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Ninjas, okupas y zombis

Seudónimo: Emmanuel

 

Cuando dejé la aldea no imaginé el salto al vacío ni los riesgos que correría al emigrar, ya sea por mi desidia existencial o por la manía de opinar sobre todo sin saber casi nada. Me voy, le dije a mi madre antes de coger el tren hacia la capital con más ilusiones que dinero y trapos en la mochila. Si mi hermana se fue y le va mejor, ¿qué hago yo en este pueblo sin costa? No seré marinero en tierra como mi padre, un capitalino varado en la nostalgia.  

El viaje fue un monólogo de preguntas sin respuestas, despejadas con el primo Lázaro quien me recibió abrumado, pues la mujer lo despojó del piso en Atarés, un barrio de negros astutos, amigos del ron, la rumba, la brujería y el trapicheo en los bares del puerto, el almacén de la Aduana y las tiendas del Historiador de la Ciudad donde “pescan y venden” objetos para turistas y traficantes nativos.  

La Baby se volvió adicta a los trapos y el dinero, brother, pero los dólares no caen del cielo y es difícil vivir del invento entre fieras. Me pegó los cuernos con un negro brujero que consulta a turistas de México y España, ávidos por “hacerse santos” en medio de ruinas, mendigos y maricones que acosan a los gays extranjeros y a las putas suecas y noruegas que les pagan para bailar en las Casas de la música. 

─¿No te pondrás a llorar por la Baby?

─¡Qué va, primo! Es tóxica como Atarés. Le agradezco hasta los cuernos. No se puede ser macho alfa las veinticuatro horas del día, ni robar y caer preso por una rubia que se cree Madonna. 

─Entonces, ¿eres un tipo libre?

─Sí, libre y en busca de otra orilla. Aquí, la policía es peor que la mafia, no toleran a quienes subsisten al margen del Estado; si te piden el DNI se lo enseñas y, sin dejarlos pensar, dices que trabajas en el contingente Héroes del silencio, como son imbéciles, creerán que eres un agente encubierto... Ah, nada de contactos con los disidentes, están vigilados por chivatos de la policía política. 

─¡Gracias, brother! Por ahora, quiero pasear por el Malecón, el Casco Histórico y…

─¡Ehhh, despacito, brother, no eres un turista pero seré tu guía! Hoy tengo que visitar a Girón, un socio de la aldea, silencioso y gruñón, vive en el solar más céntrico de San Lázaro, la calle lateral al Malecón, a dónde iremos por la noche, mañana al Casco Histórico y el Vedado. Debes conocer el centro y la periferia, las playas, el Diezmero, la Güinera, Pogolotti y otros barrios de ninjas, okupas y traficantes…

Lázaro tiene un Máster en sobrevida y el mapa de la capital en la cabeza. Con él todo fluye despacio y sin riesgos para el aprendiz. Aprendes que no solo los leones del Prado duermen de día y vigilan de noche, tan movida para los amantes y cazadores del Malecón, ese sofá de hormigón transitado por gentes que hablan, cantan, se besan, trapichean y escudriñan el oleaje hacia La Florida, la pista acuática soñada por los jóvenes desde el éxodo masivo del Mariel. 

El Malecón es el coto de caza de las chicas alegres y sus gigolós. Los gays se reúnen frente al mar, al fondo del Hotel Nacional, de donde salen con su presa hacia el Bosque Almendares, el Parque de la Fraternidad, el Palacio de Aldama y otros antros escoltados por José Martí, Bolívar, Juárez y tantos caudillos de bronce o mármol, ciegos y sordos ante la orgía de “locas” que agitan su plumaje en imaginarias carrozas nocturnas.

Somos testigos del exceso mientras la ciudad duerme.

─Faltan pisos de alquiler, moteles, cabarets y puticlubs─, dice Lázaro.

─Yo añadiría las esculturas de Satanás, Drácula y Frankestein contra la lujuria de los noctámbulos─.

─No seas romántico, brother, esas manadas no creen en símbolos ni en esculturas. Mira, este es el Palacio de Aldama, sede del Instituto de Historia y guarida de mendigos, putas y maricones que maman, follan y mean sin mirar al lado para evitar puñaladas. Al amanecer, los bomberos desalojan a los durmientes con mangueras de agua a presión; cuando llegan los historiadores, todo está limpio. 

En el Parque de la Fraternidad hay tipos rudos con mochilas y lesbianas con navajas que venden drogas y juguetes eróticos a los turistas que preguntan por sus hoteles y a los aldeanos que buscan la Estación de trenes. Los matones y las lesbianas despojan a los incautos al lado de árboles, bancos y esculturas. Solo ante la gritería y la sangre llegan los policías que pastorean el Capitolio Nacional.  

Según Lázaro, la movida nocturna sorprende a los provincianos como yo, pero Habanada no es tan colorida y agitada de noche como la seductora Madrid o la violenta Bagdad. “Acá hay más locos y alcohólicos que lobos aulladores. Lo más siniestro es la profanación de tumbas en el Cementerio Colón donde los brujos de Atarés y Pogolotti roban restos humanos para alimentar a sus prendas, algunos se llevan hasta ángeles guardianes de mármol o bronce”.  

Voy con Lázaro al solar de Girón, un negro viejo, alto y robusto con talante de gladiador, como el “Cholo Banderas” de Pedro Juan Gutiérrez, otro exboxeador y traficante de San Lázaro. Casi sin cejas y medio giboso, Girón finge ser amable en su habitación, comprada cuando era prohibida la  compraventa y los inspectores cedían al soborno o al machetín de tipos como Girón, quien juega a las cartas y el dominó en el Club de los sepultureros y en los bares del puerto, entre ladrones, prostitutas y policías. Al tipo le gusta el ron, las peleas de gallos y las mulatas viejunas que asean su cuarto y le preguntan antes de irse por algún “trabajito extra”. Si él acepta, se desnuda y acoplan como bestias. 

─No sé qué te une a Girón. Es un perdedor entre perdedores. Yo, mientras monto un negocio propio, trabajaré para el Gobierno.

─¡Bah! El Estado solo le paga bien al ejército y a la policía. Quédate una semana en la Güinera con Christian o César, la mujer principal de Christian es secretaria de un jerarca, quizás te ubique en algo lucrativo.

En la Güinera nos acogen Christian, César y Nael, el primo tabaquero que vive en La Lisa con la hija parapléjica y su esposa, una mulata bella de mirada ausente, al tanto de la niña que acentúa su pesar, aunque es afable con los deudos del marido, protector de ambas y fraterno con los parientes a quienes ayuda a fondo perdido, sin calibrar el balance de sus cuentas.

A los cincuenta años el primo César aparenta setenta, realzados por su pelo blanco y la piel cetrina castigada por el sol, el alcohol y las heridas de la guerra en Angola. Por suerte, vive con la cariñosa Omaida, una ex bailarina de Tropicana rodeada de afiches, fotografías y videos que testimonian su protagonismo en aquellos espectáculos bajo las estrellas. “Cosas del pasado”, dice mirándome a los ojos y enlaza mi mano con la suya al levantarse hacia la cocina donde prepara el Gin-tonic de César y nuestros “mojitos”, degustados con caricias antes de acoplarnos sobre la mesa.

Salvo Nael y yo, los primos son ninjas, okupas y samuráis entre zombis. Christian y César construyeron sus casas en parcelas contiguas, recibidas por combatir en guerras lejanas, aunque ambos colgaron el fusil y las medallas. La casa de César dispone de salón, habitaciones, baño, terraza y un jardín cuyos árboles encubren la cabaña del hijo sin piernas de Omaida, sobremuriente de otra guerra. La vivienda de Christian acredita el estilo japonés del clan familiar: un jardín con estanque y árboles frutales rodeados de piedras a modo de isla, cada una con bonsáis de ginkgo, crisantemos y cerezos; además del espacio para los zapatos, el salón con mesillas y cojines, habitaciones divididas por tabiques y puerta de corredera, más la cocina comedor, dos baños y la escalera hacia la habitación de Christian, de estilo occidental salvo el futon para mantas, el mini bar y el televisor rodeado por clásicos del cine americano y japonés.  

A Christian le dicen el Samurái de la Güinera, pues vive de puertas hacia dentro con sus hijos y sus mujeres ─ Oishi, madre de Takeshi y Yasunari, e Hichiko, madre de Tanako─, altas, silenciosas, refinadas y con una mística afectiva entre sí pese a compartir las tareas domésticas y conyugal con Christian y sus invitados, además de velar por los hijos como si ambas fueran madres de los tres y apacibles servidoras de los huéspedes, incluida Tanako, de dieciséis años. 

─Aquí te quedas, primo, hasta que te independices. No te faltará el Sushi ni el cariño femenino. Dormirás en el tatami de Takeshi o de Yasunari, los dos en la Flota de pesca del Golfo de México, ávidos por quedarse en Cozumel o irse a Miami. Hoy compartirás mi habitación con Oishi, mañana con Hichiko y después con la virginal Tanako. Disfrútalas como huésped de honor, cada una te contará su historia a través de la piel, imagina que son geishas de Okinawa, Osaka o Tokio. Si te ata el pudor, recuerda que no somos monjes budistas ni sacerdotes católicos. 

Oishi llegó sigilosa como un duende, tiró su quimono de algodón a los pies de la cama y se viró de espalda para arreglarse el moño, mostrando sus nalgas espléndidas y las piernas torneadas. Después se alejó unos pasos para mirarme en perspectiva. Entonces vi sus pechos redondos y firmes, su cuello de cisne bronceado por el sol y la cara sin maquillaje que irradia ardor y bondad. Sentimos la tensión previa a la liturgia sexual y nos entregamos sin fruslerías, como si temiéramos donar el pasado a un extraño y revelar nuestros secretos antes de subir la temperatura corporal. No hubo palabras, sino balbuceos, besos, súplicas y forcejeos en medio del sonido del agua que caía sobre el cristal y la noche, una noche mágica…

Hichiko no es un animal terrestre, sino celestial. Sentí sus pasos y esperé a que encendiera la lamparilla para apresar su inasible realidad. Parecía un milagro fugaz tocado por el misterio. Al tantear su piel ansié una vida no vivida, la suya o la mía en los atajos del azar. Al igual que Oishi, Hichiko tiene más horas de vuelo que yo y sabe romper los obstáculos entre extraños, le bastó acariciarme como a un objeto exótico deseado. Su rostro ovalado y sus ojos oscuros, acusadamente japoneses, poseen la belleza sutil y la sensibilidad propia de una civilización con historia que anticipa la exquisitez, aunque algo encubre en Hichiko un dolor flexible mimetizado en vivencias y emociones desplazadas por la pulsión erótica. Hichiko y yo cabalgamos en medio de la noche como fieras amaestradas por silencios. 

Tras girar como una balsa entre Oishi e Hichiko, y temiendo que nuestra alianza instintiva, sin orgullo ni convenciones, se tornara adictiva al ritual de deseo y posesión, quise alejarme y guardar distancia emocional, pero fue en vano pues, como advertía Cristian, “no hay peligros de zozobrar entre mujeres tiernas y atractivas que comparten hasta la sombra con el primo del marido, mientras este compensa a la esposa del hermano, el guerrero castrado como un eunuco antiguo”.

En el fondo, me sentía una mascota sin dueño ni voluntad, desbordado y feliz con mis magnéticas amantes, pitonisas del sexo sin juramento ni metamorfosis sensorial, lo cual ponía fuera de juego mis nociones endebles sobre el amor, el destino y otros lastres juveniles. Intuía que la convivencia pondría en entredicho la extravagante ética del sentimiento que nos unía y la avidez de Tanako por ser mi novia, como si la fuerza del miedo y el instinto femenino la atrajera hacia mí, sin sentirse postergada por el cariño de Oishi e Hichiko quienes me besaban al salir o llegar a casa, se turnaban para ducharme y me preguntaban nimiedades delante de Christian.

Tanako era el duende sutil que bordea el arroyuelo en su travesía. Acabó el Bachillerato y preparaba los exámenes de ingreso en la Facultad de Filología de la Universidad. Si tenía amigos, no los distinguía, quizás por respeto a sus padres o por vivir de puerta hacia dentro. Conmigo era cálida y sensual como el mediodía. Respondía a mis preguntas con preguntas y alusiones en inglés o en japonés, cuyos ideogramas intentaba enseñarme. Un día, al amanecer, se sentó en mis piernas y nos besamos por primera vez. Fui potro de esta gacela sin bridas bajo el aguacero, transfigurada por la luz del orgasmo y el rojo oscuro de su virginidad perdida. Esa noche aramos nuestros cuerpos y sondeé sus colinas del norte, la llanura del sur y el palpitante manantial de su vaguada, sin estribos, desbordados.

Por sus orgasmos silentes, las emociones contenidas y el murmullo de cada despedida, Tanako parecía una versión primaveral de Oishi e Hichiko, pero más apasionada y en vigilia respecto a mis movimientos, como si moldeara su cuerpo con el mío, lo cual me ponía tenso como un retratista que lleva mal el éxito y desea liberarse de la modelo sin atreverse a tomar decisiones.

Mis días en la casa de Christian fueron un aprendizaje exclusivo hasta que Oishi me enchufó como vigilante en la Dirección de Vivienda, cuidaría un chalet expropiado y con sello oficial destinado a algún mandarín. Allí sentí la tentación de ser okupa y, en vez de vigilar, dormía con Tanako cada noche en habitaciones distintas, como dos recién casados. Una noche no pude abrir la puerta y tuve que forzar un ventanal de la terraza. Me recibió desafiante una mujer con dos niños de ocho o diez años. En vano le expliqué mi función y la invité a irse al amanecer. “De aquí no me saca ni Dios”, dijo. Ya veremos, señora, buenas noches, le dije. Tras consultar con Christian, Oishi e Hichiko, le informé al Jefe de Vivienda quien en tono jovial me ordenó hacer la denuncia en la policía donde el oficial sugirió desalojar a la okupa con imaginación. 

Por actuar con imaginación fui acusado de “abuso de autoridad”, pues como la mujer no entraba en razón y alegaba no tener lugar de retorno, entré sorpresivamente en el chalet con la mascota de Tanako, un perro pastor belga, ante cuyos zarpazos la mujer y sus hijos salieron echando. Al final, la casa quedó libre y yo salí absuelto, mi defensora arguyó que no protegía beneficios personales ni perjudiqué a las víctimas, evaluadas como “caso social” y enviadas a un albergue colectivo hasta que le dieran una casa expropiada, si no se le adelanta un ninja...

Con el juicio cesó mi empleo y el vaivén entre la ley, los primos y las geishas de Christian. Pasé unos días en el Diezmero con Lázaro, heredero del apartamento de su hermano William, el ingeniero militar casado con el alcohol y las drogas hasta la sobredosis que lo alojó en el Cementerio Colón. Apenas conocí a William pero acompañé a Lázaro al ritual de magia negra en el Panteón de las Fuerzas Armadas cuyo guardián le abría el nicho por cinco dólares o una botella de Havana Club. Tras hablar con el difunto y rociar sus restos con aguardiente, Lázaro se santiguaba y, sin lavarse las manos, iba a ahogar las penas en el bar de zombis de la calle Zapata.

Yo supliría el ritual en la necrópolis por un ramo de gardenias o de crisantemos, las flores preferidas de William; luego me llevaría sus restos a casa y los depositaría en una de las pequeñas pirámides de cristal que William construía por encargo antes de morir. Pero Lázaro se aferró al espectáculo de la memoria, quizás porque el hermano mayor era su guía espiritual, o por sus propias dudas existenciales. Hacia afuera, Lázaro lo tenía todo muy claro; hacia dentro, era opaco. “Estoy absorbo, brother, cambiemos las fichas”, decía.

Y cambié las fichas con Nael, que me enseñó a hacer y vender Cohíbas, Romeo y Julieta y otras marcas de habanos para turistas y magnates; el negocio es inquietante por ser monopolio del Estado y depender de la red clientelar de traficantes de hojas, sellos, cajas de madera preciosa y facturas para legalizar la mercancía en la Aduana, vendidas por los propios empleados de las Casas de habanos. Para vender en hoteles y restaurantes de lujo renové el vestuario, ejercité el inglés y alterné a Hichiko y Tanako como novias a fin de pasar inadvertido entre los guardianes.

Una noche, en el Hotel Riviera, topamos con mi hermana y su amante, un cincuentón de Nápoles o Sicilia con estilo de mafioso, que se presenta como fotoperiodista y nos invita a cenar en el Copa Room; acepté pensando en la venta de habanos, pero Hichiko me susurró al oído: “lees su tarjeta, por favor, este es Paolo Titolo, Gerente de Amorin S.A y esposo de Mariela, la hija del Caudillo, ¿entiendes? Nada de ofertas, cenamos y nos vamos por la puerta lateral. Por sus negocios en la isla y su enroque con la familia real, este italiano es vigilado por la guardia roja. Ya le diré a tu hermana con quien anda y la causa de nuestra fuga”.

 

 

 

Comentarios

  1. Gracias por incluir los relatos del Concurso en este espacio virtual. Es una forma previa pero válida de difusión. Saludos desde España.

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