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Las Oraciones por el Alma

Autor(a): Anagke

 

 

 

Era junio y mi madre cantaba “Noche de paz”. Siempre fue una creyente empedernida, de las rezadoras, que tienen una oración para cada momento, y un versículo para cada oración.

Mi madre era una buena mujer, de pelo rubio y ojos verdes. Tenía la piel tan sensible y fina que le comenzaron a salir manchas y arrugas por doquier antes de los treinta. No era estudiada aunque sabía leer y escribir, pero lo hacía tan mal que era mejor que no lo hiciera.

Ella había venido desde Holguín y nunca se pudo desprender del cantaíto. Pero yo recibía un golpe si soltaba algún gallo en una oración llana. Mi padre era de golpes y de orgullo. Según él, como todo buen militar debía ser.

Ella me llevó de la mano a la iglesia, él al colegio. Él sí no sabía ni leer ni escribir, pero tenía una puntería y una sangre fría únicas. Se lo habían encontrado comiéndose los huevos de una gallina en una finca monte adentro de uno de los pueblecitos cerca de Santa Cruz del Sur. Tenía tres años y vagaba en el monte sin hablar y caminando casi a cuatro patas. Desnutrido y sucio, se lo quedaron en el pueblo como propiedad de todo el mundo, porque tenía los ojos azules y brillantes, y cuando lo bañaron bien vieron que era muy blanco, y se convirtió en el perro callejero favorito.

Le gustaba contar la historia y mostrar la medalla que le había dado el Gobernador de aquel tiempo. Siempre la traía al cuello, era de plata, y yo, que leía muchas cosas fantásticas, de niños, que alimentaban mi visión imaginaria del mundo, lo veía como un medallón mágico que evitaba que mi padre se convirtiera en un monstruo lobuno, como lo que alguna vez había estado a ser.

Era junio cuando mi madre apareció colgada en la cocina. Yo tenía quince años y venía de la iglesia. Era domingo. El sol brillaba, ella traía un vestido de flores pequeñas y azules, y yo le llevaba una flor en la mano: una azucena.

Mi padre lloró mucho. Fue la única vez que lo vi llorando. Se quitaba las lágrimas con los puños cerrados y meneaba la cabeza a un lado y otro. Parecía acorralado. Parecía culpable.

Yo le puse un paño alrededor del cuello, como una bufanda, o un collar, para que no se le vieran las marcas violetas en su piel que ya estaba cuarteada y llena de machas. Treinta y dos años tenía mi madre cuando la enterré.

Y ese día pasó, como pasan las cosas… como cualquier otro día que pudiera pasar, o como si no hubiera pasado nada. En la iglesia, siguieron mencionando que mi carrera era la del sacerdocio, que una fe y serenidad como la mía no se hallaban a menudo, y que mi madurez y mi quietud eran la inequívoca marca de quien nacía para ser un cura. Hasta yo lo creí, pero no mi padre.

Quien no quería estar con una mujer era un desviado, un maricón en sus palabras. Él no quería que a su hijo se lo pudiera acusar de ello. “¡¿No te gustan las mujeres?!”, me preguntó, y yo temblé, porque no sabía hacer otra cosa. Él decía que yo me parecía demasiado a mi madre, pero que yo era un hombre, y que si seguía pareciéndome a ella me iba a acabar matando… y yo lo pensé un poco.

Era junio cuando estaba rezando por el alma perdida de mi madre muerta. Iba ya por costumbre. Doblado y con los moretones en el vientre. Me ponía de rodillas y cantaba en silencio para ella. Y entonces… de repente escuché que alguien estaba riendo. Abrí los ojos de golpe y me levanté a prisa mirando a los lados. Apareció junto a un rayo de sol, como el sol mismo, una cabecita de cabello oscuro.

Ella tenía quince años entonces. Con la carita pequeña y ovalada, de piel oliva y rasgos de muñeca. Yo estaba solo, y ella me sonrió. Mi corazón se detuvo un momento y parpadeé. La miré bien, con un vestido azul oscuro, y unos ojos negros… negros como el infierno.

—¿Qué haces aquí? —me atreví a preguntarle.

—Pensar en cosas malas —me dijo moviendo los hombros como si fuera nada.

—¿Qué cosas malas?

—Me imaginaba que el Cielo es una oficina —Se volteó de perfil y avanzó un paso—. Y que allí hay departamentos llenos de burócratas que inspeccionan tandas interminables de papeles con descripciones humanas, para ir creando religiones que se adapten a las carencias emocionales de la mayoría. —Dio una vuelta y quedó frente a mí, pero más cerca, y yo parpadeé muchas veces. —Me imaginaba que puedes llegar y preguntar por ti mismo, y que te manden a sentar mientras hallan tu nombre en la larga lista, interminable.

Ella sonreía mucho, y gustaba de hablar. Tenía el pelo corto, a la altura de la barbilla. Y cuando la conocí supe que no podría ser cura.

Los años siguientes fueron difíciles, pero no me importaba porque no veía casi a mi militar padre, y tenía toda la casa para ella y para mí.

—Tú irás al cielo, porque eres bueno.

—Solo eso no es suficiente. —Ella nunca se despeinaba, ni después de hacer el amor. Ese corte de pelo era contra toda precariedad. Yo intentaba enroscarlo, elevarlo, revolverlo, pero nada. Demasiado lacio. Demasiado perfecto. —Mi madre era muy buena pero debe de estar en el infierno.

—¿Porque se suicidó?

—Sí.

—Mmm. —Ella hacía de su boca un punto diminuto a menudo. —Hay que investigarlo. No es justo para ti.

—¿Para mí?

—Sí. Toda la gente que quieres se va a ir al infierno y tú vas a estar en el cielo solo.

—¿Cómo es eso? —Yo la apretaba fuerte y me reía bajo cerca de su oído.

—Yo soy una persona de naturaleza cruel, y no creo en nada. Yo voy de cabeza al caldero. Estarás solo allá arriba.

—Me puedo buscar novia en el cielo.

—Eso no pasará. —Ella era dulce.

—Ah, ¿no?

—No. Tú solo me puedes amar a mí. Ese es tu pecado.

—¿Cómo voy a amar yo a alguien de naturaleza cruel? —Yo la mecía en la cama, y reíamos juntos. Ella siempre tenía una respuesta para todo:

—Porque yo te amo también. O eso creo. ¿Y no sería injusto que tú no sintieras lo mismo?

Fue en junio que recibí una paliza que casi me mata. Mi padre estaba muy nervioso. Le exigían mucho y cuando me miraba yo no cumplía con las exigencias que él tenía. Yo era flaco y débil, ni siquiera era muy alto. Él me tomó del cuello y apretó, apretó, apretó, hasta que mis ojos se nublaron. Cuando desperté estaba solo en la casa. Me había dejado arropado en mi pequeña cama. Estaba lloviendo mucho; granizando sobre las tejas. Me levanté y pasé por delante de un espejo como el fantasma que yo mismo me consideraba, pero esta vez me detuve un momento. Me precipité hacia el reflejo y lo agarré con manos temblorosas, me inspeccioné el cuello amoratado y, por primera vez desde los 15 años vi claramente el cuerpo de mi madre frente a mí.

Puse el espejo en su sitio y me senté en mi cama. Había comenzado a tronar.

—Noche… de paz… —comencé a cantar haciendo coro a los granizos que golpeaban el techo. —No-che de a-mor… —Y nunca volví a ser el mismo.

Cuando se detuvo la lluvia mi padre entró a la casa. Traía azucenas en una mano y en la otra una cuerda. Suspiró al verme sentado en la cama, y por única vez me pidió disculpas mientras acomodaba las flores en un jarrón. Se puso a hablar de cómo a mi madre le gustaban las flores y yo desde niño se las traía.

—No voy a ser cura, papa —vociferé como a él le gustaba. —. Voy a ser militar como tú, papa. ¿Me enseñarás?

—Claro… ¡Claro que sí, mijo! —Él sonrió con el pecho lleno y corrió hacia mí para levantarme y apretarme en un abrazo. —¿Vas a dejar de trabajar en esa pajarería que  haces, también?

—También dejaré de dar clases, papa. —Me ardía la garganta más por dentro que por fuera, y sentía la sangre espesa y medio congelada.

Así nos fuimos a cazar bichos, que según mi padre era el mejor entrenamiento posible. Fue ese mismo día. Anduve derecho y sin sudar y maté tres pájaros y un gato silvestre. Mi padre se sentía orgulloso como nunca: su hijo había heredado, sino su aspecto, la mejor de sus cualidades: el talento para el tiro.

—¡Por fin, mijo! ¡Macho como tu padre! —Su enorme mano se posó en mi espalda y reaccioné como un resorte. Lo miré directo a los ojos, y él me mantuvo la mirada mientras titubeaba su sonrisa. —Mijo, cuando me miras así me das miedo.

—Yo pensaba que los hombres no tenían miedo. —Un estremecimiento lo recorrió, y me pregunté si así me estremecía yo por su causa, y si era esa la justa razón de sus golpes. No sentí compasión, ni miedo, ni dolor. Solo supe que era correcto.

Me llevé su pistola a la casa, y regresé con la pala con que él gustaba de enterrar a los rebeldes que asesinaba. Mientras cavaba su tumba en la noche oscura me pareció que los rebeldes tenían una causa muy justa, y me encontré a mí mismo sonriendo. Empujé su cuerpo al foso y vislumbré la cadena de plata. Lo dudé un poco, pero acabé metiéndome a quitársela para usarla yo mismo. La aprecié como mujer vanidosa en medio de la oscuridad, y me asaltó el pensamiento infantil de hacía tantos años: “¿Será esto capaz de contener al monstruo?”. No quise llamarme así a mí mismo y terminé el trabajo. Volví a casa y me lavé las manos, restregando bajo las uñas.

De repente, sentí una risa. Miré hacia la puerta, luego hacia mi cama. Allí estaba como todas las noches.

—No preguntes… Ya sabes en qué pienso. —Ella sonreía.

—He matado a un hombre.

—Qué bueno.

—Me iré al infierno.

—Si es así, no estarás solo —lo prometió y se puso de pie para darme un beso.

—Mi madre está en el cielo, ¿sabes?

—Qué bueno. Tu madre te acompañará.

—No iré con ella. He matado a un hombre. —Mis ojos se llenaron de lágrimas entonces.

—Qué va… —Me besó en la frente. — Qué va… —Me besó en la nariz. —Irás al cielo con tu madre.

Esa noche no dormí, y lo supe: ella tampoco dormía. Caminaba de un lado a otro de la casa cuando pensaba que yo no podía verla por estar en mis sueños. Antes de las cinco se acostaba porque a esa hora yo abriría los ojos, ella bostezaría como si hubiera dormido plácidamente y se colocaría la ropa y se marcharía a su casa, donde no habrían notado que faltaba. Ella se comía las uñas nerviosamente, y lucía acosada por todo tipo de pesadillas y tormentos. Pero siempre reía, siempre lucía feliz.

Yo fui a ver al cura. Él salió del confesorio al oír mi declaración. Me dio un abrazo y se echó a llorar en mis brazos. Luego fue a buscar un bolígrafo y un papel y escribió un nombre. Dobló en cuatro partes la nota y me dijo que me fuera a San Miguel, que me alzara, y que solo allí habría salvación para mí por mi pecado.

—Esa salvación es terrenal, padre —le dije. —. ¿Qué hay de mi alma?

—Ay, hijo. ¿Te arrepientes?

—No.

—Entonces no hablemos de eso.

Cogí los dos revólveres, toda la fruta que había en la casa, y los ahorros que tenía de mi trabajo. Le dejé una nota a ella, para que me fuera a ver esa noche a la salida del pueblo. A las once estaba.

—Me voy a alzar. —Ella se echó a reír. —Voy a luchar en esta guerra y puede que muera, eh. ¿Llorarás por mí?

—Yo no lloro por estúpidos. Y tú no debes ir. No es lugar para ti.

—Es lugar para cualquiera que haya matado a un oficial de Batista.

—¿Estás loco? —Agarró mi brazo en medio del grito susurrado. —Esas gentes son terroristas; hacen sabotaje. Sus acciones no son ni dignas ni valientes. ¡Solo hacen daño!

—Los otros son asesinos.

—¡Como tú!

Di un paso atrás ante su acusación sincera. Ella sujetó el puente de su nariz con sus dedos índice y pulgar:

—En una guerra todos son asesinos, todos hacen cosas malas. ¡Cometen crímenes, Alejandro! Crímenes que les son perdonados, que son legales y que les aplauden. —Ella aplaudió argumentando la idea de su circo. —¿Quieres eso para ti? ¿Ser un criminal aplaudido, galardonado? ¡Quién sabe! ¡A lo mejor hasta a comunista te metes, como el Che ese que anda por ahí!

—¿Y qué si me meto a comunista? Las ideas de los comunistas son de igualdad social. Incluso de igualdad para las mujeres, ¿sabes?

—¿Y eso debería de halagarme? Ay, cariño… ¿No sabes nada de la vida? —Acarició mi rostro llena de lástima por mi estupidez. —Cada quien tiene su sitio, y el mundo es justo como debe ser. Si revuelves las cosas, solo encontrarás sufrimiento.

—Pues que así sea. Además, tú y yo no somos nada. Tu opinión sobre esto no me importa. Y si yo te importara, me apoyarías, porque esta es la única forma en que puedo salvarme.

—No lo es…

—¿No?

—No. Si te casas conmigo, nunca estarás en peligro. —Ella había bajado la mirada. Yo me ericé entero.

—No es así como debe ser. —Ella tragó en seco, y asintió. Yo quise arrodillarme y pedirle matrimonio, y quizás arrancar una hierba y envolverla en su dedo.

—Pues nunca te casarás conmigo —declaró. —. Nunca seré tu mujer, y tú nunca serás mi marido.

Los dos inspiramos con fuerza, y ella se dio la vuelta y se marchó a su casa, a no dormir. Y yo monté en el caballo que me había prestado el cura, y me dirigí a San Miguel.

Del hambre, precariedades, y locuras que viví en medio de la sierra con otros muchachones como yo, solo quedan nubes borrosas en mi memoria: las sensaciones, pero no los detalles. Algunos cantaban, y tocaban, presumiendo de tener guitarra en casa, y quizás imbuido por el ambiente romántico, tanto de música como de cartas e historias, le escribí una canción a ella.

Nunca se la mostré a nadie, de hecho, casi no hablaba. Me apodaron Mudo, y Gato, dependiendo la palabra que primero viniera a la boca para llamarme la atención. Maté gente, y sus muertes nunca fueron relevantes para mí, y creo que para ninguno de nosotros. Éramos demasiado ignorantes e ingenuos, y nos amparábamos por “lo correcto”.

En las noches en que hacía guardia, miraba el reflejo de la cadena de mi padre contra la luna, y recordaba las palabras de ella como un eco distante y confuso: “infierno, terroristas, crímenes, sabotaje”. Me preguntaba si ella pensaba en mí cuando no dormía, o si, sin mí, había logrado conciliar el sueño. Me descubrí deseando que no fuera de esa manera. Quería que sufriera, que tuviera ojeras, que dejara de reír, y que su pelo nunca más se le acomodara perfectamente hasta que yo volviera. Quería que me estuviera esperando, y me aterraba pensar que pudiera casarse con otro, como les pasaba a algunos de mis compañeros con sus novias. Entonces mis propias palabras resonaban en mis oídos: “tú y yo no somos nada”, y de todos los reproches y culpas que pudiera haberme echado encima, ese era el único que realmente me molestaba.

Triunfó la Revolución, y todo fue algarabía por todas partes. Se avecinaban cambios. Me ofrecieron quedarme en La Habana adónde había ido a parar con buena posición, pero no quería. Extrañaba el cementerio, así que me consiguieron una casa en la ciudad, y un nicho para mi madre en el cementerio del municipio Camagüey. Habían encontrado el cadáver de mi padre con un disparo en la frente, y me preguntaron si me lo llevaría conmigo a la ciudad junto con el cuerpo de su esposa. Dije que no, e imagino que si el cura no se encargó de él, alguien de Santa Cruz debió hacerlo.

Y ella me estaba esperando. Había dejado de reír, y de cortarse el pelo. Todo parecía haberle cambiado, pero parecía la misma a la vez. Se fugaba en las noches de su casa, y venía a la mía, y cuando yo abría los ojos a las cinco de la mañana ya estaba vestida esperando para darme un beso y marcharse.

—¿Qué te agobia? —le preguntaba cada amanecer. Solo me contestó una vez:

—Creo que he estado en el infierno ya, unas mil veces. Cuando me muera volveré al infierno. Y tú te irás al cielo.

—No será así.

—Sí será. Porque yo no iré al cielo. Y para que vengas conmigo tendrás que ser malo.

—¿Eso quieres? —Ella solo sonreía. Sus sonrisas se habían vuelto perversas.

Ella a veces usaba trenzas. Ella sabía que esas trenzas podían volverme loco. Las usaba de todo tipo, a veces dos y otras una, y en ocasiones se recogía en un moño su cabello y la cola la trenzaba en diminutas estrategias malévolas que me parecían azotes para mi alma, y látigos de mi autodominio. Ella se había dejado el pelo largo por primera vez en su vida, y me llegaba a parecer cuando salía de mi cama, que con cada centímetro que crecía la cabellera oscura, el amor loco que yo sentía por ella también aumentaba en poder y en necesidad. Ella me estaba volviendo loco y malo. Eso le encantaba.

Sus padres sabían de lo nuestro, y hacían la vista gorda. Más aún cuando yo le compré una casa en la ciudad y la comencé a mantener completamente, para que no tuviera que trabajar. Ella tenía muchos pretendientes, y gustaba de coquetear con todos, pero era solo mía. Supongo que tomaba algo, o hacía algo para nunca quedar embarazada, hasta que ese algo falló cuando tenía 31 años. Se puso histérica. Gritó improperios, y destrozó cosas mientras golpeaba su vientre. Yo la aguanté y le susurré que se casara conmigo por fin, pero eso solo la hizo enojar más. Me dijo que se pondría gorda y fea y que entonces yo no la querría. Eso no era cierto, pero ella no quiso escucharme. Me pidió que me fuera y lo hice. Al otro día ya no estaba. Se marchó y no quiso volverme a ver, sin importar cuántas veces solicité su presencia en casa de sus padres. Me dijeron que se había sacado el niño, y aunque en un inicio me pareció imperdonable, antinatural, inhumano… pasaron los días, y lo supe: ¡qué me iba a importar un niño que no conocía comparado con ella!

Pasaron cinco años y un día fui al teatro con una novia, una chica pelirroja que había estado detrás de mí durante un tiempo y a quien, por fin, había cedido, y me llamaron la atención los niños agrupados en el ala oeste de la sala, jugando y conversando entre ellos. Eran niños huérfanos, abandonados, pero animosos casi todos, y en ese casi estaba un chico pálido y desgarbado, con mejor ropa y zapatos que los demás, que chocaba la punta de los tenis mandados de afuera, como se notaba. Tenía la cabeza gacha, pero la elevó al sentir mi mirada, y clavó los ojos de color verde-azul en los míos. Miró uno y luego otro como siempre pasaba, y luego sonrió con timidez. Yo lo supe: ese era mi hijo.

Ella se había casado con un negro, no tan negro, pero negro al fin, que le llevaba una bola de años. Me hirvió la sangre al enterarme. Ella había dado a nuestro hijo al orfanato, y se había quedado con el negro. ¡Porque tenía dinero! ¡¿Y qué?! ¡Yo también tenía dinero!

Me dediqué a espiar sus movimientos, y a cuadrar mis horarios con los suyos, y así agarré a mi novia y la arrastré conmigo a una actividad que yo mismo ordené para aquel orfanato, el mismo día que ella iba a ver al niño. ¡Una vez al mes lo hacía la cabrona, y vivía a tres cuadras de allí! Me paré frente a ella, y me temblaron las piernas. Se había cortado el pelo, seguía delgada, y traía un vestido azul oscuro. Me sonrió, con esa sonrisa que había cambiado pero que era la misma, y todo mientras el pequeño de ojos verde-azul miraba para arriba nuestras caras.

—¿Tienes un hijo?

—Sí. Y tú tienes una novia, parece.

—Prometida —solté en apenas un impulso, y la pelirroja a mi lado se removió con entusiasmo.

—Vaya… Es bonita. —Y lo era. Pero ella lo decía con arrogancia, como quien lo sabía. Mi pelirroja era bonita. Qué bien que era bonita. Qué bien que tuviera un cuerpazo. Qué bien que tuviera un rostro bonito y los dientes parejos. Pero esa era toda su belleza. Un físico bonito, que solo impresiona a los ojos. Un alma buena, quizás, que carece de filo.

La pelirroja y yo nos casamos en menos de dos meses. Pero desde antes ya yo estaba con ella de nuevo, reuniéndonos en cuartos de alquiler por repartos, o en casa de alguna que otra de mis amistades, y ella no había cambiado: el pelo no se le desordenaba, y la sonrisa no se le desmaquillaba, y tampoco dormía por las noches.

—Es de él. Estoy segura. ¡Me hizo algo! —me gritaba en mi cuarto, en septiembre del 81.

—Puede que no sea de él. Puede que sea mío. —Sonreí ante la idea.

—Tiene que serlo. ¡De él! Será de él. No sueñes nada. La vida está dura… Él me sacará del país. Este niño lo hará…

Ella se palpaba el vientre y repetía sus planes como un rezo maligno. Y sería el destino, que hizo que en junio naciera su pequeña mulata, y dos meses después una hija mía, igualita a su madre, y sin nada que yo viera o quisiera como mío.

—Cuando se enoja es igual a ti, Alejandro. Suspira como tú… Es tú pero como yo. ¿No es perfecta?

—Bah… —Yo no paraba de rezongar. —¿Porque posea mis defectos debo sentirme orgulloso? Es justo entonces, cuando vea lo peor de mí en su persona que debo reprocharlo, a ver si algún día me hace sentir orgulloso de que la hice.

—¡Ay, Alejandro! ¡No hables así! ¡Es una niña! Y esas cosas no son defectos. Tú eres un buen hombre.

—¡No! ¡No lo soy, cojones! ¡Cállate ya! ¡Soy malo! ¡Malo! ¡Y me voy a ir al infierno! — “Con Alicia”, pensé, “Me voy a ir al infierno con Alicia”.

 

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo. 



 

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