Los
mosqueteros
Carlos
González Carvajal
─Estas
cosas me sacan de quicio… ¡Mira lo que le están haciendo a esa pobre familia! ─
dice María y te muestra el video del acto de repudio en la pantalla del
celular. ─ ¡Yo no sé hasta cuándo va a durar esto!
─¿Qué
cosa? ─ le preguntas pensativo.
─¡El
comunismo! Cada vez estamos peor: sin comida, sin medicinas, los hospitales
cayéndose y quién tú sabes…
─Hoy
me topé con Álvaro ─ la interrumpes.
─¿Qué
Álvaro? ─ dice y levanta la vista del teléfono.
─Álvaro,
María, el único Álvaro.
─¡Ah, ese!
Se
tropezaron en La Habana Vieja, por dónde se cayó el balcón que mató a la pareja
de muchachos cuando el ciclón, y no pudiste hacer otra cosa que llamarlo. Él te
miró despacio, hasta que le nació una luz en el fondo de sus ojos miopes:
─¡Negro,
mi hermano! ─ te dijo y se abrazaron. ¡Sí, se abrazaron! ─ ¡Cuánto tiempo,
compadre! ¿Qué haces?
─Un trámite,
ahí. ¿Y tú?
─Pagando
la patente ─ de pronto el silencio, la sonrisa que se esfuma…
─¿Estás
apurado? ¡Vamos a echarnos una cerveza!
─¡Vamos!
─ dijo y te sonrió, como si ayer mismo hubieran jugado pelota en el placer de
la esquina o pelado la guácima para bañarse en la playita de dieciséis.
Siempre
eras tú el del invento y Álvaro no quería ir. ¡No seas tan penco, cuatro ojos!,
le decía Felipe. ¡Más penco serás tú, diente frío! ¡Entonces, vamos!, y se
iban. Cuando llegaban a la casa era la hora de saldar cuentas: tú, a aguantarle
los pescozones a la vieja; Felo, castigado dos semanas. Pero Álvaro la pasaba
peor: ¡Cómo no se puede confiar en ti, mañana te voy a buscar a la escuela!
Se
querían como hermanos, una bronca con uno era rifársela con todos, como los mosqueteros.
¿Quién ha visto un mosquetero negro? ¿Y uno cuatro ojos? ¿Y otro diente frío?
Hasta que a su madre le dio por mudarse de aquel barrio de “prietos, bandoleros
y guaricandillas”. ¡Para que el niño sea alguien en la vida hay que sacarlo de
aquí! ¡Mima!, saltaba Álvaro. Pero como si con ella no fuera: decía lo que
tenía que decir y sanseacabó…
─¿Sigues
viviendo dónde mismo?
─No,
volví para la casa de los viejos.
─¿Cómo
están?
─Murieron…
Mamá, primero, de cáncer. Después, papá, no me duró ni un año.
─¿Cómo
está? ─ pregunta María.
─Hecho
un temba, igual que nosotros.
─¡Temba
serás tú!
─¿Y
los tuyos?
─Ahí,
con sus achaques, pero vivos. ¡Esos negros son duros de pelar!
─¿Dónde
lo viste?
─¿Vas
a seguir con el interrogatorio?
─¡Te
molestas por todo, ya ni tu hija te aguanta!
─¿Y
tú mujer?
─¡Peleando,
tú sabes cómo se ponen las mujeres! ─ sonrieron.
─¿Fue
Felipe quién te la presentó, verdad? ─ asentiste, mientras recordabas sus
broncas con Álvaro, que siempre fue el más comunista de los tres.
─¡Lo
traes en la sangre! ─ le decía. ─ ¡Eres “ñángara”, coño, de nacimiento!
─¡Y
tú un “comecuras” y un pelú!
─¡Al
menos no soy “comemierda”! ¡Métete en la cabeza que esto no tiene futuro!
─¡Está
bueno, ya! Siempre están en lo mismo, ni en el estadio dejan de discutir.
─Este,
que se pasa la vida hablando más de la cuenta ─ se justificaba Álvaro. ─ Ya le
he dicho que se va a meter en un problema. ¿Qué necesidad tiene de ir a la
universidad con esos pantalones que le trajeron del norte? ¿Por qué no se corta
el pelo y deja el crucifijo en la casa?
─¡Porque
es preferible perder la carrera que la vergüenza!
Al
final, pasó lo que tenía que pasar: la tipa del comité de base se puso para él.
Álvaro hizo lo que pudo por ayudarlo, pero terminaron jodiéndolo…
─¿Has
sabido algo de Felipe? ─ le preguntaste.
─Le
va bien, a cada rato chateamos. Está gordísimo y medio calvo. ¡Con lo orgulloso
que estaba de su pelo!
─¡Del
carajo!
─¿Qué
cosa?
─¡Qué
haga casi cuarenta años!
Ese
día, el día del acto de repudio, habían ido a despedirlo de madrugada. ¡Qué no
los vean! No se busquen un rollo por gusto, les dijo. Álvaro se iba a
justificar con que estaba enfermo, por eso te sorprendió verlo. Después te
enteraste que fueron a buscarlo. Frente a la casa había un gentío, la mayoría
del barrio, pero también de la universidad y de otros centros de trabajo,
gritando: “¡Escoria, gusano, traidor…!”. Cuando Felipe salió, se aparecieron la
flaca del comité de base y otro tipo con un cartón de huevos:
─¿Vas
a tirarle a tu amiguito o no?
─¡A
mí sí me roncan los timbales, para que lo sepan! ─ les respondió y lo viste
coger dos, llamar a Felo, tirarle duro y a dar. Entonces, fue él quien lo miró,
pero no como miran los traidores, sino con tristeza, con lástima… Después se
montó en el carro y se marchó.
─Álvaro
fue el último en irse. ¡Tuve que llevarlo a su casa!
─Eso
fue una mierda suya. Podía esconderse, negarse… ¡Yo nunca fui a ningún acto de esos!
─ dice María.
─Sí
fuiste, lo que no quieres acordarte. Es muy fácil hablar, pero en aquella época
si no hacías lo que tenías que hacer te jodían. ¡Igual que ahora! ¿Crees que
esa gente, los del acto de repudio que me enseñaste, están ahí porque quieren?
─¿A
ti qué mosca te picó? ¡Estás más raro!
─¿Volviste
a verlo? ─ le preguntaste a Álvaro.
─¿A
Felipón? Hace como quince años, cuando vino. Me dijo que no volvía más a este
país.
─¿Es
verdad lo del cartón de huevos?
─No,
eso es cuento. Me trajo una botella de Bacardí, unos discos de los Beatles, tú
sabes que él es fanático al rock, y estuvimos hablando mierda tremendo rato.
─A
mí no fue a verme ni me llamó.
─Sí
lo hizo, pero estabas en el hospital con la niña… Por cierto, ¿y Zulemita?
─Si
la ves no la conoces. ¡Es un mujerón! Pero no ha tenido suerte, chico. Se casó
con un tipo ahí, le parió y a los dos años se divorciaron. ¡Menos mal que el
muchacho no le ha salido enfermizo, porque lo que yo pasé con ella…! ─ y
recordaste los noventa: el hambre, los apagones, la niña enferma todo el tiempo.
─¿Cómo
no va a estar enferma? ¿Tú te crees que con arroz blanco y agua de azúcar puede
crecer? ¡Lo que tiene es hambre, Pepe! ¡Hambre!
─¿Qué
tú quieres? ¿Qué robe?
─¡Qué
luches! ¡Cómo todo el mudo!
─¿Y
mis principios, María?
─¿Y
tu hija y tu familia…? ¿Qué es más importante para ti, Pepe González, tú
familia o “tus principios”?
No
se suponía que tendrías que escoger. Entonces, en medio de la discusión se
apareció aquel tipo. Acere, me dicen que usted es el que más le sabe a los
Ladas, y me hace falta que… Yo no me dedico a eso, compañero. Hermano, ayúdame,
lo voy a llevar bien. Cincuenta verdes, vaya… Así y todo, ibas a decirle que no,
pero la negra metió la cuchareta. ¡Claro que sí! Venga mañana a buscarla.
Cuando se fue, la seguiste hasta la cocina.
─Ven
acá, María Orfila… ¿Qué es eso hablar por mí? ¡Cuándo ese hombre venga le vas a
dar la cara tú!
─¿Puedes
creer que no? Si no haces esa pieza, te juro por lo más sagrado que me divorcio.
Todo el mundo lucha en este país, Pepe. Todo el mundo menos tú y tu amigo
Álvaro, que se creen más comunistas que Fidel Castro. ¡Y ya me cansé!
Entonces,
supiste que hablaba en serio. Por eso hiciste la pieza y cada corte, cada hueco
en el metal fue como si te rajaras el pecho. Pero ella tenía razón. Si Álvaro
no quería salir adelante, que se jodiera. Tu familia sí tenía que comer,
vestirse, bañarse… Cuando tuviste los billetes se los entregaste a la negra,
que no dijo nada, te dio un beso y salió a buscar comida. La próxima vez fue
más fácil y la tercera ya ni pensaste que estabas robando ni traicionando a
nada, sino “luchando”, como todo el mundo.
─Me
dijeron que estuviste por Matanzas.
─Matanzas,
no: la Ciénaga. ¡Hasta que me dio el infarto!
─¡Debió
morirse, ese tipo nunca fue amigo tuyo ni de nadie!
─No
es para tanto. Incluso, me hizo un favor.
─No,
te jodió. Lo que te levantaste. ¡Un aprovechado y un oportunista es lo que
siempre fue! Mira cómo terminó por estar vendiendo el acetileno de la empresa ─
dice.
Es
injusta, piensas. Ella no sabe. ¿O tal vez sí?… ¡No, no puede saberlo! Solo lo
que le contaste, la parte que te convenía. No le dijiste que mil veces habló contigo.
Negro, mi hermano, no puedes seguir haciendo tus inventos en el taller. Yo sé
que la cosa está en candela, pero me vas a meter en un rollo. Ayúdame, hermano,
para poder ayudarte… ¡Claro que sí!, con tremenda pena y todo. Pero al que se
apareciera le partías el brazo, porque la niña no tenía ropa para ir a una
descarguita y la melliza está vendiendo un pitusa lindísimo, papi… Hasta que no
pudo más y te dijo:
─Estoy
hasta los cojones de que me estén llamando la atención por tu culpa. ¡La
próxima te sanciono!
─No,
la próxima yo mismo te pido la baja ─ y la próxima fue a la semana de aquello,
te llamó a la oficina y tú… ¿Dónde firmo? Después te enteraste que explotó y,
aunque no pudieron probarle nada, lo mandaron para el fin del mundo “a una
tarea del Partido”.
─¿Qué
estás haciendo?
─Sigo
trabajando la tornería. No da para hacerse rico, pero me puedo tomar mi cerveza
de vez en cuando. ¿Y tú?
─Estuve
un tiempo alquilando en la casa, pero me voy con los muchachos.
─¿Cómo
están?
─Del
otro lado. Después de los anónimos, Alvarito entregó el carné de la juventud y
se fue con la familia de la mujer. Tienen dos hijos y les va bien. La niña
también saltó hace unos años.
─¿Por
qué te fuiste para la Ciénaga?
─¡Por
comemierda! Felo tenía razón: esto no hay quién lo arregle. Pero yo abrí los
ojos demasiado tarde. Cuando ya no sirvo para nada.
─¡Del
carajo!
─Sí ─
dijo y terminó de beber su cerveza.
─¡Vamos
a tomarnos otra!
─¡No,
qué va!
─Deja
eso, yo pago.
─No
seas bobo, la próxima. Tenemos que vernos de nuevo, con más calma ─ ¿lo sabría?
─Claro,
nos llamamos ─ y se abrazaron. No, no podía saberlo, pensaste. ¿Se lo digo? ─
¡Álvaro! ─ pero nunca ibas a tener el valor. ─ ¡Me dio gusto verte, mi hermano!
─A
mí también ─ y te sonrió.
─Lo
del acetileno era mentira, lo que pasa es que querían quitarlo del medio ─ le
dices a María.
─Tú
siempre has sido muy bueno, Pepe. Pero todo el mundo no es así.
─¡Él
no es ningún ladrón!
─ ¿Y
los anónimos?
─¡Eran
mentira! ¡Alguien que quería joderlo!
─¿Cómo
lo sabes?
─¡Porque
fui yo, María! ¡Fui yo el que los mandó!
Nunca mejor planteadas las memorias del "hombre nuevo" . Un cuento que trata una historia de las que todos los cubanos tenemos alguna experiencia, nos vemos en uno u otro personaje y pocos podemos escribir. Gracias al autor y a primigenios por este regalo.
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