El cuerpo de los otros
Seudónimo: Leonard Dylan
Shinji Tasaki se despertó con el cuerpo adolorido: sus ojos hinchados rojos
y cansados, apenas si soportaban la semiclaridad de su habitación. Eran las
8:00 de la mañana. Un limpio rayo de luz se colaba entre las cortinas de la
ventana, cortando de tajo la oscuridad del apartamento. Tasaki quiso girar su cabeza
hacia el reloj digital de su mesa de noche, pero su cuello se quejó de
inmediato. La roja amenaza de un desgarre muscular le impidió voltear. Hubiera
podido gritar de haber querido, pero quería. Shinji Tasaki nunca gritaba, ni
siquiera cuando en la oficina le reprimían por algo que él no había hecho. Solo
se quedaba viendo un punto indefinible en el espacio hasta que su ira se
desvanecía y continuaba con su trabajo. Ahora ni siquiera podía ser capaz de
abrir los ojos. Sus huesos estaban hechos de un hielo claro y quebradizo. Sus
ojos ardían. La boca le temblaba. Y fue así que Shinji Tasaki no hizo ningún
otro esfuerzo por levantarse. Ya otras veces le había sucedido algo similar,
siempre en las mañanas se levantaba convertido en la consecuencia de una causa
que no era capaz de recordar, solo de sentir. Sentir con dolor. Un último
esfuerzo; llenó sus pulmones de aire y recogiendo las pocas fuerzas que tenía,
como quien recoge un puñado de hormigas, se levantó de un tirón hasta quedar
sentado en su cama. Perfectamente bien. Se miró las manos como quien las
hubiera visto por primera vez en su vida. Se palpó el pecho, las axilas, los
testículos. Movió la boca, hizo gestos de dragón y lagartija. Por último
parpadeo varias veces seguidas. El dolor se había ido. Siguió con la vista una
mota de polvo que en la luz bailaba, luego se dirigió al baño. Se cambiaría y
tomaría café. Llegaría tarde al trabajo. No importaba. Con suerte no recibiría
la peor de las reprimendas.
Si le había dado en su madre al wey de la moto era porque se lo había
venido buscando. Ya desde hace días que pasaba hecho un madrizal por la colonia
montado en su pinche moto destartalada y sin escape, alborotando a todos los
perros con ese ruidazo. Hasta su hermanita se había despertado llorando con
tanto ladrerío, con lo que le había costado a su Ma dormirla. Nomás escuchando
acercarse aquella pedorrera mecánica Ulises había dejado el celular y en putiza
salió disparado de su cama, atravesó la sala donde May dormía engarruñado en el
sillón, esquivó al “mordelón” hecho un trompo de ladridos, y se voló la cerca hasta parar en la calle,
donde el wey (muy verguitas, eso sí) hasta bajó la velocidad para que supieran
que por allí pasaba. Una pedrada a medio lomo y ni costal de tierra hubiera caído
igual de bonito al suelo. El wey se levantó en chinga y ya metía la mano a uno
de los bolsillos del pantalón cuando un putazo bien dado en la mejilla lo hizo caer
de nuevo al suelo. “Levántate, puto”, le gritó Ulises, y hasta eso que lo dejó
levantarse, muy seguro de que un segundo putazo lo volvería a tumbar, y de un
tercero hasta su casa lo regresaba. Lo que no esperaba Ulises, y se entiende
porque a la calle nada más la iluminaba el único foco del barrio que todavía no
se robaban, es que el wey fuera tan rápido como para sacar su navaja y darle un
rozón en la axila en un solo movimiento. Ulises sintió una punzada fría, luego
un calor que se derramaba, y supo que era la sangre bajándole lentita y
caliente por las costillas. La primera
vez el wey lo agarró pendejo, pero la segunda intentona Ulises le esquivó el
filero y le agarró la mano hasta retorcérsela. No había navaja ya, pero el wey
le metió un putazo en la boca que hasta los dientes le temblaron. Ulises cayó
de nalgas al suelo donde le llovieron patadas
sordas y pesadas por todo el cuerpo. Y hubiera seguido en eso, pero Ulises
alcanzó a chillar “Maaaaay” con un voz tan aguda y sangrante que su hermano mayor
lo escuchó desde la sala. Pendejo”, le dijo el wey de la moto, y le azotó una
patada en los huevos. Detrás de los parpados el mundo se volvió una luz blanca,
intensa, cegante. Ulises escuchó como el wey levantaba su moto y se pelaba en
chinga sin darle chanza al May para que siquiera lo correteara. “Ahora sí te
dejaron bien guapo, cabrón”, dijo el May viendo a Ulises retorcerse a media
calle como un gusano puesto en la lumbre. Lo levantó como pudo y lo arrastró
hasta su casa. Su Ma seguía trabajando y no volvería hasta la dentro de unas
horas. Recostó a Ulises en su cama y se fue por una charola llena de agua
caliente. Desde la sala Juan Gabriel le pedía a su amante que no se fuera, que
regresara, que ahora sí sabría comprenderla. Dentro de la cabeza de Ulises la
niebla se iba disipando, revelando imágenes desnudas y extrañas, trenes como
sangre en las arterias de una ciudad iban y venían escupiendo pasajeros blancos
y uniformes como la sal. “Trenes”, dijo Ulises. “Ahora sí te chingaron bonito,
vas a quedar loco”, le decía el May entre risas, mientras le lavaba las
heridas.
Shinji Tasaki había esperado todo el fin de semana para ver a Sara. El día
era tibio y callado. Recorría a pie el camino de su trabajo a su apartamento
pensando únicamente en ella. De su último encuentro quedaba el callado rencor
de una mala velada; el restaurante mexicano de Ichihikuro había sido estupendo,
lianas de focos de colores colgaban de los techos, las maracas y sombreros de
charro en las paredes daban la suficiente sensación cliché que todo turista
busca a la hora de visitar un restaurante extranjero. Lo único malo había sido
el silencio. Un silencio blanco y vacío, fantasmal, amargo, había flotado como
una nube de vapor sobre ellos durante toda la cena. Shinji no era un gran
hablador, le costaba hilar las frases, ideas y sentimientos necesarios que hacen
una conversación vivir. Pero un gran escucha. Por lo general Sara conducía la conversación
y Shinji se limitaba a seguirla asintiendo cuando era necesario y dejando
escapar un “ah” y un “oh” alternadamente. Sin esa rutina, Shinji se sentía perdido.
Sara había llegado de Indonesia hace apenas unas horas, y no sin cierta reticencia
había aceptado salir a cenar esa noche. Seguro se sentía cansada, pensaba Shinji
al notar que la conversación moría. Shinji no motivó la plática. Comieron en
silencio. Al terminar caminaron por el barrio de Ichihikuro en silencio.
Tomados de la mano sin fuerza ni sangre, ella se distraía viendo los
escaparates de la acera opuesta; él tenía la mirada puesta enfrente. Los
anuncios de neón parpadeaban con luz fría. Lentos olores salían de los
restaurantes donde la gente conversaba y reía en voz baja. Un helicóptero se
oía a lo lejos. Sin dirigirse a ningún lugar en específico dieron vueltas a las
mismas calles, deteniéndose casi siempre ante los mismos escaparates, retomando
fragmentos de las conversaciones de los extraños. Cruzaron un puente. Un niño
que corría se tropezó con ellos, pidió disculpas y siguió su camino. Ni Sara o
Shinji le respondieron, ni siquiera lo miraron. Continuaron de ese modo hasta
que Sara lo fue lentamente guiando hasta la estación Tangaka. Shinji ofreció
sus labios y cerró los ojos. Los abrió en el momento justo en que sintió los
labios de Sara en los suyos; Sara no había cerrado sus ojos y Shinji creyó ver
sobre ellos un ligero velo de tristeza. Ambos se despidieron con un flojo
apretón de cuerpos, un abrazo. Una voz femenina, artificial, anunciaba la
cercanía del tren. El tren llegó y Sara entró en él. Se sentó en el lugar de la
ventanilla, mirando al frente. Ni una sola vez volteó a ver a Shinji, cuya
mirada se quedó fija en las luces traseras del tren, esos ojos rojos de monstruo
arrastrado que ahora se perdían en la distancia. Shinji se quedó un rato en la
estación, observando el espacio que hace solo un momento Sara había ocupado.
Camino a su casa. Recordó las coincidencias que los habían llevado a conocerse.
Ella era agente de viajes; élredactor de postales vacacionales para
supermercados. Una fiesta en común ofrecida por el jefe de la compañía de Sara
los había reunido en el mismo lugar. Ella lo había visto en la esquina del bar
bebiendo un vino claro, apenas hablando con los pocos que se acercaban a
saludarle. Le preguntó cuántos lunares tenía en el rostro. 27, había respondido
Shinji. Era una pregunta recurrente; Shinji era blanco de pequeños chistes por
parte de sus compañeros de oficina. A Sara también le pareció gracioso, pero
Tsuru no encontró malicia en sus palabras, al contrario, había algo tierno en
su forma de reír. Una risa que le recordó ciertas flores o cuadros. Se enamoró
inmediatamente de ella. Salieron ese mismo fin de semana. En la segunda cita
durmieron juntos. Shinji se atrevió a susurrar un “te quiero” a su oído cuando ella
dormía. Ignoraba si lo había escuchado, no se atrevió a preguntarle el día
siguiente. Pero para Shinji había sido un alivio enorme haberlo dicho, aunque hubiera
sido solo un susurro incontestado. Sintió como si todo su cuerpo exhalara. Y
con él, el mundo entero. Las citas posteriores habían sucedido más o menos de
la misma manera: se encontraban en un restaurante, casi siempre de temática
extranjera, daban un paseo nocturno por calles, parques y avenidas, y al terminar
iban al departamento de Shinji donde hacían el amor. A la mañana siguiente,
Shinji acompañaba a Sara hasta la estación donde ella tomaba un solitario tren
a casa. Y Shinji regresaba, como ahora, caminando hasta su departamento. De su
primer encuentro ya iban 3 meses y la relación no había cambiado nada. Sara
salía de viaje al menos dos veces al mes, pero regresaba con un pequeño detalle
para Shinji comprado en el aeropuerto extranjero a última hora. Shinji los fue
guardando en su librero, junto al televisor que nunca encendía. Eran el único
adorno en todo su departamento. La repentina frialdad de Sara había empezado
hace tres citas, cuando había llegado de México. Sus ojos bajaban al suelo con
más frecuencia, evadiendo los de Shinji. Sus labios dejaban escapar un fino polvillo
gris que desaparecía en el aire. Hasta su semblante parecía haber cambiado. Era
como ver a una nueva Sara; distante, incomoda, taciturna. Shinji no se atrevía
a preguntar si algo andaba mal. Algo iba mal, definitivamente, solo no se
atrevía a averiguar que era. Quiso creer que la situación se arreglaría por sí
sola, fuera lo que fuese, y los días regresarían a ser como antes, como al principio.
Shinji llegó finalmente a su apartamento. Se quitó la ropa y se hizo un ovillo
con las cobijas de su cama. Desde su habitación alcanzaba a mirar las
figurillas y baratijas que Sara le había regalado, todas puestas en fila y
ordenadas por fecha de recibimiento. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido,
se atrevió a confesarse que tenía miedo.
“Pues duele, hijo de la chingada”, le decía el Ulises al May cuando este
intentaba limpiarle las heridas. “Una punche curita y ya estás, wey, déjate de
llorar. Nomás eso sí, lávate bien porque luego que andes de gangrenoso y
oliendo a rompemadres no vayas a decir que fue por mi culpa.”, le dijo May y
regresó a la sala. Pues no he quedado tan mal, pensaba Ulises viéndose al
espejo. Ya otras veces en la secundaria le habían roto la madre y unas puntadillas
en la cara no eran nada, en un mes estaría como nuevo. Lo malo estaba adentro.
Con tanta pinche patada en las costillas le daba miedo que se las hubieran
roto, o que algún intestino hubiera reventado como un globo lleno de sangre. “Hasta
cagar no vas a saber”, se había burlado el May. Ulises se sentía como un
garrafón a tope de lodo, pesado y lento, cualquier movimiento le iba a sacar lo
destrozado. “Deja de estar chillando y vete la cama, cabrón”, le dijo el May,
“¿Y mi Ma?”, preguntó Ulises sin que le hicieran caso. Todavía no llegaba de
trabajar, y hasta que no la viera entrar por la puerta no podía atrancarla. No ha
de tardar, se consoló Ulises, pinche fábrica la esclaviza hasta que ya no puede
y en lugar de mi Ma nos regresan un fantasma pálido que camina como los
maniquíes, como los zombis, cruza la puerta y se rinde en su cama. Ni que
hacerle, hasta que May no consiga un jale a ella le toca chingarle. “Pinche
huevón”, le gritó Ulises al May. “¿Y ahora tú? ¿Qué traes?”, preguntó el May.
“Me acabo de dar cuenta que eres un pinche huevón” “Vete a dormir”. El Ulises
salió del baño y se acercó a la ventana de su cuarto. Quiso mirar las estrellas,
pero estaba algo nubladón, además las ramas de la mandarina le tapaban la luna.
Había perros aullando todavía. Pinche
perros no se callan, si la putiza que me dieron hoy no es suficiente, ahora
hasta ellos se burlan. Y mi Ma que no llega, solo falta que tengamos que ir a
buscarla. El May roncaba con la tranquilidad de los animales satisfechos.
Ulises se pasó la lengua por los dientes de enfrente y luego por las muelas
para asegurarse que todo siguiera en su lugar. Simón, el puro dolor nomás, si
reviento en sangre mejor que se ahorita para ya no vivir mañana. Mañana de la
verga. Todos los días eran de la verga. Si no era el pinche cholo de la moto,
sería otro cholo con otra moto pedorra; si no era su Ma llegando tarde, sería
su Ma yéndose con otro viejo o gastándose el dinero en cualquier mamada. Una
chingadera puesta sobre otra hasta hacerse un montón de chingaderas. Eso era la
vida. Un pinche puñado asqueroso de ching “¿Puedes apagar la luz, cabrón?”,
gritó el May. Ulises fue a la sala y apagó
la luz. “Gracias, si tanto te gusta mirar la luna por que no te
pones a aullar de una vez como los perros?” “No hay” “¿Que no hay?” “La luna
esta oculta” “¿Y?” “¿Y si le pasó algo a mi Ma?” “No creo”. El May no quería admitirlo,
pero también estaba preocupado, ya era tarde y desde hace rato que su Ma debía
haber llegado. “¿Salimos a buscarla?”,
preguntó el Ulises. El May miró el reloj. “En diez minutos si no viene nos
salimos en chinga” “¿Por qué no de una vez?” “En diez, dije.” Aunque estuviera
preocupado el May realmente no tenía ganas de salir en busca de su Ma. Si esta
con otro pinche viejo los puteo a los dos, me vale verga si chillan, pensó. Ya
una vez había estado a punto de hacerlo y se había echado pa ‘tras al ver que
su Ma caía de rodillas suplicándole que no le hiciera daño a su vato ese, que
solo había sido un acostón. Al May todavía se le marcaban las venas del cuello
y le temblaban las manos nomás de acordarse. Soltó un gruñido. Ulises volvió a
mirar por la ventana. Mas allá de los postes y los enredados cables de luz se
imaginó a sí mismo flotando hacia el cielo como si unas manos invisibles lo
arrancaran de la tierra alejándolo de las casas achatadas y sucias, de los
niños llorones y los perros de vientre inflado, allá donde la noche… donde la
noche… “Ah, perra madre.” “¿Qué traes ahora?”, gritó el May desde la sala. “Se
me cortó la inspiración” “No digas mamadas”, dijo el May, y preguntó, “¿Cuánto
falta?” “5 minutos” “Entonces cállate esos 5 minutos”. Allí donde la noche no
olía a tortillas remojadas para el perro, y donde el May, su Ma y su hermanita
eran puntitos negros separados de otros puntitos negros igual de miserables,
done un simple pisotón era suficiente para mandar a la verga a todo y a todos.
Ahora sí. “Ya pasaron los diez minutos”, le gritó Ulises al May. Apenas se
andaba quedando dormido, pero tuvo que levantarse, ver el reloj y sí, habían
pasado ya los diez. “Vístete pues” “Ya estoy vestido” “Espérame allá, ahorita
salgo”, dijo el May. Fue a la cocina. Envuelta con una bolsa de plástico negra,
se la fajó en el pantalón, bajo la sudadera para que no se le notara. Cuando
salió, Ulises seguía mirando el cielo pero se dio cuenta enseguida. “¿Te la
trajiste verdad, wey?”, le preguntó. “Uno nunca sabe”, contestó el May.
Shinji Tazaki no se sorprendió cuando Sara se negó por primera vez a salir
con él. No fue una negación directa, sino un esquivo amable, casi dulce. Sara
dijo que el miércoles debía atender a una familia noruega que recién llegaba a
Japón; les enseñaría las habitaciones, les daría indicaciones sobre los lugares
turísticos y los guiaría a los buenos restaurantes. Solo acompañada con su
sonrisa cálida, de pájaro cantando. La introducción llevaría todo el día, y cuando
saliera seguramente estaría muy cansada. Sara le aseguró que podrían salir la
semana siguiente. Colgado el teléfono, Shinji miró largamente su escritorio,
como si fuera un vacío que el devorara la mirada. Se levantó y salió de su
oficina. Paseó por el parque Ibaraki; sentado en un banco, miró largamente a
los sauces llorones, sus pesadas hojas caían hasta besar el suelo. Parecía una
verde lluvia petrificada. O la cabellera de una mujer reclinada. Este pensamiento
le atrajo la imagen de Sara. Sara deseándolo por las noches. Sara
desvistiéndose lentamente, prenda por prenda. Sara encima de él cuando hacían
el amor, su cabello acariciando el rostro de Shinji, entrando en sus ojos y en
su boca. La imagen de Sara volvía una y otra vez, como una hoja que el viento
no deja tocar el suelo y la entretiene danzando en el aire. ¿La amaba? Shinji
no lo sabía. Lo cierto es que Shinji nunca había estado con nadie hasta que
conoció a Sara: nunca una chica se había acercado a él con tanto interés. Las
relaciones de cita única le eran conocidas, pero no constantes, y desde hace
años Shinji se había hecho a la idea de que su soledad era irrevocable. La idea
no lo asustaba o lo enfurecía, al contrario, la aceptaba como se acepta una
lluvia repentina o un viento silbante; como algo tal vez molesto, pero natural
y totalmente intrascendente. Shinji se encontraba en un punto de su vida que
más valdría, según él, mantenerse intacto que sufrir la vergüenza de un
desfloramiento a una edad en que toda inocencia virginal se consideraba
ridícula. Y aún así había aceptado dormir con Sara aquella noche. Y hacer el
amor con ella no fue ridículo ni indecoroso. Se había sentido bien. Shinji
creía haber cumplido con lo que se esperaba de él, que era haber satisfecho a
Sara. Pero ni siquiera ese día se atrevió a albergar la esperanza de una
relación continua, mucho menos de una serie de encuentros sexuales, por lo que
no se permitió en un primer momento concebir un sentimiento amoroso. ¿La amaba?
Shinji retrocedía ante la respuesta y dejaba que las horas y las citas y las noches
con Sara sucedieran de una forma espontanea, con naturalidad, como creía que
tenían que suceder, sin intervenir. Solo ahora, al borde del abismo, Shinji Tazaki
se preguntaba si realmente amaba a Sara. Pero de nuevo, no se atrevía a
acercarse a una respuesta. Los sauces le parecieron tristes entonces, demasiado
cabizbajos. Las palomas comían mendrugos de pan que un sucio vagabundo
desdentado les tiraba con diversión. Su sonrisa parecía alegre, su rostro se le
encendía como el de un niño. A pesar de que la gente le lanzaba miradas juiciales
el vagabundo seguía con su labor como se fuera lo único que le importara en el
mundo. Probablemente Shinji nunca sentiría una felicidad tan sencilla, tan
desnuda. Su vida sería una sucesión de días blancos, no negros o grises. Solo blancos.
Como había sido toda su vida. Hasta que llegó Sara, admitió Shinji. Como un
pintor al retrato de un su amante, Sara le como un pincel le había dibujado un
rostro al que ver, unas mejillas que acariciar, un pecho sobre el cual recostarse,
unas manos para sostenerla, un pene para dar y recibir placer, una risa para su
boca, y ahora, una tristeza para sus ojos. Tusuru Tazaki había comenzado a existir
realmente con la llegada de Sara. Pero si se separaban ¿qué sería de él? No podía
desdibujarse y fingir que Sara nunca había sucedido. El recuerdo de los colores
de Sara seguiría con él, latiendo doloroso. Una vez que alguien ha
experimentado la vida, la verdadera vida, es cuando comienza a temerle a la
Muerte. Y Shinji Tazaki ya había estado muerto, y sabía que no había placer ni
calor ni dolor. No había nada. Pero sobre todo, no había Sara. El vagabundo
terminó de dar el último pedazo de pan a las palomas. Estas al darse cuenta que
ya no habría más pan se fueron volando una por una. Algunas dudaban, caminaban
en círculos como buscando alguna borona, veían al vagabundo en su banca con las
manos vacías, torcían su cello, soltaban un gorgoreo y se echaban a volar. Así
fueron desapareciendo hasta que no quedo ninguna. El vagabundo se quedó solo,
ligeramente sonriendo, hasta que él también se levantó y se fue. Estaba
decidido; la próxima vez que viera a Sara le diría que la amaba, sin
preocuparse por lo que sucediera después. Un rato más tarde Shinji Tazaki
también se levantó y regresó a su oficina.
“Que sí cabrón, mira ahí está la cancha de fut, toda amarillenta y con las
redes rotas. Más allá esta la autopista: oye como a estas horas ya casi no
pasan carros y los que pasan lo hacen rápido como si huyeran de algo. Por aquí
está la fábrica, mi Ma debe seguir allí”. Los postes apenas si iluminaban la calle,
y el eco de los pasos apurados del May contestaban con los cojeantes de Ulises,
unos metros atrás, temeroso de confesar que tenía miedo. Estos pinches barrios
son como los de nuestra cuadra, pero más culeros, no me sorprendería que nos tronaran
aquí, o que nos encontráramos a mi Ma torcida en un esquina “Mírala”, dijo el
May, “¿Qué te dije?, wey ahí está la fábrica?”. Todas las pinches fábricas son
iguales, una grandes jaulas grises que escupen humo, pensó Ulises. Adentro la
gente se despelleja las manos y la vida por un gringo o un chino, y ¿pa qué? Nomas
para salir a estas horas y “Wacha”, dijo el May, “ahí está el guardia”. Unos
orinazos sonaban contra la esquina oscura de la fábrica, bajo un poste apagado.
Una silueta gorda se apoyaba contra la pared y gemía como un cerdo teniendo un
orgasmo. Se subió los pantalones y antes de meterse a la fábrica vio a Ulises y
al May. “Buenas” “Buenas noches, ¿se les ofrece algo?”, les preguntó el guardia
midiéndolo con la mirada. Nos vemos bien pinches malandros, me hubiera traído
aunque fuera una sudadera pa disimular, pensó Ulises. “Buscamos a Juana” “¿Cuál
Juana? Aquí hay muchas” “Muñoz” “Ah ya, La china. ¿Para que la quieren?” “Usted
nomas díganos donde está” Pinche May se siente bien bravo el pendejo, pero nomás
cuando no es necesario. La caga. Ulises pateó sin ganas una piedra. El guardia
se tocó la macana. Ulises se adelantó. “Es mi Ma” “¿Su mamá?” “Sí” “No se me hace,
por ella ya vinieron” “¿Quiénes?” “Pues sus hijos, creo” “Nosotros somos sus
hijos” “¿Y entonces con quien se fue?” “Como
pinches voy a saber, gordo de mierda, si tu eres el que está diciendo que se
fue con sus hijos”, gritó el May. Pinche perro rabioso, le sueltas el putazo y
valió verga la misión, nos quedamos sin saber de mi Ma y hasta al bote vamos a
dar, cabrón. Ulises se adelantó de nuevo. “¿Cómo eran los que vinieron antes
que nosotros?”, preguntó Ulises. El guardia hizo memoria. “Nomas fue uno. Un
wey mediano, rapado, y con una playera de tirantes, lentes oscuros, como todos
los marihuanos. Bien le dije a Silvita: “ese muchacho de la China se ve bien
malandro…” “Déjese de pendejadas y díganos que más vio”, dijo el May. “¿En que
se la llevaron?”, preguntó Ulises. “En moto” contestó el guardia. Un perro
aulló un quejido cargado de dolor; tomó la noche con los dientes y la desgarró,
la dejó hecha una tela negra y sucia, sin sentido y fría. Ulises temía
preguntar pero lo hizo de todos modos. “¿Como era la moto” El guardia no era
tan pendejo; imaginó al instante lo que había pasado. “Negra”, dijo, “hacía un
ruidazal que se oía hasta su pinche madre, le dijo algo a tu mamá y ella se fue
con él, como resignada. Ganaron para allá” Señaló con su dedo cheetoso el campo
negro y baldío más allá de la autopista. “Gracias”, alcanzó a decir Ulises. Al
May también se le había atorado a lengua en la garganta. Caminaron en silencio,
con la mirada del guardia siguiéndolos como un perro faldero y lastimoso hasta
que se perdieron de vista. La calle que conecta la fábrica con la autopista da
muchas vueltas; se interna en la gasolinera y rodea las casas más alejadas del
barrio. Para llegar más rápido a la autopista y cruzarla, se tiene que atravesar
la cancha de futbol, además de unos terrenos que nadie siembra por hueva o mala
tierra, o finalmente porque se han dado cuenta que para andar jodido no se
necesita desgastarse tanto; uno ya es jodido cuando nace, no hace falta joderse
más. Un caminito de piedras saltadas y terrones lleva hasta la autopista. Por
allí anduvieron. Ulises con las manos revueltas en los bolsillos, el May
agachando los hombros, como un simio derrotado. “Oye, chaparro”, dijo el May.
No lo había llamado chaparro a Ulises desde que eran niños. “Qué”, contesto
Ulises. “Pinche vato gordote, eda?”, le dijo May poniéndose las manos debajo de
la camiseta y expandiéndola hacia adelante. “Esta embazado el wey”, continuó el
May y Ulises se rió. “No mames, antes se puede alcanzar el pito para orinar, de
seguro se lo tiene que buscar el wey porque ni se lo puede ver”. Ulises rió más
fuerte, su risa cascabeleaba entre la tierra seca de la cancha de futbol. “¿Y
si te fijaste los sonidos que hacía al orinar? Tanta pinche chingadera que
traga, de seguro ha de orinar aceite”, dijo el May. “Y cagar manteca”, remató
Ulises, y esta vez ambos se rieron. La risa del May, áspera y ruidosa, burlona,
acostumbrada a estallar y no callarse hasta que estuviera satisfecha. La risa
de Ulises, en cambio, conservaba cierto tono infantil, de secundario que
apuraba ser adulto, pero secretamente prefiere las cosas de niño, cantadita
como la campana del receso o de una bicicleta. “Voy a preguntarte algo”, dijo
el May. “Pues pregunta”, dijo Ulises. Atravesaban los campos baldíos; los
surcos de la última cosecha seguían moldeados, incluso algunas raíces secas de
caña de maíz sobresalían como navajas redondas. “¿Qué piensas hacer de
grande?” “No sé” “No mames, ¿como no vas a saber?” “Oooh, pues
no sé, no lo he pensado” “Pues piénsalo
bien, chaparro, que luego no hay vuelta, y si la cagas, la cagas no hay forma
de remediarlo” Las luces de la autopista se iban acercando cada vez más.
Algunos coches comenzaron a oírse. “¿Apoco quieres quedarte aquí hasta que te
mueras?” “¿En México?” “En el barrio, wey, ¿crees que es muy bonito tanta
pinche basura y gritos? ¿Andar cuidándose la espada para que no lo truenen a
uno en cada esquina, o trabajar en una fábrica para ganar un salario de mierda?
Ni madres, nadie puede ser tan pendejo como para querer eso; si lo hacemos es porque
no hay de otra, nos apendejamos y aquí fuimos a parar. Y mira a mi Ma, mírame a
mí, ¿tú no quieres esto o sí?” “No”, contestó Ulises. “Eso, cabrón, tu vete y
haz algo, bueno o malo, pero lejos de aquí, que no digan que te chingaste por
hacerte pendejo o por no atreverte. O no lo hagas, no me hagas caso, al final
es tu pinche vida, pero acuérdate de lo que te digo”. Las palabras de May se
hundieron lentamente en el interior de
Ulises, como piedras lanzadas a un charco lodoso. Ulises se prometió que si
salían vivos de esta le iba a echar ganas y se iba a ir. No importa a donde o
cómo, él ya no tendría que estas putaderas. Llegaron a la autopista. En una
chance que los carros no pasaban la atravesaron corriendo. Del otro lado se
extendía una nada oscura y sofocante, como una garganta atragantada de tanta
noche. Unas lucecillas brillaban a lo lejos. Ulises y el May siguieron caminando.
Sara aceptó salir un viernes por la tarde. Su reunión terminaría a las 5,
tomaría el tren a casa, se daría una ducha rápida y se reuniría con Shinji en
el café americano “I´m Coming, Virginia” del barrio de Ichihikuro dos horas
después. Podría decirse que Shinji
Tazaki estaba nervioso. Contrario a su rutina, estuvo pensando que vestiría días
antes de la cita. No era un hombre de modas, pero era cuidadoso en su manera de
vestir, y siempre procuraba dar una impresión sobria y casual. Algún azul
fuerte, tal vez un negro; cuando se atrevía, un azul más claro, como un cielo
desnudo. Pero tanto sus nuevos intereses como ese aire revitalizante que ardía
dentro de él, lo llevaron a escoger prendas más exóticas: una camiseta roja, un
pantalón blanco. Ambos los tuvo que comprar. Pensó también comprar algo para
Sara: un anillo. No pensaba casarse con ella inmediatamente; de hecho, él mismo
dudaba que fuera a ser lo suficientemente valiente para dárselo en la próxima
cita, pero tenerlo en la palma de la mano, sentir su peso exacto, era como una
seguridad de sus sentimientos. Era un anillo para Sara. Un anillo de Shinji
Tazaki para Sara. Un anillo que no solo representaría su unión, sino ahora,
también, los innegables sentimientos que Tusuru se había atrevido a albergar dentro
de él. La noche antes de su encuentro, Shinji Tazaki tomó una copa de whisky.
Los hielos tintineaban en el vaso, la noche era clara. Tomó una silla y la puso
contra su ventana. Era un viejo hábito que había tomado de sus tiempos
universitarios, cuando la poca renta que recibía de sus padres apenas si le
permitía sobrevivir, mucho menos hablar de estéreos, televisiones o libros: Tusuru
Tazaki había aprendido a entretenerse con el exterior de una forma sencilla,
casi orgánica, como si se fundiera con el aire y sus paisajes. Veía a los transeúntes
pasar. Escuchaba de los coches su suave ronroneo al esperar en un semáforo, y
continuar su marcha con un rugido casi placentero. Si tenía suerte, lograba
escuchar las discusiones de la pareja recién casada del piso de arriba, se
imaginaría sus gestos y las groseras contorsiones de sus bocas al gritarse, el
temblor de sus ojos y sus maldiciones. De cierta forma los envidiaba. Envidiaba
sufrir esa posesión emocional tan fuerte e intensa que los hacía herirse solo
para luego perdonarse entre sollozos y disculpas cálidas, caricias y almohadas.
Eso era amor. Eso era vivir. ¿Qué tan vivo estaba Shinji Tazaki? Lo suficiente
para hacer lo que haría mañana. Una vez más sacó el anillo de su bolsillo y le
dio vueltas. Observó detenidamente las frías luces que su oro reflejaba. Se lo
puso en un dedo e imagino que era la mano de Sara la que lo usaba, la que lo
había aceptado. Lo guardó de nuevo. Escuchando el leve rumor de la calle, se
prometió dárselo a Sara mañana en su cita. Pero sobre todo pensó que pasara lo
que pasara, recibiría bienvenido el amor o la desdicha, el comienzo o su final.
Daría o mismo, sentir era sentir, sin importar el sentimiento. Mejor sentir
cualquier cosa a cargar el vacío que había estado llevando dentro de sí todos
estos años. Shinji Tazaki oyó, más arriba, en el piso de sus vecinos, el
comienzo de un altercado. Apuró su whisky y se levantó; ya no quería ser
testigo de esas disputas sentimentales. Desde
mañana, él tendría sus propios sentimientos de los cual ocuparse.
No sabían cómo lo supieron, pero lo sabían: la habían golpeado. Una lunilla
burlona se colgaba del cielo con una sola mano. Su luz apenas les permitía no
tropezarse con las piedras del camino que llevaban a la casa abandonada. La
casa había sido grafiteada al menos por tres generaciones de pandillas, como una
puta que los cholos se rolaban, habiéndole embarrado sus signos y palabras indescifrables,
para luego dejarla a los morros de secundaria. Un solo foco le quedaba brillando
como un ojo solitario en medio de tanta noche. El May y Ulises la ubicaron
desde antes de poder verla con claridad: el olor a miados y caguamas recién
destapadas les dio un putazo fresco, limpio, en pleno rostro. “Ahí están” “Pinches
Perros” “Espérate, cabrón”, dijo Ulises, “si nos acercamos mucho nos van a ver”
“Vámonos por atrasito” Pero ya era tarde, y ambos temblaban de pura rabia. Un
ojo amoratonado y un llanto quieto que la música no cubría, una silueta de
rincón ignorada, una bolita de miedo y piel. Para que pensar en lo que le habían
hecho o no, ya con eso era suficiente para ir a darles en la madre, tumbarlos al
suelo y humillarlos hasta que se comieran su propia mierda. Ulises y el May se alejaron
del camino de tierra y, agazapados, avanzaron lo más lento que su rabia les
permitió entre la maleza de los campos sin sembrar, valiéndoles madre lo que
una culebra o un ratón eran. Ni que preocuparse de que los vieran, aquellos
cabrones estaban bien agusto con las bocinas de la moto a todo lo que daban,
derramando la caguama cuando se calentaba y pasándose un churro mal enrollado
entre todos. Sonará raro, pero en la autopista no pasaba nadie, no existían, la
noche se tragaba la música, los ahogaba a ellos y a su risa, vaya a saber donde
los escupía. Eran tres cabrones y dos motos, todos frente a la casa y bajo el
foco. Uno más andaba miando detrás de la casa, bordeando el huerto, muy penoso
el wey; ni sintió el putazo en seco que el May le dio en la nuca. Ulises lo
sostuvo de los hombros para que no cayera al suelo y lo bajó despacito. La nuca
del wey comenzó a sangrar. No importa, no importa, se repetía Ulises. Al lado
de las motos, al lado de las risas, aplastada por la música, alguien seguía
llorando.
Sara llegó con unos minutos de retraso. Shinji Tazaki observaba la calle
desde la ventana de su mesa cuando reconoció los taconazos suaves sobre la
madera. Se levantó y dio un largo abrazo a Sara, quien dudó un momento, pero al
final se dejó abrazar por Tusuru. Sara argumentó que la última semana no se
había sentido muy bien, tenía tanto trabajo en la oficina, muchas ocupaciones.
“Entiendo. Si quieres podemos aplazar la cita”. “No”, lo interrumpió ella
bajando los ojos, “Preferiría que fuera ahora”. Se sentaron opuestos. Ambos
miraron hacia la ventana y no intercambiaron palabra alguna hasta que el mesero
vino y les tomó la orden. Una vez que se fue Shinji Tazaki forzó una sonrisa.
Sostenía con fuerza el anillo dentro de su bolsillo.
Deja de chaqueteártela, wey, acá hay carne. Y estallaron las risas como una
burbujas de sangre. Ya estaban pedos, o al menos lo suficiente para no
preguntarse por que el wey no volvía de orinar. Se seguro anda cagando. De
seguro. O se lo chingó una pinche culebra y ya anda retorciéndose el wey. A la
verga que sí. Se entendían sin palabras: aún si su plan fuera una mamada sin
sentido y sacada de un lógica gorilesca Ulises y el May no podían echarse pa
‘tras. “Además yo traigo la pinche fusca y el que apunta primero gana, nomás la
desatas rápido y se pelan, cabrón” “¿Y tú que vas a hacer?”, preguntó Ulises.
Pero alguien había bajado la música. Vete a ver qué pedo con ese wey, ya se está
tardando mucho, dijo alguien, y unos pasos desatinados se iban acercando.
“Mmm?”, dijo Sara distraída, “Pregunté como te había ido en la junta”
“Este, ah, sí, la junta… pues estuvo bien, creo”. Sara se encogió de hombros.
“No llegamos a mucho”. “Bien para una junta”, trató de bromear Shinji. Sara no
hizo ningún gesto y se volvió de nuevo a la ventana. “Me refería a que
cualquier junta se considera buena aún si no se llega a mucho. Ya sabes, porque
son tediosas”. Tusuru dio un trago a su agua mineral. Los demasiados hielos se
apretaban en el vaso, queriendo salir. Las burbujas ascendían y reventaban apenas
tocaban el aire. ¿Estaré haciendo muchas preguntas? Mejor no hablo de su trabajo,
quizá le estresa demasiado, pensó Shinji. “Y EntrQui” “Perdón, habla” “No, tú
primero” y otro sorbo al agua mineralizada. Pero antes de que Sara dijera algo
llegó el mesero con los platillos. Para Shinji Tazaki una pasta Alfredo sin
mucha pimienta y poca crema, casi nada; para Sara únicamente otro Martini seco.
“No pienso quedarme mucho, le explicó”. Shinji volvió a sonreír y le ofreció tomar
de su plato cuanto quisiera si llegaba a cambiar de opinión. Sara apuntaló
levemente la comisura de sus labios. O tal vez no, quizá solo Shinji creyó ver que
Sara había sonreído. No podía estar seguro. Bajó la mirada hacía su plato y
comenzó a comer.
Ni el grito alcanzó a dar, pero sí peló los ojos cuando la manaza del May
hecha puño le dio en las meras narices. El wey quiso dar un paso hacia atrás
pero se tropezó, el muy imbécil. Un segundo wey llegó corriendo, pero antes de
que sacara la navaja, si es que traía, el May lo sentó de un putazo y se le fue
encima, golpe tras golpe en la cara bien dado. El primer wey ya se levantaba y
agarró del cuello de la playera al May, por la espalda, jalándolo hacía atrás.
El segundo wey también se levantó dispuesto a chingárselo a puro putazo limpio,
pos qué, para que dijeran que también sin navaja se rifaba. Pero esto ya no lo vio
Ulises, que se había escabullido hasta el frente de la casa desde el lado
opuesto. Hecha un bulto, su Ma seguía llorando arrumbada en un rincón como un
mueble viejo. Ulises se agachó y le tocó la cara para hacerle saber que allí
estaba y que estaba bien, pero lo cierto es que nada parecía estar bien, el
propio Ulises se cagaba del miedo mientras le decía a su Ma que se levantara.
Trató de pararla tomándola de las axilas y empujando hacía arriba como a los
niños chiquitos. En su miedo olvidó al wey de la moto, que no se había ido con
los otros a chingarse al May, sino que rebuscaba algo en el compartimiento
trasero de su chingada moto. Por suerte Ulises se volteó a tiempo para esquivar
la navaja, que más que navaja parecía un pinche cuchillo de carnicero o
militar: largo, brillante, y aceitado, se veía que lo enceraba todas las noches
saboreando la fantasía del día en que por fin pudiera picar a alguien con él,
verle las tripas salir como a un cerdo, oírlo chillar como uno. El wey de la
moto lo movía de una mano a otra con destreza. Ulises no lo hubiera perdido de
vista aunque quisiera.
“Como has estado, Shinji?” La luz del restaurante se reflejaba con suavidad
en la amplia frente de Sara. Shinji habría deseado besar esa frente como tantas
otras veces. “Yo… me he sentido extraño” “Extraño?” “Sí” “¿Con nuestra relación?”
“No, no hablo de eso”. Parecía que la luz de la lámpara sobre su mesa se hacía
cada vez más intensa, quemándolo lentamente. Cada mesa tenía una lámpara
propia, los pasillos estaban menos iluminados, casi en penumbras, por lo que
daba la impresión de que cada mesa ocupada era un isla de luz solitaria,
anclada a sí misma en un mar de tinieblas. Una vez que las parejas terminaban
su cena, se levantaban y pagaban la cuenta,
la luz de su mesa se apagaba y los meseros podían recoger las sobras en
silencio. “He sentido que he sentido”, dijo Shinji y no quiso fijarse en la
reacción de Sara hasta que terminara lo que quería decir. “He sentido que he
sentido,” repitió, “Y siento que ahora siento. Que verdaderamente siento. Que
realmente soy capaz de sentir todo lo que el mundo siente. Ese abanico de
sentimientos que a lo largo de una vida puede llegar a sentir, yo también puedo
sentirlo.” Tomó un sorbo de agua mineral, aclaró su garganta. “Siento amor y
siento celos. Siento decepción de que cancelaras la cita de la semana pasada.
Sentí rabia al no poder verte. Sentí tristeza de no poder verte. Sentí como una
llaga. Aquí”, y posó un dedo sobre su
pecho, “Una llaga que sangra interminablemente. Como una cascada que cayera en
un río, y el rió desembocará en el mar. Todo de sangre.” Sudaba. Había alzado
la voz. Seguro en las demás mesas lo escuchaban, pero no le importó. Tenía que
seguir formando palabras, enumerar las frases que lo ayudarían a expresar lo
que sentía. “Pero también siento amor. Es difícil explicarlo. Mi sangre palpita
bajo mi piel cuando te veo. Es entonces que sé que te quiero. Que te quiero
realmente, con sentimientos que son míos, que han salido de mí. Quisiera pasar
contigo el resto…” “Por favor, para”, dijo Sara y apartó la vista hacía la ventana.
Estaba llorando. Shinji Tazaki sacó el anillo de su bolsillo y se lo mostró.
Brillaba como un pedazo de sol entre sus dedos. Sara lo vio un instante y se
quitó las lágrimas de un manotazo, como hacen los niños hartos de llorar. “Por
favor”, dijo Sara, “ya no hagas esto más difícil.”
Pareció que bailaran la noche eterna. El wey de la moto lanzaba el
cuchillazo, algo torpe y lento, porque no te tomas cinco caguamas sin que te
hagan algo; y Ulises lo esquivaba, entre más miedo más ágil. Su Ma había vuelto
a ser un ovillo asustado y lloroso, bajito. Ulises dudaba de que siquiera se
hubiera enterado de que venían por ella. Si me chingan todo va a valer madre:
la van a violar y la van a tirar en cualquier perro rincón. Una embolsada más.
¿Y el May y yo? Alimento para los coyotes, si no es que un campesino me mira
antes y me entierra para que no le echen la culpa a él. Esquivó por los pelos
un cuchillazo que le habría rasgado el estómago. Por atención, cabrón, se
decía, en cuanto se canse te agachas y agarras un piedrón y se lo estampas en
la cara. ¿Dónde está el puto del May? Otro cuchillazo; este le alcanzó el brazo
y harta sangre caliente sintió escurrirle entre los dedos. Trucha, cabrón, que
si no te mueres. Pero no podía dejar de distraerse. Pensaba en lo que había
dicho el May sobre irse, sobre dejar atrás todas estas mamadas de cholos y
secuestros y madres que lloran y navajazos, salirse de esta mierda de porquería
de agujero. Ulises pensaba hasta que tropezó y cayó de espaldas. El wey de la
moto en un instante estuvo sobre él. Con la mano libre le metió un putazo a
Ulises en el hocico para que se quedara quieto, con la otra levantó alto, muy
alto la navaja que brilló blanca como la luna que se mecía en el cielo con una
sola mano. Ulises alcanzó a vislumbrar como salida de una visión a la Chingada,
el lugar donde iría a parar si salía de esta. Y no volver, no volver a este
puto agujero, pensó antes de cerrar los
ojos. El primer navajazo le entró limpio al corazón.
“Terminaste?”, preguntó Sara. “Creo que sí”, contestó Shinji Tazaki, un
poco agitado. Había puesto el anillo sobre la mesa, entre los dos. Sara miraba
el anillo. Shinji miraba a Sara. Sentía en el pecho, no la liberación de una
pesada carga como dicen que se siente al confesarse, sino la retinencia de
algo, como si el vació de su pecho hubiera sido reemplazado con otra sustancia,
lenta y grave como una miel oscura, que lo iba llenando hasta la satisfacción.
Son los sentimientos, pensaba, son mis sentimientos: por fin estoy lleno. Sara
lo miraba atenta. “Shinji, eres un chico muy dulce, lo digo en serio. Eres una criatura
muy noble. Lo que has dicho es muy hermoso, agradezco que sientas todas esas
cosas por mí, pero…”. De cierta manera, Shinji Tazaki ya había presentido lo
que se acercaba. No lo deseaba, pero lo aceptaba. Así era el trato. Había
decidido no refrenarse y aceptar el mundo con lo que viniera, con dolor o amor,
con caricias o lágrimas. Sara seguía hablando pero él no escuchaba. No había
caso, era el fin. “… y me alegro que hayas encontrado los sentimientos que
creías perdidos. Pero, Shinji, tú no eres para mí, yo no soy para ti. Lo siento.”
y al pronunciar esto Shinji se reclinó en su silla hacía atrás, extendió los brazos en forma de
cruz, levantó el rostro al techo, cerró los ojos y soltó un largo suspiro. Lo
aceptaba todo. Fue entonces que su corazón estalló en sangre. Primero la tela
de su camisa se desgarró repentinamente, exponiendo una llaga fresca y
profunda, con una serpiente de sangre bajando lentamente por su estómago hasta
derramarse en sus piernas. En varios puntos de su cuerpo sucedió lo mismo; una rasgadura,
la llaga repentina y luego la sangre que salía a borbotones, intrépida, rápida,
furiosa. Sus costillas se rompieron bajo una presión invisible, sus piernas se retorcían
incontrolablemente y de su cuello se abrió una segunda sonrisa tan roja y
caliente como la de Sara. Hasta del rostro pálido de Shinji Tazaki se abrieron
llagas inmediatas por las que se le escapaba la vida; sus mejillas, sus labios,
su frente, todo él sangraba, tiñendo de rojo su silla y la mesa. No hubo ruido
ni queja que la risa burlona de la sangre corriendo. Sara ahogó un grito, se volteó
y vomitó en el suelo. Alguien pedía a gritos una ambulancia, alguien llamó al
gerente. Pero Shinji Tazaki aun no terminaba; de su pecho, tenía el corazón,
una nueva llaga fue abriéndose y descomponiéndose más y más hasta ser más como
un mordico arrancado que una simple cuchillada. Sara se levantó como pudo y se fue
corriendo. Los comensales, unos se iban, otros se acercaban curiosos. Ninguno
de ellos, ni siquiera Sara, pudo saber jamás que Tusuru Tazaki había muerto en
completa paz consigo mismo.
Un balazo le voló media cara al wey de la moto. Se derrumbó a un lado como
un costal lleno de piedras, sangrando despacio su muerte instantánea, en
silencio. El May se acercó a Ulises. Le dolían los putazos, aquellos weyes lo
habían molido sabroso pero al final estaban pedos así que él se los acabó
chingando. Lo que el May temía era haber dejado solo a Ulises, ese wey no era
de fiar y menos en los chingadazos. Con que no le haya pasado nada, pensaba el
May, y casi gritó de espanto cuando vio al wey de la moto encima de Ulises, acuchillándolo
desenfrenadamente como un loco. Apenas y por puro instinto había sacado la
pistola y se lo había tronado. Su Ma ya no lloraba, solo veía a Ulises con los
ojos muy abiertos y llorosos, pronunciando mihijitos en voz baja. El May quiso
llorar nada más verla pero se acercó a
Ulises y se arrodilló ante él. La noche se había hecho mas espesa y
sofocaba la luz de la casa abandonada. Palpó a Ulises para ver si de puro
milagro seguía vivo, entonces agarraría una de las motos y en chinga lo
llevaría al hospital comunitario para que lo atendieran. Pero no le encontró
heridas, no le encontró nada. Nada que no fuera un cuerpo flaco, asustado y
llorón. Ulises abrió los ojos y vio al May chillándole sin vergüenza, con la
cara destapada. Se levantó y chilló con él. Su Ma, sería por ver a sus hijos
abrazados o porque subconscientemente entendió que todo había terminado, volvió
en sí y se acercó a ellos, a chillar felizmente un poquito más. Chillaron hasta
que se cansaron, hasta que solo hipos ahogados y forzados les salían brincando
de la garganta. Entonces entre los dos levantaron a su Ma, uno de cada lado,
consolándola con caricias mudas. La noche parecía abrirse mientras más se
alejaban de la casa grafiteada y se acercaban a la carretera. Ulises seguía
llorando a llama viva, aunque se aguantara las ganas no hubiera podido dejar de
hacerlo; las lágrimas le brotaban solas sin que pudiera o quisiera hacer algo
para detenerlas. “¿Qué traes, cabrón?”, le preguntaba el May. “No sé, no sé”
contestaba Ulises entre sollozos. “Cálmate, pues, chaparro”, fue nomas el
susto, ese wey no te hizo nada. Aunque ni May o su Ma podían explicarse como
era eso posible. Pero Ulises no lloraba por el wey de la moto, ni por su Ma, y
siendo sinceros, ni él sabía las razones del por qué lloraba. Solo las sentía; se
le agolpaban en el pecho unas ganas irrefrenables de llorar, nacidas allá, lejos,
en otro pecho, justo como si le hubieran roto el corazón.
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