Sombras de la sombra
Seudónimo: Siul
Aquella mañana por vez primera,
sintió Juan Galdes el peso de su sombra tirándole con furias del pantalón. Se
paró firme en mitad del terraplén y decidido enfrentó a tan incorpórea
adversaria. Pero, coces y puñetazos poco o nada pudieron contra el aire.
Desde un tiempo hacia acá se
sentía acechado, vigilado. Ocultas miradas tras los árboles, un duende en
pijama junto al central… le eran por señales inequívocas de su intuición,
aunque nunca había sospechado que su sombra, su propia sombra, alimentada desde
siempre con lo mejor de sí, fuera a rebelarse de tal manera contra su cuerpo
emisor.
Momentáneamente, tal vez
impactada, ella cedía. La presión de su agarre fue disminuyendo, hasta soltar
ambas piernas, en las cuales como serpiente se había enroscado. Y tendida quedó
cuan larga era a estas horas de la mañana. Luego de escupirla con odio, de
pisotearla con saña, Juan continuó su marcha, aparentemente sin importarle que
ella lo siguiera a la par de sus pasos.
Cuando próximo a Los Cuatro
Caminos se sintió nuevamente atacado: puntapiés, puñetazos, empujones,
intercambiaron ambos. Luego de una relativa calma, otro combate y otros más,
hasta llegar a las 12.00 Meridiano: hora en que la sombra, empequeñecida y
débil, hubo de perder sus fuerzas. Y el hombre ganar su merecido descanso del
mediodía.
Habitaba Juan Galdes un caserón
necesitado de pintura y arreglos, en las afueras del batey. Vida de ermitaño
era la suya, sin hijos ni familia reconocida. Por raro e impredecible lo
contaban de siempre, pero desde que Ubaldina, su esposa, huyera con aquel come
candela de circo (años atrás) habíase encerrado más hondo en sí mismo y en los
tantos libros y viejas revistas que por montones atesoraba.
Y si no de su mente, al menos de
sus labios, había borrado el nombre de “la difunta”, apelativo que le endosara
a raíz de su escape hacia esos mundos, de donde ella jamás regresó. Poco o nada
se le veía en la calle por aquel entonces, lo contrario de ahora, en que su
alta figura coronada de raído sombrero y llevando a cuestas más de 60 años, se
batía a diario, cuadra a cuadra contra la sombra.
JUAN: No fue la lectura, sino el
choque con otra realidad quien cambió en mucho el curso de mi vida. Tendría yo
9 o 10 años cuando sin proponérmelo y sin advertir siquiera esa posibilidad, me
encontré en la Charca del Jagüey (cerca de Tamarindo, donde nací) con un güije
burlón y saltarín, que luego de bailar a mi alrededor, se paró firme de pronto
y me enfocó sus llameantes ojos, dejándome con fiebre alta toda una semana.
La tienda y la panadería
resultaban sus campos de batalla preferidos, pero no desdeñaba parques,
cualquier esquina, ni al largo camino hacia El Júcaro, donde sufriera la
agresión inicial.
Su público espectador, iba desde
un grupo de chiquillos habituados al béisbol hasta los numerosos clientes de la
guarapera, y desde los tres o cuatro borrachos del bar hasta el enjambre de
perros callejeros, que en más de una ocasión lo rodeara de ladridos y dientes,
alarmados quizás, por tan aparatosas contorsiones y grotescos aspavientos.
“Eh Juan, métete al portal, allí
no te alcanza,” le gritaba alguien y a solo unos pasos, debajo el techo
protector, se desvanecía La Sombra; y la retahíla de golpes, de parte y parte,
cesaba.
Juan. La primera vez que vi al
diablo (nunca más lo he visto tan de cerca) fue durante unas parrandas en
Remedios. Fumaba el muy condenao un largo tabaco de la mejor marca y seguía el
ritmo de la música arrollando con alegría. “Maestro, usted goza más que un cubano”,
le dije. “ni crea, Juan, los cubanos gozan más que yo que soy el mismo diablo”.
Me sorprendió que conociera mi nombre y burlón me aclaró: “Su nombre como el de
todos los humanos es pronunciado a diario en el Inframundo, y en las alturas,
pregúntale a cualquiera de mis muchachos”. Eran muchos los demonios que lo
rodeaban última fiesta callejera a la que fui. Yo creo que por eso hay tantos
accidentes y riñas. El diablo disfruta a su manera cada jolgorio.
En días nubosos y en noches sin
luna, lejos ya de la luz eléctrica “la maldita” se escabullía y el alivio de la
tregua le era por buen provecho al viejo, para proseguir a la siguiente jornada
con su arduo empeño. Hasta el momento en que cansado de la continua agonía,
decidió ponerle fin, de una vez y por todas, a tan gravosa carga.
JUAN. El tocayo Juan Miralla y
yo, habíamos soñado con el mismo tesoro la misma noche , por eso nos pusimos de
acuerdo y fuimos juntos, en bote, a la Punta de la Cocorrona. Escarbamos y
pronto dimos con la caja de bronce visualizada en el sueño. En ese preciso
instante, de la nada aparecieron dos perros pintos de mediano tamaño, que después
de ladrar un poco comenzaron a crecer…El tocayo tomó por su rumbo y yo por el
mío y durante tres días con sus noches no paré de correr…¿Usted cree todavía,
doctora, que mis problemas tengan su origen en los libros?
Luego de pasar la mañana
afilando un olvidado machete, salió Juan a la calle, con el reto implícito en
su arma. Desafió, maldijo, ofendió a su rival en los lugares donde
frecuentemente la encontraba. Sin embargo, pese a la sarta de injurias, por
temor acaso o por la constante llovizna que caía de un cielo nublado, Ella no
se presentó.
Con el decir de un nuevo día, se
desperdigaron los nubarrones y el Sol, más allá de los círculos de aves, volvió
a brillar desde su plenitud. Ocasión propicia en la que a Juan no le fue
necesario desandar trecho alguno, para descubrir a su mortal enemiga. Frente a
la puerta de la calle lo aguardaba Ella, desafiante y robusta.
Alzó él su tembloroso machete y
Ella lo imitó, ya luego todo se hizo un revoltijo de furias: ataques, contraataques,
tajo arriba, corte abajo…en rudo combate cuerpo a cuerpo y sin cuartel.
Cuando Juan Galdes, escoltado
por los dos hombres de blanco era conducido hacia la ambulancia; aún tuvo vista
para observar a La Sombra, danzando y riendo a mitad de la calle, rodeada de un
coro mixto de gnomos y vecinos, que la aplaudían hasta el delirio.
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