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Una vela roja

 

Rolando Lorié Rodríguez

 

Era época de “tiempo muerto”, la zafra azucarera había finalizado y Macario, cortador habitual de la caña de azúcar, tenía que alternar con el oficio de desmochador de palmas reales para llevarle el sustento a la prole, y a Candita su guajira, la encargada de atender la pequeña siembra de maíz y de malanga amarilla, junto con algunas matas de plátano, frijol carita y calabaza, alimentos que crecían al pie del bohío.

Macario tenía un genio del cará, resabioso, puro ácido, propenso a irritarse con facilidad ante cualquier dificultad; profería insultos, malas palabras a diestra y siniestra; incluía a Dios, al santoral católico y a las divinidades africanas por sincretismo. Su madre Micaela en vida, siempre le decía:

─Mi’jo no profanes…un día te van a castigar tantas maldiciones.

Y él seguro de sí, le respondía:

─Vieja, yo no creo ni en mí mismo.

Su compadre Aureliano, le había regalado a uno de sus hijos una ternerita por el bautismo, la cual fue criada con pomo de leche y tetera al perder la madre en el parto de ella. Ya hecha una hermosa novilla blanquinegra, los muchachos comenzaron a subirse en su lomo y a pasear con ella por las cercanías como diversión; cuestión que se hizo costumbre para el animal, que respondía mansamente a los movimientos del pedazo de soga atado alrededor de su boca a manera de guía. Al llegar a la adultez, se convirtió en una hermosa vaca y Macario comenzó a trasladarse en ella por necesidad, cuando realizaba sus labores de desmochador, pues no había economía para adquirir un caballo por penco que fuera. Salía de madrugada sobre la vaca, cuando ella no estaba amamantando, a cumplir los encargos de su oficio, así fueran distantes.

Eran tiempos difíciles, corría la quincena y no le había caído ningún palmar para desmochar el palmiche; Macario estaba desesperado, parecido a perro de presa enjaulado, y coincidió que llegó temprano en la mañana de ese día al bohío, Facundo, el mayoral de la finca “Los Palmares”, con la noticia de que su dueño, don Salustiano Porras, necesitaba de sus habilidades de desmochador para alimentar con el palmiche, a la cría de sus marranos. El número de palmas a desmochar era grande, serían de dos a tres días de intenso trabajo, lo cual sacaba al guajiro Macario, de momento, del hueco económico en el que se encontraba metido. Acordó con Facundo, partir de inmediato para dicha finca, una vez que “apreparara” las cosas, y en eso quedaron.

La finca de don Salustiano, quedaba a unas cuantas leguas de distancia del bohío de Macario, cogiendo por el camino vecinal de “Cuatro Cruces”, pero con la necesidad que le mordía la espalda, no había lejanía que lo parara. Metió en un “jolongo” de yute un pedazo de pan con queso blanco recién hecho por Candita su mujer, un mazo de tabacos baratos, la botella de lechita – alcohol de reverbero mezclado con agua ─, y la mitad de una lona para guarecerse de la lluvia y el rocío; agarró las trepaderas, le puso el basto a la vaca sobre el lomo, montó en ella, y al despedirse frente al bohío, su guajira le dijo:

─¡Cuídate viejo! mira cómo está el cielo “encapotao”, parece que viene tormenta.

─¡A esa tormenta me la como yo! –, le contestó el decidido desmochador, y con el movimiento de sus piernas hizo que la res apresurara el paso.

Despreocupado del posible mal tiempo, iba ganando leguas con el caminar ajustado de la vaca blanquinegra; mientras, pensaba en las deudas y prioridades que tenía y cómo resolverlas con el dinero a devengar. Primero, pagarle la cuenta al moro dueño de la tienda de víveres, para que le siguiera fiando; segundo, liquidarle al cuñado Pipo, parte del préstamo, ya que eran familia, y por último, con lo poco que sobrara, comprarle alguna ropita nueva a los muchachos “y a mi guajira linda”.

El mal tiempo se avecinaba con premura, y Macario continuaba ensimismado en su pensar, sin hacerle el menor caso. El viento comenzó a soplar, en dos ocasiones, le voló el sombrero de yarey, y tuvo que parar la marcha de la vaca para recuperarlo, ajustándoselo con el cordón a su quijada. La ventaja era que el sol se había escondido, y no castigaba con sus rayos candentes de mediodía.

El oficio de desmochador de palmas le venía por tradición, tanto su abuelo, como su padre, lo desempeñaban y por ello, bien que lo aprendió. El abuelo le contaba anécdotas de juventud; a él le enseñó a subirse en una palma, el negro Menelao, descendiente de esclavos en tiempos de la colonia española. Junto a las mañas y secretos del oficio, Menelao incluía el saber místico-religioso tradicional, heredado de sus antepasados africanos. Ellos le relataban que la palma real, árbol que representa el bello paisaje cubano, era “la casa” de Changó, Santa Bárbara, el más popular de los orishas de la religión Yoruba; “su trono y su mirador”, el dueño del trueno. Le alertaban de que, donde se encontrara la palma, ahí estaría Changó, porque el cogollo que se eleva al centro del penacho de sus ramas, era un pararrayos que atraía a las descargas eléctricas y estas iban con certeza a las palmeras, sobre todo en época de lluvias; decían que “la palma coge el rayo y se lo guarda dentro”. Macario no le prestaba atención a esos relatos del abuelo, los consideraba habladurías de negros viejos; aseguraba que él desmochaba lo mismo con lluvia y truenos que sin ellos.

 Al llegar a la finca de don Salustiano, el guajiro ajustó el trabajo con el dueño, y comenzó el desmoche; era una cantidad considerable de palmas que le llevarían dos días de labor. Trepaba las palmas como gato “juyuyo”, utilizaba brazos y piernas con la ayuda de las trepaderas atadas al tronco, mientras cercana, la blanquinegra pastaba hambrienta, después del esfuerzo provocado por la extensa caminata. El resto del día se mantuvo nublado y con pequeña llovizna a ratos, pudo adelantar algo, pero quedaba bastante por realizar.

Llegada la noche, buscó refugio en un racho de la finca, autorizado por el dueño; iluminado con un candil ,colgó la ropa mojada de unos clavos, y se liberó también de sus botas para descansar los pies entumidos; comió un poco del pan con queso blanco, se dio unos trastazos de lechita en sustitución de agua y encendió un tabaco. A la media hora, daba cabezazos rendido por el sueño y el agotamiento, decidió acostarse sobre unos sacos de maíz apilados en el interior del rancho,

protegiéndose con la lona del frío y la humedad, no sin antes apagar el candil de un soplido.

Al amanecer del día siguiente, el mayoral Facundo, le ofreció por desayuno unas rodajas de pan y abundante café claro para mojarlas, “tentempié” que engulló al instante. Con el estómago contento, comenzó su faena de cortar y deslizar por la soga colgante, los racimos de palmiche uno tras otro. Avanzaba con rapidez, en tanto comenzó a nublarse al igual que el día anterior y todavía estaba a mitad de jornada. Macario presionado por la situación, comenzó a irritarse como acostumbraba y a maldecir. Atado en lo alto de la palma, se daba unos buches de lechita y mordía un pedazo del pan con queso que tenía en el jolongo sujeto al cinto, no quería perder ni un minuto en su labor, al extremo que orinaba desde lo alto cuando lo necesitaba. En los palmares solitarios donde trabajaba, solo se podía escuchar el sonido de su machete al cortar los racimos que ya en el suelo, los iba amontonando para que los otros empleados de la finca los trasladaran en una carreta hasta el rancho, donde se desgranaban y guardaban en sacos de yute.

El tiempo cada vez empeoraba más, el cielo era una capota gris oscura con relámpagos aislados; la tormenta era inminente y Macario continuaba maldiciendo a viva voz. Cuando ya le quedaban dos palmas por desmochar, comenzaron a caer unas gotas de a peseta por su tamaño y fuerza, el viento se incrementó junto a los truenos.

La vaca empezó a mugir nerviosa por el ruido que producían las descargas eléctricas unas tras otras; el guajiro no paraba de desmochar bajo el torrencial aguacero, y de maldecir a Changó y a todos los santos, acordándose de los relatos de su abuelo. Cuando ya terminó de desmochar la última palma real, y bajaba, cayó un rayo que produjo un gran estruendo y fulminó a la palma jimagua de al lado, lo que hizo que Macario quedara sostenido por las trepaderas a medio tronco, e inconsciente en medio de aquella soledad y haciéndose de noche sin escampar. A todas estas, la blanquinegra no cesaba de mugir, dándole vueltas a la palma donde colgaba su amo y al ver que no bajaba, comenzó a envestir al árbol dándole golpes fuertes con la ayuda de su cabeza y los tarros. De esa manera logró que Macario cayera al terreno, aún sin conocimiento; después de unos minutos, reaccionó al contacto de la lengua de la res por su cara, se mantuvo en la misma posición y la tormenta cesó. Agarró la botella de lechita y se tomó el resto que quedaba, así amainaba el efecto del susto y la humedad de la ropa mojada. Agradecido, le pasaba su mano por el lomo a la res, que permanecía ya tranquila rumiando echada a su lado.

Al amanecer, no hizo comentario alguno, solo procuró por don Salustiano con el mayoral Facundo, para que le informara que el trabajo del desmoche había sido concluido y le finiquitara su pago. No aceptó ni desayuno, ya con dinero en mano, emprendió el camino de regreso montado en su vaca. Al llegar al bohío, le hizo el cuento de lo sucedido a su guajira Candita, le prometió que dejaría de maldecir y de desmochar palmas cuando lloviera, porque Changó lo advirtió y le pasó la cuenta con el susto que le dio. En lo adelante siempre le encendería una vela roja, cuando saliera a realizar su faena.

Todo estaría bien, si el final anterior de esta narración hubiese sido cierto, pero en realidad los hechos sucedieron de manera dramática. Cuando Macario estaba en lo alto de la última palma, maldiciendo bajo la fuerte tormenta, un rayo atraído por el cogollo elevado del centro del penacho, fulminó la misma, y electrocutó al desmochador. Su cuerpo inerte quedó colgado cabeza abajo, atascado al tronco por las trepaderas. La res continuaba mugiendo y azorada daba vueltas a la palma de la que pendía su amo; al ver que el mismo no bajaba, comenzó a embestir con fuertes golpes al tronco, después de varios intentos, logró desprender el cuerpo de las trepaderas y que este cayera de lo alto sobre la tierra empapada.

A media noche, y cesado el temporal, permanecía la blanquinegra echada al lado del cuerpo inmóvil, le pasaba su lengua por la cara con la intención de que reaccionara, pero sin resultado alguno. Entonces se hincó de sus dos patas delanteras y con la ayuda de sus tarros, y un movimiento rápido de cabeza se echó el cadáver atravesado en su lomo. De esa manera, emprendió el camino de regreso el resto de la noche; al amanecer llegó agotada y repitió la acción de hincarse depositando esta vez, al finado a la puerta del bohío.

Desde aquel entonces, Candita mantenía una vela roja encendida para que el alma de su marido descansara en paz. Y los que se enteraron del desenlace, repetían al relatar lo sucedido:

─¡Changó le pasó la cuenta por bocón!

Historias como estas, eran habituales en los asistentes a velorios guajiros; servían de entretenimiento para pasar las largas horas junto a los dolientes, en honor al difunto.

 


El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

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Comentarios

  1. Excelente, leerlo nos traslada a ese campo bajo la tormenta de rayos, yo aunque no soy campesino he tenido que cortar caña bajo una tormenta de rayos y se lo que se siente esperando que te alcance uno, muy buen relato. Exitos.

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