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El espejo

 

Dailyn Arce Otaño

 

Haz lo que se te antoje: no me interesa; hace mucho dejó de interesarme tu locura infernal. Supón, entonces que si escribo esta historia es por puro egocentrismo, por ganas de hablar de algo. De todas maneras soy solo yo, y soy lo único que tengo, me conformo con saber que apenas me alcanza tiempo para detenerme a cuestionar mis actitudes, si estoy en lo correcto o si me equivoqué, entonces prefiero vivir ignorante de mi carencia de sentido de la justicia; no niego que me creo a veces dueña absoluta de la verdad, hasta que alguien llega y me recuerda que puedo ser igual de ingrata, vengativa y superficial que tú. De la soledad no me quejo: creo que he aprendido a vivir con mis demonios desde que te fuiste, ahora me intimidan menos. Disfruto burlarme de esas mujeres que hablan con la sutileza de un huracán, o esas burócratas de sociedad con esa capacidad enorme de fingirse ingenuas; y me río sin cesar cuando me invaden sus críticas. Aun cuando me gustaría pensar en la inexistencia, despierto ahogada entre sus imperfecciones: la soledad de la casa. ¡Cuántas veces me sometí a toda clase de compañías! Llegando a sentir algo parecido al amor, que siempre, en su abstracta existencia, me fatigaba encadenándome a la soberbia. ¿Qué puedo decir para defenderme? ¿Cómo convivir con esos hombres que no me llegaban ni a los talones? La soledad me encontró en el sitio más inesperado: a su lado, por la obstinación, por el miedo. Desde mi infancia me acostumbré al vértigo que me producía la idea de la muerte, de estar sola en su máxima expresión, con el tiempo llegué a comprender que la muerte no es solo natural, sino incluso acogedora. Recuerdo, en nuestros últimos días, cuando ya era imposible salvarnos, cómo se impregnaba en nuestra historia la tan ansiada muerte, como cuando te quedas estancada en la noticia, sin digerir completamente que te ha atrapado el cáncer, sintiendo oscuramente en tu ser, el susurro apretado y el alivio de saberte ajena a más incrementos de la porción decisiva de una vida inclemente. Pero no escribo esta historia para revivirla, no tengo esa manía de querer encontrarle explicación a todos los actos de mi vida. Simplemente tenía ganas de contar mi versión de los hechos, alejados o no de la realidad, es mí verdad y nadie puede arrebatármela, ni siquiera tú. Tal vez solo quise entretener a toda esa gente que vaga por ahí, con hambre de saber de la vida de otros, con sed de divertirse con las desgracias de otros. Así que, sobre porqué cuento esta historia ahora, me ahorraré el trabajo de dar explicaciones disfrazadas con mentiras, simplemente accederé a la poca honestidad que me queda y confesaré, es verdaderamente sencillo: recordé.

Esta verdad pudo haber sido vivida por cualquiera, estoy convencida de lo nefasta que puede llegar a ser la gente, no me queda rastro de esperanza por ninguna persona en particular, todos están tan perdidos como yo, solo que aún no lo entienden, que tarde o temprano también tendrán que enfrentarse a la misma pregunta: ¿Estoy listo para liberar mis demonios?, ni siquiera busco que alguno de ellos pueda llegar a ponerse en mi lugar, entender que incluso antes de haber hecho esa pregunta ya tenía la respuesta, nunca me gustó retener nada, así que mi respuesta se hace evidente: libertad.

La gente se hace con frecuencia demasiadas preguntas incorrectas, preguntas que en lo personal defino como inútiles, y como no obtienen a su vez las respuestas correctas viven en un error todas sus vidas. Claro, y me permito la retracción, no viven, porque vivir en una mentira, no es vivir realmente. Me atrevo a decir que existió hace tiempo una persona que podía entenderme, y fue, sin más atajos, la persona que inspiró esta historia. Todos los que me conocen saben que abandoné a Elisa justo al borde de la muerte. Sin embargo nadie sabe porque la aborrecí de esa manera, qué situaciones fueron sucediendo entre nosotras que la llevaron a acabar en aquella hoguera, y porqué a pesar de estar ahí no hice absolutamente nada, solo alegrarme de que al fin con ella muriera toda nuestra historia. Intentaré renunciar a mi orgullo y contaré la verdad de forma neutra, porque aunque me persiguió su puñal durante toda mi juventud jamás abrí la boca para decir nada. Todo comenzó en el cuarto de nuestra casa en 2006, miraba la foto de su novio Ricardo, era mucho mayor que ella, diferente a todos los anteriores, como diría nuestra madre: solo un peldaño más. Tenía las características que todas las envidiosas del barrio encontraban en cada nuevo galán que Elisa llevaba a casa, según sus palabras "un aura encantadora". Pero dentro, pegado a las sombras, descifré en él una mirada nauseabunda, una sensación amarga de la que quise escapar, solo que no podía, qué debía decirle, cómo explicarle: fue una sensación, pero no fue suficiente para ella. Elisa era ingenua, siempre miraba como esperando encontrar un rastro de bondad en las personas, quizá por eso me aterraba más su existencia, tenía que desparecerse de mi vida, y ese pensamiento me persigue, incluso hasta hoy. La convivencia en casa gritaba, en mi opinión, una soledad inmensa y desgarradora, nadie se fijó en los constantes cambios de humor, en las peleas, en los moretones; pasaban la mirada por encima, como por algo secundario, probablemente: normal. Solo yo podía distinguir el verdadero rostro de aquel hombre, nadie parecía comprender que esa relación la llevaría a su triste desenlace, y a excepción de mí, nadie más la veía, solo que yo me hice ciega de no querer ver. El día de la graduación en la Universidad, un muchacho desconocido se detuvo frente a Elisa, en apariencia, un tosco campesino, a profundidad, un niño inocente, y como alguien diría: solo los niños saben amar. Al contrario de Ricardo, miró tiernamente a Elisa, mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislado del mundo, levitando en sus labios, besándola en silencio; no vió, ni oyó a su acompañante, que notando su interés apretaba fuertemente la mano de Elisa, y crujía los dientes, como imaginándose sobre aquel extraño destruyéndole el rostro, borrándole aquella sonrisa que no disimulaba. El interés con el que Elisa lo miró fue notable, casi se podía tocar, pero el joven se fue y Ricardo se quedó. Permaneció engrandecido por la multitud de observadores que le daban la razón a sus gritos obscenos, mientras yo, anonadada por un miedo interminable no dije nada, callé como callaron nuestros padres y tampoco hice nada para detenerlo, lo que en gran medida le dió alas, y sin duda utilizaría eso a su favor. ¿Miedo por qué?, se preguntaría cualquiera, había tantos ojos que vieron, tantos oídos que oyeron, y todos callaron, cómo romper el silencio entonces. Aquella tarde no pude dormir, me hervía la sangre, no asimilaba la idea de aceptación que todos le ofrecieron a Ricardo.

Sin embargo, cuando pensé en Elisa sola, desapareció el enojo, me sentí confundida, infeliz, pensando que podría no resistir sola, perdida entre cuatro paredes, sin alguien a quien culpar. A la mañana siguiente regresé al lugar donde se vieron con deseos de encontrar aquel joven, contarle todo, y que se la llevara lejos, pero no volvió a aparecer, y yo olvidé, hasta hoy. Los meses que le siguieron a aquel súbito arranque de mi parte, de ser lo que dicen: normal y hacer las cosas bien no beneficiaron a Elisa, que enfrentaba la realidad de una novia engañada, y lo peor de todo, resignada al engaño. Por momentos, sólo viví para odiarla, me consumía la ira, todo de ella me molestaba, su silencio, su poca autoestima, sus ganas de servir a aquel animal en todo. Una mañana por fin se lo dije, la quería muerta, solo pensaba en el momento de ponerle fin a todo aquello que su miedo había creado. La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente su muerte, dónde, cómo, cuándo. Qué puedo decir, no soy perfecta; por eso había ideado la forma de hacerlo sin que nadie lo supiera. La mayor dificultad con que siempre me tropezaba para la ejecución de mis planes era encontrar el momento oportuno, y Ricardo, él no se escapaba de mi castigo, tenía que sufrir, la misma culpa y la misma soledad que siempre le impuso a Elisa. Conozco muchos hombres que son bestias, pero aquel era el peor de todos, confieso que en un tiempo les tuve envidia a todas esas solteronas, eternamente solas, eternamente ajenas a la única clase de sentimiento que esclaviza, el amor.

Desgraciadamente, Elisa no era como ellas, ella no podía vivir sin eso que llaman amor, estaba condenada a permanecer encadenada a cualquiera que le diera un poco de afecto, una ilusión de un hogar feliz, si es que eso en verdad existe. En esos planes inmaterializados había analizado diferentes alternativas, culparía a diferentes accidentes repentinos, cosa que tenía mucho sentido, pues Elisa era muy torpe. Había preparado algunas variantes de escape, que eran lógicas, en caso de que algo saliera mal y alguien notara mi afán de desintegrarla con la mirada. En caso de encontrarnos a solas, me pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado hacerla caer en plena calle para que un auto hiciera el trabajo sucio, pero que culpa tenía el pobre chofer del auto, para que tuviera que pagar por demonios que eran míos, después de examinar con lujo de detalles esta posibilidad, la abandoné, después de todo me quedaba algo de conciencia. Puede sonar extraño si lo digo en voz alta, pero acaso no ha estado todo el mundo, en algún momento, en mí lugar. Bueno, quizá no “todo el mundo”, pero es probable que la mayoría, un disgusto, una pelea, y ante el menor desatino, deseamos que una bomba le cierre la boca para siempre a quien nos contradiga, es natural, estamos configurados para ser destructivos y autodestructivos en igual medida. La experiencia me ha demostrado que lo que en lo que a mí respecta, mis consideraciones parecen claras y evidentes, pero nunca sucede así con el resto de los mortales, jamás encuentran algún tipo de iluminación al escucharme, que pena, solo saben de oscuridad. Quizás por esa misma razón me he refugiado tantas veces en las divinidades, siempre en busca de lo infinito, de lo incomparable. Si me pongo a nombrarlos he creído en todo y en todos, sin distinguir entre Buda o Santo Tomás, me he inclinado ante todos y ante todos he expuesto mi caso.

Estoy tan cansada de sus diferencias, se supone que sean santos y perfectos, pero están tan divididos como nosotros, tan enojados y vacilantes, como cualquier otra esperanza creada por el hombre. Ahora rehúso mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar la clase de fe que me impulsó a dejar morir a Elisa, aunque, casi siempre, termino por creer que esa era la respuesta a mis plegarias. Realmente, en esta historia hay más de una razón, antes que nada, me inquietan las personas que se creen superiores al resto, observé que se estaba complicando el problema entre Ricardo y ella, pero no vi la manera de arreglarlo, siempre he creído sin duda alguna que existen personas que no tienen arreglo, y Elisa era una de ellas, iba a continuar bajo el yugo de aquel verdugo toda la vida sin mí intervención, la única alternativa que encontré fue incitarla, tenía que morir, yo así lo quería. Por otro lado, si ella misma no se atrevía, entonces tenía que destruirla con mis propias manos de una vez y para siempre. No ansiaba, sin embargo, tener la necesidad de llegar al extremo de tomar el asunto por mi propia cuenta, todo tenía que seguir su propio curso, y Elisa tenía que darse muerte, como dije antes: tenía que morir.

Debo agregar que tengo demasiadas cosas que no soporto, el ruido, la espera, las demostraciones de afecto, y sobre todo la paciencia. Esa maldita creencia de que con el tiempo todo va a estar bien, que solo necesitas ser tolerante, malditos mentirosos, para Elisa nunca mejoró, y a mi juicio toleró demasiado. Por esa razón no tengo preferencias; todo me es repugnante. Un día, apenas entré a la casa, Ricardo dijo que debía salir e invitó a Elisa a ir con él: — ¿A dónde? —le preguntó. —A fumarnos unos cigarritos en el parque —respondió molesto — de inmediato supe que el parque era solo una excusa, no le convenía que nadie escuchara sus reclamos así que se la llevaba lejos, — para eso tienes bastantes amigotes, no crees, llama a cualquier vago de esos y que vaya contigo— argumenté en mi subconsciente con ironía, ni siquiera disimulé mí desprecio hacia él, pero yo, atada de manos y pies no reaccioné, después de todo, nadie me escuchaba. Sin embargo, experimentaba una sensación grotesca que no terminaba de definir, masoquismo, es el nombre que le dan esos vanidosos señores de batas blancas que me visitan de cuando en cuando, presumiendo su absurda visión de una realidad que solo me pertenece. Es probable, pues, que aquella sensación amarga se me acumulara incluso hasta hoy, intenté encomendarme a Changó, le pedí que descendiera de Oyo y me diera refugio en algún rincón, pero resultó imposible, sus rayos y truenos no me sirvieron para nada, no me hizo justicia, y detesté la arrogancia y la dependencia, en parte porque como dijo alguien: uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Por otro lado tenía la insensata costumbre de querer justificar cada uno de mis actos, y de todo lo que perdí esto es lo que extraño menos. ¿Por qué diablos tengo que dar cuentas de mi vida? Soy del criterio de que cada persona es responsable de justificarse o no, si le parece bien, cuando entienda de todo su pasado. Pero, en fin, a lo echo pecho, felizmente ya nada de eso me interesa; solo quise sentir un minuto de paz. ¡Un simple minuto de paz! ¿Qué tan difícil es eso? Elisa nunca pudo comprenderlo, a pesar de ser quien más me conocía, jamás se dio cuenta a tiempo de mi necesidad de paz en aquella casa.

Quedaba, por lo tanto, una única salida, tenía que convencerla de hacer lo correcto: desaparecer, después de todo su tiempo, su vida y su tan absurdo amor ya no valían nada. Evidentemente, el problema básico era disimular la frivolidad en mis argumentos, creo conveniente dejar claro que la descabellada idea de salvar a Elisa nunca me cruzó por la mente, estaba decidida a acabar con nuestra historia, apartar para siempre a Ricardo de nuestras vidas y todo lo que eso implicaba. Alguno podría creer, a estas alturas, que existe la remota posibilidad de excusar mis actos detrás del prejuicio de: “una mente muy perturbada”, y quizá lo parezca, pero si su intelecto superficial, no le permite aceptar la cordura detrás de esta confesión, puede abstenerse de leer el resto, sin embargo dudo que lo haga, dejemos la trivialidad a un lado, y hablemos a camisa quitada, sin más juicios que nuestras opiniones, las de adentro, las que escondemos por vergüenza al que dirán. ¿No son la mayoría como yo? ¿Qué tan seguido desvisten sus penumbras para acallar sus tinieblas? ¡Había que actuar! No quedaba sino asegurar la tan ansiada muerte, solo necesitaba algo de suerte, esa que suele presentarse una vez cada milenio; y que no me había tocado. De modo que mi felicidad estaba ligada a un único acontecimiento: la muerte de Elisa.

Sin contener la rabia me sumergí en la idea de concretar los muchos intentos fracasados de arrebatarle la existencia, y que me dejaban llena de amargura, durante varios días me culpaba, reprochándome la ineficacia con que había perdido las oportunidades que se me daban. Entonces volvía a encarar la realidad con más ganas de deshacerla. No era nada fácil. Una noche, ahogada por el insomnio llegué a la conclusión de que era inútil esperar que Elisa fuera valiente, me sorprende como en las noches de insomnio se le ocurren a uno las ideas más escandalosas y al mismo tiempo fructíferas. Aquella noche surgió la idea perfecta, la oportunidad perfecta: Coloqué mis susurros más sórdidos en su oído, los más sinceros y cortantes, los más oscuros, Por fin podía decirle la verdad mirándola a los ojos, Elisa temblaba, gemía como chivo que berrea por la falta de su madre, el miedo transitaba por su cuerpo en forma de lágrimas y sudor, heladas sus manos, asentía silenciosa ante mi soberbia que se acrecentaba. Había llegado la hora, era momento de ponerle fin a nuestra historia — ¿Tienes que morir Elisa? —le reiteraba de continuo. —No tienes otra salida, ya nada tiene sentido— le decía, todo se puso a mi favor, la casa estaba vacía, nuestros padres habían salido de viaje y Ricardo probablemente estaba tirado en algún bar, totalmente ebrio de su propio cinismo acompañado de alcohol. Lo que sucedió en los minutos posteriores pareció surrealista, abstracto, y sin embargo real, la mente de Elisa parecía haber quedado en blanco, yo callé, quedé esclava de mi odio, solo deseaba que todo acabara, y al fin encontrar la paz. La observé mientras sumergida en su llanto agarraba el galón de alcohol y bañaba su cuerpo en él, tomó todo lo que le recordaba su dolor, el cinturón con que Ricardo la golpeaba, el reloj que le regaló en su segundo aniversario, y todas las fotos, testigos permanentes de su martirio, era la hoguera perfecta, todo se iría con ella al final, se acabarían los gritos, desaparecería el miedo, morirían sus demonios. Una fosforera en sus manos, y el alcohol que chorreaba, eso bastó para su despedida, el último adiós.

Sonó la alarma del celular, había llegado, pues el momento de la verdad, y sin dudarlo prendió fuego a la hoguera, y yo, al compás de los gritos experimentaba lo más cercano al arrepentimiento que he conocido.

Recuerdo que desperté días después, quien entró a la casa y me sacó de allí francamente nunca lo pregunté, no me interesaba, ya nada me interesaba, hay cosas en la vida tan complicadas que son prácticamente inservibles y mi arrepentimiento era una de ellas. Fue grotesco escuchar lo que todos me decían, así que disimulaba inconciencia y olvido, o quizás no, talvez por primera vez realmente solo quería olvidar. Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia muchas preguntas inútiles en ese momento ¿Por qué hiciste eso?, ¿Por qué no impediste a tiempo semejante locura?, etcétera. Sin embargo, con más insistencia me sobrevenían mil justificaciones, mis verdades debería decir, las que nadie entendía: ¡Era la única salida! me repetía, – Tienes que olvidar– propusieron todos, y precisamente eso hice, olvidé, durante mucho tiempo, olvidé. Y desde ese momento me sentí estúpidamente tranquila y en paz. ¿Qué puedo decir a mi favor? Soy, después de todo, solo un ser humano imperfecto.

Me sentí infinitamente desgraciada cuando al regresar a casa vi su imagen, era Elisa, no había muerto, pero, cómo era posible. Sus ojos, antes tiernos e inocentes, me miraban fijamente, con un desatino pronunciado que me culpaba y al mismo tiempo me compadecía. Me acerqué lentamente a su encuentro, todavía incrédula, era ella, estaba frente a mí. Alguien más inteligente habría escapado inmediatamente, pero en mi caso me sentí profundamente atada a aquella imagen, antes odiada, ahora inmerecida. Una voz pronunció desde mi interior una pregunta increíblemente estúpida: — ¿Eres real? Ella permanecía en silencio, observándome, incapaz de dejarme libre, atormentándome, y la odié aún más por eso. Aborrecí aquella imagen inmaculada, inasequible, que se quedaba quieta impidiéndome olvidar, robándome la paz. Elisa estaba frente a mí, e irónicamente no me era lícito tocarla, y de cualquier manera no me hubiera atrevido ¿Qué hubiera sido de mi orgullo si la tocara?, para ella lo importante, lo verdaderamente importante, era que recordara la escena de la hoguera, que sus gritos no me dejaran jamás, que no me abandonara su eterna locura. Sin embargo han dejado de importarme sus banales argumentos, sus intentos insoportables de infligirme dolor, su manía de cuestionar mis actos.

Ha pasado el tiempo y continúo entre estas cuatro paredes, aunque no estoy sola, ella sigue ahí, junto a la columna de la esquina, todavía observándome si me le acerco, eternamente en silencio, sin nada más que su infatigable empeño de hacerme recordar, tampoco es que sea mi única compañía, de vez en cuando se llegan a mi ventana las hipócritas mujercitas de las que siempre me río, con sus desagradables conversaciones sin sentido, y entre semana disfruto ignorando a los vanidosos hombres de batas blancas, con sus términos científicos y todas sus incongruencias, siempre se inventan un nombre para todo, como si no quedaran problemas que resolver en el mundo, tan insensatos y superfluos. Me hacen hablarles de Elisa, de cómo la abandoné al borde de la muerte, de cómo volvió a aparecer frente a mí un día, luego balbucean entre ellos, siempre la misma cosa, y yo miro la ventana, observo las calles, y me niego a responder sus preguntas inútiles: …”Elisa — ¿Qué vez en el espejo?”.

 

Comentarios

  1. Esta obra me ha cautivado, ciertamente vale la pena leerla y sumergirse en el mundo que recrea la autora, Felicidades a esta gran escritora.

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