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El salto final

 

Seudónimo: X2

 

 

Aún no es hora de dormir. La noche abraza los ventanales de madera. Esa madera tendrá treinta y cinco años y aún está ahí, igual de fuerte y oscura como cuando me casé contigo. No te duermas… Hay una parte de mí que a la luna mira: la gran cara puntiaguda muestra el acné de una joven de quince años…Recuerdas… ahora que hablo de la luna, tus uñas ovaladas y tus cutículas rosadas manchadas con unos punticos blancos, revoloteando a través de los barros de mi cara. ¡Ya!… lo recordaste. Por favor, no te duermas. Mira aquel señor, el que está junto al rocío, ese que lleva una lapicera de azahar en la solapa. Sí, ese, el de andar pesado y lento que escribe en la penumbra “te amo” … ¿lo ves?... Sí, amor, mira… es aquel que en el silencio habla y está a punto de desmayarse y de caer…

─Sergio, ¡¿qué te pasa?!

─El camino es la huella de un zapato a la deriva, la delicia de una ventana que se abre en la alborada…

─Oye, ¿acaso tienes una pesadilla? No entiendo lo que dices… Y lo palmotea suavemente en el rostro.

─Debo saltar el marco. Preciso y alto… Saltar.

Ella, sin saber qué hacer se pone a horcajadas sobre el cuerpo sudoroso y frío de su esposo, y le activa el quinto chacra, con la esperanza de que, como otras veces, vuelva en sí. Sin embargo, esta vez Sergio no responde. (Va en un salto a través del viejo ventanal, hacia la náusea de las preguntas sin respuestas que lo habitan).

En la calleja oscura que se encuentra, se le aparecen conocidas y viejas formas: fantasmagóricas, luminosas, vagas, débilmente cariñosas. Las reconoce en la penumbra y se sonríe. La más esbelta se le acerca con los brazos extendidos, y con voz fina y angulosa le dice: soy tu Alma. Venga un abrazo. Atraído por la fuerza sobrenatural, se deja llevar por la voz y se abraza a su propia imagen.

Cuando en coro se le acercan otras muchas de sus formas. De horchata y gris llega contorsionando los ojos la locura. De verde, la esperanza. De rojo, el odio. La sencillez, de mariposas amarillas. De azul, la fe. De negro, la mentira. Y así, de uno en fondo reverenciaron su llegada cada uno de sus talantes. Unos, con una frase, otros, con un guiño.

En tanto, Elena, aún sobre el cuerpo inerte, hace un esfuerzo por mantener los ojos encima de la mirada de Sergio, pero sus ojos estaban tendidos hacia dentro, como cuando algo inmóvil se desliza a nuestro alrededor y nos da una sensación de sobrecogimiento tras la nuca. Y con la rigidez que solo dejan las estatuas, se deja caer hacia el otro borde de la cama. Sentía algo distinto, inquietante, similar al sonido extraño que en medio de la noche realiza llamando a muerte la carcoma. Algo que la dejaba en la profunda sensación de ser observada por alguien y de no estar con Sergio en el cuarto, sola.

Él, del otro lado la mira, con cariño le trata de decir: Mi vida, dulce pecado de mis noches, lujosa compañera de mis días, no te preocupes. Estoy bien, y se ve alzado y con la cara apretada en su propia inercia sin poder hablar; mientras dentro, algo así como la Muerte le murmura:

Paz, mi similar. Tu vida ahora es como la de los libros en las bibliotecas, que están llenos de imágenes de sabiduría, y que si no se abren y se leen pasan a ser el objeto físico donde el polvo crea el horror de una sutileza.

Él no responde, ni siquiera piensa. Se deja llevar. Le parece estar debajo del cuerpo curvo y bello de su esposa. Y lo estaba. La podía mirar con el deslumbramiento del primer día: el pelo renegrido y corto, haciendo juego con la boca, con esos labios gruesos y dueños de una risa que le brotaba desde el fondo, y aquellos ojos café llenos de una aspereza y una profundidad que jamás encontró en nadie. Y aquellos senos como los de una Venus del renacimiento, redondos y firmes, sencillamente apetecibles, y con el olor de su saliva aún en las aureolas. Y ahora, justo ahora y después de haberla amado con lujuria, ese estar y no estar ni en la vida ni en la muerte, sino suspenso en la vacuidad de un salto que lo transportaba al feroz desencuentro consigo mismo y desde donde lo podía ver todo de una forma insospechada y diferente.

Entonces, como si el dolor del mundo se hubiese acumulado en su interior y ya no cupiera entre su pelvis, dejó de aferrarse a su alma para que salieran los cientos de toneladas de residuos podridos, pegajosos y nauseabundos que lo mantenían a presión. Y fue libre por un instante. Libre hasta verla a ella, allí, desmadejada entre las almohadas y con las piernas abiertas en un rincón. Ella, su Elena, acurrucada como esas mujeres ancianas que en un parque infantil rememoran ante el juego de los niños ser una mancha grosera y maloliente, apenas visible para los demás. Y tuvo pena por la fidelidad de Elena. Y aferrándose bien fuerte a ella, al oído le musitó: “Amor mío, ve hasta la ventana y bésame, no es tiempo de separarnos, todavía”


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