Narciso
en la penumbra
Seudónimo:
Patriarca
Mientras llovía
ruidosamente en Ámsterdam, mi novia y yo veíamos un filme antiguo: exquisita
versión de una epopeya germánica de los tiempos en que los pintores degustaban tormentas
de hielo y ruinosos pórticos funerarios. En la sala, me debatía con efectos
visuales para el afán de presentir la eternidad. Apartaba la vista del
rectángulo donde personajes antiguos, en blanco y negro, peleaban por una causa
que ahora nos parecería absurda. Mi novia estaba enfundada en un vestido
cárdeno. Sus labios pequeños y húmedos desmentían algunos versos de El Cantar de los cantares y luego, con
negligencia, olvidé que su miopía no me resultaba desagradable. Un león de
madera tallado por un libanés de barbas grises, reposaba la siesta en sus
cabellos. A la cuarta ocasión de apartar la mirada, el rectángulo dibujó en la
penumbra un Narciso enjuto agachado sobre un balde broncíneo. Miré hacia la
izquierda y, otra vez en el rectángulo, el Narciso había acercado el rostro a
la superficie de un agua que recorrió el sistema de canales de una ciudad
milenaria. Busqué la bolsa con las chucherías que mi novia sostenía en su
regazo. Otra mano suave y tibia me acarició con dulzura los nudillos. El rostro
perfecto y aniñado mostró los lentes de manufactura italiana. En la película,
una legión de druidas iniciaba una especie de exorcismo. La cámara había
registrado con minuciosidad los apagados reflejos del cielo germánico a fines
de los años cuarenta. Me limpié el sudor de la frente y aspiré el aroma grato
del cigarrillo que estuvo entre mis dedos unos minutos antes. Recordé que en la
oficina había visto a una mujer de ojos violetas, semejante a esas turcas
guardianas de teteras exuberantes en cocinas con decoraciones enrevesadas. Soñé
que le había pedido el número de teléfono e imaginaba una cita a horas
imprudentes y luego yo era un señor sin ilusiones acodado en la barandilla de
un puente de cualquier ciudad europea. En ese rendez vous onírico, mi paladar había saboreado algún pastel de
melocotones, pero la de los ojos violáceos prefería la noble fragancia de la
manzana. Mis dedos inescrupulosos husmearon bajo la falda y el Narciso de
labios muy rojos y pestañas melindrosas se había arropado con un cobertor de
seda amarilla, insinuando una desnudez muy lujuriante.
Aparecí en una plaza
inestimable del sur, entre palomas ávidas de humanas aglomeraciones. En el
bolsillo del saco encontré un retazo del vestido de mi novia. De pronto estaba
en mi cuarto de baño y el hombre en el espejo no era yo. Intenté relajarme,
pero al cabo supe que era imposible. Humedecí mi rostro, ingerí un sedante y
busqué en la memoria la similitud entre el Narciso y la novia imposible.
En Ámsterdam llovía a cántaros y yo no estaba en Madrid sino en un pueblo perdido en el mapa.
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