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Sin marca

 

Yerandy Pérez Aguilar

 

 

I

Ojos es una ciudad pequeña, uno tiene la sensación de conocer a todos, y de que todos te conocen. Como todas las ciudades del mundo, se transforma al llegar la noche; una fina pátina de luz maquilla su avejentada tez de estuque centenario.

Es una ciudad de postguerra donde la guerra nunca acaba. El conflicto cambia de nombre, de objetivos, de enemigos, pero el resultado sigue siendo un eterno estado de sitio, la incertidumbre del mañana, el celo y la desconfianza.

Ojos tiene sus pandillas, hermandades, códigos; y rincones oscuros donde acudíamos cada noche en completo anonimato a satisfacer el elemental instintito.

 

Mi encuentro con La Masa fue por accidente, cuando la primera etapa de la crisis nos había sumido en el caos y cada noche un apagón nos dejaba a oscuras durante horas.

Esa noche soplaba desde las dunas un aire frío y seco, cargado de polvo, que me obligaba a caminar con los ojos casi cerrados. Bajo aquellas condiciones deambulaba sin rumbo fijo, tentándole la suerte a la ciudad desafortunada.

Un siseo casi imperceptible llegó hasta mis oídos, caminé hacia el lugar de donde provenía. Tropecé y caí dentro de un amasijo de carnes temblorosas que me acogió como un imán a una limalla, como el mar al orine del pescador, como un agujero negro a un despreciable suspiro de materia.

Hasta entonces La Masa se había limitado a recibirme, olerme, a tocarme como hace un ciego con el rostro de un recién conocido; estaba catando mi condición, la pertinencia de dejarme ser o de expulsarme.

De un tirón zafó la correa de mis pantalones y sentí la áspera caricia de una barba entre mis muslos.

–¿Qué haces? –pregunté.

Otra mano me cubrió la boca. Era la primera Ley de La Masa, “No hablarás”, la segunda era “No verás”, ese era el breve reglamento del placer.

Demasiado tarde para escapar, hubiera sido preciso no caer, quedarme aquella noche en casa, que no se hubiera ido la luz…, una infinita lista de condiciones fallidas.

Otras manos me sujetaron firmemente y el rostro de la barba mordisqueó aleatoriamente mi cuerpo. Luego supe que morder es un sedante efectivo para neutralizar a la presa.

Antes de caer en la inconsciencia alguien se acercó; olfateó y luego unió su boca con la mía. Alcé las manos y me aferré a sus hombros, descubrí que ella no tenía la marca de todos. Su beso infinito amodorró mi dolor; solo mi cabeza continuó pegada a los labios de la mujer sin marca mientras los otros se hacían a su antojo con las diferentes partes de mi cuerpo.

 

Debí parecer una piltrafa ante los ojos del guardaparques; desnudo y amoratado en medio de la hojarasca y el polvo desértico.

–¿Qué pasó aquí muchacho?

–¿Qué hora es? –le pregunté yo.

–Cerca de las siete, en un rato el parque estará lleno de gente. ¿Qué te pasó? – insistió.

–No sé.

–Voy a llamar a la policía. No te muevas.

El guardaparques se alejó y yo aproveché su ausencia para vestirme con los restos de lo que fuera mi pantalón. Escapé semidesnudo del lugar.

Haciendo el camino de regreso a casa comencé a recordar el encuentro con La Masa, sus múltiples brazos y piernas, bocas y sexos.

Ante el espejo del cuarto comprobé la materialidad del encuentro en cada mordida, en cada arañazo, en cada fluido reseco que se descascaraba sobre mi piel.

 

Yo estaba marcado en el hombro derecho, diligentemente el microchip monitoreaba las constantes vitales de mi cuerpo. En alguna parte de este pequeño país una mainframe controlaba mi estatus vital. Mis padres tenían su marca, incluso el abuelo que nació sin ella tenía implantado un microchip de última generación, asignado en el primer censo posterior a la guerra.

El chip es insertado en la cara exterior del brazo mediante una cánula untada de anestesia. Una vez depositado en el interior del músculo se detona la carga de nanochips que invaden el sistema nervioso. Esta aparatosa integración al registro nacional nos marca con un pequeño cráter que jamás se borra de nuestras carnes.

El sistema se implementó a raíz de la crisis migratoria, sustituyendo el antiguo DNI. Basta cruzar el umbral de cualquier establecimiento, oficina o frontera interestatal, para que la mainframe  detalle nuestra geolocalización. En los últimos quince años nadie ha podido abandonar La República.

 

–¿Cómo te llamas?

En el segundo encuentro busqué a la mujer entre las carnes trémulas de La masa.

–Legión, porque somos muchos.

A la misma pregunta repetida, siempre daba la misma respuesta. Entonces intenté otra estrategia.

–Yo soy… – pero una mano cubrió mis labios.

La Masa quedó inmóvil. Se hizo un silencio imperfecto donde martillaban arrítmicos sus múltiples corazones. Otra mano reptó por mi abdomen para atenazar mi cuello, alguien tiró de mis testículos hasta llevarme al borde del desvanecimiento.

–Tú también te llamas Legión…, porque somos muchos.

 

En este país hay dos cosas que nunca van a cambiar. Primero, no hay forma de hacerse rico, luego, nadie se muere de hambre. Mis padres lo sabían, lo aprendieron de mis abuelos. Y yo había heredado de ellos esa conciencia de que nada podía hacer para aliviar o arruinar mi existencia. Así que no me preocupaba demasiado de mis calificaciones en la escuela; siempre me iban a aprobar. Éramos un rebaño de hormonas malcriadas, una crápula de la que había que deshacerse graduando hornada tras hornada lo más rápidamente posible. Mis padres apenas reparaban en si entraba o salía de la casa, menos iban a observar los cambios que experimentaban mi cuerpo y mi  carácter.

Me volví un asiduo visitante del abismo citadino. Luego de muchos encuentros salía mejor parado que al principio. Iba entendiendo poco a poco la conciencia colectiva. No había que imponerse agarrando una garganta ni torciendo un brazo, porque entonces La Masa arremetería con su fuerza superior; solo había que dejarse llevar por la corriente laxa y sensual hasta encontrar en la noche la mejor boca, el mejor seno, el orificio en que depositar el semen. Pero no había un manual, ni un posible pronóstico para la noche. Estar en La masa significaba acatar mansamente la posibilidad de dar o recibir el sexo anónimo.

 

Pensé en la mujer sin marca y al instante la tuve en mis brazos. Enredé la densa cabellera entre mis dedos; no había forma de que escapara esta vez. Pero no era yo menos presa de mi presa; diez uñas agudísimas clavadas en la carne de mi espalda y sus dientes mordiendo firmemente mis labios, partiéndolos a veces en el paroxismo del orgasmo.

–¡¿Cómo te llamas?! –dije en un rapto de curiosidad.

Sentí una bofetada y la mujer sin marca se desvaneció tras la respuesta:

–¡Legión!

 

A la noche siguiente no la encontré. En cambio unas manos violentas me inmovilizaron, aplastándome contra el pavimento, mientras otras se encargaron de castigar mi curiosidad, adentrándose en mí carne, hasta hundirme en el dolor-placer de sentir La Masa retorciéndose dentro de mí.

 

Si como dicen el mundo es un pañuelo, esta ciudad debe ser menos que una esquina de ese pañuelo. La mujer sin marca habitaba por ley aquellos mismos veinticinco kilómetros cuadrados, respiraba el miasma diario de las calles, abordaba los mismos autobuses, hacía las mismas colas infinitas para obtener la rasión de NutriVit que se nos asignaba diariamente.

Fue entonces cuando la curiosidad me llevó a escrutar los hombros de todas las que se cruzaban en mí camino y que cumpliera con ciertos atributos físicos que ya conocía sobre el asunto de mis pesquisas. Si al menos hubiera escuchado su voz…, me sentía capaz de reconocerla por el recuerdo de las únicas palabras que había pronunciado. Legión, Legión, Legión…

 

Entre tanto la ciudad se siniestraba un poco más cada día. En algún momento la crisis nos ganó y comenzamos el vertiginoso camino de la decadencia. Yo estaba perdido irremediablemente, hacía casi un año que era un condimento más de La Masa. Sinceramente no me importaba lo que pasara a mí alrededor que no fuera el sexo colectivo, único placer abundante y barato de las noches de Ojos. La masa en sí era lo más escandaloso que había conocido esta sociedad en siglos; se rumoraba la existencia de nuestro grupo de depravados. La hambruna propició la aparición de bandas que desviaron la atención del ojo centinela de La República. Se  aprovechaban de los apagones para asaltar los comercios y almacenes, arrasando con todo lo que pudieran revender en el mercado paralelo. Nosotros nos limitábamos a mantener nuestro principio de únicamente dar y recibir placer, exprimiéndonos bajo el infinito secreto de la noche.

 

Una madrugada robaron un almacén y la redada llevó a la policía hasta el parque donde estábamos. Nunca nos habíamos visto expuestos de aquella forma. Pasaron muy pocos segundos desde que escuchamos las sirenas hasta que tuvimos los coches encimas. La Masa se vio impactada por sendos haces de luz. Inmediatamente nos atomizamos como un spray en el viento. Aunque recibimos el susto de nuestras vidas y no nos volvimos a reunir en varias semanas, me alegré enormemente de haber visto, en una fracción de segundo, por primera vez, el rostro de la mujer sin marca.

 

 

II

La República había puesto más celo que de costumbre en el reclutamiento de todos los jóvenes en edad de servir a la nación. Yo no llevaba cuenta ni de mis cumpleaños. Hacía un par de meses que había recibido un título de bachiller en veterinaria y como aún no había conseguido trabajo me había vuelto un blanco perfecto, habida cuenta de que “sin oficio ni beneficio era una potencial lacra”, fueron las palabras del oficial que llevó el citatorio a casa.

Una semana después estaba con la cabeza rapada, con una cantimplora y un fusil arrastrándome por el fango, en una maniobra donde interpretaba el papel del enemigo.

Mis pensamientos estaban enfocados en no olvidar el rostro de la mujer sin marca. No sé cómo serían las evocaciones de mis compañeros, supongo que cuando apagaban las luces de las barracas cada cual apelaba a su imaginación. Pero en la mía ella se volvía perfecta en la oscuridad, porque de la oscuridad había surgido todo lo que nos describía. En algún lugar de la ciudad de Ojos ella estaría ahora retorciéndose entre la vorágine de La Masa, pensando en mí, tal vez no... Así se consumía la noche de los hijos de Onán, olisca a semen y a saliva.

 

Tres meses después obtuve mi primer pase. Apenas dejé mis pertenencias en casa me adentré en la noche citadina. De la forma que chupaba mi miembro descubrí, inequívocamente, la añoranza. Luego subió hasta a mí oreja que lubricó con su saliva y con mí semen, como para que las palabras transgresoras de las leyes de La masa atravesaran rápidamente el pabellón auricular:

–Te extrañé –dijo.

–Yo también.

Y cubrió con su sexo mi segunda erección.

–Se nota.

Fueron las últimas palabras que le escuché a la mujer sin marca.

 

A la mañana siguiente volví al regimiento. La hambruna se había vuelto un tema inquietante. Se nos redujo la alimentación a una vez al día. Llegaban rumores de que la Federación pretendía intervenirnos militarmente y los regimientos de todo el país comenzaron el entrenamiento de cara a la guerra. El mío fue movilizado a trescientos kilómetros de la ciudad, cerca del mar, a una ensenada de la costa sur. Tres años después supimos que la aventura en la playa había sido solo eso, pero entonces yo creía firmemente que la guerra estaba cerca y que nosotros seríamos los primeros en morir.

 

El servicio a la nación normalmente duraba dos años pero en aquel estado de excepción se sumaban nuevos reclutas sin que jamás se licenciaran a los antiguos. Ya estaba en el quinto año de servicio y no había atisbos de que algo fuera a cambiar. Lo que normalmente es un paréntesis temporal en la vida de cualquier ciudadano yo lo había asumido como una rutina.

 

Durante el último año nos asignaron a los reclutas más viejos custodiar las largas filas en los centros de racionamiento, donde centenares de personas se congregaba para recibir cien gramos de NutriVit, una papilla de maíz y soja, enriquecida con vitaminas, que se había vuelto el único alimento de millones de ciudadanos y por ende objeto de mercadeo y muerte.

Nos apostábamos media docena a lo largo de la cola, con la orden de disparar contra cualquiera que estuviera causando disturbios. Era alucinante ver como la turba se despojaba del miedo en el momento que anunciaban por las bocinas que se cerraba el centro de racionamiento hasta el día siguiente. Arremetían contra sus conciudadanos, contra sus hermanos, contra sus hijos, para hacerse con la ración ajena. Luego de muchas jornadas de imponer el orden se volvió normal regresar a las barracas con quince o veinte ciudadanos menos en el censo nacional; con la repetición del acto de disparar y acertar los ajusticiados iban perdiendo pesos sobre nuestras conciencias.

 

El mismo día que me licenciaron tomé el tren de la mañana a la vieja ciudad de Ojos. Se me antojó una estrella moribunda a punto de explotar. Las calles estaban repletas de transeúntes pero ninguno hablaba, no se escuchaba más sonido que el de los pasos sobre el pavimento. Los carros habían sido abandonados, y dos veces al día un tren de cincuenta y nueve vagones atravesaba la ciudad, cargando aquellos rostros inexpresivos y sudorosos que vería por el resto de mi vida.

¿Qué había sido de la mujer sin marca? Bastó que hiciera un poco de alboroto en una cola, o que saliera corriendo con una ración ajena, también pudo morir de hambre, o intentando cruzar la frontera. Diez años es mucho tiempo, mucha incertidumbre.

 

III

Nada ha cambiado en cuarenta años. Las pisadas en el asfalto son la mejor conversación que nos podemos permitir. La turba acude diligentemente a los centros de racionamiento. La iglesia continúa cerrada, los que aún creen en algo se cuelan en el cementerio, van a suplicar algún milagro a las efigies sombrías.

Cualquier día puede ser el del último paseo por las calles de adoquines carcomidos. Cualquier día el microchip notificará a la mainframe que este individuo ha expirado, emitirá las coordenadas exactas de mi deceso y vendrán los servicios necrológicos a hurgar en mi brazo para reciclar el dispositivo que ya no se fabrica.

–Un simple mantenimiento –me digo en voz baja– y se lo pondrán a otro.

–¿Dijo algo? – pregunta una mujer desde el otro extremo del banco.

–Nada. Pensaba en voz alta.

Me mira con indulgencia, me creerá loco, o peor, senil.

–Ya viene – le señalo el tren que se acerca.

Abordamos el vagón cuarenta y dos.

Cualquier día de estos puede ser el último, pero mientras llega me refugio en la esperanza; la muerte no tuvo que ser necesariamente la causa de su desaparición.

La mujer de antes se ha sentado junto a mí, parece un poco mayor que yo. Ya que me ha tomado por loco o senil me atrevo.

–Me permite – digo.

Y sin darle chance a responder le subo la manga de la blusa. Tampoco es ella. La mujer se levanta indignada, y se adentra en la masa de cuerpos, hambrientos y sudorosos, que abarrotan el vagón cuarenta y dos.

 


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