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Palabra de Dios

 

Por Martín Sibila

 

A lo lejos vieron el cuerpo desplomarse. Cayó sobre la arena como un muerto en combate, un árbol que cae de viejo. Sabían que debían apresurarse porque las hienas y los buitres no tardarían. El niño corrió sobre la difícil textura de la arena con la espontaneidad de quien ha crecido entre las dunas. El padre lo observó, orgulloso.

Antes de alcanzar el cuerpo, el niño vio las huellas de las manos en la arena. Lo entendió como una premonición. Le habló al cuerpo, por si las dudas. Estaba muerto. Giró el cadáver hasta dejarlo bocarriba, quería verle el rostro. Encontró a un hombre maduro, barbado, la hinchazón y los labios resecos no fueron óbice para que pudiera identificar algún atractivo. Las cejas señoriales, una nariz pequeña pero armoniosa con el resto de la estructura, los labios eran prominentes, le daban algo de sensualidad a ese individuo que acababa de morir. Por lo demás, era un cuerpo pequeño, pero proporcionado, a pesar de las piernas flacuchas y demasiado cortas para un tórax de nadador.

Se fijó en las manos. Eran pequeñas también, algo gorditas, parecían hechas de pan. Se giró para ver al padre acercarse. Caminaba con lentitud. Los garfios le brillaban con el sol. El niño resolvió empezar con la diestra. Extendió el brazo sobre la cabeza, de la manera más recta posible. El cadáver parecía alzar la mano para decir: aquí estoy, no me olviden. En ese momento comenzó el viento a soplar. El niño se acomodó las gafas de protección, desenfundó el machete, lo descargó y la mano quedó separada del resto de la anatomía. Un charco de sangre fue absorbido por la arena, como sirven las esponjas. Antes de seguir con la mano izquierda buscó de nuevo al padre. Se acomodaba la capucha con los garfios para protegerse del viento arenoso. Tardaba en reunirse con él (¿con ellos? Hablaríamos de ellos si contáramos a los muertos. ¿Vale la pena contar a los muertos? —Pensó el niño). Elevó el machete por segunda vez. El sol bendijo con un resplandor a la herramienta. La mano izquierda se separó del cuerpo y en eso escucharon las risotadas de las hienas.       

*

La punta de la catedral ardía en la noche cerrada, a lo lejos parecía la llama de una vela solitaria. La estructura era la parafina, el resto, llama sagrada.

El obispo, que empezaba a entrar en la vejez, y el dinámico y juvenil sacerdote huían por uno de los túneles. Consigo llevaban las tres biblias y la certeza de llegar a buen puerto. Les faltaban las monedas.

El viejo, aunque mayor, se conservaba delgado. Hacía décadas una orden papal aconsejaba dar muestras físicas de humildad: la delgadez de los pobres sobre la obesidad de los oligarcas; el cuidado de la salud, del cuerpo, refugio del alma, contra los vicios, la pereza. Si cualquier instructor de yoga podía pararse de cabeza, tocarse con las manos la punta de los dedos de los pies sin dificultad, los hombres de Cristo tendrían que poder competir contra ellos. Si los evangélicos daban muestras de derroche, los cristianos seríamos austeros, decía su santidad. Si los musulmanes discriminaban a las mujeres, “nosotros recordó una encíclica del Papaelevaríamos a santa a María Magdalena y duplicaríamos el santoral femenino.

Cuando cruzaron el patio, vieron del campanario colgado el cadáver del padre Aristo. En breve lo incinerarían. No tuvieron tiempo para llorar. Se persignaron. Cada uno rezó en silencio.

Encontraron sin dificultad el acceso al último túnel. Cerraron la puerta. El sacerdote bendijo la cerradura.

Falta poco.

Confiando en Dios.

¿No será mejor separarnos? Uno llevará dos libros, el otro el tercero. Nos repartiremos las monedas por mitad.

Si alcanzamos el río estaremos a salvo. Ahí pensaremos.

Pero al dividirnos, cabe la posibilidad de que al menos uno lo logre. Entonces el cardenal tendrá al menos parte de la misión, pero si ambos fracasamos…

Mejor continuamos. El miedo nos puede nublar el pensamiento.

¿Está usted seguro que las monedas están en este corredor?

Yo mismo las escondí hace poco.

¿A qué hora llegó el mundo tan lejos?

Son pruebas, retos a la fe. Los tiempos difíciles siempre han fortalecido a la Iglesia.

Lo llaman el Restaurador, ¿sabía usted?

Algo oí, pero preferí desatender. Hice mal.

Una detonación sacudió el pasadizo. Habían volado la cerradura.

Mejor no la hubieras bendecido.

Si no lo hubiera hecho la habrían volado a tiros. Ahora tienen menos explosivos.

Consuelo de tontos, mijito.

El obispo se detuvo en seco. Señaló una de las tantas macetas que los curas habían dispuesto en línea recta, una tras otra. Sin duda el viejo sacerdote venía contándolas hasta alcanzar la correcta. Levantó una de ellas. Una llave esperaba en el fondo de un hueco superficial, hecho con los dedos. Algunas arañas merodeaban. Las apartó con el pie.

¡Rápido!

Aún tenemos ventaja.

El obispo corrió hasta una de las galerías. El cura joven lo persiguió, cuidando en no tropezar. La caja fuerte estaba expuesta sin ningún obstáculo o distractor. Con la llave bastaba. Adentro estaban las monedas, puestas en escrupulosas columnas, unas sobre otras como fichitas de damas. Sin contarlas, el obispo las echó en la lona que había destinado para ellas.

Vaya usted adelante. ¿Recuerda cómo manejar ese aparato?

El cura joven aceptó la mochila. Las monedas crujieron en el empaque, estremecidas. Los religiosos continuaron la fuga. Muy cerca, los soldados avanzaban cantando a coro una consigna que se repetía con decisión.

¿Qué dicen?

Es la proclama de la Restauración: “Reconstruir la patria y el futuro”.

Fanáticos. Reclamó el obispo persignándose.

Empujaron la última puerta. Afuera estaba la lancha, el amanecer, la libertad. Ambos saltaron dentro del aparato. El obispo ordenó al joven sacerdote operar con prisa mientras él encontraba un rincón para las monedas y los tres libros, que eran traducciones diferentes de la Biblia.

 

Falta que después de todo esto se mojen. Salvarlos del fin del mundo para que se laven.

 

El joven encendió el motor. Las aletas mecánicas del aparato se desplegaron como un abanico y cayeron al agua con un estallido de máquina envejecida. El sacerdote subió la palanca con precisión, sin prisa, no quería desconfigurar el mando con una precipitación y echar a perder la fuga. Buscó el rostro del obispo. El pobre viejo estaba sobre las rodillas y las palmas protegiendo el botín, buscando algo más para resguardarlo. En ese momento los perseguidores llegaron a la playa. Ante sus ojos enfurecidos aún flotaba la espuma producida por los motores. El joven vio cómo tres soldados armaron el trípode para el cañón. Tuvo tiempo de prevenir al obispo:

¡Señoría!

Quiso pedirle que permaneciera en el suelo, pero el viejo levantó la cabeza para ver de lejos a los saqueadores. Le volaron la cabeza sin dificultad. El cura joven recibió en el pecho y el rostro la sangre, los fragmentos de cráneo. Tuvo la lucidez pronta para darse cuenta de que si no fuera por la cabeza de su maestro el impacto lo hubiera alcanzado a él. Vio cómo el cuerpo cayó de espaldas, decapitado.

El joven tuvo el acierto de lanzarse hacia adelante para tomar los libros y las monedas. El aparato navegaba solo, dirigido por la computadora. El sobreviviente creyó que la nave estaba lo suficientemente lejos, pero el segundo disparo del cañón alcanzó una de las hélices. La explosión elevó los dos cuerpos. El decapitado y el cura quedaron suspendidos por un instante. Al joven lo sorprendió que el cuerpo del obispo parecía vivo, llevándose las manos al pecho, como protegiéndose el corazón. Era la inercia del movimiento, nada más. Luego el impacto contra el agua, la lluvia de objetos, algunos envueltos en llamas: pequeños meteoritos entrando al río, que extinguiría el fuego, la máquina hecha pedazos.

El cura se dejó llevar por la corriente, rezó, es decir, no olvidó la idea de Dios mientras el mundo parecía terminar, al menos para él. En ningún momento dejó ir la maleta con los tres libros y las monedas. Había sobrevivido.  

*

Faltaba poco para el amanecer y la luna tenía un color raro, como de leche podrida. Era una señal inequívoca de tormenta. Ambos dormían afuera, a la intemperie. En la caseta hacía mucho calor. El viejo despertó al chico con un leve toque en el hombro. Fue casi una caricia, como para que la llamada desde el mundo real no quebrara el equilibrio del mundo de los sueños. Si el hombre hubiera tenido manos, se diría que la caricia fue casi femenina. 

El niño abrió los ojos y el padre le señaló con uno de los garfios la imponente luna, ese botón de plata en una camisa oscura.

 

Aprende a observar, muchacho. Las pistas para moverse en el mundo están ahí no más, delante de nosotros. Nos toca aprender y ya. Eso es todo. ¿Qué sabes de esta luna?

Avisa tormenta de arena, papá.

Muy bien. ¿Cómo es la señal de la lluvia?

En esas noches no hay luna.

¿Y cómo es el cielo que anuncia los lobos?

Hay más estrellas al oeste y hace frío, pero es como un frío de muertos.

El padre sonrió. Con el garfio alcanzó el rascador y se masajeó la espalda. El roce de los dientes de plástico del rastrillo y el pellejo del viejo producía un sonido exasperante, pero al niño no le importaba. Mientras iba a orinar, a cielo abierto, sobre la arena, el niño pensaba cuánto le impresionaba la destreza que el otro tenía para vivir a pesar de la mutilación. La orina producía un remolino de espuma, que el niño disfrutaba mirar como alguien más adoraría ver las formas en un río.

El niño volvió liviano, tranquilo, espabilado.

Si aparece otro paciente, esta vez sí la logramos, papá.

El viejo sonrió, pero prefirió no decir nada. Había llegado a una edad en la que hablaba poco.

¿Quieres jugar esta noche a las cartas?

Jugaremos.

El viejo incluso podía barajar con los garfios, que eran bastante modernos. El día en que el niño se los obsequió, el padre escuchó con atención la crónica de la partida de dados en la que el chico ganó esas extremidades de artificio. Era un pequeñito listo, vivaracho, y conservaba los dulces ojos de la madre. Cuando volvió del pueblo, victorioso, con el botín, el señor lo aleccionó: No te fíes de la suerte, muchacho. Incluso a los tahúres más buenos les toca conocer técnicas, mañas. La vida es de mañas.

Se habían levantado temprano. La tormenta los obligaba a ir al pozo, ajustar las ventanas, las puertas, alistar cuanto juego de mesa y azar fuera necesario para pasar un buen rato esperando encerrados a la luz de una linterna de led que era siempre insuficiente. La casa rebosaba escasez, ni siquiera había una madre, ni un perro, mucho menos un gato o un pájaro enjaulado.

Cuando llegaron al pozo el chico se apresuró a echar el balde para que el viejo no se esforzara. El cubo demoró en estallar contra el agua.

Está casi seco.

Tocará ir al pueblo por agua, después de la tormenta.

Primero habrá que conseguir con qué pagarla.

El balde no pesaba. El viejo lo notó en los movimientos rápidos de su hijo.

Déjame intentarlo.

El manco tomó el cubo con lentitud, pero con seguridad. El niño sabía que su padre podía llevar una vida buena con los garfios, pero si conseguían unas manos, el futuro, la vida, sería mejor. En casa tenían la máquina. Era cuestión de conseguir el donante, contactar al supervisor y operar. Sencillo. Y claro, tendrían que pagar de alguna forma. 

El niño robó la máquina a un chatarrero de la ciudad que era un borracho empedernido. Un día el chico apareció en el taller con la intención de convertirse en ayudante. El escarbador miró al crío como si se tratara de caca de perro.

Yo puedo ayudar, don. Deme el chance y lo verá.

La respuesta fue un portazo seco.

En la vida hay que persistir, muchacho, le decía el padre. Nada se da a la primera.

Sabía que se trataba de un borracho. Entonces el niño fue a un bar con una botella de gaseosa que encontró en la calle y la llenó con sobras de aguardiente. Tuvo el acierto de usar la misma marca, que identificó con su olfato de ardilla. Apareció en el taller del beodo y se la ofreció. Esa tarde empezó a trabajar.

Eres el hijo del manco, ¿no?

Correcto.

Lamento lo de tu mamá.

El niño hizo una reverencia cortés.

¿Cómo fue que tu padre perdió las manos?

Nunca me lo ha contado, mintió.

¿No le has insistido?

Cuando lo hago, me gano un coscorrón.

A esa altura de la conversación el viejo llevaba más de la mitad de la botella bebida.

¿Dónde la conseguiste?

En el bar.

¿Cuánto?

El niño supo que tenía que cambiar de tema.

¿Qué hace esa vieja empelota?

Eso no te lo puedo decir.

¿Habla?

Sí, y también gime y se moja.

¿Qué le duele para que gima?

El viejo dejó salir una carcajada y dio otro trago. Como tenía más licor que sangre en las venas pronto cayó dormido. El niño entonces tampoco entendió a cuento de qué una robot se iba a mojar en ese rincón que la guarecía de la lluvia. Cosas de borracho, pensó.

Escrutó la bodega palmo a palmo mientras el viejo flatulaba entre pesadillas. Encontró otra muñeca desnuda, y un muñeco con un falo enorme y erecto. Los ignoró con asco y burla. Su padre, que a falta de índices ponía en alto las puntas de los garfios cuando filosofaba, le había enseñado que los genitales solo servían para hacer porquerías: dejar salir fluidos inmundos, y de vez en cuando para traer bebés al mundo. Se entretuvo con los simuladores deportivos. En un rincón alejado, junto a otros objetos inútiles como paraguas antiguos, reproductores de video, rastreadores de objetos perdidos, máquinas de música y cocineros mecánicos encontró el reconstructor de miembros. Si estaba entre esos pertrechos olvidados el viejo no lo echaría de menos, pensó el niño. Esa misma noche lo robó y como si nada regresó al día siguiente para seguir trabajando.

La luz de la luna dejaba ver las tenazas en un brillo intermitente. El padre vertía el contenido del cubo en la cantimplora que los acompañaría durante la tormenta.

Voy a echar de nuevo el cubo, pero hacia otra dirección. Me parece que hay una curva ahí, puede que haya más.

¿Cómo lo sabes? ¿Por el sonido?

No. Por la sensación al traer el cubo.

Si era sensible con los garfios, reflexionó el niño, con unas manos nuevas haría maravillas. La noche en que el chico cercenó las manos de aquel cadáver caído en el desierto hicieron la operación. La pagaron con algunos ahorros que habían resultado de trabajos, robos, empeños.

El pequeño conectó el reconstructor.

¿Nos alcanzará la energía?

Alcanzará.

¿Dónde aprendiste?

En la computadora de la escuela. Es fácil. Todo el mundo lo hace.

El viejo confió. No tenía de otra.

Se quitó los garfios. Introdujo los muñones en el reconstructor. El niño lo puso en marcha, le advirtió al padre que no dolería. Había previsto lo de la anestesia. El pequeño e improvisado médico puso en otro compartimiento las manos que le habían robado al cadáver. La máquina hizo el resto. En pocas horas el viejo tuvo sus manos nuevas. Un transplante rápido, higiénico.

¿Las puedes cerrar y abrir?

El viejo lo hizo. Con lentitud, sonriendo, con los ojos encharcados en lágrimas puso en alto el pulgar derecho.

Haz la V de la victoria, papá.

El viejo la hizo y sonrió, otra vez.   

 

*

 

El polvo era invasivo y agravaba la sensación de calor; formado de agentes diminutos, amenazaba con vulnerar los lentes de protección y la ropa climatizada. El joven sacerdote no había escatimado en gastos para guarecerse. Se abrió paso entre el paisaje rojizo. En el cielo, el sol era un disco de fuego, indiferente.

¿Por qué el polvo es rojo aquí, Señor? Se preguntó el sacerdote¿Por qué me pica el polvo? ¿Por qué tu magnánima obra se desdibuja?

Su triciclo flotaba sobre las dunas enrojecidas. Le preocupaba que la energía no le durara hasta dejarlo en sitio seguro. Tendría que arrastrar el vehículo sobre los esquís, como le explicó el vendedor, y esperar a que la batería se recargara con el sol inclemente. Se preguntaba si con esa tormenta de arena, de tierra roja, como de Marte, desabrida, la batería se alimentaría como él esperaba. Murmuró para sí: “Señor, no soy digno de que entres en  mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Se sentía seguro, al fin. Colonizador, sobre el triciclo flotante. Recordó su triciclo de la infancia, que no flotaba, pero hacía volar su imaginación. ¿Cuántos héroes fue sobre ese aparato? El enmascarado con antifaz de murciélago, el policía rudo que arreglaba cualquier dilema desde la soledad, y a veces no era u aparato de motor sino un caballo blanco, como el de los héroes.

Sonrió. Le convenía volver a la infancia ahora que estaba solo, fugitivo. ¿Quién lo hubiera pensado hace unos años? Se preguntabaLa gente mataría curas y religiosos, practicantes de cualquier disciplina espiritual, los despreciarían, los perseguirían hasta ridiculizarlos y colgarlos de los huevos. A los constructores de la patria nueva no les caían en gracias los curas ni los monjes ni los gurús ni la gentuza espiritual. Los llamaban embaucadores, viciosos, vendeilusiones, charlatanes.

Ahí estaba él, de incógnito, huyendo, llevando un tesoro mínimo: tres biblias, una en castellano, otra en inglés y la última en mandarín. Su misión, en la que ya había caído su amigo y mentor, el obispo, era ponerlas a buen recaudo en manos del cardenal para que la palabra del Señor sobreviviera a esta catástrofe, a esta precipitación del olvido, a lo que ellos llamaban la reivindicación del hombre. De nuevo el apocalípsis. Otra vez la gran ciudad que cae, de nuevo los hombres enfrentados al desierto, la aridez, la sinmemoria. Fue en el desierto donde Jesús le respondió al Demonio: “No solo de pan vive el hombre”, y el joven sacerdote sentía hambre. Ahora una amnesia rojiza, polvo que calentaba como fuego, hormigas de arena que traspasaban la ropa de seguridad.

Los libros estaban en una maleta bajo llave. Se creía capaz de superar los retenes, en ellos diría que se trataba de ropa y algunos objetos personales.

¿Por qué pesan tanto? Le preguntarían.

El pasado pesa. Respondería.

¿Y si le obligaban a abrir la maleta? Oraría, invocaría el valor de los mártires, la sabiduría de los doctores de la iglesia.

Son recuerdo de mi madre, mentiría. En realidad eran despojos de su padre, el Padre Eterno, el Dios que un filósofo demente tuvo que matar en el siglo XIX, el Padre que a la vez era el Hijo, ahora ambos silenciados. El mensajero nacido en Oriente para seducir a Occidente porque lo más alto y lo más ominoso vienen de lejos, de lo que no entendemos y debemos reinventar, adaptar, reinterpretar. Sincretismo perpetuo.

Ahora el cura era un mensajero también. Su misión era cruzar el desierto, llegar a la frontera, encontrar al cardenal, darle los tres libros, preciosos, con hermosos dibujos, impresos en la caligrafía elegante del imperio que vivió y renacerá. El Templo caerá y será reconstruido en tres días. Y también entregaría las monedas, su única fortuna, la última fortuna de la iglesia, del Señor, de Dios, del hijo del carpintero que era el Hijo, el mensajero del Padre, el sanador. Las monedas iban ocultas en la bandeja del triciclo, una clave que solo el cura sabía, las protegía.

A la distancia vio la caseta. Los paneles solares brillaban, los ángulos de la construcción parecían evaporarse en la engañosa visión del desierto. También vio a la pareja de hombres: un hombre mayor y un niño, padre e hijo, sin duda. El viejo era obeso, el crío estaba construido a partir de huesos casi visibles. El cura oró brevemente por ellos, rogando para que la pobreza no los matara, ¿hasta cuándo este batallar contra la pobreza, Dios mío?, pensó el joven religioso mientras descendía del triciclo. Hizo un saludo con la mano derecha, un gesto que, erradamente, juzgó viril.

*

Fíjate en ese cabrón, muchacho.

Lo veo.

Se las da de duro, de macho. ¿Le crees?

No señor.

¿Por qué?

Camina como maricón.

¿Qué crees que sea?

Cura o maricón.

Correcto, muchacho. Tal vez las dos, casi siempre son las dos.

Tiene las dos manos sanas.

El viejo se cuidó de no saludar al joven sacerdote con los garfios. No quería que notara la ausencia de las manos. Con la cabeza hizo un gesto hacia arriba, como el de los caballos cuando se les tira de la brida. El niño salió al encuentro del cura, llevaba el cuchillo en la pretina del pantalón, encima de las nalgas.

¿Qué se le ofrece?

¿Tienen agua?

La que hay, la vendemos.

No te la puedo pagar.

Se la doy barata.

¿Puedo hacer sombra en la caseta mientras se carga el triciclo?

Está bien.

El niño dejó pasar al cura. Ese gesto le confirmó que no se trataba de un malandro. Un hombre de verdad, le había enseñado su papá, no da la espalda a un desconocido, mucho menos en un lugar que no conoce. El sacerdote hizo un comentario sobre la arena, la comezón. A espaldas del sacerdote el chico le dio al viejo la señal.

Entre. Ahí estaremos más frescos.

Gracias. Es un lugar bonito.

El niño desenfundó el cuchillo y lo clavó en la espalda del cura, justo en el pulmón. Sacó el arma, manchada de sangre, y asestó la segunda puñalada en el riñón. El sacerdote se desplomó en silencio. Quizá tuvo tiempo de entender que había fallado.

Usaron el mismo machete que la primera vez. Pero se ocuparon mejor de los miembros cercenados: los refrigeraron. El niño corrió hasta el triciclo. Escaneó el contenido y se dio cuenta de las monedas. Su papá había atinado una vez más: “Si es cura, lleva plata. No hay sotana pobre y menos ahora que andan huyendo”.

El crío pudo desencriptar la bodega del triciclo con cierta facilidad. Al ver las monedas se echó a reír. No solo tendrían para pagar el nuevo trasplante, podrían ir a la ciudad y dejar ese paraje de mierda, caliente, arenoso, olvidado.

Regresó a la caseta. Encendió el reconstructor de miembros, colocó las manos del sacerdote en el compartimiento. Hizo el pago y dejó que la máquina hiciera el resto. Esta vez tendría que salir bien. Los miembros eran frescos y fríos. La última vez tardaron en refrigerarlos porque tuvieron que espantar a las hienas, con el tiempo se gangrenaron. Además, en el segundo intento, con las monedas pagaron una capa especial que ayudaría al organismo receptor a asimilar los órganos extraños.

Esta vez saldrá bien, papá.

Sabes muchas cosas, muchacho. Estoy muy orgulloso de ti.

El niño sonrió.

Toma el resto de las monedas, el triciclo y llega a la ciudad, muchacho.

No te quiero dejar atrás.

Ya con las manos nuevas me puedo valer, no te preocupes. Ve a la ciudad, hazte amigo de los reformadores, son los que mandan ahora. Necesitan valientes y listos como tú. Tienes un gran futuro, muchacho. No lo desperdicies.

¿Vendrás a visitarme?

Lo haré. Palabra de Dios.

¿Qué hacemos con los tres libros?

Déjalos. Venderé un par, el otro lo usaré como papel sanitario. Las hojas son suaves.

Se dieron un abrazo rápido. El niño trepó en el triciclo, había tenido fuerza suficiente para sacar el cuerpo, subirlo al vehículo. Pronto lo abandonaría en la arena para el festín de hienas y buitres. El viejo lo vio perderse en el horizonte, entre las dunas, que a esa hora lucían especialmente rojizas. 

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