El páramo
Seudónimo:
Abril
Antes todo esto era un vergel. Mi padre contaba que en el
rio abundaban los camarones y las truchas, que la carretera se abría paso entre
el monte de donde brotaba el canto alegre de las aves. Eso fue en los años
cincuenta del siglo pasado. Entonces tenía menos edad de la que hoy tengo yo y
ni se imaginaría que el mundo terminaría así.
Yo todavía llegué a ver el rio límpido. En los veranos de
mi infancia solíamos bañarnos con mis amigos en sus aguas tranquilas y
transparentes. De las chacras cercanas robábamos frutas. Bañarnos, estar con
las panzas llenas echados sobre las piedras redondas y pulidas de cara al sol.
¡Era el paraíso! Después todo comenzó a cambiar, los ríos se desbordaban por
las lluvias continuas, parecía el fin del mundo. La naturaleza está loca,
decían. Primero fue El Niño, después La Niña, al final el calor y el frío
extremos. El virus terminó rematándonos. Cruzando las fronteras era peor:
nieve, tormentas y tornados donde nunca los hubo. En un lugar no caía ni una
gota de agua, en otra llovía como en los tiempos de Noé.
Desde un promontorio el cauce del rio seco se asemeja a
una larguísima serpiente verde petróleo. Parece una cicatriz abierta en medio del
páramo, o en la espalda de una mujer. O en su vientre.
***
Cachorro husmea debajo de las piedras. Lo único que
encuentra son unos sapos oscuros, casi negros, que aún no me atrevo a comer.
Tampoco los mato, pues debe haber gente que sí se alimenta de ellos. Si se han
atrevido a comer carne humana, con gusto se comerán unos inofensivos sapos, a
menos que sean venenosos.
Allí está nuestro platillo principal: una iguana que toma
el sol con tanto ensimismamiento que no nota nuestra presencia. Cachorro ni
ladra pues se arriesga a quedarse con la panza vacía.
Saco una flecha, la coloco en el arco, estiro la cuerda y
apunto. Es un bello ejemplar. Lástima que tenga que terminar en nuestros
estómagos. Su garganta se dilata y contrae. Ni parpadea. Disparo. La presa
escucha el zumbido, mueve la cabeza como viendo para dónde escapar. Cuando ha
decidido correr a su izquierda, al fin, la flecha se le clava en el corazón. Ha
sido un tiro certero. Toda la escena no ha durado más de dos o tres segundos.
Ahora sí Cachorro ladra de alegría.
Amparados bajo la escasa sombra del esqueleto de un
molle, prendo una fogata y Cachorro y yo contemplamos cómo la iguana se va
dorando. El aroma que despide es delicioso. Ante la falta de agua, hemos bebido
su sangre para mitigar la sed. El sol calienta con tanta furia que el aire que
respiramos parece fuego y siempre tengo la garganta reseca. La enorme lengua de
Cachorro luce cuarteada y con llagas.
Comemos. La carne de la iguana es como la de algunos
peces, suave y casi insípida. Este es nuestro menú principal, aparte de los
gusanos que encuentro en los troncos. En mi vida pensé que iba a comer
semejantes bichos, pero qué hago, es lo que hay. También hay serpientes, perros
salvajes, pero hasta ahora no los hemos probado. Y los carroñeros, pero esos no
se comen. Dicen que causan mutaciones, enfermedades. Se dicen tantas cosas,
como por ejemplo que ante la falta de comida la gente se empezó a comer entre
ellas. Primero a los que acababan de morir, siguieron los que estaban débiles.
Después a los viejos y niños. Por último, los más fuertes se comieron a los que
no podían defenderse. Se están comiendo a la gente, me decían los que me
alcanzaban en la huida. ¿Los perros?, pregunté. No, otros humanos. Se han
comido todos los animales y las plantas y ahora se están comiendo entre ellos.
Después aparecieron los carroñeros para dar cuenta de los cadáveres que nadie
se atrevía a tragar.
***
El horizonte parece una lámina de acero donde reverbera
el sol. Lastima los ojos mirarlo directamente.
Un día dejó de llover. Nos alegramos pensando que nos
habíamos librado de los huaicos. El siguiente verano fue lo mismo y las
reservas de agua se empezaron a agotar. Restringieron su distribución mientras
montaban las plantas de desalinización traídas del extranjero. Primero nos
daban veinticinco litros de agua por casa, después veinte, después quince,
después apenas diez litros al día. Era insuficiente para cocinar, lavar la
ropa, beber, asearte. Aunque aprendí a utilizar lo indispensable, diez litros
al día no bastaban, hasta para mí, que entonces ya vivía solo. Éramos millones
y el agua procesada parecía una gota ante nuestras necesidades. Vino el caos.
El fuego.
La ciudad empezó a arder. Los cadáveres eran quemados
porque no había dónde enterrarlos ni quién lo hiciera por temor al virus que
asoló el mundo hace unas décadas. Hasta que una chispa saltó sobre material
inflamable y el fuego se propagó con rapidez.
Parecía que las llamas iban a arrasar todo. Desde las
alturas veía arder la ciudad. Se asemejaba a un ocaso permanente. ¿Así ardería
Roma? A veces las oleadas de calor llegaban hasta mí y temía morir
achicharrado. La gente escapaba en desbandada como de esas ciudades donde
explotaron los reactores nucleares o donde el virus daba cuenta de todos sin
discriminar a nadie. Persona que caía, era abandonada a su suerte.
Después del fuego llovió ceniza: una capa negra que, al
solidificarse, fue como el asfalto, cubrió gran parte de la tierra matando casi
toda forma de vida vegetal.
***
A veces pienso que estoy en uno de esos planetas que los
hombres se lanzaron a colonizar ante la inminente catástrofe del nuestro. Pero
no encontraron agua pese a su semejanza con la Tierra. Y sin agua no hay nada.
Ni el oro ni el petróleo ni el gas se beben. Al principio de la crisis la gente
saqueaba los bancos, los centros comerciales y se llevaba el dinero, la ropa,
los televisores, hasta los autos. Antes podían comprar todas las botellas de
agua que les diera la gana, pero después no encontraron ni una gota así
tuvieran todo el oro del mundo. Beber agua de mar sin ser tratado era peor: la
sed posterior enloquecía, abrasaba las tripas, la sangre.
Menos mal que en el interior aún sobrevivían los últimos
ojos de agua que calmaron mi sed y la de Cachorro mientras nos adaptábamos a
este nuevo mundo, mientras aprendíamos a beber sangre de los animales que
cazábamos, a beber nuestros orines –menos salino que el agua de mar–, a
embutirnos tempranito los brotes de hierbas antes que el sol los calentara y
nos provocara cólicos.
Me imagino que con el tiempo el sol quemará más y todo
será peor, hasta las alimañas que nos sirven de alimento desaparecerán, los
arbustos se secarán, el frío de la noche nos dará el tiro de gracia y los
últimos hombres, que aún sobrevivimos, nos extinguiremos. Entonces la Tierra se
convertirá en un planeta inhóspito como en el principio de los tiempos.
Por eso tenemos que cruzar la montaña. Al otro lado la
situación debe ser mejor que en este, creo, tengo la esperanza. ¿Llegaremos? La
montaña se ve tan lejana, el sol refulge en sus picachos blancos. Si aún están
cubiertos de nieve, ¿por qué no baja ni una gota de agua por el rio?
***
Añoro el mar. A veces pienso que debí marchar hacia el
oeste, como mucha gente, pero entonces mis posibilidades de sobrevivir habrían
sido mínimas. Habría terminado en el estómago de alguien más fuerte que yo.
Recuerdo el último verano que pasé frente al mar en
compañía de María. Íbamos de noche a la playa. El mar oscuro, el ruido de las
olas, el chillido de alguna gaviota extraviada. Nosotros cantando a todo
pulmón. Era feliz entonces. Éramos. Soñábamos con un futuro juntos.
***
Podría pasarme el día caminando pero el calor no lo permite
pese a que me cubro la cabeza con un sombrero viejo y tengo el cabello largo,
igual la barba. Si caminara todo el día, seguro estaría más cerca de la
montaña.
En un tiempo nos advirtieron que no nos expusiéramos al
sol entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde porque la radiación
ultravioleta era alta. Cada año se hacía más alta, más peligrosa, tanto así que
nos prohibieron ir de día a la playa.
Me gustaba tumbarme bajo el sol cuando estaba en la
universidad. Es malo, me advertían, te vas a llenar de arrugas antes de tiempo.
Te va a dar cáncer a la piel.
Radiación cada vez más intensa, lluvias como en los días
de Noé, sequías, noches de frío insoportable, un virus letal. Eran señales de
lo que se avecinaba, advertencias que no quisimos tomar en cuenta. Muchos
creían que el fin del mundo sería como en las películas de Hollywood: tornados,
olas gigantes, lluvia de fuego, la tierra descontrolada, sismos, hielo. De las
grietas saldrían monstruos, zombis, hasta nos invadirían extraterrestres. Pero
siempre los finales eran felices. Acá no hay final feliz. Esta no es una
película de Hollywood.
***
No hay animales a la vista. Todos habrán sido aniquilados
por las lenguas de fuego, por la falta de alimentos, por la sed. ¿Qué podrían
comer en estas tierras baldías? Ni las cucarachas han sobrevivido. Siempre nos
decían que serían las únicas sobrevivientes de una hecatombe nuclear, pero se
equivocaron.
***
Cachorro mueve la cola con insistencia y sin ladrar, como
le he enseñado a hacer cuando el peligro acecha. Nos agazapamos entre las
rocas. Aguzo los sentidos tratando de detectar la presencia de algún lobo
solitario pero no percibo nada. Debe de haberse quedado quieto para cazarme en
un descuido mío. Empuño la lanza y espero. Esperamos. Menos mal que tengo con
qué defenderme. Aunque son armas rudimentarias, hasta ahora me han servido para
repeler los peligros a los que nos vemos expuestos. Acá, si no tienes un arma,
terminas en el estómago de los carroñeros. Los lobos solitarios son carroñeros
que andan solos. Son más astutos y, por lo tanto, más peligrosos. Pero, si
saben que estás armado, lo piensan dos veces antes de atacarte. Ellos también
tratan de sobrevivir.
Esperamos un poco más y, al no percibir ningún movimiento
sospechoso, nos ponemos en marcha. Vamos por la llanura, apartados de las peñas
y los farallones para evitar las emboscadas. Ostensiblemente manipulo mis armas
como para que nuestro enemigo, que debe estar observándonos agazapado en algún
lugar, sepa que no seremos presas fáciles. Mataremos antes de morir, venderemos
caro nuestros pobres pellejos.
***
Según la posición del sol, es mediodía, ¿pero de qué día,
qué mes, qué año? Fue en el 2020 en que empezó todo esto… ¿Llamarlo el fin del
mundo? En todo caso un fin del mundo a cuentagotas planeado por una mente
siniestra. ¿Cuántos años han pasado desde entonces? En algún momento perdí la
cuenta. El 2036 mi madre debió de cumplir un siglo de nacida. ¡Cien años! ¿Cómo
sería si viviera? Estaría arrugadita, frágil.
Mi padre diría que es el apocalipsis. ¿Y si lo es?, ¿si
Dios está esperando que el último hombre expire para levantar a los muertos y
hacer el Juicio Final?
***
Orino. Lo junto en una botella. Es un líquido turbio.
Será por falta de agua y de estar camine y camine. Antes nos decían que
debíamos tomar mínimo tres litros de agua al día para mantenernos saludables.
Con el tiempo apenas bebíamos lo indispensable para no secarnos como las
plantitas sedientas.
A mi orine le damos buen uso: antes de que se enfríe lo
bebemos. Frío tiene un sabor pésimo. Tibio se parece a la cerveza artesanal que
solía beber con María. Cachorro también bebe. Menos mal que no se hace ascos.
¿Sabrá que es pichi?
Visto harapos. O como un salvaje: apenas un taparrabos
cubre mis vergüenzas. Aún tengo pudor como para andar desnudo, aunque es raro
encontrarme con alguien. Para las noches, cuando la temperatura desciende bajo
cero, tengo una frazada vieja rellena de bolsas de plástico que conservan bien
el calor. Las bolsas de plástico son las que más abundan, lástima que no se
coman.
Si sigue quemando así, la tierra terminará por fundirse.
***
He cruzado un pueblo fantasma. Algunas casas parecían
haber sido abandonadas precipitadamente. No encontré nada de comer. Esto es
peor que Chernóbil, que Hiroshima y Nagasaki.
***
Hace unas semanas dos mujeres me dieron alcance. Eran una
mujer madura y una chica. Me les acerqué y la mayor sacó un revólver y amenazó
con dispararme si no me largaba. Mi aspecto de salvaje debe de haberla
intimidado. A ella, porque la chica lucía tranquila, aparentemente. Solo
miraba. ¿Serían madre e hija? La mujer era gorda y cojeaba. Tenía un zapatón de
hombre en un pie y en el otro una chancleta. También vestían harapos. No sé por
qué la gorda se sintió amenazada si no pensaba hacerles daño. Ni me dio tiempo
de explicarles mi situación. ¿Me confundieron con un carroñero? Pero yo camino
en dos patas y no tengo colmillos. ¿Adónde irían? Así como estaba la gorda, no
creo que lleguen lejos. O las estoy subestimando. Si han logrado sobrevivir al
caos de la ciudad, pueden seguir haciéndolo acá con un poco de ingenio.
***
He llegado a la central hidroeléctrica donde alguna vez
trabajó mi padre en tiempos de la guerra. Antes rebosaba de agua. Ahora está
seco. El agua venía por un túnel que cruzaba la montaña.
Oscurece y nos guarecemos en el torreón donde mi padre
realizaba su labor de vigilancia. Él cuidaba en las noches. Mi hermano y yo le
traíamos la cena. Subíamos a eso de las seis y nos volvíamos un par de horas
después. No le temíamos a la oscuridad ni al camino que se abría al filo del
abismo. Ahora no me atrevería a caminar de noche.
Vuelvo a pensar en la gorda y en su hija. Imaginemos que
les dé alcance y me traten bien… Me rio: la gorda ya me advirtió lo que me hará
si me vuelve a ver, pero nada pierdo imaginando. Además, siempre van a
necesitar un hombre que las defienda, que les provea alimentos cuando se les
acaben las balas… Las estoy subestimando: si llegaron hasta acá, no solo ha
sido cuestión de suerte. Cuántos peligros habrán tenido que sortear, como yo.
Cachorro se mueve, inquieto, y yo me pongo alerta. Atisbo
por el ventanuco, pero está tan oscuro que no se ve nada. Este lugar es una
ratonera si es que me atacara una jauría de carroñeros. La única ventaja es que
estoy armado y ellos solo tienen sus garras y colmillos.
Pasan los minutos, y nada. Falsa alarma, pero siempre hay
que estar alertas.
Pienso: solo tengo que preocuparme por mí y por Cachorro.
Si tuviera mujer, hijos, padres, hermanos, tendría que estar pendientes de
ellos para que no les pasara nada.
Hace tanto que no estoy con una mujer que hasta he
olvidado la textura de una piel femenina, la forma de sus curvas y sinuosidades,
el perfume que emana de sus pieles a la hora de ser amadas. Ahora solo me queda
recordar.
***
Soñé con mi madre, aunque no recuerdo qué. Estaba
contenta. Llevaba la chompa rosada con flores grandes de color morado que
siempre se solía poner. Después de su muerte yo fui el que se quedó con sus
ropas. No quise que las regalaran a un asilo. No me imaginaba a otras mujeres
con las prendas que un día llevó puestas. Sería una afrenta a su memoria. Su
memoria es sagrada para mí.
Bebemos mi orine y me lavo la cara. Aprovecho la mañana
para llenarme el estómago con los brotes tiernos de las escasas plantas que
sobreviven en el páramo antes de que el sol las recaliente y se hagan difíciles
de tragar. Están frescos, algunos conservan unas minúsculas gotas de rocío.
Pienso: si hay plantas que aún sobreviven en este infierno, es porque de alguna
manera se agencian de agua, quizá de un rio subterráneo o de las nubes… pero no
hay nubes a la vista. Debe de ser de la humedad nocturna. Tendría que fabricar un
atrapa humedad. Si pudiera acceder a Google sabría cómo hacerlo.
Emprendemos la marcha después de comer un trozo de carne
seca. Tenemos que ganar distancia antes que el sol nos achicharre.
***
Hemos llegado a una planicie poblada de enormes rocas
talladas en forma de animales y cabezas humanas. El lugar es inhóspito, incluso
más que el páramo que conocemos hasta ahora pues no hay ni un abrojo seco para
hacer una fogata. El viento helado ulula al pasar entre los roquedales. Hay una
gigantesca cabeza que, vista desde diferentes puntos, muestra los rostros de un
cholo (Túpac Amaru), un blanco, un chino (parece Mao Tse-tung), un negro (Obama
o Michael Jackson cuando tenía su color original) y hasta el de un piel roja, o
apache, o siux, que podría ser Toro Sentado o Gerónimo.
Recuerdo que en las afueras de la capital hay una meseta
con figuras pétreas donde la gente iba a acampar aprovechando los feriados
largos. ¿Será este? Algunos decían que esas figuras fueron talladas por la
erosión del viento. Otros, que las hicieron los extraterrestres. Pero los
extraterrestres no existen, pero tampoco el viento pudo hacer la figura de un
sapo, o esa cabeza de múltiples rostros, con tanta perfección. ¿Lo hicieron los
hombres? ¿Pero qué gracia tuvo venir hasta acá para hacer esas esculturas?
¿Para trascender? ¿Por eso también harían las pirámides, las líneas en el
desierto, la ciudadela sagrada, la gran muralla, escribieron libros, pintaron,
crearon melodías?
Cachorro les ladra a las figuras de piedra. Si no supiera
que son material inerte, hasta yo les tendría miedo. ¿Cuánto tardará un
escultor en desbastar un bloque enorme para darle una forma determinada? Pero
en las figuras no hay marcas de puntas, de golpes. Es como si hubieran amasado
la roca como al barro. O el viento las pulió para darles esa textura. En mil
años lo pudo hacer. Si una gota de agua horada una piedra gota a gota, el
viento podría hacer lo mismo. Para ellos el tiempo es inexistente.
Oscurece y buscamos refugio entre las rocas. Me
arrepiento unas horas después cuando la temperatura baja tanto que tengo que
ponerme de pie y hacer ejercicios para no terminar con hipotermia. Si no
estuviera tan oscuro, intentaríamos bajar por el lado opuesto al abismo, pero
la falda de la montaña está llena de rocas sueltas y un mal paso me rompería el
alma, o podría provocar una avalancha de la cual no saldríamos bien librados.
Doy vueltas y vueltas en torno a las rocas. El cielo está
tachonado de millones de estrellas. Es la primera vez que veo un cielo así.
Trato de recordar los versos de aquel poeta que escribió Puedo escribir los versos más tristes esta noche… ¿Qué seguía? ¿En noches como esta la quise?... Alguien
canta… ¿Ella también me quiso? Recuerdo a María, la última mujer que quise.
Nos estábamos conociendo, y pasó esto. ¿Estará viva? No contestó mis últimos
mensajes, no pude llamarla porque no había línea. Después el cargador solar de
mi celular se rompió y no he podido conseguir otro. ¿Habrá muerto o estará
deambulando en algún lugar de este páramo? No pude hacer nada por ella y eso me
pone triste. En mi celular tengo fotos y videos de ella.
Las estrellas van desapareciendo a medida que el paisaje
y las figuras pétreas van tomando forma. Me he pasado la noche caminando, mis
piernas todavía son fuertes. Tienen que ser fuertes para cruzar la montaña. Si
no lo hacemos, estoy seguro que no viviremos para contarlo.
Comemos unos trozos de charqui y empezamos el descenso.
Hay que hacerlo con cuidado para no resbalar o meter el pie en un hueco, o
provocar una avalancha. ¿De acá acarrearían los bloques para esculpir esas
figuras? Se necesitarían grúas, o cientos de hombres para levantar una de esas
moles. O quizá ocupaban la meseta y al limpiarla las arrojaron acá. Tendrían
que haber trabajado como hormigas. ¿Pero para qué limpiarían la meseta? ¿Para
que aterrizaran las naves extraterrestres, como dicen algunas teorías?
Casi al anochecer llegamos a la base. Encontramos dos
túneles. Son enormes y no se ven el final. Deben ser los que hicieron para
trasvasar agua a la costa cuando allá empezó a escasear. Pero fue por gusto.
Nuestro vecino del este se nos adelantó y se apropió de las aguas del
larguísimo rio que compartíamos.
Acá tampoco hay con qué hacer fuego para calentarnos.
Buscamos un refugio y nos acostamos con los estómagos vacíos.
***
Encuentro huellas en el polvo. ¿Serán de la mujer del
revólver y la chica? Las marcas de los zapatos distintos son irregulares como
si su dueña cojeara. Quizá se torció el tobillo como yo cuando visité mi pueblo
con mi madre por única vez. Había terminado la guerra y recién pudimos viajar.
Durante la guerra los extraños eran considerados sospechosos de pertenecer a
uno u otro bando y eran asesinados, o desaparecidos. Mamá siempre soñaba con
volver a su pueblo. Esa fue la penúltima vez que lo hizo. En ese entonces
fuimos con mi sobrinito de cuatro años. Salimos de la ciudad con las primeras
luces del alba. Yo llevaba cargado al niño. Jamás imaginé que el camino se nos
haría difícil, sobre todo cuando tuvimos que subir una montaña. Si no fuera por
la ayuda que nos brindó un primo, a quien encontramos por casualidad en el
trayecto y se echó en los hombres al niño y nuestro equipaje, jamás habríamos
llegado, no solo porque pisé mal y me torcí el tobillo, sino porque mamá no
recordaba el camino. En veinte años de ausencia el paisaje se le hizo
irreconocible.
Llegamos a nuestro pueblo casi al anochecer. Había sido
devastado por la guerra, de la casa de mi madre solo quedaban los cimientos de
piedra y barro. Ya no estaban sus padres ni sus hermanos. Cinco años después
volví. Para entonces mi madre transitaba por otros mundos. Recién sentí la
soledad de su ausencia, lo que ella debió sentir al regresar al lugar donde pasó
su niñez y juventud y no encontrar a las personas a las que amó… Una iguana, ¿o
camaleón?, interrumpe mis recuerdos. Es enorme como Cachorro y tiene franjas
anaranjadas en el lomo plateado.
Alisto el arco y la flecha con sigilo. Si la cazo, tendremos
comida en abundancia para unos cuantos días y sangre para beber hasta
saciarnos.
Apunto y doy un par de pasos más hacia nuestra presa. Si
su garganta no subiera y bajara, parecería una de esas estatuas de la meseta.
Disparo.
¡Mierda, erré el tiro! La iguana echa a correr y nosotros
detrás suyo. Cachorro ladra. Le arrojo la lanza y también fallo. Agarro una
piedra. Cachorro se le adelanta y le cierra el paso. La iguana no sabe si ir a
la derecha o a la izquierda, o retroceder, o lanzarse contra Cachorro. Le tiro
la piedra. Da un brinco. Le tiro más piedras. Agarro un palo y le doy golpes en
la cabeza hasta dejarla aturdida. La remato. Se queda quieta de cara al sol. Su
garganta deja de contraerse y dilatarse.
Debe pesar unos cinco kilos. Le corto el cuello y la
sangre mana en abundancia. La bebemos antes de que se enfríe y espese.
La abro en canal con mi cuchillo y a Cachorro le doy las
vísceras. Encuentro bolsas de plástico entre sus tripas. Corto la carne en
lonjas para hacer charqui. Prendo un fogón para cocinar algunos trozos. Nos
vamos a dar un buen banquete. Si tuviéramos papas fritas y ensalada, sería una
comida de reyes. Pero hay que disfrutar lo que hay, ya vendrán tiempos mejores
y esto será solo una anécdota, un mal recuerdo.
Es una carne sabrosa. La disfrutamos. Quizá estamos mejor
que muchos de los que aún sobreviven en este páramo. Pienso en las dueñas de
las huellas. No he visto humo en toda la mañana, quizá no saben prender fuego o
no tienen qué cocinar. Pero tienen un revólver…, pero quizá no lo saben usar. O
ya están tan lejos que no se escucha la detonación ni se ve el humo del fuego
que hacen. O comen la carne cruda para no llamar la atención de los carroñeros.
Aprovecho el fuego para calentar la punta de mi lanza
para pulirla porque golpeó en una piedra y se acható. Hay que tenerla lista
para clavarla en el enemigo si las flechas son insuficientes. Si pudiera
conseguir otro cuchillo lo utilizaría como bayoneta. Debo tratar de conseguir
un fierro y sacarle punta. Sería un arma letal.
La mañana se ha terminado rápido entre cazar a la iguana,
cocinarla, comer, hacer charqui y tomarnos una siesta. Hace tanto calor que es
imposible dar un paso más sin sofocarse.
***
Un verano padecimos por primera vez la falta de agua.
Llovió intensamente y no se pudo tratar el agua del rio debido a la cantidad de
barro que contenía. Las botellas de agua desaparecieron de los supermercados.
La ciudad quedó desabastecida. Empezaron a repartir agua en camiones cisterna.
Tuvimos que hacer malabares para que el agua nos
alcanzara para todo. Con el agua que habíamos lavado el arroz lavábamos las
papas, las zanahorias, los camotes, luego lo echábamos en el wáter o a las
plantitas para que no se secaran. Comíamos en platos descartables. Me bañaba, o
lavaba, solo con una jarra de agua. Primero me lavaba la cabeza, la cara y las
axilas, después me ponía de cuclillas en la tina para lavarme las partes
pudendas. Lo que quedaba también servía para el wáter. Tratábamos de no
desperdiciar ni una gota. El mayor problema era para lavar la ropa. Yo tenía mi
“bacinica” hecha con botella descartable. Mi mamá se rio cuando vio la primera
que me hice: si tus colegas te vieran, decía, se reirían: un maestro orinando
en botella descartable. En un día y una noche llenaba una botella grande que
también servía para echar al inodoro. Recordando eso empecé a darle la utilidad
que le doy ahora.
Había bastante agua en el rio y no se podía utilizar.
Tampoco lo del mar pues estaba lejos y el tránsito estaba interrumpido.
Cada año fue de mal en peor. Llegó un momento en que el
gobierno empezó a racionar el agua. Al final ya no hubo ni para darnos una
gota.
Hubo un tiempo en que mi padre fue literalmente dueño del
agua. O del agua de un pozo. Fue cuando trabajaba cuidando el terreno de la
ladrillera cuyo dueño era un judío. Le dieron una casa. Al costado de esta
cavaron un pozo para que se abasteciera de agua.
Más allá del terreno que cuidaba mi padre se extendía un
poblado en las faldas de un cerro por donde no pasaba la acequia. Era un lugar
polvoriento, gris, aunque no tanto como este páramo. No recuerdo si hasta allí
llegaban los camiones cisterna. La gente venía a sacar agua de “nuestro” pozo
porque les resultaba más barato. La utilizarían para beber, con el agua de la
acequia lavarían su ropa, quizá hasta se bañarían. Venían a cualquier hora con
sus baldes y sogas y al judío no le gustaba eso. Prohibió que la gente sacara
agua. Pero la gente siguió viniendo. Lo hacían temprano o en las noches,
también los domingos cuando no había trabajadores que fueran con el chisme al
judío, como les había aconsejado mi papá. Él era cristiano. ¿Acaso el pozo se
va a secar?, decía. Si se seca, se cava más profundo, y asunto arreglado.
Una vez me bajaron
para sacar los baldes que se habían caído. Iban a bajar a mi hermano menor pues
pesaba menos que yo, pero tenía miedo y no quiso. Me ataron con dos sogas y me
descendieron entre dos o tres personas.
Gracias al pozo tuve mis primeras experiencias eróticas.
Siempre venían unas chicas a sacar agua. Una de ellas tenía un polo escotado y,
cuando se inclinaba para jalar el balde, su escote dejaba a la vista más de lo
que un chico de mi edad podía imaginar. ¿Se llamaba Celeste o mis recuerdos la
llaman así porque casi siempre llevaba un polo celeste? Su polo celeste
escotado. Celeste. ¿Estuve enamorado de ella? Supongo. También supongo que era
mayor que yo, tendría catorce o quince años. O quizá más, por el tamaño de sus
pechos, o a esa edad todos los senos me parecían grandes, exuberantes. Solo me
dedicaba a contemplarla. Creo que nunca me dijo hola ni me dio las gracias por
el agua. O lo hizo, pero no lo recuerdo. Ahora, si es que vive, ya debe peinar
canas y sus tetas estarán aguachentas.
***
Desde hace días sigo las huellas. Están grabadas con
claridad en el polvo. Las sigo con cautela para no llevarme una sorpresa.
Cachorro igual. Sabe comportarse a la altura de las circunstancias. ¿Qué
sucederá cuando uno de los dos muera? Yo lo enterraré, ¿y el qué hará con mi
cadáver?, ¿dejará que sea pasto de los carroñeros?
Ladra. Sigo su mirada: a unos veinte metros de nosotros
hay una culebra amarilla y brillante. Debe medir casi un metro y medio. Saco
una flecha y la coloco en el arco. Cierro un ojo y apunto. Disparo. La flecha
cruza el espacio con un zumbido. Acierto. Herida, la culebra intenta escapar.
La alcanzo y le hundo la lanza en la cabeza. Se revuelve, se enreda en la
lanza. Hundo el arma con más fuerza hasta que por fin se queda quieta. Le corto
la cabeza.
Recuerdo la vez en que a mi sobrinito casi le pica una
culebra. Tío, araña, me decía en su media lengua. Tendría tres o cuatro años.
Yo estaba en mi cuarto, a un paso de un cuarto a medio construir donde estaban
jugando los chicos. Volvió a decir tío, araña. Ante su insistencia salí a ver:
había una culebra en la pared, justo debajo de la ventana donde estaba sentado,
o parado. La culebra estaba pegada en la pared como una tira de limpia tipo.
Después de matarla, la medí: setenta centímetros de punta a punta. Repuesto de
la sorpresa, agarré el escobillón de madera, con el cual limpiaba mi cuarto, y
de un solo golpe la puse fuera de combate. ¿Cómo supo mi sobrinito que era una
alimaña peligrosa? La vería en una de esas películas que les compraba a él y a
su primo para que se entretuvieran. Si no lo hubiera sabido, quizá la habría
agarrado. La culebra terminó en la panza de los gatos. ¿Todas las culebras son
venenosas?
A esta la despellejo y corto en trozos. También encuentro
bolsas de plástico en su vientre. Guardo su grasa porque es buena para el dolor
de las articulaciones. Quizá un día no muy lejano la necesite. Con el resto,
Cachorro se da un buen banquete. Yo todavía no me atrevo a comerlas.
***
Saco la flauta que hice de una tibia y toco las melodías
que enseñaba en el colegio. Fui profesor de arte, enseñaba a pintar, actuar,
cantar, como para que los alumnos estuvieran felices. Aunque tengo mala voz,
les enseñaba a cantar con karaoke mis canciones anticuadas. Encontré algunos
talentos: Jazmín, Daniela, Matías y una chica cuyo nombre no recuerdo.
Pocos alumnos han quedado en mi memoria.
***
El viento me trae un tufillo a podrido. Cachorro también
lo percibe. Tengo que hacer malabares para que no se eche a correr tras el
hedor. Tengo miedo de que termine convertido en un perro carroñero.
El hedor se hace más intenso. Alguien habrá muerto de
hambre, de cansancio, de insolación o de sed, pienso. Si existieran los
buitres, el cielo estaría lleno de ellos. Los que aparecerán en cualquier
momento serán los carroñeros atraídos por ese “perfume” tan exquisito a sus
finos olfatos. Tenemos que alejarnos de acá si no queremos terminar en sus
panzas.
Encuentro el cadáver. O Cachorro es el que lo hace. Es el
de la mujer del revólver. Está entre unas rocas como si hubieran intentado
ocultarlo. Pobre mujer. Está hinchada y morada, sus tetas parecen pelotas. Debe
tener dos o tres días de muerta. Qué raro que los carroñeros no lo hayan
devorado. Quizá no andan por estos lares, a menos que quieran comer polvo.
¿Dónde estará la chica que la acompañaba? ¿Ella la mató?
Me fijo en la planta de sus pies descalzos: tiene
ampollas. Quizá ya no pudo dar un paso más y le pidió a la chica que la dejara
porque con los pies en ese estado le sería imposible continuar. Me sucedió al
principio, después las plantas de mis pies se volvieron duras como el cuero
viejo.
Encuentro las huellas de la chica: son recientes. Las
sigo. ¿Y si mató a la mujer para librarse de ella? ¿Pero librarse de qué? ¿La
mató con el revólver? No he escuchado una detonación en los últimos días. Pero
con una piedra también se mata. Y con un golpe de palo en la nuca. O no dando
de comer.
Otras huellas hay sobre las de la chica. Son cuatro. Y
son pezuñas. ¡Un lobo solitario!
Nos apuramos. ¿Ya le habrá dado alcance? ¿Por qué no se
comió el cadáver? Quizá pensó primero mato a la chica y después me doy un banquete
con las dos. Debe ser un lobo solitario que las estuvo persiguiendo hace días
esperando que mueran, o que estuvieran débiles para atacarlas. Quizá vio que
tenían un revólver y por eso tomó sus precauciones. O quiere copular. He
escuchado que los carroñeros, si no están muriéndose de hambre, primero violan
a sus víctimas. Estas bestias, además de comida, buscan satisfacer su apetito
sexual. Todavía tienen algo de humanos.
Me apresuro. Nos. Empuño la lanza con firmeza por si me
tiende una emboscada cuando su finísimo oído le advierta que lo están
persiguiendo y decida atacarme y dejar a la chica de postre.
Allí están: la chica lo está apuntando con su revólver.
El instinto del carroñero le advierte que no debe dar un paso más porque “eso”
con que le apunta la chica lo puede matar. Es la misma situación de mi
sobrinito con la culebra.
Está tan concentrado en su presa que no se ha dado cuenta
de nuestra presencia. Ella, sí. Antes de alistar el arco y la flecha, me he
puesto el índice derecho sobre los labios para que no haga nada que nos delate.
Pero sus ojos puestos en nosotros lo hacen. Entonces la bestia vuelve la
cabeza, como las iguanas, y por un segundo no sabe a quién atacar. Me elige a
mí. Quizá duda de la puntería de la chica. Gira del todo y echa a correr. A
media carrera se impulsa con sus patas y da un brinco al mismo tiempo que yo
disparo. Acierto, por suerte. Recula en el aire, mueve brazos y patas como para
detenerse.
Yo lo espero con la lanza apoyada en el suelo con
firmeza. El grito que brota de su garganta al ensartarse es horrible, te hiela
la sangre. Se revuelca, la lanza se quiebra, intenta erguirse para atacarme,
Cachorro le ladra tratando de morderle, yo pongo otra flecha en el arco, me le
acerco y le disparo de nuevo. La flecha se le clava en la espalda pero no lo
mata. Le disparo más flechas. La sangre, casi negra, le sale a borbotones por
las heridas.
Agarro el palo, que la chica utilizaba como bastón, y se
lo aprieto en el pecho hasta hundírselo. Da manotazos, ya sin fuerzas. Después
de los últimos estertores se queda quieto de cara al cielo con los ojos
desmesuradamente abiertos.
Lo observo: está famélico, incluso más de lo que son
normalmente. Has matado, me digo. Tenía que hacerlo. O era él, o yo. ¿Qué
siento? Nada. O alivio de no estar en su lugar, de no haber terminado comiendo
carroña para sobrevivir.
Lo decapito y ensarto su cabeza en el pedazo de lanza
cuya punta he hundido en la tierra. Que sus compañeros sepan que no seré una
presa fácil. Están advertidos.
La chica está asustada. Menos mal que no me apunta. Le
digo que tenemos que irnos pues es probable que los carroñeros quieran darnos
caza.
***
El sol está en el cénit. En la fogata giran trozos de
iguana. La chica es la encargada de cocinar. Hasta el momento no ha dicho ni
pío. ¿Será muda? ¿Cómo te llamas?, ¿de qué murió tu mamá?, ¿en qué ciudad
vivían?, ¿a dónde se dirigían?
Mientras ella le da vueltas a la carne, yo me dedico a
pulir las puntas de dos palos para utilizarlos como lanzas. Uno es delgado pero
fuerte, como para que la chica lo pueda manipular.
Comemos. Ella lo hace con ganas. ¿Hace cuántos días que
no comía? Solo nos falta agua y sería una cena perfecta. Me da un poco de vergüenza
orinar y bebérmelo delante de ella. Convidarle. Quizá ella también bebe su
pichi.
Cachorro no cesa de ladrar. Debe estar percibiendo el
peligro.
Tenemos que buscar un lugar seguro para pasar la noche,
le digo.
Subimos por unas peñas. Encontramos una especie de cueva
donde podemos refugiarnos.
Se ha hecho de noche. La temperatura desciende
bruscamente. La chica se ha cubierto con la frazada que llevaba en su mochila y
yo con la mía. Menos mal que no se queja que apesta. ¿Estará durmiendo? Yo no
lo hago, Cachorro tampoco. Está inquieto. Pienso: un día moriremos y la noche y
el día se seguirán sucediendo como hasta ahora, como siempre. A nadie le
importará si hace frío o calor. ¿Qué sentirá Dios al ver el mundo desolado?,
¿al ya no escuchar ninguna plegaria? Dios no existe, me digo.
Despierto. O ella me ha despertado. Me ha sacudido para
que lo haga. ¿Qué pasa? No me responde. Cachorro es el que gruñe suavemente. Se
calla como para que escuche. Aguzo los oídos: escucho resuellos, bramidos,
gruñidos.
Son ellos.
A la chica le castañetean los dientes. No te asustes, le
digo, bajito. ¿Sabes utilizar tu revólver? No dice nada. Siento que pone algo
helado en mis manos. Es el arma. Lo tanteo, abro el tambor. Tiene todas las
balas puestas.
Escucho movimientos debajo de nosotros. Los carroñeros
nos han encontrado. Estarán viendo cómo subir para sorprendernos pues saben que
estamos armados. A pesar de su condición, no se arriesgan. Como nosotros, luchan
por sobrevivir.
Ella pone una caja en mis manos. Son balas. Con razón
pesaba su mochila. ¿De dónde sacarían el arma? ¿Mataron a un policía como
hacían los terroristas?
Esperamos. Abajo, se ha hecho el silencio. Pienso: si nos
atacan en grupo, terminarán con nosotros a pesar del revólver y las lanzas.
Pero los carroñeros, o andan solos, o entre tres o cuatro, a lo mucho, para no
estar peleando por la comida y terminar matándose entre ellos.
La chica se me acerca. Solloza. Le paso un brazo sobre
los hombros y le digo que no tenga miedo. Se calma.
El horizonte empieza a aclararse. Parece que los enemigos
se han ido para no arriesgar el pellejo.
Estoy saliendo de la cueva, cuando una sombra se me echa
encima en el más completo silencio. Apenas puedo esquivarla, sacar el arma y
jalar el gatillo. La detonación suena como una bomba y el carroñero lanza un
gruñido y rueda cuesta abajo, donde sus compañeros empiezan a gimotear
lastimeramente. Nos miran. Sus ojos rojos destilan furia. Apunto al más viejo
(tiene el pelambre casi blanco) y disparo. Por suerte, acierto otra vez. Espantados,
los dos sobrevivientes escapan. Ya abajo, corto las dos cabezas y las ensarto
en unos palos para que sus compañeros lo piensen bien si pretenden atacarnos de
nuevo.
Le quiero devolver su revólver y la chica me dice con
gestos que la tenga yo. A cambio, le doy mi cuchillo para que tenga un arma con
qué defenderse. Hay que andar siempre armados.
***
Hemos cazado una especie de vizcacha. Le he dicho que con
el pellejo le haré unos mocasines y ha sonreído. Mientras cocinaba, ella se ha
alejado unos pasos y, oculta detrás de unas piedras, supongo, ha hecho sus
necesidades. Ha vuelto con la cara y las manos limpias. Como yo, debe de haberse
lavado con su orine, y bebido. Tiene el rostro terso como el de una
adolescente. No debe tener más de veinte años.
Los tres nos damos un banquete. Luego reemprendemos la
marcha. Le digo que pretendo cruzar al otro lado de la montaña. ¿Quieres venir
conmigo? Allá debe de haber agua y mejores condiciones para sobrevivir. Aquí el
invierno es terrible y nos matará. Asiente y me alegro.
***
La tierra tiembla. El sismo es fuerte, las piedras ruedan
de los cerros y una grieta se abre en el páramo. Menos mal que no brotan
animales desconocidos o monstruos. No hay gritos, chillidos, las aves no
emprenden el vuelo espantadas. Parece que somos los últimos habitantes del
planeta.
***
Cuando empieza a oscurecer, buscamos un lugar para
guarecernos. Casi siempre lo hacemos en sitios de difícil acceso. Cuando hay
luna llena y la noche está clara, caminamos todo lo que podemos y, llegado el
nuevo día, nos ponemos a descansar. Dormimos cerca, a veces con Cachorro en
medio de nosotros. No he intentado sobrepasarme. Ella tampoco se me insinúa,
aunque a veces la he sorprendido mirándome con detenimiento, quizá
preguntándose quién soy… Sabe quién soy, se lo he dicho, le he contado cosas de
mí. En cambio, de ella no sé casi nada. ¿Y si es un ángel?, me pregunto. ¿Pero
qué haría un ángel, si existieran, en este páramo? A veces pienso que un día
despertaré y ya no estará conmigo.
Le he enseñado a sobrevivir, por si me pasa algo: con el
arco que le he hecho, ha aprendido a cazar. También ha aprendido a hacer fuego,
a salar la carne, a calcular el tiempo mirando el cielo, a aprovechar los
brotes tiernos de las plantas para extraerles el zumo tempranito antes de que
el sol las caliente y sean imposibles de comer.
***
Hemos encontrado camiones y buses sepultados por una
avalancha. En un camión, que transportaba bebidas, hallamos varias botellas de
gaseosa y agua mineral. Después de muchísimo tiempo hemos vuelto a beber agua,
hasta nos hemos dado un baño con moderación. Limpios, y vestidos con las ropas
que hemos encontrado en las maletas de los pasajeros, nos vemos distintos.
Pareces modelo, le dije y se puso colorada.
Tratamos de aprovechar todo lo que encontramos en las
maletas y mochilas. Nos sumergimos entre los fierros retorcidos. Hay personas
momificadas, otras son puro esqueletos. Algunas están abrazadas como si en ese
gesto final resumieran el lazo que los unió en vida y quisieron que así sea en
la otra existencia donde tal vez estén mejor que acá.
De entre todos los celulares que encontramos, había un
par cuyas baterías eran compatibles con el mío y pude prender mi celular. Todas
las líneas estaban muertas, no había acceso a las redes sociales ni a internet.
Pensábamos preguntarle a Google cómo hacer para sobrevivir en este páramo.
Abrí mis archivos. Ahí aún estaban mis fotos, canciones,
videos. Volví a ver los rostros y escuché las voces de las personas que amé.
También pude probar con los autorradios, gracias a las
baterías de los vehículos, pero no captaron ninguna emisora, ni siquiera un
zumbido. ¿Eso significará que somos los últimos sobrevivientes de la hecatombe?
***
Anoche ella fue mi mujer. Sucedió de improviso. Estábamos
cobijados dentro de un vehículo cuando la escuché sollozar. La atraje y la
abracé y le dije que no tuviera miedo pues mientras estuviéramos juntos velaría
por ella, que la quería. Entonces me dio un beso en la boca. El resto sucedió
de forma natural.
***
Su vientre ha empezado a abultarse. Como aquí ya no hay
nada para aprovechar y solo tenemos unas cuantas botellas de agua, hemos
reemprendido el ascenso siguiendo la ruta de la avalancha. Si vemos algún
vehículo, lo rebuscamos. Encontramos un camión lleno de sacos de papa. Comemos
hasta hartarnos papa en cecina. Guardamos unas cuantas en nuestras mochilas por
si algún día encontramos agua y nos puedan servir de semilla y proseguimos la
ascensión.
La cima de la montaña está coronada por un picacho blanco
y brillante. Debe ser hielo seco. Allí la temperatura en las noches será de un
frío extremo que solidifique tanto el hielo que ni el calor del día tenga la
fuerza suficiente para derretirla. Nos aprovisionamos de suficiente ropa y
plásticos para soportar el frío.
Apresuramos la marcha para coronar el picacho. Nos
equivocamos: no es hielo, es sal. La punta de la montaña es un sólido bloque de
sal.
Desde donde estamos, vemos ambos extremos del paisaje. Al
oeste, es yermo, inhóspito, gris, desolado. Al este se extiende el horizonte
marrón amarillento. Más allá, hay una línea verde. Parecen plantas, árboles,
¿no?, le pregunto a mi compañera. Asiente.
Si hay vegetación, es que hay agua. Y si hay agua, hay
vida.
Al norte y al sur solo hay cerros con las puntas blancas.
***
Anoche nació Abel. Habíamos llegado a la base exhaustos,
con sed, después de varias semanas de descenso forzado y mi compañera empezó a
quejarse de dolores en el vientre. Yo pensaba que era por tanto caminar, pero
ella se señalaba la barriga y la entrepierna.
Al principio no supe qué hacer. Después me dije que no
debía ser tan complicado traer niños al mundo y me dispuse a hacerlas de
partero. Mi padre lo fue. Supongo que lo aprendió cuando en su juventud trabajó
un tiempo en un centro de salud. Mi compañera se echó sobre las frazadas y
empezó a pujar. Sudaba, temía yo que el bebé naciera muerto, o que no pudiera
salir. Hasta que al fin la fuente se rompió y la cabeza de la criatura empezó a
asomarse.
Abel, dijo mi compañera cuando lo tuvo en sus brazos. Tú
Adán y yo Eva. Él, Abel.
¡Habló! Menos mal que no dijo Caín.
Puso su pezón izquierdo en la boca de Abel y este empezó
a succionar con voracidad, como si hubiera caminado junto a nosotros.
Acá la noche no es tan fría como al otro lado y nuestra
criatura lo puede soportar.
***
Hemos decidido que el nacimiento de Abel marque el inicio
de este calendario post hecatombe. Hay que llamar de alguna manera a esta
situación. Cada día que pasa, marco una raya en mi lanza, que también empleo
como bastón, para indicar los días que transcurren. Tratamos de recordar
cuántos días tenían enero, marzo, abril y los otros meses. Lo único que sabemos
con certeza es que febrero tiene veintiocho días y, cada cuatro años,
veintinueve. Y diciembre treintaiuno. Agosto también.
***
Seguimos caminando. Ahora somos cuatro y Eva está
embarazada por tercera vez. Hay que poblar el mundo mientras podamos, me digo.
Cachorro está cada vez más viejo y nos sigue con pasos
cansinos. ¿Tan lejos está esa franja verde que llevamos casi cinco años
caminando, según las rayas hechas en mi lanza-bastón, y no hay cuándo llegar a
ella? ¿Y si es una ilusión óptica? Pero Eva también la ve, y los chicos, así
que no puede ser un espejismo.
Podríamos retroceder, pero hemos caminado tanto que los picachos
de las montañas apenas son unos puntitos donde refulge el sol antes de
desaparecer. Además, en este lado estamos mejor. Para empezar, acá no hay
carroñeros ni lobos solitarios y eso nos quita un enorme peso de encima pues
ahora solo tenemos que preocuparnos por nosotros. También tenemos agua, o algo
que se le parece. Es un líquido medio ácido. Empezamos a encontrar unos
arbustos tupidos y verdes cuyas hojas mitigaban nuestro cansancio al
masticarlas. Si están así, es que sus raíces deben absorber agua de alguna
fuente subterránea, nos dijimos. Pensando eso, nos pusimos a cavar. Cavamos
todo lo que pudimos con nuestras rudimentarias herramientas hasta encontrar
tierra húmeda. Seguimos cavando con más ímpetu hasta que encontramos agua. Era
un líquido medio amarillento y con sabor metálico que a Eva y a mí, aun después
de filtrarlo, nos costó tomar pero que los chicos lo bebieron con deleite como
si fuera el preciado néctar que brotaba de los pechos de su madre.
Gracias a ese hallazgo hemos fabricado ollas, vasijas y
jarrones, aprovechando las vetas de arcilla que encontramos al cavar, para
nuestro uso doméstico pues acá no hay cementerios de botellas de plástico como
en el otro lado.
Nos acostumbramos a esa agüita y dejamos de beber nuestros
orines.
Sembramos las papas resecas que guardábamos y, por
milagro, brotaron. Unos meses después, tuvimos abundante cosecha. Nunca falta
la papa sancochada en nuestra despensa.
A veces nos quedamos en el mismo lugar por un largo tiempo.
Armamos nuestras chozas, cavamos un pozo, sembramos papa y estamos allí hasta
que nos aburrimos y proseguimos nuestra marcha. No queremos permanecer en un
lugar solitario hasta extinguirnos.
***
Seguimos caminando. Abel ha tomado como mujer a Abigaíl,
cuya barriga también ha empezado a abultarse. ¿Qué podíamos haber hecho Eva y
yo ante el despertar del instinto sexual de nuestros hijos? No creo que haya un
Dios que nos diga que estamos pecando. Si no le interesa nuestra suerte,
tampoco le importará lo demás.
Menos mal que nuestro primer nieto nació sin ninguna
tara. Temí que naciera con cola de cerdo, como en las historias de cierto
fabulador que admiraba, o con seis dedos, como algunos miembros de mi familia
paterna.
***
Yo ya estoy cansado de caminar y la franja verde todavía
se ve lejana, aunque se nota que ese verdor son figuras de árboles. O eso me
parece. A veces incluso creo escuchar los cantos de los pájaros y los rugidos
de los animales que la habitan. No creo estar delirando.
***
Cachorro murió ayer e hicimos una gran fogata y lo
incineramos. Sus cenizas las arrojamos al viento. No pude evitar derramar
lágrimas por mi compañero de infortunio. Le he pedido a mi familia que haga lo
mismo conmigo si muero antes de llegar a la tierra prometida.
El II Concurso
Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras
concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta
edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los
lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y
divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e
Isliada.org.
Las obras publicadas en el blog no han
sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
El Concurso Internacional de Cuento
Primigenios ha recibido más de una veintena de obras que publicaremos en el
blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los
cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por
obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor
por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.
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