pero era cauta y observadora, menos atolondrada que su hermana a quien nadie se disputaba, por su fama de presumida y altanera, dos cualidades que la marginaron de todo y a las que jamás renunció.

Sin embargo Adriana no sabía de rencores y bien justificados serían, por lo que tomó la decisión de ubicar a su hermana a como diera lugar.

Sin un paradero conocido y en una ciudad que albergaba tres mil veces más personas que su oriundo Solís, se aferró a una búsqueda totalmente incierta, que acabó el día en que se apersonó en su viejo empleo, donde por razones obvias permanecía la dirección de Jerónimo, y por ende, esto la llevaría hacia Inés.

Cuando Sebastián la vio en frente de él y en medio de su despacho, creyó que la mujer tenía intenciones de retomar su antigua labor en la casona.

─¿Qué tal Adriana, en que puedo servirte?, le dijo éste con un tono de amabilidad que brotaba por sus poros.

─Todo bien, vengo a molestarte por si me puedes facilitar la dirección de don Jerónimo?

El muchacho sonrió y comenzó a hurgar en la computadora.

─Listo Adriana, pero esto te va a costar un café.

Sebastián escribió la dirección en un papel y se lo extendió aprovechando a rozar la mano de Adriana.

─Gracias, eres un amor, regalándole una sonrisa franca y con cierto dejo de complicidad.

─No te olvides del café.

─Para nada, respondió ella retirándose apresurada.

Ya hacía algunos meses había ido y vuelto de Solís. Un llamado con cierto tono de urgencia proveniente de su madre la había hecho comprar un pasaje con destino a su pueblo natal. En realidad todo se trató de una patraña, un complot diseñado entre ambos padres y Adriana se prendió del anzuelo sin chistar. Ambos la extrañaban, y nada mejor que explotar las recurrentes migrañas de doña María, cuya severidad la recluían por tardes enteras en la oscuridad de su habitación, y que su hija solía mitigar colocándole paños fríos en la frente tras humedecerlos en una aromática y eficaz infusión de hojas de eucalipto, con tan sólo evocarle aquellos momentos Adriana viajó presurosa rumbo a Sol

Solís estaba igual que desde su fundación, ni siquiera se había logrado enderezar el mástil de la plaza principal, cuanto menos asfaltar la calle donde nacieron las mellizas, y por donde sólo transitaban contados automóviles, pues apenas se extendía por tres cuadras, acabando abruptamente en una plazoleta cuyo único ornamento era un vetusto monolito dedicado a Juan Díaz de Solís, y no  porque mereciera ningún reconocimiento después de los brutales atropellos que cometió en el nombre de Dios, la corona y de la Santa Inquisición, sino que para resarcir en gran parte las angustias que pudo haber padecido este buen cristiano a mano de los indios, quienes lo asaron como a un puerco y lo engulleron sin piedad.

Tampoco existían demasiados avances relacionados con lo que se palpaba a simple vista, pero todo iba ligado a la propia idiosincrasia de un pueblo que se aferraba al letargo de su vida cotidiana, jactándose de haber cultivado el derecho a su modorra, y de fijar todas sus aspiraciones en el turismo, que mal o bien alimentaba a un buen número de familias.

Adriana se había ajustado abruptamente a la dinámica laboral y social de Montevideo, se rehusaba a extrañar la pasividad de donde había escapado ─ excluyendo a su familia – lo restante no ameritaba un ápice de recuerdo.

Después de haber puesto al día a su familia y a un selecto grupo de amigos acerca de las penas y las grandes virtudes de su nueva residencia, retornó a la capital con la firme promesa de volver para al verano, donde se dispondría de un asado completo, ya que hacía mucho tiempo que no participaba de semejante liturgia y en compañía de sus seres queridos.

Al llegar a la gran ciudad se abocó al objetivo de hallar a Inés en la dirección que amablemente le cediera Sebastián, con quien mantenía el compromiso de compartir un café, y si todo llegaba a buen puerto saldaría la deuda con mayor entusiasmo.

La tarde era magnífica, clásica de esos marzos Montevideanos, donde todavía el sol se mantiene firme aunque zumbe una brisa fresca singularmente disfrutable. Adriana llamó a la puerta dos veces hasta que escuchó aproximarse los pasos de alguien. Para su sorpresa fue Héctor quien la recibió, detrás de su inconfundible y permanente mirada de miope.

─ ¿Tu aquí? le preguntó con la interrogante cargada de asombro.

 ─Si, soy yo Adriana ¿puedo pasar?

El hombre le franqueó el paso, y acompañó con sus ojos aquel rítmico y recordado balanceo de caderas que refrescaba en su memoria.

─ ¿A qué se debe el honor de tu visita?, preguntó mascullando las palabras.

─Es que hace años que no veo a Inés y eso lo tengo aquí, señalándose el centro del pecho.

Adriana recorrió con sus ojos aquel comedor, que sin ser para nada ostentoso, guardaba una armonía que distaba mucho de aproximarse al gusto de su hermana, pero era acogedor, sin sobre cargas aunque poco acorde para los petulantes sueños de su hermana.

─Es la casa de mi papa ─ dijo Héctor y siguió ─ bueno…era, falleció hace unos meses y todo está intacto.

 Adriana no se sorprendió demasiado ante la noticia, pero fue franca y amable.

 ─Lo siento mucho respondió, mientras retiraba lentamente su mano depositada sobre la rodilla de Héctor.

En ese preciso instante Inés irrumpió en el comedor, improvisando una leve carraspera para anunciarse. Su repentina aparición los congeló a ambos, fue súbita y fantasmal, como si hubiese emergido de la nada, sorprendiéndolos justo cuando Andriana le ofrecía el pésame a su marido.

Ésta se paró como un resorte, Inés ni se inmutó, sólo Héctor permaneció en el sillón, literalmente ajeno a la escena.

─Vino tu hermana musitó, con ese tono de voz mordido, temeroso y digno de los que ocultan algo.

 ─ ¿Necesitabas algo? le preguntó Inés a quemarropa, sin ni siquiera extenderle el saludo, tan sólo fuera una endeble muestra de buena voluntad.

─Sí, quería verte, hace años no se de ti y eres mi única hermana.

 Si para Inés la presencia de su hermana era una piedra en el zapato, para Héctor era un deleite que le desbordaba los ojos, aunque practicara un severo simulacro de indiferencia, pues tenía el pudor de que Adriana adivinara sus deseos (si ya no los sabía), además que ésta se hallaba ajena a todo pensamiento que no fuera anhelar con vehemencia un abrazo de Inés, aunque esto jamás ocurrió.

Continuaron bajo un diálogo estrictamente formal, con ralos e interminables silencios, esos vacíos inexpugnables que cerraban frases o se anteponían a ellas.

Cuando las voces se apagaron por completo Adriana se paró para retirarse. Héctor hizo lo propio al unísono, y su mujer les dio la espalda. A Inés le carcomía el alma la sola idea de pensar en su hermana, más aún tenerla en su propia casa, cuyos cimientos ni siquiera eran de su propiedad, pero su marido sí lo era, tan sólo fuera un decorado, pero odiaba que mirara a Adriana como jamás la observaba a ella.

Héctor le extendió tímida pero fraternalmente la mano, ella hubiera deseado haberle estrechado un abrazo, era su cuñado, pero no podía exponerlo tan gratuitamente y en las narices de Inés, cuya presencia revoloteaba como un inquieto fantasma.

─Hasta pronto Héctor cuídate, le dijo con un gesto que rozaba la pena.

 ─Igual tu Adriana, regresa cuando gustes.

Adriana caminó dos cuadras hacia la Rambla, esa suerte de serpenteante vereda que acompaña al Río de la Plata por más de una veintena de kilómetros, entre curvas y rectas prácticamente imposibles de seguir con la vista.

El epílogo de la tarde le iba cediendo al crepúsculo un horizonte claro donde el sol descansaba su luz, creando una imagen mágica e irrepetible. Adriana se sentó en un banco observando el mar, ese plato de agua mansa con un brillo leve sobre las olas, sin responderse nada a tantas interrogantes que fluctuaban en su cabeza: ¿por qué Inés le guardaba tanto rencor?, ¿qué tan grandes serían las diferencias que no pudieran resolver?, ¿qué le había visto Héctor a ella si era un témpano de hielo?

Ya era de noche y emprendió el rumbo a su casa.

Extrajo del bolsillo de la campera un sinnúmero de papelitos. La mayoría carecía de valor. Un recibo del supermercado, dos boletos de ómnibus, un ticket totalmente ilegible y el teléfono de Sebastián, el único trozo de papel que valía la pena.

Lo llamó de mañana mientras aprontaba el mate. Como era domingo decidió llevarse la infusión a la cama, unas tostadas frescas con mermelada de higo y el tiempo suficiente para continuar un libro de auto ayuda titulado “Nunca digas jamás", una traducción al español de un autor americano de nombre Edward James, que se había convertido en el libro más vendido en Estados Unidos…a todo esto Sebastián no atendió.

Tenía el cabello revuelto, las ojeras pronunciadas por el sueño, pero esa estampa de mujer libre sin ataduras ni obligaciones la reconfortaba como anhelaba, pero otra parte de su existencia estaba al borde del acantilado, con un pie en tierra firme y otro en el vacío, una dualidad existencial que sopesaba a diario, y “Nunca digas jamás" fue oráculo y guía para abrirse paso a las afueras del laberinto.

Sebastián le devolvió la llamada, el timbre masculino de su voz la desconcentró de la lectura y del mate. Era un tipo más joven que ella, de buen aspecto, alto, cabello negro tupido, ojos contemplativos y labios pequeños, pero a ella le atraía su voz, pues no era ni tan estridente ni muy pasiva, un tono agradable que podía hacer estremecer a una audiencia de radio, pero lamentablemente se perdía en los silencios de la casa de ancianos.

─ ¿Te interrumpo?, preguntó él como inicio de abordaje.

─Para nada, fui yo quien te llamó primero le dijo Adriana complacida por iniciar una conversación, que si bien nunca tuvo otro carácter que el de agradecer un favor, despertó en ella una sensación de agrado.

─ ¿Qué tal te fue con la dirección, ubicaste la casa?

 ─Justamente era para agradecerte y decirte que no me he olvido que tenemos un café pendiente.

─Yo tampoco, y a propósito ¿cuándo piensas cancelar la deuda?, Adriana no vaciló un segundo en responder.

 ─ ¿Qué te parece si hoy mismo y aquí en mi casa?

 Sebastián le dijo que le parecía una idea magnífica, y que corrían por su cuenta las media lunas con dulce y una bandeja de masitas.

 ─A las cinco entonces, sentenció ella con un toque interrogante y aseverativo a la vez.

 ─Perfecto Adriana seré puntual.

 

Para Pedro, aquella tarde en la casa de su abuelo paterno se constituyó en un momento que lejos de resultar esclarecedor se volvió una intrincada labor arqueológica, pues resultaba bastante compleja la tarea, teniendo en cuenta que carecía de referencias familiares, tanto fueran retratadas como físicas, no concebía la idea de que no existiese tan siquiera un solo vecino que pudiese reconocer. Contaba con muy pocos elementos de juicio para dar forma a una idea, y los recuerdos de su infancia eran casi siempre borrosos, como así también lo eran los pocos adultos con quienes sostuvo algún contacto, todos se habían evaporado como la bruma sobre el mar, apenas recordaba maestros, un conductor de ómnibus, un guarda, pero seguramente ya se hubieran jubilado o despedido de la vida.

Recordaba vagamente a un tipo vestido siempre de traje, con camisa blanca, puños dobles y unos extraños gemelos cuyo diseño dorado se había clavado en su retina: un compás y una escuadra, simbología que desde el presente le indicaba que aquel hombre alto, de ojos saltones, pronunciadas arrugas en la frente y voz chillona, era masón, pero nada más.

También conservaba una imagen ya más nítida, de una mujer de estatura baja, cabello negro hecho moño, ojos de igual color y de buen porte, que solía visitar la casa en ausencia de su madre, pero su actitud era literalmente la de un fantasma que cruzaba las habitaciones y desaparecía sin dejar rastro, ni de perfume ni de azufre, de nada.

Su esposa acunaba las mismas interrogantes, pero si Pedro carecía de argumentos como para descubrir o descubrirse, ella tenía menos elementos de juicio pues había ingresado a la vida de él cuando éste ya era un profesional, había rebasado los cuarenta años y tenía su casa propia, aunque gran parte de su vida se hallaba atrapada en su primer hogar, la casa de su abuelo paterno, una verdadera pinacoteca, donde nadie sustituyó un mueble, un cuadro, una lámpara, ni siquiera el denso aroma a encierro que ya parecía patrimonio del lugar.

Nunca supo a ciencia cierta la razón concreta de un episodio que tuvo que presenciar sin decir palabra alguna tras la puerta entornada de su habitación. No recuerda si tiritó de miedo, si se llenó de espanto o su cuerpo se apoderó de una inusitada calma y se quedó sin reacción, todo pudo ser y no ser, pero sin duda la boardilla tendría algo que aportar a Pedro.

 

El matrimonio de Héctor e Inés estaba inmerso en una atmósfera cimentada puramente en la costumbre, un yermo matrimonial sin un atisbo de oasis, donde refrescar aunque tan sólo fuera una remota e insípida ilusión de cambio. A Inés la vida le pesaba como si arrastrara una cruz en la espalda. Maldecía impunemente el haberse casado, como si estuviera purgando una condena desde que se alzó con el trofeo de un hombre que no la amaba, que no se le erizaban los pelos al tenerla en la cama, que se había escapado de su frigidez consolándose en lecho ajeno, y peor aún en un burdel, con una mujer que valía lo que cobraba, pero que era más eficaz que ella.

A Héctor lo sofocaba la casa, el encierro como epilogo de sus días en el cuartucho de la UTE, pero se sentía útil, soberano, mientras en el hogar paterno holgazaneaba por obligación, custodiando las plantas y haciendo reparaciones que se inventaba, a no ser cuando leía, un ejercicio casi genético del que Pedro fue destinatario. Para él, Inés era casi invisible, aún hablara o tuviera sus berrinches, esas triviales escaramuzas que lo arrancaban de la calma, para salir corriendo a refugiarse en unos brazos que lo acogían con cierta dosis de amor, aunque ese querer fuera tan efímero como un suspiro. Llegó a querer más a Marcela que a la propia Inés, y no porque Marcela fuera un amor a precio, pero era cariñosa, alegre y dispuesta tanto al sexo como a la conversación franca, sin mirar el reloj ni el asunto del diálogo. Marcela se parecía mucho a Adriana y Adriana mucho a Marcela, que bien podían conjugarse en paralelo, desde lo físico y hasta lo emocional. Sólo que Adriana era el deseo convertido en imaginación y Marcela un sucedáneo verdadero, un torbellino de pasión y lujuria que Inés jamás poseyó.

Inés reclamaba un hijo con el mismo ímpetu que se sueña un anillo de diamantes o una casa en la playa. Los plazos reproductivos se vencían al mismo ritmo que a Héctor se le aplacaban los deseos. Cada intento era un suplicio, la faena de procrear los sumía en un estado donde la inercia de ambos acababa con el intento. Uno le reprochaba al otro la falta de disposición, y el otro le achacaba lo mismo, finalizando en disputas de nunca acabar. Inés apeló a un método más práctico que ajustarse a sus ciclos hormonales. Se dirigió a la iglesia y pidió una cita con el sacerdote. Éste asumió que la mujer volvería con la idea de clausurar el prostíbulo, pero estaba muy lejos de su presunción. Inés decidió ofrecer una misa sin que se anunciara el cometido, para que Dios y la Virgen intercedieran y pudiera entonces quedar en cinta. Ante la mirada atónita del cura y el sacristán, la mujer extendió una generosa ofrenda que el prelado se echó al bolsillo gustoso y de forma apresurada, fijándose inmediatamente la fecha para la celebración de la eucaristía.

 ─Hija mía no puedo asegurarte nada, esperemos que Dios misericordioso y omnipresente atienda vuestras necesidades.

 El cielo tardó en pronunciarse pero fue receptivo. Si bien el milagro no fue completo tampoco hizo oídos sordos a las súplicas del cura, Pedro llegó en brazos de Héctor, envuelto en una frazada, tan diminuto que se perdía en sus dobleces. Inés sabía la procedencia del infante y la asumió como producto suyo, no hizo más reclamos ni se extralimitó en cariños, pero el pacto de silencio se extendió desde el lecho a la sociedad, y hasta las ciudades limítrofes.

Héctor, que se apreciaba de ser un buen cristiano, se hacía cruces y apeló a la sensibilidad reinante para formular una pregunta:

─ ¿Será que puede venir a verlo?...fue su única condición Inés.

Inés retornó a sí misma.

 ─Ni se le ocurra, no sabe de lo que soy capaz, la prendo fuego a ella y a todas esas putas.

 

Sebastián llegó a casa de Adriana, puntual y con las masitas oliendo a fresco. Adriana se había despojado se sus ropas de dormir, lucía tan guapa como de costumbre, sin necesidad de emperifollarse, pues su natural belleza no necesitaba de nada. La casa olía a café recién preparado. Sobre la mesa del comedor se hallaban los pocillos y las servilletas, una música leve le daba al ambiente cierto toque de romanticismo.

 ─Adelante le dijo ella con su voz hecha susurro.

 ─Lo prometido es deuda comentó él, depositando sobre la mesa una bandeja y halagando el calor de hogar, lo bonito del mobiliario y la música que los acompañaba.

 ─Me encantan los Bee Gees Adriana, me transportan a los viejos bailes en casa de mis amigos.

 ─A mí también en especial esta canción ¿la recuerdas?...to love somebody, me fascina.

 La música fue el vínculo perfecto, no sólo porque el lugar se convertía en un sitio más que propicio para un encuentro, también para desempolvar sus respectivos pasados y reír a carcajadas de todo aquello con lo que habían crecido, soñado, tras esa avalancha de años que lejos de sepultarlos los había hecho renacer.

─Bueno Adriana cuéntame que tal te fue con la dirección ¿pudiste finalmente ubicar a tu hermana?

 Adriana hubiera querido seguir disfrutando de la música y de la buena compañía, pero no tuvo opción de responder. Antes sirvió el café y ubicó las masitas sobre un plato antiguo, dejando las media lunas en la cocina.

─Te cuento. Llegué de tarde, estaba agradable el día, ahora estamos a punto de congelación. Me atendió Héctor, el hijo de Jerónimo. Es obvio que lo sorprendí, como así también que se babeaba. En el trabajo me traspasaba la túnica con esa mirada de miope pero cargada de lascivia, que más que desagrado lo que me provocaba era lástima, pero en fin. Hablamos de cosas sin importancia, asuntos tan triviales que ya ni recuerdo. Pero la casa se había detenido en el tiempo, como si la vida se hubiera inmovilizado para siempre, se respiraba esa humedad condensada en el aire y en los muebles hasta que apareció Inés, con la displicencia suya reflejada en los ojos y en la voz. Irrumpió de la nada en el preciso instante que le ofrecía mis condolencias a su esposo. No dijo nada, era inocultable que le desagradó mi presencia, y más que su esposo me tragara con los ojos, pero algo me pareció extraño.

─ ¿Qué cosa?  interrumpió Sebastián.

 ─Me pareció sentirme observada, como si alguien nos estuviera espiando tras la rendija de una puerta. No sé, una situación muy peculiar, tal vez sean cosas mías.

─Ok, hablemos de algo más interesante entonces dijo Sebastián, al tiempo que iba acopiando ralas y pequeñas miguitas depositadas sobre el mantel.

─ ¿Qué tema propones?, soy muy mala para iniciar un diálogo…ya sé ¿qué tal si haces un breve resumen de tu vida?, luego lo haré yo.

La sugerencia le cayó como anillo al dedo a Sebastián quien se trasladó hacia un cómodo sillón donde se dejó caer y comenzó con los pormenores de su existencia. Adriana lo contemplaba sentada desde la alfombra con un pocillo en la mano, y toda la atención bajo una atmósfera que siempre había soñado vivir. En su fuero íntimo deseaba congelar aquel momento, le parecía único y casi surrealista, un hombre en su casa, joven, buen mozo y deleitándola con sus hazañas. Finalmente le tocó el turno a ella y fue Sebastián el flagrante cautivo de sus palabras y sus historias, como si en su voz se hallara una poción que lo hubiera hipnotizado por completo.

Eran pasadas las diez de la noche. Adriana acusó cansancio y sueño, y Sebastián la obligación de estar en pie a las seis de la mañana. Se despidieron con un beso y la complicidad de una sonrisa que aseguraba un próximo reencuentro.

 

Para Pedro, el hecho de no aproximarse a encontrar una respuesta le resultaba claustrofóbico. Rita, su esposa, estaba convencida que seguir invirtiendo tiempo, llenarse las manos de polvo y aspirar humedad pudiendo estar en su casa, era realmente incomprensible. Por otra parte, la mantenía en pie su sentido de compromiso hacia Pedro, le era tan leal en el amor como en sus caprichos, pero esto estaba lejos de ser una terquedad de él, transformándose en una sana obsesión por desenterrar respuestas aunque le fuera la vida en ello. Rita le preguntó acerca de algo que él iba a decirle, pero no quiso ser invasiva y optó por el modo más afable posible.

 ─Corazón, me ibas a contar algo ¿recuerdas?

 Pedro retornó de una fugaz ausencia mientras sostenía una foto en sus manos.

─Ves, este sitio me parece familiar, la cuadra, el olmo desvestido de hojas, yo de bufanda y con un portafolio, la puerta marrón y la mirilla, las dos ventanas con celosías y esas rejas tan rústicas que las protegían. Pero no tengo idea quien es esta mujer sin rostro, alguien garabateó con tinta en su cara para hacerla desaparecer…no entiendo.

 Rita tampoco comprendía, era absurdo ese mamarracho azul que casi había perforado el papel, pero la intención era clara, convertir en invisible a alguien que tenía cuerpo, piernas y brazos, cuyo porte distaba mucho de asemejarse a Inés. De por sí, ya la estatura la presentaba como a una mujer de talla regular tirando a baja, con un estilo de vestimenta que jamás su madre hubiera utilizado, un abrigo de jean con solapas de piel de corderito, pantalones algo desgastados y botas altas hasta la rodilla.

─Te das cuenta Rita, esa no es mi vieja…doña Inés (con tono y gesto irónico) nunca hubiera andado en esas fachas por la calle, esa mujer tiene otro aspecto, tal vez sea alguna vecina.

Rita insistió en que no sacara más conclusiones y menos si no tenía un sustento real, pues era como navegar en un laberinto sin salida.

─Al final no me contaste Pedro.

─Cierto mi amor perdona, me había desconcertado con la foto.

Pedro se incorporó y tomó una silla de plástico, desalojó el polvo y se sentó.

─A mi casa nunca venía nadie, era como una suerte de bunker donde sólo había espacio para nosotros. Rara vez vi a una persona, pero era una mujer. Mi vida transcurría en el cuarto a la luz de una lámpara donde llegué a almacenar en mi mente colecciones completas donde figuraba entre otros Robin Hood sostenido sobre su arco, con la mirada en el horizonte, de capa y con las flechas en la cintura. El príncipe valiente que usaba el pelo cortado con un cerquillo estilo Beatle, tenía un valor fuera de lo usual, la antítesis de mi carácter. Y Sandokán… lo leí y lo releí, hubiera querido formar parte de su séquito, adentrándome en la jungla en la persona de Kammamuri y enfrentarme al terrible Brooke, pero era imposible, apenas podía lidiar con mis miedos y mis angustias, esa soledad por imposición donde rara vez socialicé con alguien de mi edad puertas afuera, como si los demás estuviesen infectados por una peste o fuera yo el portador de ella. Mi escuela quedaba en el Prado a diez kilómetros de aquí, todavía tengo fresco el recuerdo de ir atravesando barrios como si fuese una excursión a otro país, todo me dice que pretendían mantenerme alejado de todo y de todos.

Respiró hondo por la nariz y exhaló lento todo el aire por la boca, Rita no lo interrumpió.

─Una tarde, me hallaba inmerso en una lectura que había logrado captar toda mi atención, “Capitán Tormenta" una novela de Emilio Salgari, en cuya portada se veía a un jinete ataviado con su armadura de yelmo y penacho, portando heroico una espada sobre un caballo cuyas patas delanteras estaban en lo alto. Pero sentí una voz atípica en el comedor, aun fuera una suerte de murmullo. No pude registrar ni siquiera un ínfimo rastro de su cara. Apenas su perfil me permitió adivinar que llevaba un moño, estaba sentada al frente de mi padre y del fantasma de mi madre, que parecía no estar muy a gusto con aquella presencia.

Rita tomó la palabra.

─ ¿Y no recuerdas algún otro detalle?

Pedro respiró una vez más.

─Poco, tengo un recuerdo muy difuso de aquella figura femenina, pero no era muy alta, parecía incómoda, recuerdo que mi viejo la acompañó hasta la puerta. Mi madre estaba tan ofuscada que ni siquiera advirtió la parte de mí que asomaba tras la puerta, pasó despotricando como era su costumbre… algo así como la odio decía.

 

Inés quedó viuda de la noche a la mañana, y aquel carácter feroz que fue acunando con el tiempo se había vuelto insoportable. Por lo menos antes, su ira tenía un único destinatario, Héctor, pero éste había perecido de un modo tan irónico que lejos de la pena que pudo causar su deceso, lo que se había generado fue un mordaz sentimiento generalizado. Todos aseguraban que la muerte de Héctor se ajustaba al dicho de que el pez por la boca muere, pues estando en servicio en la telefónica estatal, quedó sujeto a un cable que sobresalía de la vaina plástica, electrocutándose al instante. Fue velado con el féretro cubierto, dado que su cuerpo quedó totalmente carbonizado, imposible de ser exhibido públicamente. Ese día lo despidieron los familiares más próximos, la propia Inés y los vecinos, como otras personas que prefirieron ocultarse tras las coronas y otros arreglos florales dispuestos para la ocasión. Una de esas olorosas diademas, cruzada por una orla violácea, rezaba en letras doradas: “hasta siempre Ñato tus vecinos".

De un modo u otro Héctor fue considerado y con estricta justicia como un prócer barrial. Detrás de su perfil bajo se hallaba un hombre con valores, disciplinado y coherente con sus principios. Habían pasado por el barrio innumerables comisiones de fomento sin dejar huella alguna, a lo sumo una serie de carnavales con su tablado respectivo, un corso donde desfiló la Reina de las Llamadas y la colocación de un semáforo que demandó una intensa campaña de recolección de firmas. Pero fue el “ñato" que en un abrir y cerrar de ojos le posibilitó al barrio que tuviera su feria propia, la concreción de un sueño que había sido una verdadera utopía perseguida por generaciones tras generaciones, sólo eso lo erigió como un héroe, siendo ungido de por vida con los mejores halagos. Puertas adentro toda esa fama carecía de valor. Su figura trascendía incorpórea a los ojos de Inés, pero fue cómplice de sus sueños y sus arrebatos, de su desidia en la cama y su petulancia ante la gente. Copartícipe directo de secretos que ahora yacen en su tumba. Héctor no tuvo otras opciones, a no ser Marcela y ese amor semanalmente efímero, adquirido en cuotas que tuvieron su rédito y también su insanidad.

Por lo menos él tuvo quien lo despidiera. Inés acabó sus días del mismo modo que transcurrió toda su existencia, en la soledad de sí misma y que proyectaba hacía afuera. Nadie se enteró ni lloró su partida, no había quien la reclamara en el pensamiento cuanto menos aún en la cotidianeidad.  Su cuerpo cumplió con estar allí, sin ornamentos florales y a merced del silencio, al pie de un crucifijo de bronce y una luz tenue como paralelismo de lo que fue su vida misma. Apenas un rezo entre dientes procuraba que su alma tuviera un pasaje digno por el purgatorio.

Paradójicamente la única persona que estaba allí era Marcela. Ataviada de un negro inexpugnable, con el pelo suelto y sin su moño, e irónicamente celebrando la vida, pues era una sobreviviente también de la pena y el escarnio, la donante a la sombra de su vientre y su entraña para que Inés fuera feliz.

 

Había transcurrido el tiempo y Pedro decidió hacer un paréntesis en su búsqueda. Estaba convencido que el ensimismamiento no era un buen consejero y que dejar correr los días tal vez arrojara la tan ansiada respuesta. La casa de su abuelo se había convertido en un páramo, donde la vida brillaba por su ausencia. Todo había perdido su encanto o definitivamente nunca había existido. El mobiliario completo, desde la cocina al comedor y pasando por las habitaciones, se hallaba cubierto de sábanas blancas como si fueran estáticos y petrificados fantasmas. No se reflejaba en el aire un aroma del pasado, un olor como referencia…nada. Todo era una atmósfera húmeda y pesada y en el garaje se potencializaba aún más.

Pedro y Rita decidieron volver, era la última oportunidad de ambos para rescatar una respuesta.

La casa se hallaba en venta y se estaba por cerrar el negocio.

Sonó el timbre y Rita fue a atender.

Era un muchacho bien parecido, amable pero desconocido para ella: Sebastián.

─Buenas tardes ¿esta es la casa del señor Jerónimo?

─Era, en realidad él falleció hace tiempo ¿cómo lo puedo servir?

El hombre ingresó a aquella suerte de mausoleo y no dudó en preguntar si el inmueble estaba a la venta, a lo que Rita respondió afirmativamente que sí y que ya tenía comprador.

Pero su interés verdadero apuntaba a otro asunto.

─En realidad estoy aquí por algo diferente, pero de todos modos suerte con la venta. (Rita sonrió y él continuó) Esta era la casa de Inés ¿verdad?, Inés tenía una hermana melliza, Adriana, hace meses no se de ella y quizás ustedes puedan ayudarme.

La pregunta de Sebastián y la noticia de que Pedro tenía una tía desacomodó de tal manera a Rita como si se hallara frente a un espectro. Pidió disculpas e invitó al hombre a dirigirse al garaje, donde Pedro continuaba hurgando entre álbumes y recuerdos que le parecían ajenos.

─Mi amor disculpa, él es Sebastián, no se trata del futuro comprador pero tiene un dato que puede interesarte.

  Pedro se limpió en el pantalón y le extendió la mano.

─Un gusto Sebastián tu dirás.

Sebastián tomó una silla y se sentó.

─Hace años conocí a una tía tuya, melliza de tu mamá, Adriana, que una vez estuvo aquí y de quien hace casi un año le perdí el rastro… ¿tú sabes algo?

Pedro empalideció, ni siquiera tenía la más remota idea de contar con una tía. La noticia lejos de alegrarlo lo confundió por completo, ni siquiera tuvo reacción para responder. Sebastián continuó.

 ─Ella vino buscando a tu mamá, era una mujer de talla regular tirando a baja, muy guapa, de moño, insistió en que se fue de aquí con el sabor amargo de saberse ignorada por tu madre, ¿tienes idea de si volvió otra vez?

Pedro recorrió su mente procurando hallar algún recuerdo que pudiera vincular a esa mujer.

 ─Sí, tengo una idea algo difusa de una mujer con las mismas características que tu mencionas. Estaba sentada en el comedor, parecía ajena a todo, recuerdo ver parcialmente su figura, yo estaba en mi cuarto y era la primera vez que oía una voz femenina aquí, que no fuera la de mi madre. Abrí tímidamente la puerta y al cabo de unos segundos cuando ella se marchaba, mi madre cruzó hacia la cocina diciendo la odio.

Respiró, miró a Rita y siguió.

─Creo que la vi una vez más pero no puedo afirmarlo ¿o sí?...sí, hubo una pequeña discusión, como si los tres, mi mamá, mi viejo y esa señora discutieran por algo, luego entraron aquí al garaje, hubo como una queja y después no recuerdo nada más.

Los dos hombres, también Rita, parecían desencajados de la realidad. Uno, ante el asombro de descubrir que tenía una pariente que emergía desde la nada, una aparición sin rostro ni forma. El otro, porque hallaba incomprensible el estupor que se manifestaba en Pedro, y Rita en el más puro de los desconciertos.

Sebastián comprendió sin demasiado esfuerzo que Pedro intentaba armar el puzle de su vida a través de la visualización de aquellas imágenes que extraía de la caja, al mismo tiempo que las esquirlas de sus preguntas salpicaban a todos.

─¿Puedo darte una mano Pedro?, estoy tan interesado como tú en todo esto.

Pedro asintió que sí al pedido de Sebastián, y fue éste que utilizando una linterna se deslizó con felina destreza en la boardilla.

─¿Puedes ver algo ahí?

─Si, hay un montón de desperdicios, un triciclo, una pelota, unas palas de cavar, cables, sogas, un par de botas de goma, un botiquín y un sobre de manila.

Pedro había pasado por alto ciertas cosas a pesar de sus varias incursiones en el entre techo.

─¿Puedes bajar el sobre por favor?

Sebastián bajó aquel paquete, que si bien era de tamaño regular pesaba un poco, como si su contenido fuera algo más que papeles. Pedro lo abrió cuidadosamente manipulándolo con oficio de cirujano. Documentos varios, entre ellos una partida de nacimiento, una fe de bautismo, una treintena de recibos de sueldo de Héctor, una carta, más una bolsa de nylon que estaba a punto de develar su contenido.

La sorpresa fue de todos, pero el asombro recayó en Sebastián quien observaba incrédulo el hallazgo. Era una prenda de Adriana, la misma camisa de satén bordó que tenía puesta el día que lo recibió en su casa. Presentaba unas manchas en el área de la espalda, tal vez por la propagación de la humedad y el encierro. A ello se le sumaba un anillo de fantasía con ciertos toques rojizos y la clásica redecilla que recogía su frondoso pelo negro.

─Todo esto le pertenece a Adriana, no entiendo nada, ¿qué es lo que hace aquí? se preguntaba Sebastián sin que nadie dijera palabra alguna.

─Voy a leer la carta entonces, dijo Pedro con la voz entre cortada y las manos temblorosas.

“Querido hijo: es momento de ser honesta contigo, aunque el tiempo haya pasado y perdure mi cobardía, que como ves trasciende a todo y permaneció sepultada entre estas cuatro paredes, paso a contarte las cosas como son.  Quise ser madre y Dios me lo negó, pero me empeñé en culpabilizar a Héctor, era un modo de deshacerme de mis angustias y mis fracasos, como mujer, como hija y como hermana. Siempre vi en Adriana a una eterna rival, una competidora que cercenaba mis utopías y mis sueños, aun sabiendo que ese no era su espíritu y menos su intención, pues me amaba. Mis propias debilidades me tornaron ingrata y displicente, más aún cuando ella acudía en mi ayuda, ejerciendo su amor incondicional que yo nunca pude retribuirle. Recuerdo nuestros días en Solís, una infancia que sin mayores lujos contribuyó a que estuviéramos juntas. Después vino la adolescencia y fue allí donde sentí que ella se despegaba de mí, que me abandonaba, que me dejaba a mi suerte, en realidad procuraba que tuviera mi propia identidad, que fuera forjando mi propia independencia y me volví retraída y petulante, en cambio ella continuaba con sus anhelos al ras del suelo. Perdóname hijo mío por desbordarte con mis angustias, pero era una catarsis justa y necesaria. Se que le fallé a Dios, a sus principios y a sus mandatos. Estoy convencida que cuando tengas esta carta frente a ti mi alma continuará dando tumbos en el purgatorio hasta que el Señor me despenalice por mis actos. En esta hora ruego me disculpes, que hagas a un lado todo ese dolor y las incertidumbres acumuladas por mi culpa. De niño no queríamos ponerte en peligro, teníamos pánico de exponente a un daño y a las conjeturas mal intencionadas de la gente. Ese temor que te infundimos, luego nos fue útil para otras patrañas más oscuras y confusas. Hijo mío, si un sentimiento de odio te invade al leer estas líneas no te culpo, te entiendo y me sumo a tu amargura y desconcierto. Verás una partida de nacimiento, es tuya, y para nada adulterada en relación a la fe de bautismo. Ve y procura a quien fue en realidad tu progenitora, una mujer que hizo a un lado mis desprecios y mis injurias dándote la vida que yo no podía…a ella también ofrécele mis disculpas. Sigo en otra página. Tuve tanto temor de perder tu cariño, de que por una boca ajena te pusieran al tanto de la verdad, que le negué a Marcela que te viera tan sólo fuera un día de su vida, que se acercara a la casa, a nosotros, a ti. Juré matarla con mis propias manos si eso pasaba alguna vez, aunque Dios me pasara la cuenta tarde o temprano. Ver a Marcela y ver a mi hermana implicaba el mismo sentimiento de odio y resentimiento que tenía, no sólo porque eran más valerosas que yo, eran idénticas en sus formas, ambas bonitas, con gracia, virtudes de las que yo carecía. Una tarde salí de mi cuarto, tu estabas con un libro entre las manos hirviendo en fiebre, como si tu cuerpo estuviese hecho de fuego y la sangre convertida en lava. Te puse unos paños húmedos en la frente y me volví a mi habitación. En el comedor estaba ella, de espaldas, violando el acuerdo de no acercarse a nosotros, a ti, ya le habíamos dado suficiente dinero, más el que tu padre despilfarraba en su cama por un rato de placer. Fue entonces que me embriagué de ira, de celos y atravesé toda la sala…mis manos se volvieron tenazas y me aferré a su cuello con toda mi sed de venganza. La tomé por la espalda, comencé a apretarle la garganta sin importarme que fue a traición. Ni siquiera tuve el valor de mirarle a la cara o de disfrutar de ver sus ojos implorando perdón. La maté sin pena ni remordimiento, sólo deseaba que me reconocieran a mí y a nadie más. Fueron años de suplicio, de saber que tu padre le hacía el amor ya ni siquiera por dinero, por el placer de imaginar que estaba en los brazos de Adriana y no en los míos. Sólo sentí una exclamación entre dientes, ─ ¡qué hiciste! ─ pronunció Héctor con su voz cargada de espanto, ─ mataste a tu hermana – y juntos la convertimos en polvillo. Ahora sí puedes buscar a tu madre y deshacerte de esas cenizas, están en una bolsa bajo el asiento del triciclo, a la derecha en la boardilla".






El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.



 

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