Fabián y las hormigas
Al poco tiempo volvió a ser un lugar mágico, como antes,
con trillos en la hierba, árboles que mudaban las hojas al paso rápido de las
estaciones, lagartijas que subían por los troncos, colores cambiantes según la
hora y otras cosas sorprendentes que durarían siempre.
Era por las mañanas, pero sobre todo por las tardes que le
gustaba conversar con las hormigas. Se pasaba la mayor parte del tiempo en
aquel patio enorme, lejos de su familia y de la vida de allá afuera; la calle
era para él solo una palabra.
A nadie realmente le interesaba hablar con Fabián, si le
hacían una pregunta, contestaba cualquier cosa, pues no tenía costumbre de
conversar con nadie. Prefería en las noches, único momento en que estaba dentro
de la casa, mirar lo que hacían los otros, escucharlos, sabiendo, que a pesar
de todo, no se podía comparar con lo que decían las hormigas. Ellos, él lo
sabía, pensaban que era retrasado; como nació a los siete meses y se quedaba
mirando largo rato las cosas más simples, sin hablar, lo confinaron al patio
grande donde no tenían que verlo todo el tiempo.
Y allí conoció los cambios de la brisa, el movimiento de la
luz, los pájaros que se asomaban un momento a verlo pero nunca le hablaron;
solo podía conversar con las hormigas, no como se habla con la gente, sino de
otro modo; así aprendió lo que otros terminaban por olvidar.
En la calle sin embargo ocurrían cosas que eran un
misterio, y le hubiera gustado verlas, poder hablar con alguien más que no
fueran solamente las hormigas, y quizás,
tener un amigo. Con todo, supo de la vida que estaba más allá; ellas le
dijeron incluso lo que iba a pasar dentro de poco, un día en que el sol se
haría negro de repente y los vientos se levantarían contra aquellos que nada
respetaban, que se creían dueños de la tierra y de todo lo que se arrastraba,
caminaba o alzara el vuelo, pero sin entenderlo nunca, sin saber verdaderamente
para que servía.
Por eso una mañana, antes que las primeras sombras
llegaran, Fabián fue invitado al fin por las hormigas, mientras que arriba
empezaron a escucharse las primeras ráfagas, que tomarían fuerza en el curso de
pocas horas, levantando automóviles, vallas de anuncios, postes del alumbrado,
cercas perimetrales; menos los árboles, el pasto, los animales y los pocos
escogidos. Se escuchaban los gritos de los que en vano trataron de buscar
refugio, incluso su casa fue levantada del patio donde solo quedó el
hormiguero.
Pronto supo sobre el uso de las pinzas delanteras para
acarrear el alimento, como curvar las patas en los pasajes difíciles, hablarse
tocando las antenas y donde se debían llevar las provisiones. Ahora el mundo de
arriba pertenecía a sus verdaderos dueños.
Fueron saliendo poco a poco y encontraron la tierra como al
inicio, lista para caminar por ella. Fabián salió al segundo día a cortar hojas
y pasto para el hormiguero. Se quedó embobecido mirando el sol rojizo, hasta
que unas antenas le recordaron que debía apurarse, ya tendría tiempo de mirarlo
todo.
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