El mismo día de Santa Bárbara
Emmanuel Montes Álvarez
Primero le llega un espasmo brusco. Se levanta de
la cama. Jadeante. Se quita la sábana percudida y los pies se le enredan en uno
de los huecos. Se le rompe más. Sentada, se lleva una mano al pecho mientras
controla su respiración. Se calma. A medias. Y abre las ventanas.
A sabiendas de que todas sus acciones en el día
estarán presupuestadas por la noticia funesta de que su vida acabaría antes del
mediodía, Bárbara se dispone a salir de la habitación. La grasa mal distribuida
que tiene en el cuerpo retumba a cada paso. La mezcla nada agradable de unos
años alevosos y dos embarazos en edad adolescente la hicieron ganar grasa en
sitios donde antaño había curvas, cuerpo. Las piernas le engordaron. Los muslos
celulíticos. Los senos grandes y pesados, por el ombligo. A sus sesenta y cinco
no es ni la sombra de lo que fue en sus treinta. Como si el tiempo hubiese moldeado
a dos mujeres diferentes. Una hermosa, agradable a ojos ajenos. Otra de cuerpo
cansado, con abundantes canas y un final sabido para ese día: por fin dejaría
el mundo de los mortales.
Los santos le habían avisado con semanas de
antelación.
Va hacia la cocina. Con sus chancletas casi
despegadas y con su bata de dormir llena de huecos, se detiene delante del
fogón, abre la cafetera, bota la borra y le echa agua. Dos cucharaditas en el
embudo. Un huequito entre todo ese polvo para que la cafetera no se tupa. Le
levanta la tapa y espera que cuele. Enciende el radio y al mismo tiempo que
traslada tres cucharaditas de azúcar del pozuelo lleno de hormigas y basuras a
un jarrito de metal, escucha cómo el locutor de un programa dirigido a la juventud
da una información sobre las inscripciones para el cumplimiento del servicio
militar. No le presta mucha atención. No quiere saber nada de ese tema y mucho
menos después de ver partir, impotente, a su nieto a una unidad que parece
estar en otra galaxia. Bien lejos. Ni pagándole a una amiga del vecino de la
mujer del panadero logró librarlo de esa tortura. El padre del muchacho había
enviado dinero de España para esa labor y nada. Ni ella, ni el panadero, ni la
mujer del panadero. Nadie pudo interceder por el nieto y a consecuencia: un
domingo tan aburridor como inolvidable, lo vio partir de la casa dos veces. Primero
a «la previa» y después a la unidad.
Lleva dos meses solamente allí. Ha podido ir a
verlo una sola vez. No puede ni moverse casi por los achaques de su pierna
hinchada y los problemas con el transporte para llegar hasta aquel infierno. Alquilar
el carro de un vecino, cuando se pueda. Llevarle un poco de almuerzo para ver
cómo se lo come en ese mismo momento, con un hambre himaláyica. Su cabeza
rapada, el uniforme dos tallas mayor y encartonado —parece la vela de un barco,
o un espantapájaros, que es peor—, los ojos de perros triste y unas ganas de
dejar de existir que se le ven a mil leguas.
Esa vez fue a verlo porque le dio lástima escuchar
su voz en una llamada. Pese a que repitiera en varias ocasiones que estaba
bien, que estaba bien, que no, ni se preocupara, todo era cuestión de
adaptarse, ella sabía que nada era cierto. A tan solo tres semanas, esa primera
llamada. Otra semana después, con el dinero que no pudo emplear en el soborno a
la del comité militar, se dirigió a la visita. También es que está fatal el
muchacho, piensa, con tantos corruptos que pululan por ahí, va y se tiene que
enfrentar a la única persona que no acepta 200 euros por falsificarle la baja.
Ignora la voz del locutor y espera que suene otra
canción. No sabe qué es peor para ella. Si el locutor que habló sobre la agonía
de su nieto o la canción rancia que oye. Un atentado, piensa. Ese ritmo cum-pá-cum-pá aturde. No entiende la
letra. No sabe si es una canción de amor o de odio o de guerra o de muerte. Oye
la palabra «amor» pero la voz ronca y
la entonación del cantante —casi parece que grita— anulan el pensamiento de que
sea una canción de amor. Seguro que es un reguetón de esos, se dice. Deja de
atender a semejante fruslería y sale al balcón.
Oscuridad. Si hay algo que pueda parecerse a la
nada es la oscuridad. Como si los sentimientos le llegasen a uno en manojos al
presenciar ciertas experiencias, en racimos —o convoyados, uno de los insulsos eufemismos que utilizan para
designar los ingredientes de su merienda: «Oiga,
la merienda es convoyada… el refresco y el pan, no puede ser una cosa ni la otra,
¿oyeron? Las dos juntas»—. Al hallarse en la oscuridad lo invade una
sensación de vacío tremenda, temor, inseguridad hacia el futuro, soledad. Lo
que piensa él: los sentimientos le llegan convoyados.
No tiene con quién hablar, además. El sonso de
Carlos se quedó dormido y él ahí… en la posta del infierno. O más bien: en la
posta de Mordor, como le dice él en referencia a las películas de El señor de los anillos. Solo le queda
esperar a que, en esa oscuridad, aparezcan dos hobbits a destruir el anillo en la Montaña de Fuego. ¿Si esa posta
donde hace guardia es la puerta de Mordor, qué sería la Montaña de Fuego? El
albergue, seguro que sí. Ese albergue apestoso sería la Montaña de Fuego. ¿Y quién
Gollum? El sonso de Carlos que siempre se queda dormido.
Tiene un fusil en la caseta donde duerme Carlos.
Un Ak-47 de los que cuesta tremendo trabajo desarmarlos y con los que se cogió
no pocos pellizcos en ese proceso. Tiene que entregarlo al terminar la guardia.
Fuera de eso, salvo la gorra verde y el uniforme —que también hiede a sudor y a
días de sol, tierra, guardias, esfuerzo—, no tiene nada más alrededor. A Carlos
se le perdió el teléfono móvil en una guardia —o se lo robaron: que también
pudo pasar— y desde entonces no utiliza mucho el suyo. Aunque piensa que pudieron
habérselo robado. Sí. Era de los buenos. IPhone, cree. Y la envidia es tan mala
y la mortahambrá arremete con tal
fuerza, que no duda para nada que le hayan cazado la pelea… sobre todo los más
mentalistas del albergue y se lo hayan robado. Carlos es muy sonso y siempre
anda en el limbo, pensando precisamente en El
señor de los anillos, en One Piece
o en Naruto y por eso seguro
aprovecharon.
Se quita la gorra y juega con ella. La lanza hacia
arriba e intenta atraparla. No puede hacer más. La oscuridad que lo invade
todo. Y el bombillo de la posta no alumbra lo suficiente para combatir a esa
oscuridad. La gorra tiene peste, como todo. Está sucia. Y en la visera, por la
parte de abajo, tiene pintadas con bolígrafo azul ocho crucecitas. Una por cada
semana que ha pasado ahí. Se lo enseñaron en «la previa». Una tarde en la que cuatro machos se caían a mentiras
sobre las novias y tal, el más experimentado habló de eso: de marcar las
semanas en la gorra para saber las que han pasado y las que le quedan por
pasar. Pese a ser chea, la gorra cubre
su cabeza rapada y con propensiones a la calvicie. Su padre, que vive en
España, es calvo completo. Su abuelo fue calvo. Y él va por el mismo camino. Al
parecer, su abuela tuvo un curioso apego con personas de poco pelo. Le gustaron
los calvos. ¿Existirá alguien en el mundo que se sienta atraído por los calvos?
Le entra hambre. No hay nada. Pero le entra porque
ya se ha masturbado dos veces. La soledad contribuye. La oscuridad igual. Salvo
matar el tiempo no hay nada más que hacer. Entonces, recordando los videos .mp4 que tiene en su teléfono —y del que
se lamenta no tenerlo en ese momento de llevar su mano desde el glande hasta la
base de su pene y viceversa en repetidas ocasiones—, interpretados por dos
trigueñas, una rubia y otro calvo, se deja llevar. Dos pajas en menos de tres
horas. Nunca ha llegado a ese extremo. Como mucho, siempre ha sido una o dos en
toda la guardia, pero no en ese corto período de tiempo. Debe controlarse y
estirar la tercera al menos hasta media hora antes de acabar, porque le entra
más hambre y sueño y eso sí es terrible. La tercera piensa dejarla para cuando
esté en la caseta y el sonso de Carlos ande afuera. Dirá: «No vayas a entrar, voy a dormir un rato, me avisas», pero mentira…
se masturbará por última vez en lo que queda de guardia. Algún día, se jura, llegará
a hacerse cinco o seis. Antes que termine ese año agónico, se irá de ahí con
pelos en las palmas de las manos, la cara llena de granos y ciego. Túnel con
las manos. Movimientos circulares. Giratorios. Acariciarse los testículos. Siempre
podrá hallar compañía y el consuelo necesario al final de su brazo derecho. O
del izquierdo igual, porque a la hora de masturbarse cualquiera es ambidiestro.
Se lleva un cigarro a los labios y con la caja de
fósforos que encendió el fogón, le da fuego. Intenta dejar la mente en blanco y
para ello, posa los ojos sobre los vecinos del frente que se preparan para el
trabajo. Los niños a las escuelas. Un hombre que se despide de su mujer para irse
a fajar con las guaguas y tratar de llegar temprano a donde sea que vaya.
Bárbara se gira para chequear la cafetera. Todavía
no ha colado. Mira la hora: 9:30 AM. Falta aún. Tanto para morir como para que
pase el panadero. Se vuelve a recostar en el muro y termina el cigarro. A los
cuarenta minutos ya el café está colado y envasado en un pomito plástico que se
arruga por el calor. A lo lejos siente el silbato y con gradualidad, la
cercanía del pregón. «El pan, panaderooo».
El silbato alborota a los perros de la cuadra.
Sale al balcón, hace una seña y se adecenta. Sí:
es Tomás, un mulato viejo y calvo que a diario le vende el pan. Son amigos desde
hace mucho tiempo. Ella baja y de paso le lleva el pomito de café para que
Tomás prosiga su recorrido endulzado por lo menos. A cambio, él le concede el
privilegio de dos panes más de los que tocan por la cuota. Se ríe. Hablan minutos.
Se despiden y no se ven más hasta el otro día. Le parece un hombre apuesto.
Para su edad se conserva bien. En no pocas ocasiones su nieto le ha preguntado
si siente atracción por los calvos. Aunque pueda parecer sospechoso o raro como
mínimo, nunca se lo ha planteado. Los calvos han llegado a su vida fruto del
azar. No es que fuera una santa que iba por la vida recogiendo calvos ni nada
por el estilo: Santa Bárbara de los pelones. No, nada de eso.
Ve doblar a Tomás por la esquina y sube las
escaleras de regreso a esperar su muerte. Esa es su rutina desde hace años. Desde
que su esposo calvo falleció y sus hijos emigraron a España. Nadie ha podido
sacarla de su casa. Ni los hijos. Ni el nieto. Se excusa con que sería una
carga para los demás y no quiere eso. El nieto le dice que no es tan vieja para
esa vida que lleva pero no le hace caso. Nada le interesa más allá de la
tranquilidad de sus paredes, el sonido del silencio que sobresale en las
mañanas y en las noches y las vistas de su balcón donde pasa el resto de la
mañana hasta que decide almorzar antes de lo acostumbrado. Se hace una tortilla
con dos huevos y un poco de arroz blanco. Y el último vaso de jugo de guayaba.
Almuerza antes de tiempo para que la muerte no la alcance en pleno proceso de
digestión.
Lo que tanto llevaba esperando desde que despertó,
incluso desde semanas antes, a las 12:12 PM se concreta. El teléfono suena dos
veces y como si supiese el desenlace de esa llamada mucho antes que sucediera,
con suma parsimonia, desde el sofá, contesta.
Al decir « ¿Oigo?», se ve
obligada a escuchar otra voz, esta de un hombre —¿acaso sería calvo también?—,
gruesa, pausada, y piensa que si el Diablo tuviera voz, sonaría igual.
Efectivamente: con cada palabra que oye, muere
poco a poco.
Siente una opresión en el pecho. Se le dificulta
respirar. Arritmias. El hombre es militar y le cuenta a ella que, la noche
anterior, por irresponsabilidad del turno de guardia: no sabe si por culpa de
un mal manejo del fusil o porque le quitaron el seguro en algún momento, a su
nieto se le escapó un disparo del Ak-47, la bala rebotó en el techo de la
caseta donde hacía guardias y se le incrustó en la espalda. El otro compañero
con el que su nieto hacía guardias contó que fue en el momento que le pidió que
lo dejara solo para poder dormir un rato: «No
vayas a entrar, voy a dormir un rato, me avisas» y que habían olvidado
ponerle el seguro al arma.
Bárbara lo presentía. Se queda sin palabras.
Pregunta por el estado del nieto y le contestan que su vida pende de un hilo.
Si se salva, no volverá a caminar. La bala le dañó una vértebra de la columna. Cuelga,
se levanta del sofá y camina al balcón. Allí apoya los codos en el murito
destartalado y llora. Con tanta fuerza como si la vida se le escapara con cada
sollozo. Desde ese día, para más inri el de su santoral, Bárbara queda muerta
en vida. Los santos no le habían mentido. Tenían razón.
El II Concurso
Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras
concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta
edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los
lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y
divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e
Isliada.org.
Las obras publicadas en el blog no han
sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
Excelente. 💥
ResponderEliminarMe gustó muchísimo! Me mantuvo en suspenso todo el rato, esperando a ver qué iba pasar con Bárbara. Muy bueno. Exitos ��������
ResponderEliminarA mí me ha parecido genial. Así cada vez que lo leo.
ResponderEliminarGenial, me ha enganchado de principio a fin. Enhorabuena y mis congratulaciones al autor.
ResponderEliminarEsto merece la pena leerlo. Magnífjco. Desde que comenzó me mantuvo enganchada hasta el final.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Besitos.
ResponderEliminarFelicidades al autor. Muy bueno.
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