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Cuando el mundo es una güira seca

 

Iliana Beatriz Carballosa Ávila

 

 

Frente al espejo, que devolvía su imagen andrógina, se deleitaba en arreglar detalles de su fisonomía. Sintió satisfacción ante su otro yo, devuelto por el cristal azogado y en posición lateral. Se retocó por enésima vez el rímel de las pestañas, con sumo cuidado, y ajustó los párpados con delectación de artista bajo las múltiples luces de su cómoda; lo hacía despacio como si preparara un extraño rito. Se miró como si fuera a realizar un selfis para subir a Facebook. Luego el momento del make up. Lo deslizó despacio por su rostro mestizo de miel y canela, había adelgazado. Sus manos se tornaban afiladas. Recorrió su cara con precisión de cirujano. Se mostró satisfecho y dedicó la parte final para la boca. Seductora, acorazonada. Delineó la textura del labio inferior para dar idea de boca de actriz de telenovela. Abrió un poco los labios gruesos. La boca intentó una sonrisa. Sus ojos, se veían como cuencos vacíos. Le faltaba brillo y color. Se mostró contrariado, hacia una mueca, ahora rictus. Abrió el viejo armario que ocupaba un espacio rectangular en la pared del fondo, buscó lo que necesitaba; se demoró en elegir el vestuario y se decidió por un pulóver desmangado de moda, ahora, por el sofoco de la época del año. Lo eligió de color negro, como pretexto para sumergirse en la noche como güira seca. Sonrió para sí. El pulóver dejaba ver sus bíceps musculosos logrados por ejercicios en las tardes, en el patio de Pocho, con agua de azúcar y Eritropoyetina q la enfermera de la comunidad le vendía los fines de semana luego de evadir la mirada del administrador del hospital.

Se puso un viejo jean gastado. Salió a la inmensidad de la noche. Sorteó la suerte: El primero que pase, con calma esperó, debajo del foco parpadeante de la esquina, los empleados de la unión eléctrica, hacía siglos y esferas no lo arreglaban. Las casas proyectaban haces de luz sobre la acera. Nadie lo reconoció a esa hora, mujeres apuradas con jabas, viejos con cubos de sancocho, jóvenes con sus celulares encendidos, vendedores de gaseosas, dulces en carritos, helados de diferentes sabores aromatizantes para el baño, palitos para tender ropas, viagra  para viejos impotentes, en fin una gama de gentes, para los que pasó inadvertido. Las gomas de un carro lo sacaron de sus cavilaciones.

─Te llevo, bella. Insistió el ocupante del auto. Como decía el popular refrán ·"que pare el que tenga freno”. El aromatizante costoso que activaba su pituitaria. Un atento observador se hubiera percatado de sus ojos hundidos, estaba pálido, sus manos amarillas como paja seca. Los ojos como cuencos vacíos.

─¿A dónde va la princesa? Te puedo llevar donde quieras. Tengo lo que te hace falta, te prometo bebida fría y situación caliente.

Al cabo de un rato el silencio seguía siendo un personaje más. Un ligero olor a pólvora lo embargó y le erizó la piel. Pensó en la laguna de oxidación. Tengo una lata en la garganta. Te invito a una cervecita Cristal o Mayabe; elige tú.

El conductor decidió llevar la delantera. Se detuvo en el expendio de gasolina que proyectaba la luz verde de los sitios open 24 hours. Llenó el tanque y tornó rumbo a la periferia. Detrás se quedaba el hospital con sus luces, la rampa de las ambulancias, los grandes almacenes. La música había derivado a temas suaves, el mundo seguía como güira seca, delante, la cinta de la carretera iluminada por las luces de otros autos y los hitos sobre peligrosidad en algunos tramos. Al cabo de un rato se sintió el aroma marino. El largo camino de arena y casas de ladrillos rojos de épocas pasadas de la década del 70 cuando venir a comer camarones era muy usual, caros, ahora. Las casas con techo de zinc y portales con malla perle para evitar ataque de mosquitos y jejenes. La brisa costera lo estimuló. Siguió callado mientras el piloto seguía preguntando, al llegar al sitio costero, cerca del acantilado y a distancia de varios metros e bajó del auto, y decidió caminar solo hasta el acantilado. No le importaba la otra presencia. Apretaba sus puños anchos.

 La playa con sus caracolas de nácar, aguas malas muertas, esqueletos de peces, cangrejos con su caparazón, erizos, se podrían como ley de lo vivo y la imagen del amigo, ausente lo envolvió en sus recuerdos. Abajo se llenaba la marea. Al fondo, la construcción del Restorán, para expendio de bebidas y refrescos un traganíqueles lanzaba al espacio una música de Benny Moré: ´´Siguaraya”. Música añeja; pero inolvidable, en contraposición con algún que otro reggaetón. Se paró frente a la gran inmensidad oceánica y pidió un deseo a Yemayá, detrás, el montículo donde hacían apuestas los amigos de entonces, ahora, ausentes, excepto ese amigo, que el mar vomitó aquella tarde de viento fuerte. Su recuerdo quemaba su alma, sin sus presencias. Habían ido lejos desafiando las corrientes. El seguía recordándole, frente al mar cuando nadaba hasta el montículo lejano donde hacían las apuestas, ¿quién va hasta la piedra?, allá frente a la bahía de Nipe, llegan, y regresan, recordó que Chucho su amigo, perdió las fuerzas y luego el agua lo trajo inflado y con un ojo amoratado. Uno imprecación se dibujó en su cabeza. Retrocedió, y pidió una botella de Vodka, bebió a pico de botella como los hombres y lanzó un escupitajo que la arena se tragó. El hombre del auto se le acercó despacio y aspiró el perfume que exhalaba su cabellera de pelo ensortijado, negro, lacio, sedoso, brillante donde se apagó una estrella, el olor a pólvora volvió a invadir la figura del chofer en ese momento su corazón latió fuerte, se agitó dentro de su piel, se demudó su rostro, se sintió débil, mortal, incapaz y se movió hacia su  presa. Sintió un corrientazo que abultó su entrepierna. El pasajero de la noche se sintió violentado.

─Déjate ya de mariconería, dijo el chofer con violencia, tú te crees que soy bobo o nací ayer

El pasajero, no se movió, impertérrito, se dejó empujar hasta el acantilado, paladeo un líquido viscoso en la boca, se le nublaba la vista, perdió la sensibilidad de sus piernas. El chofer, lo obligó, a ponerse de rodillas, lo conminaba, lo obligaba con su corpulencia, lo exhortaba, lo empujaba como toro salvaje, como animal en celo, lo dominó un jab en el mentón, lo venció en ese instante de lucha feroz, como en la manada, se bajó el zíper del pantalón. El pasajero, advirtió la presencia en sus nalgas, de una sustancia gelatinosa Se sintió montado varias veces, hasta que lo sintió caer pesado, bufando en la mojada arena llena de algas y sargazos traídos por la pleamar,  vio en un instante fugaz, en la oscuridad de su mirada una masa brillante,  que se deslizó desde el pantalón del victimario, ahora al alcance de su mano larga,  y de su maltrecho cuerpo, en segundos, aprovechó la confusión que brindaba la satisfacción del agresor, tomó el arma y nadie, excepto las solitarias piedras oyeron el fogonazo. Estuvo tal vez media hora, segundos, no pudo precisar el tiempo, estaba flotando en sus líquidos corporales, herido y roto. La brisa marina lo alivió y tomó el final de la botella, luego la tiró, al mar dedicó un último pensamiento al amigo ausente y se retorció de nuevo en su cerebro la idea de haber cumplido  post mortem con el camarada, hermano, amigo de juergas y por qué no de ejercicios para probar sus fuerzas. Horas después al amanecer el grito desde un balandro recorrió el sitio de pescadores y mujeres descamando pescado, y sardinas para vender como comida de puercos en el pueblo cercano. La noticia de un hombre maduro con pelos pespunteados de blanco, encontrado bocabajo en la orilla del mar, mostraba un orificio en la región occipital. Ese día la policía del pueblo siempre desocupada porque en la ciudad no era frecuente encontrar cadáveres baleados en la playa; la ausencia de huellas dejaba atónitos a los peritos. En tanto cada cual seguía en sus rutinas, en otro lugar alguien terminaba de pulir su maquillaje para quién sabe?, lo que ocurre cuando el mundo es una güira seca. días después en la barra del lugar de marras: Néstor Reyes y Cundo, apodo de un pescador del lugar ante un cuarto de botella, decían na´, asere, mira que venir de tan lejos para acabar así con un hueco en la chola, nadie sabe pa´ donde coge la gente en estos días: lo mismo se tiran al mar, que sacan pasaje en cualquier tren y se tiran del otro lado; mala suerte tuvo este; no te fijaste, tenía una Gardenia, en la solapa, ─qué tú crees?, me fijé en los papelitos que tenía en la cartera, hasta se ve uno con traje y cara seria.

Tenía el bolsillo poderoso ¡cuántos billetes!, la fiana lo recogió, echó en un nylon; Cundo, chasqueó la lengua ya pesada a esa hora por el líquido ingerido. ─Dicen que la poli, anda en eso de buscar huellas,  en busca de ADN. ─Compay, nada encontraron; se lo tragó la tierra junto con el ñampio, Cundo, lanzó un escupitajo que se quedó haciendo burbujas en un hueco del piso de cemento del bar. Néstor, retoma de nuevo la historia─ En otros lugares del mundo la policía trabaja bien, aquí llevan días y nada: en boca cerrada….Un silencio se apoderó de las figuras masculinas y la silueta de un tercero se desdibujó en el fondo del bar. ─En otros lugares la policía trabaja bien; el pasajero envuelto en el olor acre de la pólvora, recogió la cápsula que se había entallado en la piedra y continuó caminando por la orilla desierta y lejos de los pescadores que se aprestaban para coser los avíos de pesca, calafatear sus barquichuelos, sacar de las latas lombricillas como cebo para la pesca de cojinúas. Para ese momento el mundo se preparaba para otra noche como güira seca.

 


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