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El cuerpo de los otros

 

Seudónimo: Leonard Dylan

 

 

Shinji Tasaki se despertó con el cuerpo adolorido: sus ojos hinchados rojos y cansados, apenas si soportaban la semiclaridad de su habitación. Eran las 8:00 de la mañana. Un limpio rayo de luz se colaba entre las cortinas de la ventana, cortando de tajo la oscuridad del apartamento. Tasaki quiso girar su cabeza hacia el reloj digital de su mesa de noche, pero su cuello se quejó de inmediato. La roja amenaza de un desgarre muscular le impidió voltear. Hubiera podido gritar de haber querido, pero quería. Shinji Tasaki nunca gritaba, ni siquiera cuando en la oficina le reprimían por algo que él no había hecho. Solo se quedaba viendo un punto indefinible en el espacio hasta que su ira se desvanecía y continuaba con su trabajo. Ahora ni siquiera podía ser capaz de abrir los ojos. Sus huesos estaban hechos de un hielo claro y quebradizo. Sus ojos ardían. La boca le temblaba. Y fue así que Shinji Tasaki no hizo ningún otro esfuerzo por levantarse. Ya otras veces le había sucedido algo similar, siempre en las mañanas se levantaba convertido en la consecuencia de una causa que no era capaz de recordar, solo de sentir. Sentir con dolor. Un último esfuerzo; llenó sus pulmones de aire y recogiendo las pocas fuerzas que tenía, como quien recoge un puñado de hormigas, se levantó de un tirón hasta quedar sentado en su cama. Perfectamente bien. Se miró las manos como quien las hubiera visto por primera vez en su vida. Se palpó el pecho, las axilas, los testículos. Movió la boca, hizo gestos de dragón y lagartija. Por último parpadeo varias veces seguidas. El dolor se había ido. Siguió con la vista una mota de polvo que en la luz bailaba, luego se dirigió al baño. Se cambiaría y tomaría café. Llegaría tarde al trabajo. No importaba. Con suerte no recibiría la peor de las reprimendas.

 

Si le había dado en su madre al wey de la moto era porque se lo había venido buscando. Ya desde hace días que pasaba hecho un madrizal por la colonia montado en su pinche moto destartalada y sin escape, alborotando a todos los perros con ese ruidazo. Hasta su hermanita se había despertado llorando con tanto ladrerío, con lo que le había costado a su Ma dormirla. Nomás escuchando acercarse aquella pedorrera mecánica Ulises había dejado el celular y en putiza salió disparado de su cama, atravesó la sala donde May dormía engarruñado en el sillón, esquivó al “mordelón” hecho un trompo de ladridos, y  se voló la cerca hasta parar en la calle, donde el wey (muy verguitas, eso sí) hasta bajó la velocidad para que supieran que por allí pasaba. Una pedrada a medio lomo y ni costal de tierra hubiera caído igual de bonito al suelo. El wey se levantó en chinga y ya metía la mano a uno de los bolsillos del pantalón cuando un putazo bien dado en la mejilla lo hizo caer de nuevo al suelo. “Levántate, puto”, le gritó Ulises, y hasta eso que lo dejó levantarse, muy seguro de que un segundo putazo lo volvería a tumbar, y de un tercero hasta su casa lo regresaba. Lo que no esperaba Ulises, y se entiende porque a la calle nada más la iluminaba el único foco del barrio que todavía no se robaban, es que el wey fuera tan rápido como para sacar su navaja y darle un rozón en la axila en un solo movimiento. Ulises sintió una punzada fría, luego un calor que se derramaba, y supo que era la sangre bajándole lentita y caliente  por las costillas. La primera vez el wey lo agarró pendejo, pero la segunda intentona Ulises le esquivó el filero y le agarró la mano hasta retorcérsela. No había navaja ya, pero el wey le metió un putazo en la boca que hasta los dientes le temblaron. Ulises cayó de nalgas al suelo donde  le llovieron patadas sordas y pesadas por todo el cuerpo. Y hubiera seguido en eso, pero Ulises alcanzó a chillar “Maaaaay” con un voz tan aguda y sangrante que su hermano mayor lo escuchó desde la sala. Pendejo”, le dijo el wey de la moto, y le azotó una patada en los huevos. Detrás de los parpados el mundo se volvió una luz blanca, intensa, cegante. Ulises escuchó como el wey levantaba su moto y se pelaba en chinga sin darle chanza al May para que siquiera lo correteara. “Ahora sí te dejaron bien guapo, cabrón”, dijo el May viendo a Ulises retorcerse a media calle como un gusano puesto en la lumbre. Lo levantó como pudo y lo arrastró hasta su casa. Su Ma seguía trabajando y no volvería hasta la dentro de unas horas. Recostó a Ulises en su cama y se fue por una charola llena de agua caliente. Desde la sala Juan Gabriel le pedía a su amante que no se fuera, que regresara, que ahora sí sabría comprenderla. Dentro de la cabeza de Ulises la niebla se iba disipando, revelando imágenes desnudas y extrañas, trenes como sangre en las arterias de una ciudad iban y venían escupiendo pasajeros blancos y uniformes como la sal. “Trenes”, dijo Ulises. “Ahora sí te chingaron bonito, vas a quedar loco”, le decía el May entre risas, mientras le lavaba las heridas.

 

Shinji Tasaki había esperado todo el fin de semana para ver a Sara. El día era tibio y callado. Recorría a pie el camino de su trabajo a su apartamento pensando únicamente en ella. De su último encuentro quedaba el callado rencor de una mala velada; el restaurante mexicano de Ichihikuro había sido estupendo, lianas de focos de colores colgaban de los techos, las maracas y sombreros de charro en las paredes daban la suficiente sensación cliché que todo turista busca a la hora de visitar un restaurante extranjero. Lo único malo había sido el silencio. Un silencio blanco y vacío, fantasmal, amargo, había flotado como una nube de vapor sobre ellos durante toda la cena. Shinji no era un gran hablador, le costaba hilar las frases, ideas y sentimientos necesarios que hacen una conversación vivir. Pero un gran escucha. Por lo general Sara conducía la conversación y Shinji se limitaba a seguirla asintiendo cuando era necesario y dejando escapar un “ah” y un “oh” alternadamente. Sin esa rutina, Shinji se sentía perdido. Sara había llegado de Indonesia hace apenas unas horas, y no sin cierta reticencia había aceptado salir a cenar esa noche. Seguro se sentía cansada, pensaba Shinji al notar que la conversación moría. Shinji no motivó la plática. Comieron en silencio. Al terminar caminaron por el barrio de Ichihikuro en silencio. Tomados de la mano sin fuerza ni sangre, ella se distraía viendo los escaparates de la acera opuesta; él tenía la mirada puesta enfrente. Los anuncios de neón parpadeaban con luz fría. Lentos olores salían de los restaurantes donde la gente conversaba y reía en voz baja. Un helicóptero se oía a lo lejos. Sin dirigirse a ningún lugar en específico dieron vueltas a las mismas calles, deteniéndose casi siempre ante los mismos escaparates, retomando fragmentos de las conversaciones de los extraños. Cruzaron un puente. Un niño que corría se tropezó con ellos, pidió disculpas y siguió su camino. Ni Sara o Shinji le respondieron, ni siquiera lo miraron. Continuaron de ese modo hasta que Sara lo fue lentamente guiando hasta la estación Tangaka. Shinji ofreció sus labios y cerró los ojos. Los abrió en el momento justo en que sintió los labios de Sara en los suyos; Sara no había cerrado sus ojos y Shinji creyó ver sobre ellos un ligero velo de tristeza. Ambos se despidieron con un flojo apretón de cuerpos, un abrazo. Una voz femenina, artificial, anunciaba la cercanía del tren. El tren llegó y Sara entró en él. Se sentó en el lugar de la ventanilla, mirando al frente. Ni una sola vez volteó a ver a Shinji, cuya mirada se quedó fija en las luces traseras del tren, esos ojos rojos de monstruo arrastrado que ahora se perdían en la distancia. Shinji se quedó un rato en la estación, observando el espacio que hace solo un momento Sara había ocupado. Camino a su casa. Recordó las coincidencias que los habían llevado a conocerse. Ella era agente de viajes; élredactor de postales vacacionales para supermercados. Una fiesta en común ofrecida por el jefe de la compañía de Sara los había reunido en el mismo lugar. Ella lo había visto en la esquina del bar bebiendo un vino claro, apenas hablando con los pocos que se acercaban a saludarle. Le preguntó cuántos lunares tenía en el rostro. 27, había respondido Shinji. Era una pregunta recurrente; Shinji era blanco de pequeños chistes por parte de sus compañeros de oficina. A Sara también le pareció gracioso, pero Tsuru no encontró malicia en sus palabras, al contrario, había algo tierno en su forma de reír. Una risa que le recordó ciertas flores o cuadros. Se enamoró inmediatamente de ella. Salieron ese mismo fin de semana. En la segunda cita durmieron juntos. Shinji se atrevió a susurrar un “te quiero” a su oído cuando ella dormía. Ignoraba si lo había escuchado, no se atrevió a preguntarle el día siguiente. Pero para Shinji había sido un alivio enorme haberlo dicho, aunque hubiera sido solo un susurro incontestado. Sintió como si todo su cuerpo exhalara. Y con él, el mundo entero. Las citas posteriores habían sucedido más o menos de la misma manera: se encontraban en un restaurante, casi siempre de temática extranjera, daban un paseo nocturno por calles, parques y avenidas, y al terminar iban al departamento de Shinji donde hacían el amor. A la mañana siguiente, Shinji acompañaba a Sara hasta la estación donde ella tomaba un solitario tren a casa. Y Shinji regresaba, como ahora, caminando hasta su departamento. De su primer encuentro ya iban 3 meses y la relación no había cambiado nada. Sara salía de viaje al menos dos veces al mes, pero regresaba con un pequeño detalle para Shinji comprado en el aeropuerto extranjero a última hora. Shinji los fue guardando en su librero, junto al televisor que nunca encendía. Eran el único adorno en todo su departamento. La repentina frialdad de Sara había empezado hace tres citas, cuando había llegado de México. Sus ojos bajaban al suelo con más frecuencia, evadiendo los de Shinji. Sus labios dejaban escapar un fino polvillo gris que desaparecía en el aire. Hasta su semblante parecía haber cambiado. Era como ver a una nueva Sara; distante, incomoda, taciturna. Shinji no se atrevía a preguntar si algo andaba mal. Algo iba mal, definitivamente, solo no se atrevía a averiguar que era. Quiso creer que la situación se arreglaría por sí sola, fuera lo que fuese, y los días regresarían a ser como antes, como al principio. Shinji llegó finalmente a su apartamento. Se quitó la ropa y se hizo un ovillo con las cobijas de su cama. Desde su habitación alcanzaba a mirar las figurillas y baratijas que Sara le había regalado, todas puestas en fila y ordenadas por fecha de recibimiento. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido, se atrevió a confesarse que tenía miedo.

 

“Pues duele, hijo de la chingada”, le decía el Ulises al May cuando este intentaba limpiarle las heridas. “Una punche curita y ya estás, wey, déjate de llorar. Nomás eso sí, lávate bien porque luego que andes de gangrenoso y oliendo a rompemadres no vayas a decir que fue por mi culpa.”, le dijo May y regresó a la sala. Pues no he quedado tan mal, pensaba Ulises viéndose al espejo. Ya otras veces en la secundaria le habían roto la madre y unas puntadillas en la cara no eran nada, en un mes estaría como nuevo. Lo malo estaba adentro. Con tanta pinche patada en las costillas le daba miedo que se las hubieran roto, o que algún intestino hubiera reventado como un globo lleno de sangre. “Hasta cagar no vas a saber”, se había burlado el May. Ulises se sentía como un garrafón a tope de lodo, pesado y lento, cualquier movimiento le iba a sacar lo destrozado. “Deja de estar chillando y vete la cama, cabrón”, le dijo el May, “¿Y mi Ma?”, preguntó Ulises sin que le hicieran caso. Todavía no llegaba de trabajar, y hasta que no la viera entrar por la puerta no podía atrancarla. No ha de tardar, se consoló Ulises, pinche fábrica la esclaviza hasta que ya no puede y en lugar de mi Ma nos regresan un fantasma pálido que camina como los maniquíes, como los zombis, cruza la puerta y se rinde en su cama. Ni que hacerle, hasta que May no consiga un jale a ella le toca chingarle. “Pinche huevón”, le gritó Ulises al May. “¿Y ahora tú? ¿Qué traes?”, preguntó el May. “Me acabo de dar cuenta que eres un pinche huevón” “Vete a dormir”. El Ulises salió del baño y se acercó a la ventana de su cuarto. Quiso mirar las estrellas, pero estaba algo nubladón, además las ramas de la mandarina le tapaban la luna. Había perros aullando todavía.  Pinche perros no se callan, si la putiza que me dieron hoy no es suficiente, ahora hasta ellos se burlan. Y mi Ma que no llega, solo falta que tengamos que ir a buscarla. El May roncaba con la tranquilidad de los animales satisfechos. Ulises se pasó la lengua por los dientes de enfrente y luego por las muelas para asegurarse que todo siguiera en su lugar. Simón, el puro dolor nomás, si reviento en sangre mejor que se ahorita para ya no vivir mañana. Mañana de la verga. Todos los días eran de la verga. Si no era el pinche cholo de la moto, sería otro cholo con otra moto pedorra; si no era su Ma llegando tarde, sería su Ma yéndose con otro viejo o gastándose el dinero en cualquier mamada. Una chingadera puesta sobre otra hasta hacerse un montón de chingaderas. Eso era la vida. Un pinche puñado asqueroso de ching “¿Puedes apagar la luz, cabrón?”, gritó el May. Ulises fue a la sala y apagó  la luz.  “Gracias,  si tanto te gusta mirar la luna por que no te pones a aullar de una vez como los perros?” “No hay” “¿Que no hay?” “La luna esta oculta” “¿Y?” “¿Y si le pasó algo a mi Ma?” “No creo”. El May no quería admitirlo, pero también estaba preocupado, ya era tarde y desde hace rato que su Ma debía haber llegado.  “¿Salimos a buscarla?”, preguntó el Ulises. El May miró el reloj. “En diez minutos si no viene nos salimos en chinga” “¿Por qué no de una vez?” “En diez, dije.” Aunque estuviera preocupado el May realmente no tenía ganas de salir en busca de su Ma. Si esta con otro pinche viejo los puteo a los dos, me vale verga si chillan, pensó. Ya una vez había estado a punto de hacerlo y se había echado pa ‘tras al ver que su Ma caía de rodillas suplicándole que no le hiciera daño a su vato ese, que solo había sido un acostón. Al May todavía se le marcaban las venas del cuello y le temblaban las manos nomás de acordarse. Soltó un gruñido. Ulises volvió a mirar por la ventana. Mas allá de los postes y los enredados cables de luz se imaginó a sí mismo flotando hacia el cielo como si unas manos invisibles lo arrancaran de la tierra alejándolo de las casas achatadas y sucias, de los niños llorones y los perros de vientre inflado, allá donde la noche… donde la noche… “Ah, perra madre.” “¿Qué traes ahora?”, gritó el May desde la sala. “Se me cortó la inspiración” “No digas mamadas”, dijo el May, y preguntó, “¿Cuánto falta?” “5 minutos” “Entonces cállate esos 5 minutos”. Allí donde la noche no olía a tortillas remojadas para el perro, y donde el May, su Ma y su hermanita eran puntitos negros separados de otros puntitos negros igual de miserables, done un simple pisotón era suficiente para mandar a la verga a todo y a todos. Ahora sí. “Ya pasaron los diez minutos”, le gritó Ulises al May. Apenas se andaba quedando dormido, pero tuvo que levantarse, ver el reloj y sí, habían pasado ya los diez. “Vístete pues” “Ya estoy vestido” “Espérame allá, ahorita salgo”, dijo el May. Fue a la cocina. Envuelta con una bolsa de plástico negra, se la fajó en el pantalón, bajo la sudadera para que no se le notara. Cuando salió, Ulises seguía mirando el cielo pero se dio cuenta enseguida. “¿Te la trajiste verdad, wey?”, le preguntó. “Uno nunca sabe”, contestó el May.

 

Shinji Tazaki no se sorprendió cuando Sara se negó por primera vez a salir con él. No fue una negación directa, sino un esquivo amable, casi dulce. Sara dijo que el miércoles debía atender a una familia noruega que recién llegaba a Japón; les enseñaría las habitaciones, les daría indicaciones sobre los lugares turísticos y los guiaría a los buenos restaurantes. Solo acompañada con su sonrisa cálida, de pájaro cantando. La introducción llevaría todo el día, y cuando saliera seguramente estaría muy cansada. Sara le aseguró que podrían salir la semana siguiente. Colgado el teléfono, Shinji miró largamente su escritorio, como si fuera un vacío que el devorara la mirada. Se levantó y salió de su oficina. Paseó por el parque Ibaraki; sentado en un banco, miró largamente a los sauces llorones, sus pesadas hojas caían hasta besar el suelo. Parecía una verde lluvia petrificada. O la cabellera de una mujer reclinada. Este pensamiento le atrajo la imagen de Sara. Sara deseándolo por las noches. Sara desvistiéndose lentamente, prenda por prenda. Sara encima de él cuando hacían el amor, su cabello acariciando el rostro de Shinji, entrando en sus ojos y en su boca. La imagen de Sara volvía una y otra vez, como una hoja que el viento no deja tocar el suelo y la entretiene danzando en el aire. ¿La amaba? Shinji no lo sabía. Lo cierto es que Shinji nunca había estado con nadie hasta que conoció a Sara: nunca una chica se había acercado a él con tanto interés. Las relaciones de cita única le eran conocidas, pero no constantes, y desde hace años Shinji se había hecho a la idea de que su soledad era irrevocable. La idea no lo asustaba o lo enfurecía, al contrario, la aceptaba como se acepta una lluvia repentina o un viento silbante; como algo tal vez molesto, pero natural y totalmente intrascendente. Shinji se encontraba en un punto de su vida que más valdría, según él, mantenerse intacto que sufrir la vergüenza de un desfloramiento a una edad en que toda inocencia virginal se consideraba ridícula. Y aún así había aceptado dormir con Sara aquella noche. Y hacer el amor con ella no fue ridículo ni indecoroso. Se había sentido bien. Shinji creía haber cumplido con lo que se esperaba de él, que era haber satisfecho a Sara. Pero ni siquiera ese día se atrevió a albergar la esperanza de una relación continua, mucho menos de una serie de encuentros sexuales, por lo que no se permitió en un primer momento concebir un sentimiento amoroso. ¿La amaba? Shinji retrocedía ante la respuesta y dejaba que las horas y las citas y las noches con Sara sucedieran de una forma espontanea, con naturalidad, como creía que tenían que suceder, sin intervenir. Solo ahora, al borde del abismo, Shinji Tazaki se preguntaba si realmente amaba a Sara. Pero de nuevo, no se atrevía a acercarse a una respuesta. Los sauces le parecieron tristes entonces, demasiado cabizbajos. Las palomas comían mendrugos de pan que un sucio vagabundo desdentado les tiraba con diversión. Su sonrisa parecía alegre, su rostro se le encendía como el de un niño. A pesar de que la gente le lanzaba miradas juiciales el vagabundo seguía con su labor como se fuera lo único que le importara en el mundo. Probablemente Shinji nunca sentiría una felicidad tan sencilla, tan desnuda. Su vida sería una sucesión de días blancos, no negros o grises. Solo blancos. Como había sido toda su vida. Hasta que llegó Sara, admitió Shinji. Como un pintor al retrato de un su amante, Sara le como un pincel le había dibujado un rostro al que ver, unas mejillas que acariciar, un pecho sobre el cual recostarse, unas manos para sostenerla, un pene para dar y recibir placer, una risa para su boca, y ahora, una tristeza para sus ojos. Tusuru Tazaki había comenzado a existir realmente con la llegada de Sara. Pero si se separaban ¿qué sería de él? No podía desdibujarse y fingir que Sara nunca había sucedido. El recuerdo de los colores de Sara seguiría con él, latiendo doloroso. Una vez que alguien ha experimentado la vida, la verdadera vida, es cuando comienza a temerle a la Muerte. Y Shinji Tazaki ya había estado muerto, y sabía que no había placer ni calor ni dolor. No había nada. Pero sobre todo, no había Sara. El vagabundo terminó de dar el último pedazo de pan a las palomas. Estas al darse cuenta que ya no habría más pan se fueron volando una por una. Algunas dudaban, caminaban en círculos como buscando alguna borona, veían al vagabundo en su banca con las manos vacías, torcían su cello, soltaban un gorgoreo y se echaban a volar. Así fueron desapareciendo hasta que no quedo ninguna. El vagabundo se quedó solo, ligeramente sonriendo, hasta que él también se levantó y se fue. Estaba decidido; la próxima vez que viera a Sara le diría que la amaba, sin preocuparse por lo que sucediera después. Un rato más tarde Shinji Tazaki también se levantó y regresó a su oficina.

 

“Que sí cabrón, mira ahí está la cancha de fut, toda amarillenta y con las redes rotas. Más allá esta la autopista: oye como a estas horas ya casi no pasan carros y los que pasan lo hacen rápido como si huyeran de algo. Por aquí está la fábrica, mi Ma debe seguir allí”. Los postes apenas si iluminaban la calle, y el eco de los pasos apurados del May contestaban con los cojeantes de Ulises, unos metros atrás, temeroso de confesar que tenía miedo. Estos pinches barrios son como los de nuestra cuadra, pero más culeros, no me sorprendería que nos tronaran aquí, o que nos encontráramos a mi Ma torcida en un esquina “Mírala”, dijo el May, “¿Qué te dije?, wey ahí está la fábrica?”. Todas las pinches fábricas son iguales, una grandes jaulas grises que escupen humo, pensó Ulises. Adentro la gente se despelleja las manos y la vida por un gringo o un chino, y ¿pa qué? Nomas para salir a estas horas y “Wacha”, dijo el May, “ahí está el guardia”. Unos orinazos sonaban contra la esquina oscura de la fábrica, bajo un poste apagado. Una silueta gorda se apoyaba contra la pared y gemía como un cerdo teniendo un orgasmo. Se subió los pantalones y antes de meterse a la fábrica vio a Ulises y al May. “Buenas” “Buenas noches, ¿se les ofrece algo?”, les preguntó el guardia midiéndolo con la mirada. Nos vemos bien pinches malandros, me hubiera traído aunque fuera una sudadera pa disimular, pensó Ulises. “Buscamos a Juana” “¿Cuál Juana? Aquí hay muchas” “Muñoz” “Ah ya, La china. ¿Para que la quieren?” “Usted nomas díganos donde está” Pinche May se siente bien bravo el pendejo, pero nomás cuando no es necesario. La caga. Ulises pateó sin ganas una piedra. El guardia se tocó la macana. Ulises se adelantó. “Es mi Ma” “¿Su mamá?” “Sí” “No se me hace, por ella ya vinieron” “¿Quiénes?” “Pues sus hijos, creo” “Nosotros somos sus hijos” “¿Y entonces con quien se fue?”  “Como pinches voy a saber, gordo de mierda, si tu eres el que está diciendo que se fue con sus hijos”, gritó el May. Pinche perro rabioso, le sueltas el putazo y valió verga la misión, nos quedamos sin saber de mi Ma y hasta al bote vamos a dar, cabrón. Ulises se adelantó de nuevo. “¿Cómo eran los que vinieron antes que nosotros?”, preguntó Ulises. El guardia hizo memoria. “Nomas fue uno. Un wey mediano, rapado, y con una playera de tirantes, lentes oscuros, como todos los marihuanos. Bien le dije a Silvita: “ese muchacho de la China se ve bien malandro…” “Déjese de pendejadas y díganos que más vio”, dijo el May. “¿En que se la llevaron?”, preguntó Ulises. “En moto” contestó el guardia. Un perro aulló un quejido cargado de dolor; tomó la noche con los dientes y la desgarró, la dejó hecha una tela negra y sucia, sin sentido y fría. Ulises temía preguntar pero lo hizo de todos modos. “¿Como era la moto” El guardia no era tan pendejo; imaginó al instante lo que había pasado. “Negra”, dijo, “hacía un ruidazal que se oía hasta su pinche madre, le dijo algo a tu mamá y ella se fue con él, como resignada. Ganaron para allá” Señaló con su dedo cheetoso el campo negro y baldío más allá de la autopista. “Gracias”, alcanzó a decir Ulises. Al May también se le había atorado a lengua en la garganta. Caminaron en silencio, con la mirada del guardia siguiéndolos como un perro faldero y lastimoso hasta que se perdieron de vista. La calle que conecta la fábrica con la autopista da muchas vueltas; se interna en la gasolinera y rodea las casas más alejadas del barrio. Para llegar más rápido a la autopista y cruzarla, se tiene que atravesar la cancha de futbol, además de unos terrenos que nadie siembra por hueva o mala tierra, o finalmente porque se han dado cuenta que para andar jodido no se necesita desgastarse tanto; uno ya es jodido cuando nace, no hace falta joderse más. Un caminito de piedras saltadas y terrones lleva hasta la autopista. Por allí anduvieron. Ulises con las manos revueltas en los bolsillos, el May agachando los hombros, como un simio derrotado. “Oye, chaparro”, dijo el May. No lo había llamado chaparro a Ulises desde que eran niños. “Qué”, contesto Ulises. “Pinche vato gordote, eda?”, le dijo May poniéndose las manos debajo de la camiseta y expandiéndola hacia adelante. “Esta embazado el wey”, continuó el May y Ulises se rió. “No mames, antes se puede alcanzar el pito para orinar, de seguro se lo tiene que buscar el wey porque ni se lo puede ver”. Ulises rió más fuerte, su risa cascabeleaba entre la tierra seca de la cancha de futbol. “¿Y si te fijaste los sonidos que hacía al orinar? Tanta pinche chingadera que traga, de seguro ha de orinar aceite”, dijo el May. “Y cagar manteca”, remató Ulises, y esta vez ambos se rieron. La risa del May, áspera y ruidosa, burlona, acostumbrada a estallar y no callarse hasta que estuviera satisfecha. La risa de Ulises, en cambio, conservaba cierto tono infantil, de secundario que apuraba ser adulto, pero secretamente prefiere las cosas de niño, cantadita como la campana del receso o de una bicicleta. “Voy a preguntarte algo”, dijo el May. “Pues pregunta”, dijo Ulises. Atravesaban los campos baldíos; los surcos de la última cosecha seguían moldeados, incluso algunas raíces secas de caña de maíz sobresalían como navajas redondas. “¿Qué piensas hacer de grande?”  “No sé”  “No mames, ¿como no vas a saber?” “Oooh, pues no sé, no lo he pensado”  “Pues piénsalo bien, chaparro, que luego no hay vuelta, y si la cagas, la cagas no hay forma de remediarlo” Las luces de la autopista se iban acercando cada vez más. Algunos coches comenzaron a oírse. “¿Apoco quieres quedarte aquí hasta que te mueras?” “¿En México?” “En el barrio, wey, ¿crees que es muy bonito tanta pinche basura y gritos? ¿Andar cuidándose la espada para que no lo truenen a uno en cada esquina, o trabajar en una fábrica para ganar un salario de mierda? Ni madres, nadie puede ser tan pendejo como para querer eso; si lo hacemos es porque no hay de otra, nos apendejamos y aquí fuimos a parar. Y mira a mi Ma, mírame a mí, ¿tú no quieres esto o sí?” “No”, contestó Ulises. “Eso, cabrón, tu vete y haz algo, bueno o malo, pero lejos de aquí, que no digan que te chingaste por hacerte pendejo o por no atreverte. O no lo hagas, no me hagas caso, al final es tu pinche vida, pero acuérdate de lo que te digo”. Las palabras de May se hundieron  lentamente en el interior de Ulises, como piedras lanzadas a un charco lodoso. Ulises se prometió que si salían vivos de esta le iba a echar ganas y se iba a ir. No importa a donde o cómo, él ya no tendría que estas putaderas. Llegaron a la autopista. En una chance que los carros no pasaban la atravesaron corriendo. Del otro lado se extendía una nada oscura y sofocante, como una garganta atragantada de tanta noche. Unas lucecillas brillaban a lo lejos. Ulises y el May siguieron caminando.

 

Sara aceptó salir un viernes por la tarde. Su reunión terminaría a las 5, tomaría el tren a casa, se daría una ducha rápida y se reuniría con Shinji en el café americano “I´m Coming, Virginia” del barrio de Ichihikuro dos horas después.  Podría decirse que Shinji Tazaki estaba nervioso. Contrario a su rutina, estuvo pensando que vestiría días antes de la cita. No era un hombre de modas, pero era cuidadoso en su manera de vestir, y siempre procuraba dar una impresión sobria y casual. Algún azul fuerte, tal vez un negro; cuando se atrevía, un azul más claro, como un cielo desnudo. Pero tanto sus nuevos intereses como ese aire revitalizante que ardía dentro de él, lo llevaron a escoger prendas más exóticas: una camiseta roja, un pantalón blanco. Ambos los tuvo que comprar. Pensó también comprar algo para Sara: un anillo. No pensaba casarse con ella inmediatamente; de hecho, él mismo dudaba que fuera a ser lo suficientemente valiente para dárselo en la próxima cita, pero tenerlo en la palma de la mano, sentir su peso exacto, era como una seguridad de sus sentimientos. Era un anillo para Sara. Un anillo de Shinji Tazaki para Sara. Un anillo que no solo representaría su unión, sino ahora, también, los innegables sentimientos que Tusuru se había atrevido a albergar dentro de él. La noche antes de su encuentro, Shinji Tazaki tomó una copa de whisky. Los hielos tintineaban en el vaso, la noche era clara. Tomó una silla y la puso contra su ventana. Era un viejo hábito que había tomado de sus tiempos universitarios, cuando la poca renta que recibía de sus padres apenas si le permitía sobrevivir, mucho menos hablar de estéreos, televisiones o libros: Tusuru Tazaki había aprendido a entretenerse con el exterior de una forma sencilla, casi orgánica, como si se fundiera con el aire y sus paisajes. Veía a los transeúntes pasar. Escuchaba de los coches su suave ronroneo al esperar en un semáforo, y continuar su marcha con un rugido casi placentero. Si tenía suerte, lograba escuchar las discusiones de la pareja recién casada del piso de arriba, se imaginaría sus gestos y las groseras contorsiones de sus bocas al gritarse, el temblor de sus ojos y sus maldiciones. De cierta forma los envidiaba. Envidiaba sufrir esa posesión emocional tan fuerte e intensa que los hacía herirse solo para luego perdonarse entre sollozos y disculpas cálidas, caricias y almohadas. Eso era amor. Eso era vivir. ¿Qué tan vivo estaba Shinji Tazaki? Lo suficiente para hacer lo que haría mañana. Una vez más sacó el anillo de su bolsillo y le dio vueltas. Observó detenidamente las frías luces que su oro reflejaba. Se lo puso en un dedo e imagino que era la mano de Sara la que lo usaba, la que lo había aceptado. Lo guardó de nuevo. Escuchando el leve rumor de la calle, se prometió dárselo a Sara mañana en su cita. Pero sobre todo pensó que pasara lo que pasara, recibiría bienvenido el amor o la desdicha, el comienzo o su final. Daría o mismo, sentir era sentir, sin importar el sentimiento. Mejor sentir cualquier cosa a cargar el vacío que había estado llevando dentro de sí todos estos años. Shinji Tazaki oyó, más arriba, en el piso de sus vecinos, el comienzo de un altercado. Apuró su whisky y se levantó; ya no quería ser testigo de esas disputas sentimentales. Desde  mañana, él tendría sus propios sentimientos de los cual ocuparse.

 

No sabían cómo lo supieron, pero lo sabían: la habían golpeado. Una lunilla burlona se colgaba del cielo con una sola mano. Su luz apenas les permitía no tropezarse con las piedras del camino que llevaban a la casa abandonada. La casa había sido grafiteada al menos por tres generaciones de pandillas, como una puta que los cholos se rolaban, habiéndole embarrado sus signos y palabras indescifrables, para luego dejarla a los morros de secundaria. Un solo foco le quedaba brillando como un ojo solitario en medio de tanta noche. El May y Ulises la ubicaron desde antes de poder verla con claridad: el olor a miados y caguamas recién destapadas les dio un putazo fresco, limpio, en pleno rostro. “Ahí están” “Pinches Perros” “Espérate, cabrón”, dijo Ulises, “si nos acercamos mucho nos van a ver” “Vámonos por atrasito” Pero ya era tarde, y ambos temblaban de pura rabia. Un ojo amoratonado y un llanto quieto que la música no cubría, una silueta de rincón ignorada, una bolita de miedo y piel. Para que pensar en lo que le habían hecho o no, ya con eso era suficiente para ir a darles en la madre, tumbarlos al suelo y humillarlos hasta que se comieran su propia mierda. Ulises y el May se alejaron del camino de tierra y, agazapados, avanzaron lo más lento que su rabia les permitió entre la maleza de los campos sin sembrar, valiéndoles madre lo que una culebra o un ratón eran. Ni que preocuparse de que los vieran, aquellos cabrones estaban bien agusto con las bocinas de la moto a todo lo que daban, derramando la caguama cuando se calentaba y pasándose un churro mal enrollado entre todos. Sonará raro, pero en la autopista no pasaba nadie, no existían, la noche se tragaba la música, los ahogaba a ellos y a su risa, vaya a saber donde los escupía. Eran tres cabrones y dos motos, todos frente a la casa y bajo el foco. Uno más andaba miando detrás de la casa, bordeando el huerto, muy penoso el wey; ni sintió el putazo en seco que el May le dio en la nuca. Ulises lo sostuvo de los hombros para que no cayera al suelo y lo bajó despacito. La nuca del wey comenzó a sangrar. No importa, no importa, se repetía Ulises. Al lado de las motos, al lado de las risas, aplastada por la música, alguien seguía llorando.

 

Sara llegó con unos minutos de retraso. Shinji Tazaki observaba la calle desde la ventana de su mesa cuando reconoció los taconazos suaves sobre la madera. Se levantó y dio un largo abrazo a Sara, quien dudó un momento, pero al final se dejó abrazar por Tusuru. Sara argumentó que la última semana no se había sentido muy bien, tenía tanto trabajo en la oficina, muchas ocupaciones. “Entiendo. Si quieres podemos aplazar la cita”. “No”, lo interrumpió ella bajando los ojos, “Preferiría que fuera ahora”. Se sentaron opuestos. Ambos miraron hacia la ventana y no intercambiaron palabra alguna hasta que el mesero vino y les tomó la orden. Una vez que se fue Shinji Tazaki forzó una sonrisa. Sostenía con fuerza el anillo dentro de su bolsillo.

 

Deja de chaqueteártela, wey, acá hay carne. Y estallaron las risas como una burbujas de sangre. Ya estaban pedos, o al menos lo suficiente para no preguntarse por que el wey no volvía de orinar. Se seguro anda cagando. De seguro. O se lo chingó una pinche culebra y ya anda retorciéndose el wey. A la verga que sí. Se entendían sin palabras: aún si su plan fuera una mamada sin sentido y sacada de un lógica gorilesca Ulises y el May no podían echarse pa ‘tras. “Además yo traigo la pinche fusca y el que apunta primero gana, nomás la desatas rápido y se pelan, cabrón” “¿Y tú que vas a hacer?”, preguntó Ulises. Pero alguien había bajado la música. Vete a ver qué pedo con ese wey, ya se está tardando mucho, dijo alguien, y unos pasos desatinados se iban acercando.

 

“Mmm?”, dijo Sara distraída, “Pregunté como te había ido en la junta” “Este, ah, sí, la junta… pues estuvo bien, creo”. Sara se encogió de hombros. “No llegamos a mucho”. “Bien para una junta”, trató de bromear Shinji. Sara no hizo ningún gesto y se volvió de nuevo a la ventana. “Me refería a que cualquier junta se considera buena aún si no se llega a mucho. Ya sabes, porque son tediosas”. Tusuru dio un trago a su agua mineral. Los demasiados hielos se apretaban en el vaso, queriendo salir. Las burbujas ascendían y reventaban apenas tocaban el aire. ¿Estaré haciendo muchas preguntas? Mejor no hablo de su trabajo, quizá le estresa demasiado, pensó Shinji. “Y EntrQui” “Perdón, habla” “No, tú primero” y otro sorbo al agua mineralizada. Pero antes de que Sara dijera algo llegó el mesero con los platillos. Para Shinji Tazaki una pasta Alfredo sin mucha pimienta y poca crema, casi nada; para Sara únicamente otro Martini seco. “No pienso quedarme mucho, le explicó”. Shinji volvió a sonreír y le ofreció tomar de su plato cuanto quisiera si llegaba a cambiar de opinión. Sara apuntaló levemente la comisura de sus labios. O tal vez no, quizá solo Shinji creyó ver que Sara había sonreído. No podía estar seguro. Bajó la mirada hacía su plato y comenzó a comer.

 

Ni el grito alcanzó a dar, pero sí peló los ojos cuando la manaza del May hecha puño le dio en las meras narices. El wey quiso dar un paso hacia atrás pero se tropezó, el muy imbécil. Un segundo wey llegó corriendo, pero antes de que sacara la navaja, si es que traía, el May lo sentó de un putazo y se le fue encima, golpe tras golpe en la cara bien dado. El primer wey ya se levantaba y agarró del cuello de la playera al May, por la espalda, jalándolo hacía atrás. El segundo wey también se levantó dispuesto a chingárselo a puro putazo limpio, pos qué, para que dijeran que también sin navaja se rifaba. Pero esto ya no lo vio Ulises, que se había escabullido hasta el frente de la casa desde el lado opuesto. Hecha un bulto, su Ma seguía llorando arrumbada en un rincón como un mueble viejo. Ulises se agachó y le tocó la cara para hacerle saber que allí estaba y que estaba bien, pero lo cierto es que nada parecía estar bien, el propio Ulises se cagaba del miedo mientras le decía a su Ma que se levantara. Trató de pararla tomándola de las axilas y empujando hacía arriba como a los niños chiquitos. En su miedo olvidó al wey de la moto, que no se había ido con los otros a chingarse al May, sino que rebuscaba algo en el compartimiento trasero de su chingada moto. Por suerte Ulises se volteó a tiempo para esquivar la navaja, que más que navaja parecía un pinche cuchillo de carnicero o militar: largo, brillante, y aceitado, se veía que lo enceraba todas las noches saboreando la fantasía del día en que por fin pudiera picar a alguien con él, verle las tripas salir como a un cerdo, oírlo chillar como uno. El wey de la moto lo movía de una mano a otra con destreza. Ulises no lo hubiera perdido de vista aunque quisiera.

 

“Como has estado, Shinji?” La luz del restaurante se reflejaba con suavidad en la amplia frente de Sara. Shinji habría deseado besar esa frente como tantas otras veces. “Yo… me he sentido extraño” “Extraño?” “Sí” “¿Con nuestra relación?” “No, no hablo de eso”. Parecía que la luz de la lámpara sobre su mesa se hacía cada vez más intensa, quemándolo lentamente. Cada mesa tenía una lámpara propia, los pasillos estaban menos iluminados, casi en penumbras, por lo que daba la impresión de que cada mesa ocupada era un isla de luz solitaria, anclada a sí misma en un mar de tinieblas. Una vez que las parejas terminaban su cena, se levantaban y pagaban la cuenta,  la luz de su mesa se apagaba y los meseros podían recoger las sobras en silencio. “He sentido que he sentido”, dijo Shinji y no quiso fijarse en la reacción de Sara hasta que terminara lo que quería decir. “He sentido que he sentido,” repitió, “Y siento que ahora siento. Que verdaderamente siento. Que realmente soy capaz de sentir todo lo que el mundo siente. Ese abanico de sentimientos que a lo largo de una vida puede llegar a sentir, yo también puedo sentirlo.” Tomó un sorbo de agua mineral, aclaró su garganta. “Siento amor y siento celos. Siento decepción de que cancelaras la cita de la semana pasada. Sentí rabia al no poder verte. Sentí tristeza de no poder verte. Sentí como una llaga.  Aquí”, y posó un dedo sobre su pecho, “Una llaga que sangra interminablemente. Como una cascada que cayera en un río, y el rió desembocará en el mar. Todo de sangre.” Sudaba. Había alzado la voz. Seguro en las demás mesas lo escuchaban, pero no le importó. Tenía que seguir formando palabras, enumerar las frases que lo ayudarían a expresar lo que sentía. “Pero también siento amor. Es difícil explicarlo. Mi sangre palpita bajo mi piel cuando te veo. Es entonces que sé que te quiero. Que te quiero realmente, con sentimientos que son míos, que han salido de mí. Quisiera pasar contigo el resto…” “Por favor, para”, dijo Sara y apartó la vista hacía la ventana. Estaba llorando. Shinji Tazaki sacó el anillo de su bolsillo y se lo mostró. Brillaba como un pedazo de sol entre sus dedos. Sara lo vio un instante y se quitó las lágrimas de un manotazo, como hacen los niños hartos de llorar. “Por favor”, dijo Sara, “ya no hagas esto más difícil.”

 

Pareció que bailaran la noche eterna. El wey de la moto lanzaba el cuchillazo, algo torpe y lento, porque no te tomas cinco caguamas sin que te hagan algo; y Ulises lo esquivaba, entre más miedo más ágil. Su Ma había vuelto a ser un ovillo asustado y lloroso, bajito. Ulises dudaba de que siquiera se hubiera enterado de que venían por ella. Si me chingan todo va a valer madre: la van a violar y la van a tirar en cualquier perro rincón. Una embolsada más. ¿Y el May y yo? Alimento para los coyotes, si no es que un campesino me mira antes y me entierra para que no le echen la culpa a él. Esquivó por los pelos un cuchillazo que le habría rasgado el estómago. Por atención, cabrón, se decía, en cuanto se canse te agachas y agarras un piedrón y se lo estampas en la cara. ¿Dónde está el puto del May? Otro cuchillazo; este le alcanzó el brazo y harta sangre caliente sintió escurrirle entre los dedos. Trucha, cabrón, que si no te mueres. Pero no podía dejar de distraerse. Pensaba en lo que había dicho el May sobre irse, sobre dejar atrás todas estas mamadas de cholos y secuestros y madres que lloran y navajazos, salirse de esta mierda de porquería de agujero. Ulises pensaba hasta que tropezó y cayó de espaldas. El wey de la moto en un instante estuvo sobre él. Con la mano libre le metió un putazo a Ulises en el hocico para que se quedara quieto, con la otra levantó alto, muy alto la navaja que brilló blanca como la luna que se mecía en el cielo con una sola mano. Ulises alcanzó a vislumbrar como salida de una visión a la Chingada, el lugar donde iría a parar si salía de esta. Y no volver, no volver a este puto agujero, pensó antes de cerrar  los ojos. El primer navajazo le entró limpio al corazón.

 

“Terminaste?”, preguntó Sara. “Creo que sí”, contestó Shinji Tazaki, un poco agitado. Había puesto el anillo sobre la mesa, entre los dos. Sara miraba el anillo. Shinji miraba a Sara. Sentía en el pecho, no la liberación de una pesada carga como dicen que se siente al confesarse, sino la retinencia de algo, como si el vació de su pecho hubiera sido reemplazado con otra sustancia, lenta y grave como una miel oscura, que lo iba llenando hasta la satisfacción. Son los sentimientos, pensaba, son mis sentimientos: por fin estoy lleno. Sara lo miraba atenta. “Shinji, eres un chico muy dulce, lo digo en serio. Eres una criatura muy noble. Lo que has dicho es muy hermoso, agradezco que sientas todas esas cosas por mí, pero…”. De cierta manera, Shinji Tazaki ya había presentido lo que se acercaba. No lo deseaba, pero lo aceptaba. Así era el trato. Había decidido no refrenarse y aceptar el mundo con lo que viniera, con dolor o amor, con caricias o lágrimas. Sara seguía hablando pero él no escuchaba. No había caso, era el fin. “… y me alegro que hayas encontrado los sentimientos que creías perdidos. Pero, Shinji, tú no eres para mí, yo no soy para ti. Lo siento.” y al pronunciar esto Shinji se reclinó en su silla  hacía atrás, extendió los brazos en forma de cruz, levantó el rostro al techo, cerró los ojos y soltó un largo suspiro. Lo aceptaba todo. Fue entonces que su corazón estalló en sangre. Primero la tela de su camisa se desgarró repentinamente, exponiendo una llaga fresca y profunda, con una serpiente de sangre bajando lentamente por su estómago hasta derramarse en sus piernas. En varios puntos de su cuerpo sucedió lo mismo; una rasgadura, la llaga repentina y luego la sangre que salía a borbotones, intrépida, rápida, furiosa. Sus costillas se rompieron bajo una presión invisible, sus piernas se retorcían incontrolablemente y de su cuello se abrió una segunda sonrisa tan roja y caliente como la de Sara. Hasta del rostro pálido de Shinji Tazaki se abrieron llagas inmediatas por las que se le escapaba la vida; sus mejillas, sus labios, su frente, todo él sangraba, tiñendo de rojo su silla y la mesa. No hubo ruido ni queja que la risa burlona de la sangre corriendo. Sara ahogó un grito, se volteó y vomitó en el suelo. Alguien pedía a gritos una ambulancia, alguien llamó al gerente. Pero Shinji Tazaki aun no terminaba; de su pecho, tenía el corazón, una nueva llaga fue abriéndose y descomponiéndose más y más hasta ser más como un mordico arrancado que una simple cuchillada. Sara se levantó como pudo y se fue corriendo. Los comensales, unos se iban, otros se acercaban curiosos. Ninguno de ellos, ni siquiera Sara, pudo saber jamás que Tusuru Tazaki había muerto en completa paz consigo mismo.

 

Un balazo le voló media cara al wey de la moto. Se derrumbó a un lado como un costal lleno de piedras, sangrando despacio su muerte instantánea, en silencio. El May se acercó a Ulises. Le dolían los putazos, aquellos weyes lo habían molido sabroso pero al final estaban pedos así que él se los acabó chingando. Lo que el May temía era haber dejado solo a Ulises, ese wey no era de fiar y menos en los chingadazos. Con que no le haya pasado nada, pensaba el May, y casi gritó de espanto cuando vio al wey de la moto encima de Ulises, acuchillándolo desenfrenadamente como un loco. Apenas y por puro instinto había sacado la pistola y se lo había tronado. Su Ma ya no lloraba, solo veía a Ulises con los ojos muy abiertos y llorosos, pronunciando mihijitos en voz baja. El May quiso llorar nada más verla pero se acercó a  Ulises y se arrodilló ante él. La noche se había hecho mas espesa y sofocaba la luz de la casa abandonada. Palpó a Ulises para ver si de puro milagro seguía vivo, entonces agarraría una de las motos y en chinga lo llevaría al hospital comunitario para que lo atendieran. Pero no le encontró heridas, no le encontró nada. Nada que no fuera un cuerpo flaco, asustado y llorón. Ulises abrió los ojos y vio al May chillándole sin vergüenza, con la cara destapada. Se levantó y chilló con él. Su Ma, sería por ver a sus hijos abrazados o porque subconscientemente entendió que todo había terminado, volvió en sí y se acercó a ellos, a chillar felizmente un poquito más. Chillaron hasta que se cansaron, hasta que solo hipos ahogados y forzados les salían brincando de la garganta. Entonces entre los dos levantaron a su Ma, uno de cada lado, consolándola con caricias mudas. La noche parecía abrirse mientras más se alejaban de la casa grafiteada y se acercaban a la carretera. Ulises seguía llorando a llama viva, aunque se aguantara las ganas no hubiera podido dejar de hacerlo; las lágrimas le brotaban solas sin que pudiera o quisiera hacer algo para detenerlas. “¿Qué traes, cabrón?”, le preguntaba el May. “No sé, no sé” contestaba Ulises entre sollozos. “Cálmate, pues, chaparro”, fue nomas el susto, ese wey no te hizo nada. Aunque ni May o su Ma podían explicarse como era eso posible. Pero Ulises no lloraba por el wey de la moto, ni por su Ma, y siendo sinceros, ni él sabía las razones del por qué lloraba. Solo las sentía; se le agolpaban en el pecho unas ganas irrefrenables de llorar, nacidas allá, lejos, en otro pecho, justo como si le hubieran roto el corazón.



 

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