Todas las muertes de Flérida Domínguez
Luna Moon
Las temblorosas y huesudas manos
de Flérida Domínguez lograron por fin enhebrar la aguja. Lentamente fue
entreabriendo sus pequeños ojos azules, sacó la punta de la lengua y humedeció
el pulgar y el índice de la mano derecha para anudar el hilo. El pinchazo la
sorprendió y la gota de sangre tiñó el verde azul de las lentejuelas que estaba
cosiendo en el vestido de Estrella del Mar.
Sobresaltada llevó las manos al
pecho y sintió que su corazón repicaba como toque de tambor a Yemayá. El mal
presagio la abrazó tan fuerte que la hizo revivir el doloroso recuerdo de aquel
día en que descubrió que Esteban intentaba quitarse la vida colgándose del
viejo algarrobo frente a la playa.
—¿Mamá, por qué la playa se
llama La Virgen? —le había preguntado
Esteban.
Ese día el hijo se había sentado
a su lado debajo del algarrobo mientras la ayudaba a abrir las vainas de los
frutos y a sacar la pulpa con la que la mujer preparaba sus remedios para curar
la indigestión, el asma, la cistitis y otros padecimientos. Ella le contó lo
que le habían contado sus padres, quienes a su vez lo escucharon de los suyos.
La memoria pueblerina había mantenido viva la historia del sacrificio que
hicieron los pescadores para calmar la ira del mar que, durante dos largos
años, los había devuelto a casa con las redes vacías.
—... entonces escogieron a una
de las vírgenes del lugar, la colocaron encima de un pequeño bote y la
ofrendaron a las aguas. —Terminó Flérida la historia, sin quitar ni añadir un
punto.
—Yo no quiero morir virgen —concluyó
Esteban quien se fue encorvando hasta perderse en sus tristezas. Luego volvió a
preguntar— : ¿Mamá, y por qué el pueblo tiene ese nombre tan raro?
—¿Raro?, pues a mí me parece un
nombre hermoso: Stella Maris quiere
decir Estrella de Mar. El primer cura que hubo en el pueblo, el único que sabía
latín, lo bautizó así.
—Mamá… ¿y quién escogió mi
nombre?… no me gusta mi nombre… y no me gustan las mujeres —confesó en un tono
casi inaudible.
Esteban vio a su madre
empequeñecer de golpe, abrumada por la revelación. De momento ella no supo qué
hacer con aquel montón de sentimientos contrapuestos: vergüenza-compasión,
desprecio-amor, coraje-miedo. Batalló contra ellos hasta que el dolor se hizo
líquido y el hijo, arrepentido de sus palabras, besó sus lágrimas y le pidió
perdón.
—No le digas a tu padre
—sentenció ella.
Esa noche la mujer sirvió la
cena como de costumbre. La familia se sentó a la mesa a comer el mejor pescado
frito del pueblo porque Flérida tenía manos benditas para la cocina. Sin
embargo, la mujer no conseguía estar tranquila, las últimas palabras de Esteban
la seguían atormentando por todos los rincones de la casa “… no me gustan las
mujeres… no me gustan las mujeres”.
—Este pescado te quedó salado
—gruñó el marido, y de un manotazo tiró el plato al suelo. Ella no reaccionó,
sin apenas mirarlo murmuró que no se sentía bien y que saldría a buscar algunas
plantas para hacerse un remedio.
Por el camino iba pensando en
todas sus muertes anteriores. Murió el fatídico día que fue violada debajo del
algarrobo por un desconocido del que solo recordaba su horrible olor a algas
podridas. Volvió a morir ante la mirada acusadora de su novio quien la encontró
un rato después ahogada por el llanto y con las ropas rasgadas.
Fue enterrada en vida cuando su
padre le propuso que se casara con un hombre que no la amaba y que por “limpiar
su reputación'' recibió como dote a Marina
La Loca, la mejor embarcación del pueblo. Murió el día que celebraron la
boda, y una vez más coqueteó con la muerte cuando su marido borracho la pateó
salvajemente hasta hacerla abortar su primer hijo porque no tenía la seguridad
de que la criatura fuera suya.
Y ahora Flérida iba sangrando a
lo largo del muelle, apuñalada una y otra vez por el eco de la confesión de
Esteban “... no me gustan las mujeres… las mujeres… mujeres”. Cayó de rodillas
en el último tablón y desde allí lanzó al rabioso mar la pena de tener un hijo
“invertido”. Se lamentó de saberlo vulnerable ante la incomprensión de la gente
del pueblo y la brutalidad de su marido. Vociferó su inconformidad con Dios.
Asombrosamente sus alaridos de
dolor fueron aquietando las aguas, pero una presencia fantasmal volvió a
robarle el sosiego. Los pobladores de Stella
Maris aseguraban que cuando la mar estaba en calma podían escucharse los
gemidos de Marina, la madre que enloqueció cuando el pueblo decidió sacrificar
a su hija virgen.
—No llores, mujer, por lo menos
tu hijo todavía está vivo… —Flérida creyó escuchar la voz de Marina La Loca advirtiéndole
del peligro.
La premonición hizo que Flérida
echara a correr de regreso, fue entonces que vio a Esteban debajo del algarrobo
intentando poner una soga alrededor de su cuello. Llegó a tiempo para abrazarlo
fuertemente y consolarlo con palabras que solo las madres conocen. Él rompió a
llorar y ella comenzó a acunarlo mientras le susurraba al oído una y otra vez:
“sólo quiero que seas feliz”.
Comenzaron a caminar lentamente
hacia la casa mientras Flérida pensaba en cómo ocultar a su marido el triste
incidente para que no se sintiera defraudado. Él había sido quien escogió el
nombre para su hijo porque siempre había estado descontento con el suyo propio.
No había sido fácil para “un macho a todas” tener que lidiar con la ambigüedad
de llamarse Guadalupe. “Se va a llamar Esteban, que significa coronado y
victorioso” le había dicho a su mujer, dando por sentado que su primer hijo
sería varón.
De todas maneras, Guadalupe no
estaba muy conforme con el comportamiento de Esteban. Cuando salía a pescar de
noche, que era el mejor momento para capturar caballas y besugos, lo llevaba
con él a bordo del Marina la Loca. De
mala gana el muchacho trituraba la sardina y la mezclaba con trozos de pan para
hacer la masa que servía como carnada, no le gustaba mantener en alto el farol
para encandilar a las presas, ni tampoco descamar los pescados aunque le daba
placer mirar el brillo de las escamas a trasluz. Prefería contar las estrellas,
bailar entre las olas de la playa y soñar con tesoros submarinos.
Tampoco para los habitantes de
aquel pueblo de arpones, salitre y atarrayas pasaban inadvertidas “las rarezas”
de Esteban. Él se había convertido en la comidilla de los sábados en El Ancla Dorada, la taberna donde
acudían los pescadores a gastar parte del dinero obtenido por la venta de sus
productos. La noche desgraciada en que Flérida Domínguez volvió a morir, ella y
su hijo pasaban justo frente a ese lugar cuando vieron salir a Guadalupe
completamente ebrio. Estaba furioso por el desafortunado comentario de uno de
los pescadores borrachos que los señalaba desde la puerta del local y gritaba:
—¡Ahí van dos de las mujeres de
Guadalupe!
—¡Esteban la Loca! —Se burló
otro— e inmediatamente se le unieron voces que coreaban en sílabas cada vez más
alto: es-te-ban-la-lo-ca, es-te-ban-LA-LO-CA, ES-TE-BAN- LA-LO-CA…
—Tu hijo es maricón. —Fue el
propio Guadalupe quien escupió la ofensa al rostro de su mujer. El hombrón se
les vino encima e instintivamente Flérida se puso delante del muchacho que
temblaba de miedo.
Guadalupe apartó a su mujer de
un empujón que la tiró al suelo, agarró violentamente a Esteban por un brazo y
lo arrastró con él. Cuando Flérida logró levantarse corrió angustiada tras
ellos. Temía por la vida de su hijo a quien el pueblo ya había lapidado con
palabras, porque hay palabras que golpean como piedras.
Casi sin aliento llegó a su casa
para ver el cuerpo adolescente de su hijo derribado por los golpes del fornido
Guadalupe. Le sangraba la mejilla izquierda que su padre había rajado con uno
de sus anzuelos y en el momento en que el hombre levantó su cuchillo de pesca
para herirlo, ella lo golpeó con la sartén de hierro en la cabeza. Flérida vio
con horror que mientras su marido caía iba clavando el cuchillo sin piedad en
las carnes del muchacho.
Enloquecida siguió golpeándolo
hasta casi desfallecer. Luego se incorporó y agarró el garrafón de gasolina que
Guadalupe siempre mantenía lleno para alimentar el motor de su embarcación, lo
roció alrededor de la casa de madera y le prendió fuego. Se mantuvo cerca hasta
que la vio arder junto con los recuerdos de su amado Esteban y de su marido
abusivo. Luego tomó de la mano a su hija Estrella quien lloraba en silencio
frente a las llamas y se marcharon del pueblo sin mirar atrás.
Habían pasado más de tres años
desde que abandonaron Stella Maris y
la mujer jamás había vuelto a tener aquel terrible presentimiento, hasta que se
pinchó el dedo con la aguja y su sangre cayó sobre las lentejuelas del vestido
que estaba cosiendo para el debut de su hija. Bastaron unos segundos para que
todas las muertes de Flérida Dominguez pasaran otra vez ante sus ojos. Intentó
tranquilizarse pensando que esa noche Estrella del Mar iba a cautivar a todos
con su baile.
El estreno había sido anunciado
con grandes carteles colocados en sitios importantes de la ciudad y todos
querían asistir al teatro para ver a la mujer que bailaba como las olas, aunque
la mayoría de ellos ni siquiera conocía el océano. Muchas madrugadas pasó la
madre cosiendo tules blancos y azules alrededor de la falda para semejar la
espuma del mar y dando puntadas para unir, como si fueran escamas, las
lentejuelas en el ajustado corpiño.
“Todo va a salir bien'', se
dijo, pero el corazón de Flérida seguía repicando como toque de tambor en
bembé. La puerta se abrió con fuerza y el golpe de aire hizo oscilar la luz de
la vela que la mujer había prendido como ofrenda a la Virgen Morena, dueña de
los mares, para que velara por el éxito de su hija. Estrella entró dando
traspiés, sus ojos de mar estaban húmedos por el dolor y el asombro. Venía
sujetando con las manos ensangrentadas su vientre atravesado por un cuchillo de
pesca.
La mujer se apresuró a su
encuentro y la sostuvo fuerte contra su pecho. La sangre de la muchacha comenzó a manchar el vestido que había caído
al suelo mientras susurraba que “olía a algas podridas”. Flérida, destrozada,
comenzó a consolarla con palabras que solo las madres conocen, acarició la
mejilla izquierda de su hija, besó la cicatriz que le había dejado la herida
del anzuelo de Guadalupe y en ese preciso instante tuvo la certeza de que ya no
valía la pena seguir esquivando a la muerte.
Me ha cautivado la manera de describir escenas. He estado en todas las muertes!! Me siento dentro!! Y eso, en mi, solo lo logran los buenos escritores! Me pierdo con Guadalupe... aún percibo la atrocidad de la cruel sociedad inculta q es capaz de lapidar y/o enviar al suicidio por prejuicios de antaño. Doy mil estrellas a la autora!!
ResponderEliminarMe halaga su comentario. Gracias.
Eliminarbuenisimo,me encanto
ResponderEliminarFascinante historia. No pude parar de leer ni un segundo. Me sentí angustiada como la mismísima Flérida. Muchas gracias a la autora por tan buena lectura.
ResponderEliminarMe complace que le haya gustado. Muchas gracias.
EliminarGenial mi amiga, me encantó, una vez q lo inicie no pude abandonar la lectura hasta terminarlo, te felicito.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarExcelente y cautivadora esta historia. Ojalá podamos seguir disfrutando tu talento como escritora. Felicidades y saludos. Angel desde Miami.
ResponderEliminarMuchísimas gracias!!
EliminarExelente historia me encanto
ResponderEliminarGracias miles❤
EliminarYo doy 5 estrellas y más a su actora es genial
ResponderEliminarMuchas gracias❤
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